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Me despertó el timbre de la puerta. Al principio pensé que debía de ser una broma o algún borracho que habría confundido mi portal con la entrada de un albergue. Descorrí ligeramente las cortinas y apreté el rostro contra el cristal tratando de ver quién era, pero no pude. Consulté el reloj; eran algo más de las siete. No entendía quién podía llamar a esas horas. No llevaba nada encima, de modo que me puse un impermeable de plástico de brillante color amarillo y bajé a la entrada.

Abrí la puerta solo un poco; el portal del edificio da directamente a Holloway Road, y yo no quería parar el tráfico con la pinta que tenía. Cuando vi que era el cartero se me cayó el alma a los pies, pues cuando este te entrega en mano la correspondencia, en general no se trata de una buena noticia, sino de que firmes el acuse de recibo de una horrible nota impresa en rojo en la que te amenazan con cortarte el teléfono.

Pero al hombre se le veía contento. Detrás de él, vislumbré los albores de una jornada que prometía ser muy calurosa. Jamás había visto a aquel cartero, por lo que no sé si eran nuevos los favorecedores pantalones cortos de sarga azul que llevaba y la impecable camisa azul cielo de manga corta. Supuse que se trataba del uniforme de verano, pero resultaba demasiado alegre y desenfadado. No era exactamente joven, pero tenía un cierto estilo Vigilantes de la playa, así que permanecí de pie en el portal mirándolo con interés mientras él me observaba a su vez con cierta curiosidad. De pronto me percaté de que mi impermeable era demasiado ligero y no estaba muy bien cerrado en el centro, de manera que me lo ajusté con fuerza, lo cual probablemente agravó la cosa. La situación empezaba a parecerse a una de esas sórdidas películas cómicas británicas de contenido sexual que se rodaban a comienzos de los setenta y que a veces ponen en la televisión los viernes por la noche a la vuelta del pub. Porno para cabrones solitarios.

—¿Piso C? —preguntó.

—Sí.

—Traigo unas cartas para usted —dijo—. No caben en el buzón.

Y era cierto. Eran montones y montones de sobres reunidos en fajos sujetos con gomas. ¿Sería una broma? Tuve que efectuar unas complicadas maniobras para coger los paquetes con una mano mientras con la otra mantenía el impermeable ajustado.

—Felicitaciones de cumpleaños, ¿eh? —dijo, guiñándome un ojo.

—No —respondí, y cerré la puerta con el pie descalzo.

Llevé las cartas arriba y las desparramé sobre la mesa de la sala de estar. Cogí un sobre de delicado color lila para abrirlo, aunque ya sabía qué contenían. Uno de los inconvenientes de haber tenido un bisabuelo o tatarabuelo que abandonó Armenia hace unos cien años llevando consigo solo una receta para elaborar yogur es que resultas muy fácil de localizar en la guía telefónica. ¿Por qué no se cambió el apellido como otros inmigrantes? Leí la carta.

Querida Zoë Haratounian:

He leído en el periódico de esta mañana el relato de su heroica hazaña. En primer lugar, permítame que la felicite por la valentía que puso de manifiesto al enfrentarse con aquella persona. Si me permite abusar un poco más de su paciencia…

Leí un poco más y pasé a la otra página, y a la siguiente. Eran cinco, y Janet Eagleton (señora) había escrito por ambas caras en tinta verde. La reservaría para más tarde. Abrí un sobre que parecía más normal.

Querida Zoë:

Felicidades. Tu comportamiento fue ejemplar. Si todos actuáramos como tú, Londres sería un lugar mucho mejor para vivir. También me pareció que eras muy guapa en la fotografía, y por eso te escribo. Me llamo James Gunter, tengo veinticinco años y creo que estoy de bastante buen ver, pero siempre he tenido dificultades para encontrar a la chica adecuada, a la señorita «Adecuada», si tú quieres…

Doblé la hoja y la coloqué encima de la carta de la señora Eagleton. Abrí otro sobre, que parecía más bien un paquete, dentro del cual había unas hojas medio dobladas, medio enrolladas, con diagramas, flechas y temas dispuestos en columnas. Pero, como era de esperar, la primera página empezaba como una carta dirigida a mí.

Querida señora Haratounian:

[Un apellido interesante. ¿Acaso es usted zoroástrica? Puede contestar a mi apartado de correos (abajo). Volveré a este tema (Zoroastro) más abajo.]

Tiene usted poderes contra las fuerzas de las tinieblas. Pero, como usted sabe, hay otras fuerzas a las que no puede resistirse tan fácilmente. ¿Sabe lo que es un kunderbuffer? Si es así, puede saltarse lo que sigue y empezar por la parte que, para su comodidad, señalaré con un asterisco. Adjunto uno a modo de demostración (*). La parte que señalaré para su comodidad la resaltaré con dos (2) asteriscos para evitar confusiones innecesarias.

Dejé la carta encima de la de James Gunter, fui al cuarto de baño y me lavé las manos. Pero no tuve suficiente; necesitaba una ducha, lo cual en mi apartamento siempre era un incordio, pues tenía que agacharme y luchar con la manguera y los grifos estropeados. Y a mí me gustan las duchas con mamparas esmeriladas en las que puedes permanecer de pie. Una vez salí con un chico a quien, considerado retrospectivamente, solo lo salvaba el hecho de tener una cabina de hidromasaje con seis boquillas distintas, aparte de la normal. Pese a la incomodidad de mi bañera, permanecí tumbada varios minutos mientras me frotaba el rostro con una manopla. Fue como permanecer tumbada bajo una cálida manta húmeda.

Salí de la bañera y me vestí, luego me preparé una taza de café y encendí un cigarrillo. Me sentía un poco mejor, aunque lo que de verdad habría hecho que me sintiera mejor habría sido la desaparición del montón de cartas; pero estas seguían impasibles sobre la mesa. Toda aquella gente sabía dónde vivía yo. Bueno, no toda. Otra rápida inspección me permitió observar que varias cartas habían sido reenviadas desde los periódicos a los que en principio habían sido remitidas. Pensé que probablemente algunas de ellas contuvieran cosas bonitas, y me dije que era una suerte que la gente me escribiera en lugar de telefonearme o visitarme.

En aquel momento sonó el teléfono y me sobresalté. Pero no era un admirador, sino Guy, el agente inmobiliario que, según decía, intentaba vender mi apartamento.

—Hay un par de personas que quieren ver su apartamento.

—Muy bien —dije—. Usted tiene la llave… ¿Qué me dice de la pareja que lo vio el lunes? ¿Qué impresión le dieron? No parecían muy decididos. Él estaba muy serio, y ella, aunque fue agradable, no hizo ningún comentario sobre el apartamento.

—La zona no les acaba de convencer —contestó jovialmente Guy—. También lo encontraron un poco pequeño, y decían que necesitaba demasiadas reformas. En realidad no estaban muy interesados.

—Bueno, si esas personas quieren verlo hoy será mejor que lo hagan temprano. He invitado a unos amigos a tomar unas copas.

—Cumpleaños, ¿eh?

Respiré hondo.

—¿De veras quiere saberlo, Guy?

—Bueno…

—He organizado una fiesta de aniversario para celebrar que hace seis meses que he puesto a la venta el apartamento.

—No es posible.

—Sí, lo es.

—Pues no parece que hayan transcurrido seis meses.

Me costó hacérselo ver. Después de colgar, miré a mi alrededor con cierto desánimo: unos desconocidos estaban a punto de venir a ver mi apartamento. Cuando me trasladé a vivir a Londres, mi tía me regaló un libro titulado Sugerencias domésticas y trucos útiles, en el que se daban consejos sobre cómo arreglar la casa cuando solo se dispone de quince minutos. ¿Y cuando solo se dispone de uno? Hice la cama, estiré la alfombra que había junto a la puerta, enjuagué la taza de café y la coloqué cuidadosamente boca abajo junto al fregadero. Un minuto y medio. Ya llegaba tarde a la escuela. Otra vez. Ligeramente tarde y sudorosa, y eso que el sol todavía no había empezado a calentar.

—Bueno, ¿qué podemos hacer para que resulte más vendible?

Louise estaba de pie junto a la ventana con una botella de cerveza, señalando Holloway Road con el cigarrillo.

—Muy fácil —contesté—. Nos deshacemos de la calle, del pub de al lado y de la casa de kebabs de la puerta siguiente. Cambiamos el decorado… Todo esto es horrible. Lo aborrecí en cuanto lo compré y, aunque pierda dinero, necesito largarme de aquí. Quiero alquilar un cómodo apartamentito con jardín o algo así. Dicen que estamos en pleno auge del mercado inmobiliario, de modo que tiene que haber algún loco por ahí que quiera comprar esto —di una calada al cigarrillo—; aunque muchos locos han visto ya este apartamento… Creo que necesito una clase de loco especial.

Louise se rió. Había venido temprano para ayudarme a preparar las cosas, para mantener conmigo una conversación como Dios manda y, sobre todo, porque es una buena amiga.

—Bueno, no he venido aquí para hablar de viviendas —dijo—. Quiero saber algo de tu nuevo hombre. ¿Vendrá esta noche?

—Vendrán todos.

—¿Qué significa «todos»? ¿Acaso tienes más de uno?

Solté una risita tonta.

—No, es que son un grupo de amigos. Creo que se conocen desde la escuela primaria. Son como los paquetes de cerveza de seis botellas, que no venden las unidades por separado.

Louise frunció el entrecejo.

—No se tratará de ninguna rareza de índole sexual, un ménage a seis, o algo por el estilo ¿verdad? En caso afirmativo, quiero que me lo cuentes con todo detalle.

—No, de vez en cuando nos dejan solos.

—¿Cómo os conocisteis?

Encendí otro cigarrillo.

—Los conocí a todos juntos. Hace unas semanas acudí a una fiesta en una galería de arte de Shoreditch. Fue uno de esos típicos desastres que suelen ocurrir. Resultó que la persona a la que yo conocía no estaba allí. Así que empecé a pasear de sala en sala con una copa en la mano haciéndome la interesante, ¿entiendes lo que quiero decir?

—Estás hablando con la campeona mundial de esa especialidad —dijo Louise.

—El caso es que fui al piso de arriba y vi a un grupo de chicos muy guapos jugando a la máquina del millón, dándole golpes, gritando, riendo y pasándolo mucho mejor que cualquiera de los que estaban allí. Uno de ellos —no fue Fred, por cierto— se volvió y me preguntó si quería jugar. Y lo hice. Lo pasamos estupendamente, y la noche siguiente volví a reunirme con ellos en la ciudad.

Louise adoptó una expresión pensativa.

—O sea que tuviste que enfrentarte con la difícil tarea de elegir con cuál de ellos salir…

—No fue exactamente así —respondí—. Al día siguiente de nuestro segundo encuentro, Fred me llamó a casa y me preguntó si quería salir con él. Yo le dije si no tendría primero que pedir permiso a sus compañeros. Se quedó bastante cortado. —Me asomé un poco más por la ventana—. Ahí vienen.

Louise se asomó también para mirar. Estaban todavía un poco lejos y no nos habían visto.

—Parecen buenos chicos —dijo en tono remilgado.

—Fred es el que va en medio, con una bolsa grande, el de cabello castaño claro.

—O sea, que te quedaste con el más guapo.

—El de la chaqueta larga es Duncan.

—¿Y cómo lleva eso con el calor que hace?

—Se supone que le da cierto aire de pistolero de spaguetti western. Jamás se la quita. Los otros dos son hermanos. Los hermanos Burnside. El de gafas y gorra es Graham, y el del pelo largo es Morris.

Estaban cerca, de modo que grité:

—¡Hola!

Levantaron la vista, sobresaltados.

—Nos encantaría subir —gritó Duncan—. Por desgracia, tenemos que ir a una fiesta.

—Calla, anda —dije—. Toma, atrapa las llaves.

Arrojé el llavero y, con un estilo que no puedo menos que calificar de sensacional, Graham se quitó la gorra y con ella cazó al vuelo las llaves. Los chicos entraron en el portal y desaparecieron de nuestra vista.

—Rápido —dijo Louise—. Tenemos treinta segundos. ¿Con cuál de ellos me convendría casarme? ¿Quién tiene mejores perspectivas? De momento puedes excluir a Fred.

Lo pensé un par de segundos.

—Graham trabaja como ayudante de fotógrafo.

—Está bien.

—Duncan y Morris trabajan juntos. Hacen cosas relacionadas con los ordenadores. No entiendo nada en absoluto, ni falta que me hace. Duncan es el alma de las fiestas. Morris es más bien tímido, sobre todo cuando está solo.

—Son los hermanos, ¿verdad?

—No, esos son Morris y Graham. Duncan es pelirrojo. Tiene un aspecto totalmente distinto.

—Muy bien. O sea que, de momento, los técnicos de informática parecen la mejor apuesta. Morris, el hermano tímido, y Duncan, el pelirrojo que habla por los codos.

Entraron en la sala y la ocuparon por completo. Cuando días atrás les comenté lo de la fiesta, me preguntaron con descaro qué clase de mujeres asistirían. A pesar de que en la calle eran muy bullangueros, en el apartamento se comportaron bien y se mostraron muy corteses cuando les presenté a Louise. Era uno de los aspectos que más me agradaba de ellos.

Fred se acercó y me dio un prolongado beso, gesto que interpreté como una demostración pública dirigida a todos los presentes. ¿Estaba manifestando afecto o más bien marcaba el territorio? Después sacó algo que parecía una bandera de vivos colores.

—He pensado que te sería útil. Es para colgarla sobre la mancha de humedad.

—Gracias, Fred. —Contemplé el regalo con expresión dubitativa. Era demasiado llamativo y los colores no combinaban muy bien—. Pero creo que los compradores están autorizados a retirar trozos de tela de las paredes para ver qué hay detrás.

—Bueno, primero superaremos la fase de inspección y después lo cuelgas.

—Ah, muy bien.

—Zoë dice que sois unos genios de la informática —dijo Louise a Duncan.

Morris, que estaba con nosotros, se ruborizó ligeramente, lo cual me pareció encantador.

—Eso es lo que ella cree —terció Duncan, mientras tiraba de la anilla de una lata de cerveza—, pero es que su nivel es muy bajo. Lo dice porque le hemos enseñado a utilizar su ordenador. —Bebió un sorbo—. Reconozco que resultó una hazaña impresionante. Fue como enseñarle a una ardilla a buscar nueces.

—Pero si las ardillas son muy hábiles buscando nueces —objetó Morris.

—Es cierto —confirmó Duncan.

—Ellas saben hacerlo perfectamente —insistió Morris.

—En efecto. Y ahora Zoë es tan hábil con su ordenador como una ardilla buscando nueces.

—Tenías que haber dicho que fue como enseñarle a una ardilla a hacer juegos de manos.

Duncan lo miró, perplejo.

—Pero es que no se puede enseñar a una ardilla a hacer juegos de manos.

Volví a llenar la copa de Louise.

—Se pueden pasar horas así —dije—. Forma parte de su relación. Creo que tiene que ver con el hecho de haber jugado muchas veces juntos en el recreo.

Fui a buscar unas patatas fritas a la cocina y Louise me acompañó. Desde allí veíamos a los muchachos en la sala.

—Tiene muy buena pinta —dijo Louise, señalando a Fred con la cabeza—. ¿Qué está fumando? Se le ve muy tranquilo. Exótico, diría yo.

—Tiene una parte hippy. Pero es cierto que es muy tranquilo.

—¿La cosa va en serio?

Bebí un sorbo de su copa.

—Ya hablaremos en otro momento de ese asunto.

Llegaron unas cuantas personas más, entre ellas John, un simpático profesor de la escuela que me había pedido con unos días de retraso que saliéramos juntos, y un par de tías a las que había conocido por medio de Louise. La reunión se había convertido en una auténtica fiesta en miniatura, y tras haberme tomado un par de copas, empezaba a contemplar con benevolencia aquel nuevo círculo de amistades. Lo único que todas aquellas personas tenían en común era yo. No hacía ni un año, me sentía sola y perdida y no conocía a ninguna de ellas, y ahora todas acudían a mi casa —llamémosla así— un viernes por la noche. De pronto se oyó un sonido metálico. Era Fred, que daba golpecitos con un tenedor en una botella de cristal.

—Silencio, silencio —dijo cuando todo el mundo había callado—. A pesar de mi escasa experiencia en estas lides, etcétera, etcétera, quisiera aprovechar la ocasión para manifestar lo mucho que me gusta este apartamento y proponeros que levantemos nuestras copas para brindar por que podamos volver a reunimos todos aquí dentro de seis meses para pasar juntos otra buena velada. —Se alzaron copas y botellas, y un flash me estalló en el rostro cuando Graham me sacó una foto. Lo hacía constantemente; estabas charlando con él y, de pronto, levantaba la cámara y te apuntaba con ella como si fuera su tercer ojo. A veces, resultaba un poco desconcertante, pues daba la impresión de que lo único que le interesaba era obtener una buena instantánea—. Además, es nuestro aniversario —añadió Fred. Hubo manifestaciones de sorpresa por parte de todos, yo incluida—. Pues sí, hace nueve días que Zoë y yo… mmm… —se produjo una pausa— nos conocimos.

Oí a mi espalda las risas reprimidas de Graham y Duncan, de nadie más, y por un momento me sentí como atrapada en una cena de un equipo de rugby.

—Fred —intervine yo, pero él levantó la mano para interrumpirme.

—Espera —dijo—. Sería una lástima que semejante velada no se celebrara con cierta solemnidad, pero… ¿qué es eso? —Esto último lo dijo en un falso tono de asombro mientras se agachaba y rebuscaba detrás de mi sillón, de donde extrajo un paquete de gran tamaño envuelto en papel marrón—. O bien se trata de una nueva ofrenda de un admirador anónimo de Zoë, o es un regalo.

—Idiotas —dije en tono amable. Parecía un cuadro. Rasgué el papel y vi lo que era—. Cabrones —añadí entre risas. Era una página entera del Sun enmarcada, con un titular que decía «Yo y mi sandía», y en letras algo más pequeñas «Una rubia de armas tomar reduce a un atracador».

—¡Que hable! —vociferó Louise, utilizando las manos como bocina—. ¡Que hable!

—Bueno —empecé, pero justo en ese instante me interrumpió el timbre de la puerta—. Un momento. Vuelvo enseguida.

Abrí la puerta y me encontré con un hombre vestido con traje de pana marrón y calzado con botas de goma.

—Vengo a ver el apartamento —me dijo—. ¿Es posible?

—Sí, por supuesto —respondí con entusiasmo—. Suba, por favor.

Mientras lo acompañaba al piso de arriba, se oía el murmullo de la conversación de los invitados.

—Parece que está celebrando una fiesta —dijo el hombre.

—Pues sí —confirmé—. Es mi cumpleaños.