11

Al principio Pauline titubeó y se mostró reacia, pero yo insistí; no pensaba abandonar su despacho sin hacer nada. El inspector Carthy me había dado su tarjeta, pero me temblaban tanto las manos que me costó encontrarla en el bolso. Pauline se mostró visiblemente sorprendida cuando me vio marcar con esfuerzo el número mientras miraba la tarjeta. Debió de pensar que marcaría el 999 en un ataque de histeria.

—Ya ha ocurrido otra vez —le expliqué—. Algo parecido.

Pregunté por el inspector. No estaba en ese momento y me pasaron a Aldham, a falta de otra persona más adecuada. Hablé con furia; le dije que tenía que acudir de inmediato a la escuela. Aldham no parecía muy dispuesto, pero le dije que, si no acudía, presentaría una queja oficial y añadí todas las amenazas que se me pasaron por la mente. Al final accedió, yo le facilité la dirección de la escuela y colgué rápidamente. Encendí un cigarrillo. Pauline me recordó que solo estaba permitido fumar en la sala de profesores, pero yo le contesté que lo sentía mucho, pero aquella era una situación excepcional.

—¿Volverás a la clase? —me preguntó.

—No creo que sea un buen momento —contesté—. Será mejor que hable con la policía. Quiero ver qué dicen. Los esperaré aquí.

Se produjo una prolongada pausa. Pauline me miraba como si fuera un animal salvaje de conducta imprevisible al que hubiera que tratar con precaución. Al menos eso me pareció a mí. Yo tenía la sensación de que podía quebrarme al mínimo roce. Al final, Pauline se encogió de hombros.

—Hablaré con la señora Tite —anunció en voz baja.

—Sí —contesté sin apenas darme cuenta de lo que me estaba diciendo.

Pauline se detuvo junto a la puerta.

—¿Quieres decir que el dibujo lo ha hecho otra persona?

Apagué el cigarrillo y encendí otro.

—Sí —contesté—. Me están ocurriendo cosas horribles. Horribles. Y necesito aclarar este asunto cuanto antes.

Pauline estuvo a punto de decir algo, pero lo pensó mejor y me dejó sola en su despacho. Yo no era consciente del paso del tiempo. Fumé sin parar. Cogí un periódico que había en el escritorio de Pauline, pero no conseguía concentrarme en la lectura. Debía de haber transcurrido algo así como media hora cuando oí unas voces fuera y apareció Aldham, escoltado por Pauline, quien ya le había puesto al corriente. Yo ni siquiera me molesté en saludar.

—Mire —dije, señalando el cuaderno de dibujo todavía abierto por la página en que yo lo había dejado—. Esta soy yo. Y esta es una copia exacta de mi maldito dormitorio. Y eso no puede verse desde el maldito pub de abajo.

Puede que Pauline lo hubiera alertado acerca del alterado estado mental en que me encontraba, pues el hombre no me hizo ninguna advertencia acerca de las repercusiones legales que pudieran tener mis palabras, ni siquiera replicó. Se limitó a estudiar el dibujo y después murmuró algo en voz baja. Parecía aturdido.

—¿Dónde fue dibujado? —preguntó, levantando la vista.

—¿Cómo quiere que lo sepa? —Tuve que hacer un esfuerzo para dominarme e intentar concentrarme—. Es uno más de un montón de cuadernos escolares. El viernes de la semana pasada estaba en mi clase.

—¿Dónde los tenía guardados?

—En el aula. Me los llevé a casa el miércoles pasado y los devolví a la escuela a la mañana siguiente.

—¿Estuvieron en algún momento lejos de su vista?

—Por supuesto. ¿A usted qué le parece? No me quedé toda la noche aquí sentada, vigilándolos. Perdón. Perdón, perdón, perdón. Es que, oh, Dios mío. Le pido disculpas. Déjeme pensar. Sí, fui a ver una película con unas amigas. Calculo que debí de estar fuera de casa unas dos o tres horas. Fue el día que encontré la carta en el felpudo de la puerta. Aquella que le comenté. La primera carta…, o la que yo creía que era la primera. La que tiré.

Aldham arrugó la nariz y asintió con la cabeza.

—Está bien —dijo. Parecía nervioso y desconcertado. Evitaba mirarme a los ojos—. ¿Cuándo devolvió el cuaderno?

—Ya se lo he dicho, a la mañana siguiente. Solo los tuve en casa aquella noche. Estoy segura. Completamente segura.

—¿Y no ha sido descubierto hasta hoy?

Pauline se acercó.

—La madre lo ha visto esta mañana —dijo.

—¿Han sido manipulados otros cuadernos? —preguntó Aldham.

—Revisaremos todos los cuadernos de dibujo —dijo Pauline.

Encendí otro cigarrillo. Sentí los violentos latidos de mi corazón. Mi pulso parecía estar en todas partes; en la cara, en los brazos y en las piernas.

—¿Qué piensa usted? —pregunté.

—Espere —dijo él.

Sacó un teléfono móvil de su bolsillo y se retiró a un rincón. Oí que preguntaba por el inspector Carthy. A continuación inició una conversación en voz baja. Era evidente que existían distintos grados de no estar disponible. Oí fragmentos de una parte de la conversación.

—¿Y si habláramos con Stadler? Exactamente, el inspector Cameron Stadler. ¿Y Grace Schilling?… ¿Puedes llamarla? Y envía a un oficial con el expediente. Envía a Lynne, es muy buena en estas cosas. Nos reuniremos con ella allí… De acuerdo, hasta luego.

Aldham guardó el móvil en el bolsillo y se volvió hacia Pauline.

—¿Puede la señorita Haratounian acompañarnos un rato?

—Por supuesto —contestó Pauline, mirándome con renovada inquietud—. ¿Ocurre algo?

—Todo irá bien —terció Aldham—. Solo necesitamos cumplir unos trámites de rutina. —Extrajo un pañuelo del bolsillo y cogió con él el cuaderno de dibujo de Elinor—. ¿Vamos?

Tardamos bastante tiempo en atravesar Londres. Los permanentes embotellamientos de tráfico se agravaban los viernes y, por si fuera poco, un camión se había quedado atascado al intentar maniobrar para entrar en una obra en construcción. Aldham decidió tomar un atajo, y al final quedamos atrapados en la red viaria de una zona residencial en las inmediaciones de Balls Pond Road.

—¿Vamos a la comisaría? —pregunté.

—Tal vez más tarde —contestó, entre maldiciones a los demás vehículos—. Ahora vamos a ver a una mujer que sabe mucho sobre psicópatas de este tipo.

—¿Qué piensa usted del dibujo?

—Hay que ver cómo es la gente, ¿verdad?

No supe exactamente si se refería al artista o a una anciana que cruzaba muy despacio la calle. Preferí no aclararlo.

Al cabo de casi una hora enfilamos por una calle de un barrio residencial y llegamos a lo que parecía una escuela, pero que según rezaba la placa se trataba de la Clínica Welbeck. Una agente estaba sentada en la recepción, leyendo el contenido de una carpeta. Al vernos, la cerró de golpe, se acercó y se la entregó a Aldham.

—Usted quédese aquí —me indicó el sargento—. La agente Burnett se quedará con usted.

—Me llamo Lynne —me dijo la mujer, esbozando una tranquilizadora sonrisa.

Tenía un lunar en la mejilla y unos ojos grandes. En otro contexto, me habría gustado su aspecto.

Iba a encender otro cigarrillo, pero eso allí estaba auténticamente verboten, por lo que la agente y yo salimos al rellano de la entrada. Lynne aceptó uno de mis cigarrillos como una buena chica. Creo que lo hizo por hacerme compañía. Y no habló, lo cual fue un alivio. Justo a los diez minutos, Aldham volvió a salir. Lo acompañaba una mujer de elevada estatura enfundada en una larga chaqueta gris. Tenía el cabello rubio y lo llevaba recogido descuidadamente hacia arriba. Llevaba una cartera de documentos de cuero y una bolsa en bandolera de tela de algodón de color caqui. No parecía mucho mayor que yo. Treinta y pocos años tal vez.

—Señorita Haratounian, le presento a la doctora Schilling —dijo Aldham.

Nos estrechamos la mano. Me miró con los ojos entornados, como si yo fuera un ejemplar insólito que le hubieran llevado para que lo examinara.

—Lo siento muchísimo —dijo—. Llego tarde a una cita, pero quería intercambiar unas breves palabras con usted.

De repente, me sentí hundida. Había atravesado todo Londres para hablar con una mujer que ahora bajaba precipitadamente los peldaños de la clínica con intención de irse.

—¿Qué piensa de todo eso?

—Creo que hay que tomarlo en serio. —Dirigió una severa mirada a Aldham—. Quizá se hubiera tenido que tomar en serio un poco antes.

—Pero podría ser una broma, ¿no?

—Es una broma —dijo ella con expresión preocupada.

—Ese hombre en realidad no me ha hecho nada. Quiero decir que no me ha causado ningún daño físico. —Ante la grave expresión de su rostro, experimenté el deseo de que todo aquello volviera a ser una estúpida travesura.

—Exactamente —afirmó Aldham con un entusiasmo ligeramente excesivo.

—Lo erróneo de este razonamiento —dijo la doctora Schilling, dirigiéndose más a Aldham que a mí— es que… —Hizo una pausa como para serenarse. ¿Qué estaba a punto de decir? Tragó saliva—. No se le ofrece demasiada protección a la señorita Haratounian.

—Llámeme Zoë —indiqué—. Es más fácil.

—Zoë —dijo—, quiero que mantengamos una reunión como es debido el lunes por la mañana para examinar este asunto con todo detalle. Me gustaría verla aquí a las nueve en punto.

—Es que tengo trabajo.

—Este es su trabajo —replicó ella—. De momento. Ahora debo irme, pero… Aquel dibujo, ¿de veras es su dormitorio?

—Por supuesto que lo es.

La doctora Schilling desplazaba nerviosamente el peso de su cuerpo de un pie a otro. Si hubiera sido una niña de mi clase, la habría enviado al lavabo.

—Tiene usted pareja, ¿verdad?

—Sí, Fred.

—¿Viven ustedes juntos?

Me esforcé en esbozar una media sonrisa.

—Ni siquiera se queda a pasar la noche.

—¿Cómo, nunca?

—¿Se trata de una relación de carácter sexual?

—Sí, bueno…

Miró a Aldham.

—Hable con él.

—Si está usted pensando que puede ser Fred —dije—, mejor que lo deje ahora mismo. Él no puede ser porque…, bueno, porque no, y basta.

Asintió amablemente con la cabeza, pero sin el menor convencimiento.

—Bueno, él no estaba la noche en que ocurrió. Estaba en los valles de Yorkshire, trabajando en un jardín con otras personas. No regresó hasta la tarde siguiente. Creo que incluso lo captaron las cámaras de la televisión local.

—¿Está usted segura?

—Sí. Completamente.

—De todos modos, hable con él —le dijo a Aldham; y dirigiéndose a mí, añadió—: La veré el lunes, Zoë. No quiero asustarla. Puede que no sea nada, pero creo que sería bueno que no pasara usted la noche sola en su apartamento durante algún tiempo. Doug. —Ese debía de ser Aldham—. Examine todas sus cerraduras, ¿de acuerdo? Adiós, nos vemos el lunes.

Aldham y yo regresamos al automóvil.

—Un poco… rápido —dije.

—No haga caso —contestó Aldham—. De lo que dice, un diez por ciento son bobadas y el noventa por ciento restante es para curarse en salud.

—Ha dicho que tiene usted que hablar con Fred. Pero no lo hará, ¿verdad?

—Por algún sitio tenemos que empezar.

—¿Ahora?

—¿Sabe usted dónde está?

—Trabajando sobre un jardín.

—En un jardín, querrá usted decir.

—No, Fred siempre dice que trabaja sobre un jardín. Supongo que suena más artístico. ¿Dónde estamos ahora?

—En Hampstead.

—Creo que es cerca de aquí. Dijo que estaba al norte de Londres.

—Muy bien. ¿Sabe usted la dirección?

—Lo podría llamar a su móvil. Pero ¿no puede esperar?

—Por favor —dijo Aldham, ofreciéndome su móvil.

Busqué el número en mi agenda y marqué.

—Si va usted a verlo, ¿puedo hablar primero yo con él?

Aldham me miró, desconcertado.

—¿Para qué?

—No sé —dije—. Quizá por educación.

Vi a Fred antes de que él me viera a mí. Estaba al fondo del gran jardín de la parte trasera de una mansión impresionante. En ese momento se desplazaba de lado a lo largo de un arriate con una desbrozadora que llevaba suspendida de los hombros mediante unas correas. Una gorra de béisbol con la visera hacia atrás le cubría la cabeza, y llevaba unos vaqueros rotos, una camiseta blanca y unas pesadas botas de trabajo. Se protegía los oídos con unos protectores acústicos. Tuve que darle una palmada en el hombro para que notara mi presencia. Se sobresaltó ligeramente a pesar de que le había anunciado por teléfono mi llegada. Apagó la máquina y soltó las correas; después se quitó la visera y los protectores acústicos. Parecía aturdido por el ruido, pese a que este ya había cesado, y por la cegadora luz. Estábamos junto a un arriate de lirios y nos daba el sol de pleno. Fred chorreaba sudor.

Se echó hacia atrás y me miró con asombro, incluso con rabia, diría yo. «Es de esas personas que quieren mantenerlo todo en compartimientos independientes», pensé. El trabajo y la vida privada tenían que estar absolutamente separadas, como el sexo y el sueño. Yo había traspasado el límite, y eso no le hacía gracia.

—Hola —dijo, haciendo que el saludo sonara a pregunta.

—Hola —contesté, dándole un beso y rozándole con la mano su sudorosa mejilla—. Perdona. Dicen que quieren hablar contigo. Yo les he dicho que no era necesario.

—¿Ahora? —preguntó con recelo—. Estoy trabajando. No puedo dejarlo sin más.

—Esto no tiene nada que ver conmigo —dije—. Solo quería decirte que siento mucho que te mezclen en este asunto.

De repente, se puso irascible.

—Pero ¿a qué viene todo este jaleo?

Le expliqué una versión abreviada de lo que había ocurrido en la escuela, pero parecía no entenderlo. Me recordó a uno de esos tipos tan desagradables que en las fiestas miran por encima de tu hombro a la chica guapa que está junto a la mesa de las bebidas. En este caso Fred miraba a Aldham, que esperaba al otro lado del jardín, junto a la entrada principal de la casa.

—Y ella me ha dicho que convendría que no me acercara a mi apartamento durante unos días.

Hubo una pausa en cuyo transcurso miré a Fred. Esperaba que dijera algo, que se compadeciera de mí, que me dijera que si quería podía ir a vivir con él hasta que se resolviera todo aquel embrollo. Esperaba que me rodeara con sus brazos y me dijera que todo se arreglaría y que podía contar con él. Su rostro, bajo el brillo del sudor, era como una máscara. No pude adivinar qué pensaba.

Después sus ojos bajaron hacia mis pechos y empecé a ruborizarme por la humillación y por un atisbo de ardiente furia.

—Yo… —empezó, pero inmediatamente se detuvo y miró a su alrededor—. De acuerdo. Hablaré con ellos un momento. Aunque no tengo nada que contarles.

—Otra cosa —dije sin saber siquiera que lo iba a decir—. Creo que tendríamos que dejar de vernos.

Eso hizo que sus errabundos ojos levemente lascivos dejaran de moverse y que desapareciera su vago aire de distracción. Me miró fijamente. Observé que una vena le latía en la sien y que los músculos de la mandíbula se le contraían y luego se le relajaban.

—Y eso ¿por qué, Zoë? —preguntó finalmente.

Su voz era más fría que el hielo.

—Quizá no es un buen momento —contesté.

Soltó la correa de la voluminosa desbrozadora y la depositó sobre la hierba.

—¿Quieres romper conmigo?

—Sí.

Un arrebol se extendió por su bello rostro. Su mirada era absolutamente fría. Me miró de arriba abajo como si estuviera viéndome en un escaparate y dudara entre comprarme o no. Después una leve sonrisa de desprecio le contrajo la boca.

—¿Quién coño te has creído que eres? —preguntó.

Contemplé su sudoroso rostro y sus ojos desorbitados.

—Tengo miedo —dije—. Y necesito ayuda, pero no voy a recibirla de ti, ¿verdad?

—Puta —dijo—. Puta engreída.

Di media vuelta y me alejé. Deseaba largarme de allí, irme a algún lugar seguro.

El cabello se le derrama sobre los hombros. Necesita un lavado. Las mechas se ven oscuras y un poco grasientas. Ha envejecido en la última semana. Tiene arrugas a los lados de las ventanas de la nariz y en las comisuras de la boca, y se le ven ojeras bajo los ojos y una leve arruga en el entrecejo, como si lo hubiera mantenido muchas horas fruncido. Su piel presenta un aspecto muy poco saludable, está pálida y un poco sucia. Hoy no lleva pendientes. Viste unos viejos pantalones de algodón, de color de harina de avena supongo que se podría llamar, y una blusa blanca de manga corta. Los pantalones le están un poco anchos y tendría que plancharlos. Le falta un botón en la blusa. Está mordiéndose la parte lateral del dedo medio de la mano derecha sin darse cuenta. Mira mucho a su alrededor, sin detenerse jamás en una persona por espacio de más de un segundo. A veces parpadea como si le costara distinguir los objetos. Fuma constantemente, enciende un cigarrillo tras otro.

La sensación que experimento en mi interior es cada vez más intensa. Cuando esté preparado, lo sabré. También sabré cuándo estará preparada ella. Es como el amor, lo sabes sin más. No hay nada más cierto que eso. La certeza me llena por completo, me hace fuerte y decidido. Ella está cada vez más débil y delgada. La miro y pienso: eso lo he hecho yo.