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Poco a poco, el alud de cartas fue remitiendo. La inundación del principio se convirtió en un goteo, hasta que al final terminó por completo.

En un primer momento me resultó divertido; una vez incluso llevé unas cuantas para leerlas con Fred y sus amigos. En aquella ocasión nos sentamos alrededor de una mesa en un bar del Soho, bebimos cerveza muy fría y nos las fuimos pasando; de vez en cuando, leíamos algunas frases escogidas. Después, mientras Morris y Duncan se enzarzaban en una de sus impenetrables conversaciones —en la que se desafiaban mutuamente a ver quién era capaz de decir los nombres de los Siete Enanitos, o de los Siete Magníficos o los Siete Pecados Capitales—, yo me puse a hablar más en serio del tema de las cartas con Graham y Fred.

—Es sorprendente la cantidad de personas diseminadas por todo el país que se sientan a escribir cartas de ocho páginas a alguien a quien no conocen, buscan un nombre en la guía telefónica y compran un sello. ¿Acaso no tienen nada mejor que hacer?

—Pues no, no lo tienen —dijo Fred y apoyó una mano en mi rodilla—. Eres una diosa. Tú y tu sandía. Antes todos te queríamos, pero es que ahora eres una fantasía masculina. Una poderosa y bella mujer. Todos queremos tener a alguien así que se pasee por encima de nuestro cuerpo con zapatos de tacón. —Después se inclinó hacia delante y me susurró al oído, arrojándome su cálido aliento—: Y tú eres toda mía.

—Ya basta —protesté—. No tiene ninguna gracia.

—Ahora ya sabes lo que es ser famosa —dijo Graham—. Disfruta de ello mientras puedas.

—Por Dios bendito, ¿es que nadie me toma en serio? Morris, ¿qué opinas tú?

—Anda —intervino Fred— Di, Morris. ¿Qué consejo darías a una bella mujer para hacer frente a los agobios de la fama?

Se inclinó hacia delante y le dio a Morris unos suaves cachetes en la mejilla. A veces me desconcertaban; parecía que utilizasen un lenguaje secreto perteneciente a una extraña y exótica cultura que yo no comprendía. Uno de ellos le decía o hacía algo a otro y yo ignoraba si se trataba de una broma o de un insulto, o bien de un insulto en broma. No sabía si la víctima reiría o se pondría hecha una furia. Por ejemplo, Fred jamás le decía nada agradable a Morris, y, sin embargo, se refería a él como su mejor amigo. Se produjo un repentino silencio y yo noté que se me revolvía el estómago. Morris parpadeó al percatarse de que lo mirábamos, y se pasó los dedos por el cabello. Yo a veces pensaba que lo hacía para que viéramos lo impresionantemente largo y espeso que lo tenía.

—¿Quién puede citar diez películas en las que aparezcan cartas? —dijo.

—¡Morris! —exclamé, enfurecida.

—Carta de una desconocida —dijo Graham.

—Carta a tres esposas —añadió Duncan.

—La carta —terció Fred.

—Eso es demasiado fácil —dijo Morris—. Diez películas en las que salgan cartas, pero en cuyos títulos no figure la palabra «carta».

—¿Como cuál?

—Bueno…, como Casablanca, por ejemplo.

—En Casablanca no salen cartas.

—Sí salen.

—Te digo que no.

La conversación seria había terminado.

A partir de entonces dejé de leer las cartas. Algunas las reconocía por la letra del sobre, y ni me molestaba en abrirlas. A otras les echaba un vistazo superficial y las guardaba en la caja de cartón junto con las demás. Ya ni me hacían gracia. Unas eran tristes, otras obscenas, y la mayoría, simplemente aburridas.

Si quería un recordatorio del desorden mental que me rodeaba, me bastaba con mirar a través de la ventana, cuyo marco, por cierto, se estaba pudriendo. Chicos en destartalados automóviles inclinados sobre los cláxones con la cara congestionada por la rabia. Solitarias ancianas con sus carritos de la compra abriéndose paso a trompicones entre la gente y hablando solas. Borrachines sentados unas puertas más abajo, a la entrada de una tienda, oliendo a orines y a whisky, con los pantalones desabrochados y lanzando lascivas miradas de soslayo.

La locura también entraba por la puerta bajo la forma de posibles compradores del apartamento. Uno de ellos era un hombre de unos cincuenta años, muy bajito, algo cojo y con unas orejas como coliflores, que se puso de rodillas en el suelo y empezó a golpear en los rodapiés como un médico que examina a un paciente para detectar una posible afección pulmonar. Yo permanecí inútilmente a su lado, haciendo muecas de fastidio por la ensordecedora música que penetraba en el apartamento desde el pub de abajo. También vino una chica, probablemente de mi edad, con docenas de piercings de plata que formaban una irregular figura en el contorno de sus orejas. Vino acompañada de tres gigantescos y malolientes perros. Se me revolvió el estómago de pensar en lo que ocurriría cuando llevaran una semana viviendo allí, pues apenas había espacio para una persona. Uno de los animales se comió las pastillas de vitaminas que había sobre la mesa, mientras que otro se tumbó junto a la puerta principal, despidiendo un olor insoportable.

Muchos de los visitantes permanecían solo unos minutos en el apartamento, justo el tiempo suficiente para no parecer groseros antes de batirse en retirada. Aunque a algunos les daba igual ser groseros. A veces las parejas hacían comentarios en voz alta.

Puede que desde un punto de vista circunstancial y superficial, Guy fuera un simple miembro más de la especie humana, pero, a causa de su incapacidad para vender mi apartamento, estábamos convirtiéndonos más bien en socios a largo plazo. Vestía con elegancia y contaba con una variada serie de trajes y llamativas corbatas, algunas de ellas estampadas con personajes de tiras cómicas. Jamás sudaba, por mucho calor que hiciera. O más bien sudaba discretamente. Una gota le bajaba de vez en cuando por la parte lateral del rostro. Olía a loción de afeitado y a colutorio bucal. Yo acabaría asumiendo que mi apartamento era un símbolo del fracaso y que él podía haberlo evitado. No obstante, él seguía acompañando a posibles compradores, incluso en momentos poco habituales, por la noche o los fines de semana.

Por consiguiente, no hubiera tenido que sorprenderme demasiado que, tras la rápida huida de una escuálida y nerviosa mujer, Guy me mirara profundamente a los ojos y me dijera:

—Cualquier noche de estas tenemos que salir a tomar unas copas, Zoë.

Se me tendría que haber ocurrido una negativa violenta que reflejara el profundo odio que me inspiraba su persona y su bronceado de pacotilla, y sus irritantes eufemismos, pero no se me ocurrió nada, por lo que, en su lugar, dije:

—Creo que tendríamos que bajar el precio.

El hombre que se había presentado en la fiesta de celebración de mi permanencia en el apartamento regresó con una cinta métrica, un cuaderno y una cámara fotográfica. Fue al atardecer. Fred estaba ocupado en un extraño encargo de una cadena regional de televisión que lo obligaría a pasarse treinta y seis horas en los valles de Yorkshire transformando un enorme jardín cubierto de maleza para un programa que se emitiría aproximadamente al cabo de un año. Me había llamado desde un pub, con la voz pastosa a causa del alcohol y el deseo, y me describió las cosas que pensaba hacerme a su regreso. No era precisamente lo que yo necesitaba escuchar en aquel momento, ya que estaba preparando en el ordenador un informe para el día siguiente. Quería crear un gráfico de esos que llaman «en forma de tarta». Me pareció muy fácil cuando lo hizo Duncan, ¿o había sido Morris? «Se ha producido un error tipo 19», repetía una y otra vez la pantalla. Así pues, me puse a fumar y a decir palabrotas mientras el hombre que tal vez compraría o tal vez no mi apartamento fisgaba por todas partes. Tomó medidas en el suelo, abrió armarios, levantó la raída alfombra, retiró de la pared el horrible tapiz que me había regalado Fred e inspeccionó la mancha de humedad que se hacía cada vez más grande, a pesar de la sequedad y el sofocante calor. Abrió el grifo del cuarto de baño y se pasó casi un minuto observando las salpicaduras del agua. Cuando entró en el dormitorio y oí que abría los cajones, lo seguí.

—¿Qué está haciendo?

—Comprobando las cosas —contestó sin inmutarse, mientras contemplaba mi revoltijo de bragas, sujetadores y pantys llenos de carreras.

Cerré violentamente el cajón y me dirigí a la cocina. Estaba hambrienta, pero lo único que encontré en el frigorífico fue unas cuantas cebollas podridas, un panecillo cubierto de moho, una bolsa de papel marrón vacía con un hueso de cereza en su interior y una lata de Coca-Cola. En el congelador había un paquete de gambas, probablemente con la fecha de caducidad más que superada, y una bolsita de guisantes. Así pues, me bebí la Coca-Cola de pie, junto al frigorífico, y después regresé al ordenador y escribí: «Tenemos la intención de crear no solo lectores competentes sino también lectores interesados. Un Plan Curricular Escolar Completo cuidadosamente elaborado garantiza que todos los alumnos consigan reforzar…» Mierda. No me había hecho maestra para eso. No tardaría en escribir cosas tales como «satisfactorios niveles de cumplimiento» e «input».

Me introduje tres comprimidos de multivitaminas en la boca y los mastiqué con furia. Después cogí los deberes —si la palabra no resulta demasiado exagerada para designarlos— que les había puesto a los niños y que me había llevado a casa para corregir. Les había pedido que ilustraran alguno de sus cuentos preferidos. Varios de los dibujos eran bastante incomprensibles. El dibujo en zigzag y coloreado en verde y negro de Benjamin era El lobo feroz. Arte abstracto, pensé. Jordan se había limitado a dibujar un círculo de color verde para representar La princesa y el guisante. Muchos habían presentado dibujos relacionados con películas de Disney: Bambi y Blancanieves y cosas por el estilo. Los revisé, escribí comentarios alentadores en todos y los guardé en una carpeta bajo la mesa.

—Me marcho —dijo el hombre.

Se hallaba en la puerta, con la cámara colgada al cuello. Golpeteaba los dientes con el bolígrafo sin dejar de mirarme. Observé que la calva de su coronilla era de un cruel color rosado y que sus vellosas muñecas también estaban quemadas por el sol. Estupendo.

—Ah, bueno.

Ni una sola palabra acerca de un posible regreso. Cerdo.

Salí unos minutos después que él para ir a ver una película con Louise y unas amigas suyas que yo no conocía. Fue agradable permanecer sentada en la oscuridad con un grupo de mujeres, comiendo palomitas de maíz y riendo en silencio con ellas. Me sentía segura.

Regresé a casa muy tarde. Estaba oscuro y no había estrellas. Al abrir el portal vi una carta en el felpudo; alguien había debido de introducirla por la ranura del buzón. Pulcra letra inclinada y tinta negra. No parecía de un chiflado. Abrí la carta allí mismo.

Querida Zoë, me pregunto cuándo empieza a tener miedo a morir una persona como tú, joven, guapa y sana. Fumas (por cierto, tienes una mancha de nicotina en el dedo). A veces tomas drogas. No te alimentas muy bien. Te acuestas tarde y a la mañana siguiente no tienes resaca: probablemente crees que vivirás eternamente, que serás joven mucho tiempo.

Zoë, a pesar de tus dientes blancos y de ese hoyuelo que se te forma cuando sonríes, no seguirás siendo joven mucho tiempo. Estás avisada.

¿Tienes miedo, Zoë? Te observo. No pienso irme.

Permanecí de pie mirando fijamente la carta, mientras una multitud de gente pasaba a mi lado. Levanté la mano izquierda y me vi una mancha amarilla en un dedo. Estrujé la carta hasta convertirla en una apretada pelota y la arrojé al cubo de la basura junto con los otros desperdicios, toda la porquería de la vida de otras personas.

Hoy lleva un vestido azul claro con tirantes. Le llega hasta la rodilla y cerca del dobladillo tiene polvo de tiza, pero al parecer no se ha dado cuenta. No lleva sujetador. Se ha rasurado las axilas; las piernas se le ven finas y suaves. Lleva las uñas de los pies pintadas con esmalte transparente; por cierto, el esmalte está empezando a descascarillarse en la uña del pulgar. Calza unas viejas y gastadas sandalias de color azul. Está morena; el vello de sus brazos es dorado. A veces puedo distinguir fugazmente la lechosa zona inferior de sus axilas; la piel blanca de la parte posterior de sus rodillas. Cuando se agacha, veo que el color miel de sus hombros y su garganta palidece entre la comisura de sus pechos. Lleva el cabello recogido hacia arriba. El sol se lo ha aclarado por encima y en la nuca se ve más oscuro. Luce unos pequeños pendientes de plata con forma de florecitas. Ocasionalmente los hace girar entre el índice y el pulgar. Los lóbulos de las orejas son muy largos y el surco vertical de encima de sus labios es muy pronunciado. Cuando hace calor, como hoy, el sudor se concentra en él. De vez en cuando se lo seca con un pañuelo de papel. Sus dientes son blancos, pero he visto que tiene varios empastes en las últimas muelas. Brillan cuando se ríe o bosteza. No lleva maquillaje. Puedo ver las pálidas puntas de sus pestañas; la leve sequedad de sus labios sin pintar. El caballete de la nariz está salpicado de unas pecas que no tenía la última vez que me fijé en ella. La mancha amarilla de su dedo ha desaparecido. Bien. No lleva sortijas. En su muñeca destaca un reloj de esfera grande con la imagen del ratón Mickey en el centro. Lleva una cinta de tela a modo de cinturón.

Cuando ríe, a veces emite un repiqueteo como el del timbre de una puerta. Si le dijera que la amo, se reiría de mí de esa manera. Pensaría que no hablo en serio. Es lo que suelen hacer las mujeres. Convierten las cosas serias e importantes en algo mezquino, en una broma. Y el amor no es una broma. Es una cuestión de vida o muerte. Un día, muy pronto, lo comprenderá. Sabrá que su forma de reír, o el modo en que abre los ojos cuando presta atención a algo, o la manera en que sus pechos se aplanan cuando levanta los brazos por encima de la cabeza, son cosas importantes. Pero sonríe con demasiada facilidad. Ríe con demasiada facilidad. Coquetea. Viste ropa muy ligera. Puedo verle las piernas a través de la tela del vestido. Distingo la forma de sus pezones. Es muy descuidada con su persona.

Habla muy rápido, con una voz suave y ronca. Dice «ya», en lugar de «sí». Sus ojos son grises. Aún no está asustada.