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Mi mayor vicio son los catálogos, las compras por correo; lo cual, en cierto modo, es una locura, porque no es mi estilo en absoluto. Si hay algo en lo que creo es en que los objetos de tu hogar tienen que ser los idóneos. La idea de tener durante años en tu casa un sucedáneo de lo que realmente querías —y que elegiste porque era un poco más barato, o mucho— ahí, en un rincón, acusándote con su presencia… esa es la idea que yo tengo de la tortura. Tienes que tocar las cosas antes de comprarlas, dar vueltas a su alrededor, imaginar qué tal quedarán en el espacio que tú tienes pensado destinarle.
Por esa razón, los catálogos no tendrían que interesarme. Las toallas que parecían suaves en la fotografía pueden tener un tacto sintético en realidad y ser de un matiz lo suficientemente distinto para que no haga juego con el marco de madera del precioso espejo que compraste en aquel mercado el verano pasado. Las cucharas para servir la ensalada pueden parecer sólidas, y luego, cuando las coges, ser tremendamente ligeras. Y sé que, teóricamente, puedes devolverlo y recuperar el dinero, pero, no sé por qué, no se suele hacer. Es algo que no admite disculpa y que Clive me reprueba airadamente cuando se da cuenta. Pero él, con sus condenados catálogos de vinos que con tanto detenimiento lee hasta altas horas de la noche, tampoco es el más indicado para hacerme ningún reproche.
Por consiguiente, cuando llegan los catálogos, no puedo resistir la tentación de hojearlos, y siempre hay algo que me llama la atención: zapatillas deportivas o una chaqueta de béisbol para los chicos, o un plumier o un cucharón perforado o un despertador divertido o una papelera que quizá quedaría bien en el estudio. Pero al final todas las compras acaban en el desván o en el fondo de un armario, aunque hay que reconocer que a veces vienen muy bien. En cualquier caso, te hace tanta ilusión cuando te las entregan en mano que no tienes más remedio que aceptarlo y estampar tu firma. Es algo así como un cumpleaños especial. En cierto sentido, mejor todavía. Si quisiera ser sarcástica diría que, mientras los chicos —y ciertos hombres cuyo nombre quedará en el anonimato— pueden olvidarse de tu cumpleaños, Next jamás olvida entregarte la pantalla de lámpara que pediste, aunque luego te guste menos de lo que esperabas.
Con una pizca de perversidad, estas empresas de venta por correo facilitan tu nombre a otras, sobre todo cuando sus ordenadores han comprobado que eres patéticamente adicta a comprar cosas que en realidad no necesitas. Es como ser la chica más famosa de la escuela. Todo el mundo quiere ser tu amigo, pero tú no siempre quieres ser amiga de ellos. Quiero decir que, bueno, a veces recibes publicidad de cosas de lo más peregrinas. Precisamente la semana pasada recibí un folleto de una empresa que vende ponchos de lana de llama. Veintinueve libras con noventa y nueve. Y por treinta y nueve libras con noventa y nueve te dan dos, como si alguien que no vive en los Andes pudiera tener interés en comprarse tan siquiera uno. No lo tomé en consideración ni por un segundo.
Todo esto es el preludio de lo que ocurrió el lunes, cuando bajé a media mañana y vi en el felpudo el habitual montón de papeles. No es correo auténtico, claro, simplemente la habitual serie de estúpidos folletos multicolores que te ofrecen pizzas a domicilio con una Coca-Cola gratis, limpieza de cristales, tasación de inmuebles, sustitución de marcos de ventana originales por carpintería metálica y doble acristalamiento. Entre todo aquello había un sobre que decía: «Oferta Especial de Piezas de Decoración Estilo Victoriano». Lo abrí.
Apuesto a que nadie es consciente de cómo abre las cartas. Es algo que hacemos todos los días, pero no reparamos en ello. Yo lo sé porque me he visto obligada a fijarme. Se coge la carta, se le da la vuelta, del lado del remite. Si está bien cerrada, se coge el borde de la solapa, por la parte de arriba, y se arranca un poco. Se trata de abrir un hueco para poder introducir el dedo índice y deslizarlo por el doblez para desgarrarlo poco a poco. Eso es lo que yo hice, y lo curioso es que no sentí ningún dolor. Abrí el sobre y vi un apagado brillo metálico y algunas zonas del sobre que parecían mojadas y manchadas de rojo.
Fue entonces cuando sentí no exactamente dolor sino una sorda sensación en la mano derecha. Tardé un rato extremadamente largo en darme cuenta de lo que estaba sucediendo. Mis dedos estaban bañados en sangre, y algunas gotas cayeron sobre mis pantalones beige. Seguía sin comprender qué había ocurrido y por eso examiné estúpidamente el interior del sobre, pensando que había salido de él una cálida pintura roja. Entonces vi el opaco metal; unas piezas planas grapadas en el borde de un trozo de cartulina. Al principio no me di cuenta de qué era, hasta que de pronto me vino la imagen de mi padre, cuando yo era pequeña, sentado en el borde de la bañera con la cara cubierta de espuma como si fuera Papá Noel. Unas anticuadas cuchillas de afeitar.
Me miré los dedos. Una corriente ininterrumpida de sangre goteaba sobre el suelo. Levanté la mano y la examiné. Tenía un profundo corte en el dedo índice, que me latía mientras la sangre seguía brotando. Fue entonces cuando empezó a dolerme y experimenté una sensación de aturdimiento y de frío y calor a la vez. No grité ni lloré. No estaba mareada. Pero me fallaron las piernas y me deslicé hacia la sangre del suelo, y allí me quedé, medio tumbada. No sé cuánto rato permanecí de esa manera; probablemente solo unos minutos antes de que Lena bajara y corriera a pedir ayuda y apareciera Lynne con la boca en forma de una perfecta O.
Viste pantalones color crema y una camisa granate. Tiene la mano vendada y de vez en cuando se la sujeta con cuidado con la mano sana como si fuera un pájaro herido. Lleva el cabello recogido detrás de las orejas, lo cual hace que su rostro parezca todavía más enjuto y sus pómulos más angulosos. Ya parece mucho mayor. Le estoy poniendo años encima.
Hoy no se ha puesto pendientes. Ni perfume. Un carmín rojizo acentúa la palidez de su rostro. Se ha aplicado los polvos con demasiada prisa y le han quedado unas manchas en la frente y en las mejillas. Camina como si estuviera soñando, sin apenas rozar el suelo con los pies. Tiene los hombros encorvados. De vez en cuando frunce el entrecejo como si tratara de recordar algo. Se acerca la mano a la altura del corazón. Quiere percibir el latido de su vida en la palma de la mano. La otra también lo hacía.
Estaba muy entera, pero ahora ya se está desmoronando. Poco a poco, la cáscara se resquebraja. La veo. Veo aspectos de su persona que jamás ha querido mostrar a nadie. El miedo vuelve a las personas del revés.
A veces siento ganas de reír. Todo me ha salido muy bien. Esto podría llenar mi vida. Era lo que estaba esperando.