13

—Voy a Camden Market —dije—. Ahora mismo.

Lynne me miró, perpleja. Era sábado y acababan de dar las nueve. Creo que se había acostumbrado a que yo me levantara tarde, cosa que hacía para poder estar sola. Me había pasado dos días viviendo una pesadilla, viendo una y otra vez aquellas fotografías en mi mente. Zoë, que parecía dormida, y Jenny, obscenamente mutilada. Y, sin embargo, allí estaba, duchada y vestida, amable y dispuesta a salir.

—Habrá mucha gente —dijo ella en tono dubitativo.

—Justo lo que necesito. Muchedumbre, música, ropa barata y bisutería. Quiero comprar montones de cosas inútiles. No hace falta que me acompañe.

—Pero la acompañaré, por supuesto.

—Tiene que hacerlo, ¿verdad? Pobre Lynne, siguiéndome constantemente, procurando ser amable en todo momento, obligada a mentir. Debe de echar de menos su vida normal.

—No me quejo —dijo.

—No lleva alianza de matrimonio. ¿Tiene novio?

—Sí.

El rubor se extendió por su pálido rostro e intensificó el color de su lunar.

—Debe de estar deseando que todo esto termine. De la manera que sea. Vamos. Está a solo cinco minutos a pie.

Lynne tenía razón. Era un día muy caluroso, el cielo presentaba un desvaído y sucio color azul y Camden Market estaba abarrotado de gente. Lynne llevaba unos pantalones de lana y unos zapatos muy pesados. El cabello le caía sobre el rostro en unos pequeños y sudados mechones. Debe de estar muriéndose de calor, pensé con satisfacción. Yo me había puesto un vestido sin mangas de color amarillo limón y unas sandalias, y llevaba recogido el cabello hacia atrás. Me sentía fresca y liviana. Nos abrimos paso entre la gente mientras el calor parecía brotar del suelo. Miré a mi alrededor y me vino una oleada de euforia al sentirme en medio de aquel inmenso mar de gente. Rastas, punks, moteros, chicas con vestidos de vivos colores y faldas desteñidas, hombres con la cara picada y de mirada ardiente, adolescentes que caminaban arrastrando los pies con ese aire de tímida indiferencia que, a Dios gracias, se pierde a medida que uno se va haciendo mayor. Eché la cabeza hacia atrás y aspiré los efluvios de aceite de pachuli, marihuana, incienso, velas perfumadas y sudor.

Me acerqué a un tenderete donde vendían zumos de fruta recién exprimidos y pedí sendos zumos de mango y naranja y una galleta salada. Después adquirí veinte finos brazaletes de plata por cinco libras y me los coloqué en la muñeca, donde tintinearon alegremente. Compré también un vaporoso pañuelo de seda, un par de pendientes y unos llamativos pasadores. Eran cosas que podía ponerme de inmediato. No quería llevar nada en la mano. Después, mientras Lynne examinaba unas tallas de madera, me largué. Así de fácil.

Bajé rápidamente la escalera que conducía al canal y eché a correr hasta llegar a la calle principal. Aún había mucha gente y yo solo era un cuerpo más entre el gentío. Si Lynne me buscaba por allí, no podría verme. Nadie podría verme. Ni siquiera él, con sus ojos de rayos X. Al fin estaba sola.

Me sentía libre, totalmente distinta, como si me hubiera desprendido de la porquería que llevaba encima desde hacía semanas. El temor, la ansiedad y la irritación habían desaparecido. Me sentía mejor de lo que me había sentido en muchos días. Sabía adónde iba. Había planeado el camino la víspera. Tenía que actuar con rapidez antes de que alguien me encontrara.

Tuve que llamar varias veces al timbre. Pensé que a lo mejor había salido, aunque las cortinas de las ventanas del piso de arriba estaban descorridas. Entonces oí unas pisadas y una maldición en voz baja.

El hombre que abrió la puerta era alto y más joven de lo que yo esperaba, y también más guapo. Su cabello rubio le caía sobre la frente y tenía unos ojos pálidos que destacaban en su bronceado rostro. Llevaba unos vaqueros y nada más. Parecía medio dormido.

—¿Sí?

El tono de su voz no era precisamente amistoso.

—¿Eres Fred? —pregunté, tratando de esbozar una sonrisa.

—Sí. ¿Te conozco?

Hablaba con una lánguida seguridad en sí mismo.

Me imaginé a Zoë a su lado, con su bonito y ávido rostro levantado hacia el suyo.

—Siento haberte despertado, pero es muy urgente. ¿Puedo entrar?

Me miró, enarcando las cejas.

—¿Quién eres?

—Me llamo Nadia Blake. He venido porque he recibido amenazas del mismo hombre que mató a Zoë.

Pensé que se sorprendería, pero al parecer mis palabras le cayeron encima como un mazazo. Estuvo a punto de desplomarse.

—¿Cómo? —dijo.

—¿Puedo entrar?

Se apartó para dejarme pasar. Estaba absolutamente perplejo. Antes de que pudiera decir nada, traspasé el umbral de la puerta. Me condujo hasta un pequeño salón abarrotado de cosas en el piso de arriba.

—Por cierto, lamento mucho lo de Zoë —le dije.

Me miraba atentamente.

—¿Cómo has sabido de mí?

—Tu nombre está en una relación de personas próximas a Zoë —contesté.

Se pasó la mano por su alborotado cabello y después se frotó los ojos.

—¿Te apetece un café?

—Gracias.

Fue a la cocina y yo aproveché para curiosear. Pensé que habría alguna fotografía de Zoë, algo que la recordara, pero no vi nada. Hojeé unas revistas que había en el suelo: manuales de jardinería, una guía de la vida nocturna de Londres y otra de programas de televisión. En uno de los estantes había un montón de piedras redondas. Me puse en la palma de la mano una jaspeada que parecía un huevo de pato y la dejé con cuidado en su sitio. Luego cogí un sombrero marrón de fieltro que había colgado en el respaldo de una silla y lo hice girar alrededor de mi dedo índice. Quería sentirme cerca de Zoë, pero allí no había nada que pudiera evocármela. Vi un pato de madera que había en un estante y lo cogí, pero en ese momento regresó Fred de la cocina y lo dejé en su sitio.

—¿Qué haces? —me preguntó con recelo.

—Curioseando un poco por ahí. Perdona.

—Aquí tienes el café.

—Gracias.

Había olvidado decirle que no me gustaba con leche.

Fred se sentó en un sofá que parecía salido de un vertedero y me indicó con la mano un sillón. Luego cogió su taza y contempló su contenido sin decir nada.

—Siento lo de Zoë —repetí a falta de otra cosa mejor.

—Ya —dijo, encogiéndose de hombros al tiempo que apartaba la mirada.

¿Qué esperaba yo de él? Yo había pensado que el hecho de que él hubiera conocido a Zoë creaba un vínculo entre nosotros, lo cual, de una manera absurda, hacía que en mi imaginación lo sintiera más cercano a mí que cualquiera de mis amigos.

—¿Cómo era?

—¿Cómo era? —Levantó la vista con expresión malhumorada—. Era simpática, atractiva, alegre y todas esas cosas. Pero ¿qué quieres de mí?

—Es una estupidez, lo sé, pero quiero saber cosas de ella: su color preferido, su manera de vestir, sus sueños, qué sentía cuando recibía las cartas, todo… —Se me cortó la respiración.

Me miró como si se sintiera incómodo, casi asqueado.

—No puedo ayudarte —dijo.

—¿Tú la querías? —pregunté de repente.

Me miró como si hubiera dicho una palabrota.

—Lo pasábamos bien.

Lo pasaban bien. Se me cayó el alma a los pies. Ni siquiera la conocía y no quería que yo la conociera a través de él. Lo pasaban bien: menudo epitafio.

—Aun así, ¿no te has preguntado lo que debió de sentir ella durante todo ese tiempo? Cuando la amenazaban, quiero decir, y después, cuando murió.

Alargó la mano hacia una cajetilla de cigarrillos y una caja de cerillas que había en una mesita auxiliar al lado del sofá.

—No —contestó, encendiendo un cigarrillo.

—La fotografía que he visto de ella parece bastante antigua. ¿Tienes alguna más reciente?

—No.

—¿Ninguna?

—Yo no hago fotos.

—O alguna otra cosa suya que yo pueda ver. Tiene que haber algo.

—¿Para qué? —replicó, mirándome con expresión dura e inflexible.

—Perdón, debo de parecerte un poco morbosa. Pero es que me siento vinculada a esas dos mujeres.

—¿Qué quieres decir con eso de dos mujeres?

—Zoë y Jennifer Hintlesham, la segunda mujer asesinada.

—¿Cómo? —dijo, dando un brinco hacia delante. Depositó la taza sobre la mesa y derramó parte del café—. ¿Qué coño estás diciendo?

—Perdón, veo que no lo sabías. La policía lo ha mantenido en el más estricto secreto. Yo lo he descubierto por pura casualidad. La otra mujer había estado recibiendo el mismo tipo de cartas. La mataron unas pocas semanas después que a Zoë.

—Pero… pero… —Fred pareció perderse en sus pensamientos. Después me miró con una intensidad completamente distinta—. Esa otra mujer…

—Jennifer.

—¿La mató el mismo hombre?

—Exactamente.

Soltó un silbido por lo bajo.

—Mierda —dijo.

—Pues sí.

Sonó el teléfono y ambos nos sobresaltamos. Parecía una alarma. Fred lo cogió dándome la espalda.

—Sí, sí, ya me he levantado. —Una pausa y después—: Pásate por aquí y luego recogemos a Duncan y a Graham.

Colgó el teléfono.

—Va a venir un amigo —me dijo en tono de despedida—. Buena suerte, Nadia. Siento no haber podido ayudarte.

¿Y eso era todo? No era posible. Lo miré con impotencia.

—Adiós, Nadia —repitió, casi empujándome hacia la puerta—. Cuídate.

Eché a andar con la cabeza gacha hacia la boca del metro. Pobre Zoë, pensé. Fred me había parecido un hombre sin imaginación, guapo y desconsiderado. No me lo imaginaba mostrándose comprensivo y afectuoso con Zoë mientras ella recibía las amenazas, por más que después él hubiera dicho lo contrario a la policía. Repasé lo que me había contado, que no era mucho, por cierto. Nada por lo que mereciera la pena haber escapado de la protección policial. Un súbito estremecimiento de temor me recorrió el cuerpo. Estaba sola y nadie cuidaba de mí. Imaginé que unos ojos entre la muchedumbre me acechaban.

De repente alguien me cerró el paso. Un hombre se había interpuesto en mi camino y me miraba desde arriba. Cabello oscuro, piel blanca, dientes relucientes detrás de su sonrisa. ¿Quién era?

—Hola, ¿qué tal? Tiene cara de encontrarse a miles de kilómetros de distancia.

Lo miré fijamente.

—Es Nadia, ¿verdad? La mujer del ordenador prehistórico.

Ah, ahora me acordaba. Una sensación de alivio me inundó el cuerpo. Esbocé una sonrisa.

—Sí, perdón. Mmm…

—Morris. Morris Burnside.

—Ah, sí. Hola.

—¿Cómo está, Nadia? ¿Qué tal va todo?

—¿Cómo? Ah, muy bien —contesté con aire ausente—. Perdone, pero es que tengo un poco de prisa.

—Sí, claro, no quiero entretenerla. ¿Seguro que está bien? La veo un poco nerviosa.

—Simplemente cansada, eso es todo. Ya sabe usted lo que es eso. Bueno, adiós.

—Adiós, Nadia. Cuídese mucho. Hasta pronto.

La casa era muy bonita. Ya la había visto en las fotografías, naturalmente, pero en la vida real era todavía más impresionante: separada de la calle por su propio jardín, una escalinata que conducía al porche de la entrada principal, una glicina que trepaba por las altas y blancas paredes… Todo en ella era sólido y transmitía sensación de riqueza y buen gusto. Yo ya sabía lo que era la riqueza, claro, pero ahora podía aspirar su perfume. Levanté los ojos hacia las ventanas del piso de arriba. Jennifer había sido asesinada en una de aquellas habitaciones. Me atusé el cabello hacia atrás y jugueteé nerviosamente con los tirantes de mi barato vestido de algodón. Después subí los peldaños y golpeé la puerta con la aldaba.

Casi esperaba que saliera a abrir la puerta la propia Jennifer y ver su alargado rostro y su sedoso cabello castaño enmarcados en la entrada. Se habría mostrado cortés conmigo, con la amable y levemente sorprendida actitud que, para las personas como yo, suele significar «largo de aquí, qué se habrá creído la muy descarada».

—¿Sí? —No era Jennifer, sino una mujer alta y elegante, con el cabello rubio peinado hacia atrás y pendientes en las orejas. Llevaba unos pantalones negros de corte impecable y una blusa de seda de color melocotón. Había leído en la carpeta que Clive tenía relaciones con otra mujer y yo me había compuesto mi propia imagen de ella—. ¿En qué puedo ayudarla?

—Quisiera hablar con Clive Hintlesham, por favor. Me llamo Nadia Blake.

—¿Es urgente? —preguntó con gélida amabilidad—. Como puede comprobar, tenemos visitas.

Efectivamente, se oían voces procedentes del interior de la casa. Era un sábado a mediodía y el desconsolado viudo ofrecía una pequeña fiesta en compañía de su amante. Se oía también el tintineo de las copas.

—Sí, es urgente.

—Pase, entonces.

El vestíbulo era frío y enorme. Desde allí el sonido de las voces era más fuerte. Ella había vivido allí, pensé mirando a mi alrededor. Esta es la casa que ella quería convertir en su hogar soñado, pero ahora el hogar de sus sueños lo habitaba la otra, pues era evidente que los operarios habían regresado. La habitación que había delante de mí estaba llena de escaleras de mano y botes de pintura y los muebles del fondo del vestíbulo estaban cubiertos con telas.

—¿Es tan amable de esperar aquí? —me dijo.

Pero yo la seguí, a pesar de todo. Entramos en un espacioso salón recién pintado de color gris pizarra con unas grandes puertas vidrieras que daban a un jardín acabado de reformar. En la repisa de la chimenea había una fotografía de tres niños con marco de plata ovalado. A Jennifer no se la veía por ninguna parte. ¿Eso me ocurriría también a mí si muriera? ¿Las aguas se cerrarían sobre mí sin más?

En la estancia había unas diez o doce personas, formando pequeños grupos de personas, todas con una copa en la mano. A lo mejor habían sido amigos de Jennifer y ahora estaban reunidos allí para dar la bienvenida a la nueva señora de la casa. Esta se acercó a un hombre de sólido aspecto, cabello entrecano y rostro mofletudo. Apoyó la mano en su hombro y le murmuró algo al oído. Él me miró con expresión adusta y se acercó.

—¿Sí? —preguntó.

—Siento molestarle —dije.

—Gloria me ha dicho que tenía algo que decirme.

—Me llamo Nadia Blake. Estoy siendo amenazada por el mismo hombre que mató a su mujer.

Su rostro apenas se alteró. Miró rápidamente a su alrededor como para ver si alguien nos estaba observando.

—Ah —dijo—. Y bien, ¿qué desea?

—Su mujer ha sido asesinada, y ahora ese hombre quiere matarme a mí.

—Lo lamento muchísimo —dijo en tono pausado—. Pero no entiendo qué quiere de mí.

—Pensé que podría decirme algo sobre Jennifer.

Tomó un sorbo de vino y me condujo hasta un rincón del salón.

—Ya le he dicho a la policía todo lo que tenía que decir —dijo—. No entiendo qué está haciendo usted aquí. Ha sido una tragedia, pero yo intento seguir adelante con mi nueva vida de la mejor manera posible.

—Veo que se las arregla bastante bien —comenté, mirando a mi alrededor.

Su rostro adquirió un intenso color morado.

—¿Qué ha dicho? —dijo, enfurecido—. Haga el favor de salir de mi casa, señorita Blake.

Me sentí invadida por la cólera y la humillación e hice un balbuciente intento de justificarme. Mientras hablaba, vi a un adolescente sentado en la repisa de la ventana. Era delgado y de piel muy blanca. Su cabello rubio se veía grasiento y tenía unas oscuras sombras bajo los ojos y granos en la frente. Era la viva imagen de la torpe, desmañada e incurable desesperanza de la adolescencia. Su rostro reflejaba la aterrorizada confusión del hijo que ha perdido a su madre. Josh, el hijo mayor. Nuestras miradas se encontraron. Tenía unos ojos grandes y oscuros, como los de un cocker spaniel. Unos ojos preciosos en un rostro vulgar.

—Ya me voy —dije en voz baja—. Siento haberlo molestado. Lo que ocurre es que tengo miedo. Y busco ayuda.

Asintió con la cabeza. Puede que su rostro no fuera demasiado cruel, sino solo un poco estúpido y autosuficiente. A lo mejor era como todo el mundo. Un poco débil, tal vez, y un poco más egoísta.

—Lo siento —dijo con un impotente encogimiento de hombros.

—Gracias.

Di media vuelta, intentando no llorar ni preocuparme por el hecho de que todo el mundo me estuviera mirando como si fuera una pordiosera que hubiera entrado sin permiso.

Una vez en el vestíbulo, un chiquillo montado en un triciclo se acercó pedaleando a toda prisa y me cortó el paso.

—Yo te conozco. Eres la payasa. Lena —gritó—, la payasa ha venido a visitarnos. Ven a ver a la payasa.