6
Se me da muy bien hacer las maletas. Siempre se las hago a Clive cuando se va de viaje. Los hombres son una calamidad para doblar las camisas como es debido. Sea como fuere, el caso es que les estaba haciendo las maletas a los chicos, que se iban a un campamento de verano en el quinto pino de Vermont. Habíamos oído hablar años atrás de aquel lugar a un amigo de un amigo del trabajo de Clive. Tres semanas de rappel, windsurfing y hogueras de campamento y, en el caso de Josh, probablemente de miradas furtivas a las niñas vestidas con cortísimos pantalones. Se lo dije mientras colocaba con cuidado las camisetas, los pantalones cortos, los bañadores y algún pantalón largo en su maleta. Me miró con expresión enfurruñada.
—Tú lo que quieres es perdernos de vista —murmuró.
Últimamente todo lo que dice me llega como murmullos que a duras penas puedo entender. ¿Será que me estoy volviendo sorda?
—Vamos, Josh, sabes muy bien que el año pasado te encantó. Y a Harry no se le hace nada largo.
—Pero yo no soy Harry.
—No me digas que vas a echarme de menos —dije en tono de broma.
Me miró fijamente. Tiene unos grandes ojos de color castaño oscuro que utiliza para mirar con conmovedora expresión de reproche, como una especie de asno peludo. Observé lo blanco y delgado que estaba: sus clavículas se proyectaban hacia fuera como si fueran tiradores de puertas; sus muñecas eran una masa de tendones. Cuando se quitó la camisa para ponerse la ropa limpia que llevaría en el viaje, sus costillas parecían un par de escaleras que ascendían por su escuálido cuerpo.
—El aire libre te sentará bien. Lo mismo que a esta habitación. ¿Es que no abres nunca la ventana?
No contestó, se limitó a mirar con expresión malhumorada a la calle. Di unas palmadas para que espabilara.
—Tengo prisa. Papá os llevará al aeropuerto dentro de una hora.
—Siempre tienes prisa.
—No pienso discutir contigo justo cuando estás a punto de irte de vacaciones.
Se volvió a mirarme.
—¿Por qué no te buscas un trabajo como es debido?
—¿Dónde está tu desodorante? Ya tengo un trabajo. Ser tu madre. Serías el primero en quejarte si no te acompañara en mi coche a tus fiestas y a tus clubes, y no te preparara la cena ni te lavara la ropa.
—¿Pues qué haces mientras Lena te hace el trabajo?
—Arreglo la casa, en la cual parece que te encuentras muy a gusto. Bueno, ¿qué piensas hacer en el poco tiempo que te queda antes de irte? ¿Por qué no vas a ver a Christo? Te va a echar mucho de menos.
Josh se sentó delante de su ordenador.
—Enseguida voy. Quiero echar un vistazo a este nuevo juego. Acaba de salir.
—Por eso debes irte. De lo contrario, te pasarías tres semanas a oscuras delante de la pantalla. Bueno, aprovechando que estás aquí, podrías quitar las sábanas y sacarlas para que Mary las lave. —Silencio. Hice ademán de abandonar la habitación, pero lo pensé mejor—. ¿Josh? —Silencio—. ¿Me echarás de menos? Vamos, por el amor de Dios, Josh —dije, ahora casi a gritos.
Se volvió con la cara muy larga.
—¿Qué?
—No, nada.
Lo dejé atrapado en una especie de combate sin armas en el que los golpes sonaban como árboles derribados.
Abracé a Harry, aunque él crea que a los once años se es demasiado mayor para que a uno lo abracen, y se quedó inmóvil entre mis brazos. Es un chico muy despierto; no tiene la enfurruñada tristeza de Josh, a Dios gracias. Es como yo, poco dado a la meditación. Lo adivinas con solo mirarlo, con su rizado cabello castaño, su nariz respingona y sus recias piernas. A su lado, Josh parecía excesivamente larguirucho, con el flaco cuello asomando a través de la nueva camisa, que le va demasiado grande. Lo besé en la mejilla.
—Que te diviertas mucho, Josh. Estoy segura de que así será.
—Mami…
—Tenéis que iros, hijos míos, vuestro padre está esperando. Sed buenos y no os metáis en ningún lío. Nos veremos dentro de tres semanas. Adiós, hijos. Adiós.
Los saludé con la mano hasta que desaparecieron de mi vista.
—Vamos, Chris, nos quedaremos tú y yo solos durante tres semanas.
—Y Lena.
—Bueno, sí, claro, Lena también. De hecho, Lena te llevará luego al zoo para que almuerces allí al aire libre. Mami tiene un día muy ocupado.
Un día muy ocupado, preparando aquella maldita cena que Clive me había endilgado. No recordaba la última vez que había estado sola en casa. Todo resultaba extrañamente tranquilo y se oían ruidos por todas partes. Ni Josh, ni Harry, ni Chris, ni Lena, ni Clive, ni Mary, ni Jeremy, ni Leo, ni Francis; nada de martillazos ni de silbidos de pintores mientras aplican pintura al yeso; nada de timbrazos en la puerta cuando vienen a traernos grava, papel de pared o cables eléctricos. Bueno, casi sola, porque Lynne siempre andaba por allí como un abejorro que entra y sale a su antojo.
Esta casa era una obra en construcción, lo que ya era grave de por sí, y ahora es una obra en construcción abandonada: papel de pared a medio poner en la habitación de invitados; tablas del suelo a punto de ser colocadas en lo que algún día será el comedor; sábanas para proteger los muebles del salón, preparado para el inicio de las tareas de pintura que no se llevarán a cabo; el jardín lleno de malas hierbas y agujeros. No sé si la policía logrará encontrar a la persona que me está molestando, pero lo que sí ha hecho es obstaculizar mis planes. Y esa tal Schilling me está atacando los nervios.
Ha vuelto otra vez. De nuevo con su atenta y solícita expresión que tanto me desagrada y que apuesto a que practica delante del espejo. Cada vez se inmiscuye más en mi vida, averigua detalles sobre Clive y los hombres en general, siempre rasca que te rasca. Me dice que son procedimientos de rutina. Y a veces me da la impresión de que le importa un bledo el criminal. Lo que ella quiere en realidad es resolver mis otros problemas. Convertirme en otra cosa. ¿En qué? Probablemente en ella. Estoy deseando decirle que no soy una puerta que un día se abrirá al jardín encantado que hay en mi interior. Lo siento. Esa soy yo: yo, Jenny Hintlesham, la mujer de Clive, la madre de Josh, Harry y Chris. Me toma o me deja. Pero prefiero que me deje… Déjeme en paz para que yo pueda seguir otra vez adelante con mi vida.
No me encanta cocinar, pero me gusta preparar cenas, siempre y cuando disponga de tiempo, claro. Ese día tenía tiempo de sobra. Lena no regresaría hasta la hora del té y Clive pensaba ir directamente desde el aeropuerto a la clase de golf. Eché un vistazo a mis libros de recetas de cocina, que continúan guardados en una caja de cartón debajo de la escalera. Como hacía calor, opté por una cena auténticamente veraniega, fresca, crujiente y con ríos interminables de excelente vino blanco. Los canapés con setas tendría que hacerlos en el último momento; el gazpacho lo había preparado la víspera mientras Clive veía la televisión. El plato principal —salmonetes con salsa de tomate y azafrán, que se debían servir fríos— podía prepararlo ya. Primero hice la salsa, una espesa mezcla italiana, con aceite de oliva, cebollas, hierbas aromáticas (al menos Francis había plantado el huerto de hierbas aromáticas antes de que todo quedara interrumpido), toneladas de ajo y tomates pelados. Luego añadí vino tinto, un chorrito de vinagre balsámico y unas hebras de azafrán. Me encanta el azafrán. Coloqué los seis salmonetes en una bandeja alargada y vertí la salsa por encima. Solo tendría que meterlos media hora en el horno, a fuego no muy fuerte, y estarían listos.
De postre hice una enorme tarta de albaricoque. Siempre resulta espectacular, y los albaricoques están muy buenos en esta época del año. Extendí la base (la había comprado preparada, todo tiene un límite) sobre una bandeja. Después coloqué sobre ella una masa a base de almendras molidas, azúcar, huevo y mantequilla. Finalmente abrí los albaricoques por la mitad y los eché por encima. Listo: a horno fuerte durante veinticinco minutos. Ideal con montones de crema de leche. El vino y el champán ya estaban en la nevera. Corté la mantequilla en trocitos. Los panecillos integrales los compraría por la tarde. La ensalada verde la prepararía justo antes de sentarnos a comer.
Tendríamos que cenar en la cocina, por muy importante que fuera el cliente de Clive. Así que dividí el espacio en dos mitades con el biombo chino y cubrí la mesa con el mantel blanco de encaje, el regalo de boda que nos había hecho mi prima. Con la cubertería de plata y un ramo de rosas de color rosa y anaranjado en un jarrón de cristal, conseguí una brillante improvisación.
Había invitado también a Emma y Jonathan Barton. A saber cómo serían el tal Sebastian y su mujer… Me imaginaba a un tipo gordo de la City, con barriga y venitas rotas en la nariz, y una esposa dura y ambiciosa, vestida con ropa cara, rubia de bote y de caderas anchas. No envidio a ese tipo de mujeres, aunque a veces son condescendientes con las personas como yo.
Esa noche quería estar guapa. Emma Barton tiene unas caderas curvilíneas, pechos grandes y labios carnosos que siempre lleva pintados de rojo brillante, incluso por la mañana, cuando lleva a los niños a la escuela. A mí me resulta un poco vulgar, pero a los hombres les encanta. Lo malo es que últimamente se está pasando un poco. Tiene mi edad, o quizá algo más; y las zalamerías y contoneos están muy bien cuando tienes veinte o treinta años, pero a los cuarenta resultan ligeramente ridículos; y a los cincuenta, decididamente patéticos. Conocemos a los Barton de toda la vida. Hace diez años él estaba loco por ella y se mostraba muy posesivo, pero ahora he visto cómo se le van los ojos detrás de las mujeres con el mismo aspecto que tenía antes Emma.
A las seis me di un buen baño y me lavé el pelo. Oí que abrían la puerta de abajo. Era Lena, que traía a Chris. Me puse una bata y me senté ante el espejo. Me aplicaría un buen maquillaje. No solo base, sino también colorete en los pómulos, sombra de ojos verde grisáceo, delineador de ojos gris oscuro, mi amado borrador de arrugas, carmín de color ciruela, mi perfume preferido detrás de las orejas y en las muñecas… Luego me pondría un poco más. Habitualmente, entre plato y plato subo al dormitorio a retocarme el maquillaje y ponerme un poco más de perfume. Me infunde valor.
Me puse un vestido negro de tirantes muy finos y encima una delicada chaqueta de encaje de color granate con ribete de terciopelo en el cuello y en los puños que me había comprado en Italia el año anterior y que me había costado una fortuna. Zapatos de tacón. La gargantilla de diamantes, los pendientes de diamantes. Me estudié en el espejo de arriba abajo y giré muy despacio para poder verme desde todos los ángulos. Nadie diría que estoy a punto de cumplir cuarenta años. Cuesta mucho mantenerse joven.
Oí entrar a Clive. Tenía que darle las buenas noches a Chris y comprobar que estaba debidamente acostado antes de que llegaran los invitados. ¿Había puesto los bombones de chocolate en el aparador?
Chris había tomado demasiado sol y estaba muy nervioso. Lo dejé escuchando una cinta de Roald Dahl con la luz de una lamparilla encendida y recé para que no armara alboroto durante la cena. Clive se estaba duchando. Bajé a la cocina, me puse un voluminoso delantal sobre mis ropas de gala y eché las setas por encima de los canapés, troceé una lechuga: una simple ensalada verde para acompañar el pescado. La elegancia consiste en la sencillez. El cielo al otro lado de la ventana de la cocina había adquirido un color frambuesa. «Del cielo el nocturno rubor es la dicha del pastor», rezaba el viejo dicho. Josh y Harry ya estarían en el campamento a esas horas, horario americano.
—Hola —saludó Clive.
Estaba bronceado y resplandeciente en su traje; lo envolvía un halo triunfal.
—Estás muy elegante… No te había visto esa corbata… —comenté; deseaba que me dijera lo guapa que estaba.
Se manoseó el nudo.
—No, es nueva.
Sonó el timbre de la puerta.
Ni Sebastian ni Gloria, su mujer, se parecían para nada a lo que yo había imaginado. Sebastian era alto y lucía una sorprendente calva. Habría ofrecido un aspecto bastante distinguido, a la siniestra manera de Hollywood, si no hubiera estado tan visiblemente tenso. La actitud de Clive hacia él era de cierto desprecio, mezclado con una pizca de intimidación. De repente, tuve el presentimiento de que Clive estafaría a Sebastian en su desventurada opa y que la cena no era más que una cruel farsa de amistad. Gloria, la cazatalentos de la City, era mucho más joven que su marido; calculé que debía de rondar los treinta. Y su rubio cabello casi plateado resultó que no procedía de ningún bote. Tenía ojos azules, y los brazos, morenos y delgados; alrededor de uno de sus delicados tobillos brillaba una cadenita de plata. Vestía un sencillo camisero blanco de lino y llevaba muy poco maquillaje. Hizo que me sintiera excesivamente arreglada; y Emma, a su lado, parecía ordinaria.
Los tres hombres se mostraban muy atentos con ella. Yo veía cómo inclinaban levemente sus cuerpos mientras tomábamos champán en el patio a medio hacer. Por si fuera poco, ella era plenamente consciente de su atractivo y se pasaba el rato bajando sus largas pestañas y esbozando discretas sonrisas. Su risa era ligera como el delicado sonido de una campanilla de plata.
—Bonita corbata —le dijo a Clive.
Me entraron ganas de arrojarle la copa de champán sobre el vestido.
Estaba claro que se conocían de antes… Bueno, supongo que era lógico que así fuera, dado su trabajo. Ella, Sebastian, Clive y Jonathan empezaron a hablar del Footsie y del mercado de valores mientras Emma y yo permanecíamos al margen de todo como unas tontas.
—Yo siempre he pensado que eso del índice Footsie era un nombre muy ridículo —dije yo levantando la voz, firmemente dispuesta a conseguir que me hicieran caso.
Gloria se volvió amablemente hacia mí.
—¿Usted también trabaja en la City? —me preguntó, a pesar de que me constaba que ella sabía la respuesta.
—¿Yo? No, Dios me libre. —Solté una sonora carcajada y bebí un sorbo de champán—. No estoy entrenada para eso. No, Clive y yo decidimos que, cuando tuviéramos hijos, yo dejaría de trabajar y me dedicaría a la casa. ¿Usted tiene hijos?
—No. Y antes, ¿a qué se dedicaba?
—Era modelo.
—Modelo de manos —aclaró Emma. Mi amiga Emma.
—Tiene usted unas manos muy bonitas —dijo Sebastian, un tanto cohibido.
Las agité delante de todos.
—Eran mi fortuna —repuse—. Entonces llevaba guantes constantemente, incluso para comer. A veces los llevaba incluso en la cama. Qué disparate, ¿verdad?
Jonathan escanció más champán en las copas mientras Gloria le decía algo en voz baja a Clive, que la miraba con una sonrisa en los labios. Arriba Chris se puso a llorar. Apuré mi copa de golpe.
—Discúlpenme. Continúen. El deber me llama. Les avisaré cuando la cena esté lista. Por favor, cojan más canapés.
Le cambié la cinta a Chris, volví a darle un beso y le dije que, si volvía a oírlo llorar, me enfadaría. Después entré en mi dormitorio, me apliqué un poco más de carmín, me cepillé el cabello y me rocié un poco de perfume en el escote. Me sentía ligeramente achispada. Me apetecía tumbarme en la cama entre unas limpias y planchadas sábanas. Sola, por favor.
Con la sopa bebí agua con gas, pero después me tomé un exquisito Chardonnay con el pescado, una copa de rosado con el brie y un delicioso vino dulce con la tarta de albaricoque. El café fue como una pequeña sacudida de claridad entre las brumas del alcohol.
—Qué mujer tan manipuladora —le dije después a Clive mientras me desmaquillaba con una toallita de algodón y él se cepillaba los dientes.
Se enjuagó concienzudamente la boca y me miró con un ojo abierto y otro cerrado.
—Estás borracha —dijo.
Experimenté un repentino y desconcertante impulso de soltarle un cachetazo, de clavarle mis tijeras de uñas en el estómago.
—No digas bobadas —repliqué riéndome—. Solo un poco achispada, cariño. Todo ha ido muy bien, ¿no te parece?