12
Clive aún no había llegado y yo me comportaba de un modo cada vez más extraño, jugueteando con el vaso en la mano, mirando los cuadros, yendo de una habitación a otra como si buscara a alguien. Me di cuenta, casi con horror, de que el hecho de encontrarme sola en una fiesta era una experiencia totalmente desconocida para mí. Y desagradable. A veces le decía en broma a Clive que yo ya sabía que, cuando íbamos a una fiesta, la gente quería verlo a él, que yo solo era «la mujer de Clive».
Así que sentí alivio cuando Becky me anunció que había alguien en la puerta preguntando por mí.
—Un policía —añadió con turbada e interrogante delicadeza.
Porque todos sabemos lo que significa para la gente corriente como nosotros un policía en la puerta: ha ocurrido un accidente, una muerte, una desaparición. Pero yo ya no era una persona corriente. Me dirigí a la puerta sin la menor inquietud. Stadler se encontraba en el umbral con un agente uniformado a quien yo nunca había visto. Becky se quedó allí un instante, entre servicial y entrometida. El agente permaneció en silencio mientras yo me volvía para mirar a Becky con expresión inquisitiva.
—Si me necesitas, estoy dentro —señaló Becky, retirándose a regañadientes.
Miré de nuevo al agente.
—Lamento molestarla —dijo este—. Me han enviado para decirle que su esposo no tardará. Aún le están tomando declaración.
—¿Y? ¿Ocurre algo?
—Estamos tratando de aclarar algunos detalles.
Durante unos momentos nos miramos unos a otros.
—La verdad es que no me apetece volver a la fiesta —dije al fin.
—Podemos acompañarla a casa, si usted quiere…, Jenny —dijo, y me ruboricé intensamente.
—Voy por la chaqueta.
Nadie se dirigió a mí durante el breve recorrido de regreso. Stadler y el oficial hablaron en susurros un par de veces. Cuando llegamos, el primero me acompañó hasta la puerta. Mientras introducía la llave en la cerradura tuve por un instante la absurda sensación de que regresábamos de una velada juntos y nos despedíamos en la puerta.
—¿Volverá Clive esta noche? —pregunté con firmeza, como si quisiera demostrarme a mí misma lo absurdo que era todo aquello.
—No estoy seguro —contestó Stadler.
—¿Qué creen ustedes que puede decirles él?
—Necesitamos que nos confirme ciertos detalles de la investigación. —Stadler miró a su alrededor como fingiendo indiferencia—. Ah, otra cosa, mañana por la mañana quisiéramos efectuar un registro más detallado de su casa. ¿Tiene algún inconveniente?
—Supongo que no. Aunque me parece increíble que todavía quede algo por registrar. ¿Dónde quieren inspeccionar?
Stadler volvió a adoptar una pose como de indiferencia.
—En distintos lugares. En el piso de arriba. Quizá el estudio de su marido.
El estudio de Clive. Fue el primer lugar de la casa que hicimos habitable, lo cual no deja de tener su gracia, pues nadie lo ocupaba excepto Clive. En todas las casas en que habíamos vivido, Clive siempre había insistido en lo mismo: disponer de una habitación para él, una guarida privada para sus asuntos. Cuando estábamos planificando la distribución de las habitaciones, recuerdo que protesté entre risas porque yo no disponía de un refugio para mí sola, y él me dijo que no importaba porque mi refugio era toda la casa.
No es que la habitación estuviera cerrada a cal y canto, pero tampoco hacía falta. Los niños tenían terminantemente prohibido entrar en ella bajo pena de tortura e incluso de muerte. Yo, por supuesto, no quedaba excluida del todo. A veces entraba cuando Clive estaba trabajando con la contabilidad o escribiendo cartas, y no se enfadaba conmigo y me decía que me fuera, sino que se volvía hacia mí, cogía el café o escuchaba lo que tenía que decirle, y esperaba a que terminara y me retirara. Decía que no podía trabajar conmigo en el estudio.
De ahí que experimentara la sensación de estar haciendo algo prohibido cuando —tras haber efectuado un recorrido por la casa, haberme quitado la ropa y puesto el camisón y la bata— entré en el estudio. Encendí la luz e inmediatamente me sentí culpable cuando crucé la estancia y corrí las cortinas, sabiéndome totalmente sola allí, casi a las doce de la noche.
La habitación era un reflejo de Clive. Pulcra, impecable, ordenada, casi desnuda. Había pocos cuadros. Una pequeña y borrosa acuarela de un velero heredada de su madre. Un viejo aguafuerte de la escuela privada a la que había ido de pequeño. Una fotografía en la que aparecía con un grupo de compañeros de trabajo en una cena para festejar algo, llena de puros, rostros resplandecientes, copas vacías y brazos alrededor de los hombros. A él se le veía un poco cohibido. Nunca le había gustado que lo tocaran, y menos aún otros hombres.
El estudio de mi marido. ¿Qué podía haber allí de interesante? No tenía la menor intención de revolver sus cosas, naturalmente. La idea de hacerlo estando él en la comisaría se me antojaba una terrible muestra de deslealtad. Solo quería echar un vistazo. Podía ser importante en caso de que tuviera que hablar en su nombre. Eso es lo que yo me decía.
En el estudio había dos archivadores, uno alto y de color marrón y otro más bajo y ancho, de metal gris. Los abrí y eché un vistazo a las carpetas y a los papeles, pero todo me parecía increíblemente aburrido. Documentos de hipotecas, folletos de instrucciones, infinitos recibos, cuentas y garantías, facturas y cartas de asesores fiscales. Al ver todo aquello sentí un pequeño destello de afecto hacia Clive. Eso era lo que él hacía para que no tuviera que hacerlo yo. Me dejaba a mí la parte interesante y creativa y él se encargaba de todo lo demás. Y todo se hacía y se arreglaba. No había nada pendiente, ninguna factura sin pagar, ninguna carta sin contestar. ¿Qué hubiera hecho yo sin él? No examiné los papeles sueltos. Solo quería ver si había alguna carpeta que no contuviera cosas aburridas.
Cerré el segundo archivador. Aquello era una estupidez. Allí no había nada que pudiera revestir interés para la policía, a menos que quisieran investigar nuestro contrato de hipoteca. Un nuevo esfuerzo mal dirigido. Yo misma se lo habría dicho si se hubieran tomado la molestia de preguntarme.
Levanté la tapa del escritorio e hice un ruido espantoso. Miré nerviosamente a mi alrededor. Procuraba no hacer nada que no pudiera reordenarse en unos segundos en caso de que llamaran a la puerta. Huelga decir que allí tampoco había nada interesante. Clive decía que una de sus normas más estrictas era tener siempre ordenado su escritorio. Allí no había nada más que plumas, lápices, gomas de borrar, un sacapuntas eléctrico bastante caro, cintas elásticas, sujetapapeles, todo en su correspondiente bandeja o soporte especial. Había casilleros con sobres, papel de carta, tarjetas, etiquetas. Como mínimo, los de la policía quedarían impresionados.
Solo quedaban los cajones. Me senté en el sillón de Clive. Justo encima de mis rodillas había un cajón muy poco profundo. Tarjetas postales. Las examiné. Todas en blanco. Después los cajones de los lados. Talonarios de cheques, nuevos y sin nada escrito. Folletos de vacaciones invernales. Montones de papeles de Matheson Jeffries, donde trabaja Clive. Todo espantosamente aburrido.
El último cajón de la izquierda contenía unos abultados sobres de color marrón. Examiné el primero. Estaba lleno de cartas manuscritas, todas con la misma letra. Eché un vistazo al final de una de ellas. Era una larga carta de tres páginas, firmada por Gloria. Sabía que una de las peores cosas que se pueden hacer es leer las cartas de alguien sin su permiso. «Nadie oye nada bueno acerca de sí mismo cuando escucha a escondidas», rezaba un viejo dicho que en aquel momento me vino a la mente. Pero pensé que, a la mañana siguiente, la policía quizá leería aquellas cartas por motivos que solo ellos sabían. ¿Convendría tal vez que yo estuviera al tanto de su contenido?
Opté por una solución de compromiso, que consistió en echar un rápido vistazo a las cartas leyendo una frase aquí y una palabra allá. Puede que parezca difícil entender el sentido de las cartas de esta manera; sin embargo, las palabras parecía que saltaran de las páginas directamente hacia mí: cariño…, te echo desesperadamente de menos…, recuerdo lo de anoche…, cuento las horas. Pero lo más curioso fue que mi reacción inicial no fue de cólera contra Clive, ni siquiera contra Gloria. Lo único que sentí fue desprecio ante la vulgaridad de las cartas. ¿Acaso la gente que tiene aventuras en secreto debe expresarse forzosamente con las frases trilladas de rigor? ¿No se le podría haber ocurrido a Clive algo mejor? Entonces recordé la última vez que la había visto, en la cena, inclinándose para decirle algo al oído a Clive, mirándolo desde el otro lado de la mesa. Sentí que me ardían las mejillas. Volví a guardar cuidadosamente las cartas en el sobre. La última de ellas era la más reciente. No debería leerlas, solo servirían para causar más daño, más dolor y más humillación.
Solo un poquito más. Un párrafo en lugar de una simple frase. Le concedería a Gloria todo un párrafo para que pudiera mostrar lo mejor de sí misma. El último párrafo de la carta más reciente. Necesitaba saber en qué situación me encontraba.
«Y ahora tengo que terminar, cariño. Te estoy escribiendo desde el trabajo y es hora de ir a casa. No soporto no poder verte, pero, bueno, en septiembre nos veremos en Ginebra.» Ginebra. Un viaje de negocios. Clive aún no me lo había comentado. «Me duele terriblemente reconocerlo, pero a veces la odio casi tanto como tú.»
Dejé la carta y tragué saliva, pero el nudo de la garganta se negaba a desaparecer. Me odiaba. O sea, que Clive me odiaba. No me amaba. Ni siquiera le gustaba. No le era indiferente. Me odiaba. Volví a coger la carta. «Conseguiremos arreglarlo para estar juntos de alguna manera. Encontraremos el medio. Confío en ti. Con todo mi amor, Gloria.»
Doblé la carta y la deslicé con cuidado en el interior del sobre, hasta el fondo, donde tenía que estar. Contemplé los restantes sobres que llenaban el cajón; pensar en su contenido me llenó de desolación. Cogí el primero, y al levantarlo quedó a la vista una fotografía. Era una mujer, pero no Gloria. Parecía que estuviera en una fiesta. En la mano sostenía una copa, que levantaba jovialmente hacia el fotógrafo con una sonrisa en los labios. Era distinta a cualquier otra mujer que yo hubiera conocido. Menuda, delgada y muy joven. Cabello rubio oscuro, minifalda, extraña blusa estampada. Pero todo muy informal. Por un insensato momento me pareció una mujer simpática, incluso pensé que hubiera podido ser mi amiga, pero inmediatamente me enfurecí conmigo misma y sentí asco, y ya no lo pude resistir. Dejé la fotografía en su lugar y cerré el cajón. Abandoné el estudio, sin olvidarme de apagar la luz.