13
Me encontraba a oscuras. Mi vida era un lugar oscuro. Todo lo que siempre había dado por seguro ahora se tambaleaba. Hasta ahora había pensado que ahí fuera había alguien que quería hacerme daño, lo cual ya me parecía bastante horrible, pero ahora comprendía que no estaba a salvo en ningún sitio. Ni allí ni aquí, ni con la persona con quien llevaba quince años casada, ni en mi propia casa, ni en mi propia habitación, ni en mi propia cama. En ningún sitio.
Josh y Harry estaban en Estados Unidos, en una tienda de campaña en las montañas, lejos de casa. Christo decía que yo no era su madre. Y Clive me odiaba; eso le había dicho a Gloria. Tumbada en la cama, analicé la palabra detenidamente. Me odiaba. Odiaba. Odiaba. La palabra se quedó grabada en mi cerebro. ¿Desde cuándo me odiaba?, me pregunté. ¿Desde lo de Gloria o desde hacía años? ¿O desde siempre?
Fuera, el viento suspiraba quedamente entre los marchitos árboles. Imaginé unos ojos que vigilaban mi ventana.
Quizá mi marido deseaba mi muerte.
Me incorporé en la cama y encendí la lámpara de la mesilla. Todo aquello era ridículo. Una locura; el simple hecho de pensarlo era una locura. Solo que, ¿por qué razón la policía lo retenía tanto tiempo?
Al amanecer, después de una noche de confusos sueños, entré en el dormitorio de Christo y me senté a su lado mientras dormía. La luz se filtraba a través de las cortinas estampadas con pececitos. Sería otro día de sofocante calor. Christo estaba destapado y se le veía la chaqueta del pijama desabrochada. Apretaba en su mano el delfín de peluche que Lena le había comprado en el zoo. Tenía la boca entreabierta y de vez en cuando murmuraba algo incomprensible. Hoy, pensé, lo enviaré con Lena a casa de mis padres. Ese no era un sitio adecuado para un niño.
La policía se presentó muy temprano. Tres agentes entraron en el estudio de Clive como si se tratara de una brigada de trabajadores.
Les preparé a Lena y a Christo un buen desayuno, aunque Lena, que no comía nada, solo picó con el tenedor un poco de tomate asado y toqueteó el resto para que pareciera que había comido algo. Y Christo, tras haber pinchado la yema del huevo frito y haberla repartido por todo el plato, dijo que aquello le daba asco y que por qué no podía tomar sus copos de chocolate. ¿Cuál era la palabra mágica?, le pregunté mecánicamente. Por favor. Por favor, ¿podía no comer aquella repugnante basura?
La policía se fue, llevándose unas cajas. Hacía unos meses que unos ceñudos e irritados operarios del servicio de mudanzas las habían traído y amontonado sin orden ni concierto. Christo no preguntó dónde estaba su padre, porque habitualmente Clive ya se había ido cuando él se despertaba. Se iba antes y regresaba cuando ya estaba en la cama. Me odiaba. Mi marido me odiaba.
La cocina estaba hecha un desastre. Toda la casa estaba hecha un desastre ahora que había despedido a Mary. Ya limpiaría mañana. Hoy no. Me miré las piernas desnudas. Tenía que volvérmelas a depilar con cera, pensé, y la laca de las uñas estaba empezando a desprenderse.
—¿Le ocurre algo, señora Hintlesham? —me preguntó Lena con su cantarina voz.
Qué chica tan guapa, tan rubia y tan delgada, con su minúsculo vestido veraniego y sus brazos bronceados por el sol estival. A lo mejor Clive también lo había pensado. La observé hasta que su cara empezó a bailar ante mis ojos.
—¿Señora Hintlesham?
—No, no pasa nada. —Me acerqué los dedos al rostro y me noté la piel blanda y vieja—. No he dormido muy bien… —Dejé la frase sin terminar.
—Quiero ver los dibujos animados.
—Ahora no, Christo.
—¡Quiero ver los dibujos animados!
—No.
—Eres una cabrona.
—¡Christo! —Lo agarré por la parte superior del brazo y le propiné un fuerte pellizco—. ¿Qué has dicho?
—Nada.
Le solté el brazo y miré a Lena, que estaba algo apagada.
—Hoy es un día un poco complicado —dije vagamente—. Estaría bien que tú y Christo cogierais algo de comer y fuerais al parque. Podríais ir al castillo hinchable.
—No quiero comer fuera.
—Por favor, Christo.
—Quiero quedarme contigo.
—Hoy no, cariño.
—Ven, Chrissy, vamos a vestirte.
Lena se levantó. No era de extrañar que Christo la quisiera. Jamás se enfadaba, se limitaba a cantarle las cosas con aquella voz suya tan graciosa.
Me llevé las manos a la cabeza. Había polvo y suciedad por todas partes. Había que planchar la ropa. No tenía a nadie que me echara una mano. Clive estaba en la comisaría de policía respondiendo a unas preguntas. ¿Qué preguntas? ¿Odia a su esposa, señor Hintlesham? ¿Cuánto la odia? ¿Lo bastante para enviarle cuchillas de afeitar?
Se fueron juntos de la mano. Christo llevaba unos pantalones cortos de color rojo y una camisa a rayas. Miré el desayuno que se estaba enfriando en sus platos. Y también miré la ventana que había que limpiar, y la telaraña en la lámpara que colgaba por encima de mi cabeza. ¿Dónde estaría la araña?, me pregunté.
Sonó el timbre de la puerta y me sobresalté. Era Stadler, abatido y sudoroso, con barba de dos días. Daba la impresión de que no había dormido.
—¿Puedo hacerle un par de preguntas, Jenny?
Ahora siempre me llamaba Jenny, como si fuéramos amigos o amantes.
—¿Más preguntas?
—Una —dijo, esbozando una cansada sonrisa.
Bajamos a la cocina, donde él declinó mi ofrecimiento de café y desayuno.
Miró a su alrededor.
—¿Dónde está Lynne?
—Sentada en su automóvil —contesté—. Tiene usted que haber pasado por delante de ella.
—Es cierto —dijo en tono apagado. Parecía medio dormido.
—¿Quería hacerme una pregunta?
—Sí, es verdad —contestó—. Es solo un detalle. ¿Puede usted recordar dónde estuvo el domingo dieciocho de julio?
Hice un débil intento por recordarlo y me di por vencida.
—Usted tiene mi dietario, ¿no?
—Sí. Lo único que anotó aquel día fue «Comprar pescado».
—Ah, sí. Ya me acuerdo.
—¿Qué hizo?
—Estar en casa. Cocinando, haciendo cosas.
—¿Con su marido?
—No —contesté.
Stadler hizo una ostensible mueca y reprimió una sonrisa triunfal.
—No veo por qué le extraña. Como usted sabe, casi nunca está en casa.
—¿Sabe dónde se encontraba?
—Me dijo que tenía que salir. Asuntos urgentes.
—¿Está segura?
—Sí. Yo estuve preparando la comida. Por la mañana me dijo que tenía que salir.
Recordaba claramente aquel día. Lena tenía el día libre. Harry y Josh se quedaron en casa y estuvieron todo el rato peleándose hasta que se fueron cada uno con sus amigos. Christo se pasó el día viendo la tele y jugando con su Lego. Ese día se fue temprano a la cama, agotado por el calor y los berrinches, mientras que yo me quedé en la cocina con un día estropeado a mis espaldas y mi preciosa comida dispuesta sobre la mesa, con las copas altas de vino y unas flores del jardín. Clive no había regresado.
—Entonces, ¿estuvo fuera todo el día?
—Sí —contesté.
—¿Puede concretar las horas?
Mientras hablaba, escuché mi propia voz, monótona y triste.
—Salió muy temprano, antes de que abriera el supermercado. Y regresó hacia la medianoche. Puede que un poco más tarde. Yo ya me había acostado.
—¿Está usted dispuesta a hacer una declaración en estos términos?
Me encogí de hombros.
—Si usted quiere. Supongo que no me dirá por qué es importante.
Stadler me sorprendió al tomar mi mano y sostenerla en la suya.
—Jenny —dijo con una suave voz que parecía una caricia—, lo único que puedo decirle es que todo esto está a punto de terminar, si le sirve de consuelo.
Noté que me ruborizaba.
—Ah —fue lo único que pude decir, como una auténtica idiota.
—Volveré muy pronto —dijo.
No deseaba que se fuera, pero, como es natural, no podía decírselo. Retiré la mano.
—Muy bien —dije.
Permanecí tumbada en la cama en medio de un charco de sol. No podía moverme. Me pesaban las extremidades y tenía el cerebro embotado, como si estuviera bajo el agua.
Tomé un baño frío, cerré los ojos y procuré no pensar. Recorrí la casa de habitación en habitación. ¿Por qué me había gustado aquella casa? Era fea, poco cálida y deprimente. Me iría de allí; volvería a empezar.
Estaba deseando que Josh me llamara; quería decirle que no tenía por qué quedarse allí si no quería. No merecía la pena pasarlo mal, ahora lo comprendía.
Entré en los dormitorios de los chicos y acaricié sus ropas dentro de los armarios y los trofeos deportivos que había expuestos en los estantes. Qué lejos estaban mis hijos. Me vi en el alargado espejo del vestíbulo… una delgada mujer de mediana edad con el cabello grasiento y unas rodillas huesudas paseando como alma en pena por una casa demasiado grande para ella.
Fuera el cielo estaba brumoso a causa del calor y los humos de los tubos de escape.
Quizá podríamos trasladarnos al campo, a una casita con rosas alrededor de la puerta. Podríamos tener una piscina y un haya a la que los chicos pudieran trepar.
Abrí el frigorífico y miré dentro.
Sonó el timbre de la puerta.
No podía hablar. Me resultaba imposible. No era cierto. Moví la cabeza como para disipar mi confusión. Links se inclinó hacia mí como si fuera corta de vista y estuviera no solo sorda sino también loca.
—¿Ha oído lo que le he dicho, señora Hintlesham?
—¿Cómo?
—Su marido, Clive Hintlesham —dijo como si lo deletreara—. Hace una hora ha sido acusado del asesinato de Zoë Haratounian la mañana del dieciocho de julio de mil novecientos noventa y nueve.
—No lo entiendo —repetí—. Eso es una locura.
—Señora Hintlesham, Jenny…
—Una locura —repetí—. Una locura.
—Su abogado ya ha sido informado. Mañana por la mañana comparecerá ante un tribunal. Solicitarán una fianza, pero les será denegada.
—Pero ¿quién es esa mujer si puede saberse? ¿Qué tiene que ver con Clive, conmigo y con las cartas?
Links parecía sentirse un poco incómodo. Respiró hondo y habló pacientemente en voz baja, a pesar de que no había nadie que pudiera escucharle.
—No puedo facilitarle detalles —dijo—, pero, dadas las circunstancias, he pensado que sería mejor prepararla. Al parecer, su marido mantenía una relación con ella. Creemos que le regaló su guardapelo. Su fotografía figuraba entre las pertenencias de su marido.
Recordé la fotografía que había visto la víspera: un jovial y sonriente rostro, brindando con una copa en la mano por un futuro que ya no tendría. Tragué saliva y me invadió una oleada de náuseas.
—Eso no significa que la haya matado.
—La señorita Haratounian también recibía cartas como las suyas. Escritas por la misma persona. Creemos que su marido la amenazó y después la asesinó.
Lo miré fijamente. El rompecabezas estaba a punto de completarse, pero la escena resultante no tenía sentido, era solo un revoltijo de imágenes violentas. Una pesadilla.
—¿Está diciéndome que Clive era la persona que me escribía las cartas? La letra no se parecía en absoluto a la suya.
—Lo único que le estoy diciendo es que su marido está acusado del asesinato de la señorita Haratounian.
—Dígame lo que piensa usted.
—Señora Hintlesham…
—Debe decírmelo.
Links guardó silencio un momento, evidenciando que trataba de tomar una decisión.
—Es muy doloroso —dijo—. Quisiera poder ahorrarle este trago. Mire, señora Hintlesham, tal vez su marido quisiera librarse de esa mujer, por la razón que fuera. Y después, tras haberlo hecho, debió de pensar que nadie sabía que conocía a la chica. Así que, si usted recibía correspondencia de la persona que había cometido el asesinato, él quedaba fuera de sospecha. —Otro largo silencio—. Es una manera de verlo —añadió, visiblemente incómodo—. Lo siento.
—¿Tanto me aborrecía?
Links no contestó.
—¿Lo ha reconocido?
—Sigue negando que conociera a la señorita Haratounian —contestó secamente Links—. Lo cual es un poco ridículo.
—Quiero verlo.
—Está usted en su derecho. ¿Está segura?
—Quiero verlo.
—Tú no crees que yo haya hecho eso, ¿verdad, Jenny? Jens. Tú no te crees esta ridícula acusación, ¿verdad?
Percibí en su voz una mezcla de cólera y temor. Tenía el rostro congestionado y sucio, y sus ropas estaban manchadas. Lo miré. Mi marido. Mofletudas mejillas un tanto colgantes, cuello poderoso, ojos ligeramente inyectados en sangre.
—Jens —dijo.
—¿Por qué no iba a creerlo? —repliqué.
—Jens, soy yo, Clive, tu marido. Sé que nuestra relación era un poco insatisfactoria últimamente, pero soy yo.
—Un poco insatisfactoria —repetí—. Insatisfactoria.
—Llevamos quince años casados, Jens. Tú me conoces. Diles que eso es ridículo. Estuve contigo aquel día. Tú sabes que sí. Jens.
Una mosca se posó en su mejilla y él la apartó con violencia.
—Háblame de Gloria —dije—. ¿Es cierto?
Se ruborizó y estuvo a punto de decir algo, pero no pudo.
Le miré, le vi los pelos de la nariz, una sombra de suciedad en el cuello, la escamosa piel en los bordes de las orejas, la caspa en el cabello. Solo ofrecía buen aspecto cuando estaba aseado. No era uno de esos hombres como, por ejemplo, Stadler, que están más guapos tras haberse pasado toda una noche sin dormir, que pueden permanecer toda la noche en vela y siguen siendo atractivos.
—No creo que haya nada más de qué hablar, ¿no te parece?
—Sí —contestó—. Yo sí lo creo.
—Adiós.
—Ya lo verás —me gritó—. Ya lo verás y entonces te arrepentirás. Estás cometiendo el mayor error de toda tu estúpida y mezquina vida. —Descargó los puños sobre la mesa que se interponía entre nosotros, y el policía de rostro redondo que permanecía sentado junto a la puerta se levantó—. Te haré sufrir por esto, ya lo verás.
Ahora solo había un agente de policía montando guardia en el exterior de mi casa, y estaba medio dormido en su automóvil, parapetado detrás de un periódico. El despacho de Clive parecía que hubiera sido saqueado por un ladrón. La casa era una obra a medio terminar. El jardín era un páramo; ya crecían ortigas en los parterres que Francis había preparado para los perfumados y floridos arbustos; la hierba estaba amarillenta.
Descorché una botella de champán y me bebí una copa, pero me provocó un mareo espantoso. Tenía que comer algo, aunque no creía que fuera capaz. Estaba deseando que entrara Grace Schilling y me preparara otra tortilla de hierbas, jugosa y sabrosa. Quería que Josh me llamara y me dijera que regresaba a casa.
Estaba sola en la cocina. Me sentía humillada y era libre.