11

De cierta retorcida forma disfruté de mi encuentro con Lynne. Esta le planteó a Cameron ciertas preguntas de carácter técnico sobre el plan de acción previsto para la semana siguiente, pero él no podía hablar, ni siquiera mirarla a los ojos…, ni mirarme a mí. Se limitó a acariciarse suavemente la mejilla como si tratara de detectar con las yemas de los dedos la existencia de alguna señal reveladora en el lugar donde yo le había atizado el puñetazo. Después murmuró entre dientes que debía irse.

—Ya hablaremos mañana —dije yo.

—¿Cómo? —preguntó en tono abatido.

—Sobre el plan de acción —contesté.

Me miró fijamente y después se encogió de hombros y se fue. Casi sin darme cuenta, me vi a solas con Lynne. Ni siquiera había pensado en lo que le diría tras haber hablado con Cameron.

—¿Le apetece un trago? —pregunté.

No soy la clase de persona que suele necesitar un trago, pero, qué demonios, en aquel momento lo necesitaba.

—Un té me vendría muy bien.

Puse la tetera. Me pasaba el día preparándole el té, como si fuera su abuela. Al fondo de un armario de la cocina encontré una botella de whisky que alguien me había comprado en un duty-free. Eché un poco en un vaso y acabé de llenarlo con agua fría del grifo. Salimos al jardín. A pesar de que ya estaba anocheciendo, seguía haciendo un calor tremendo.

—Salud —dije, entrechocando mi vaso con su taza de té. Acto seguido bebí un sorbo. Sentí que el whisky me escocía en la garganta y me bajaba por el pecho hasta el estómago. El jardín seguía hecho un desastre, pero precisamente por estar lleno de malas hierbas se me antojaba un refugio contra todas las cosas horribles del exterior: el tráfico, la música procedente de un apartamento calle abajo. Fuimos hasta un rincón donde había un arbusto que intentaba convertirse en árbol. Estaba cubierto de racimos de flores moradas en forma de piña. A su alrededor revoloteaban unas mariposas blancas y marrones que semejaban trocitos de papel empujados por el viento.

—Me encanta salir aquí al atardecer —dije. Lynne asintió con la cabeza—. En verano, claro. Cuando no llueve. Me gusta contemplar las flores e intentar recordar sus nombres. ¿Sabe algo de jardinería? —Lynne negó con la cabeza—. Lástima. —Tomé otro sorbo. Me tenía que lanzar—. Le debo una disculpa —dije justo en el momento en que se acercaba la taza a los labios, tanteando la temperatura del líquido con un delicado primer sorbo.

Me miró, perpleja.

—¿Por qué?

—Ayer le pregunté si todo esto, quiero decir, la protección que me están prestando, no era un poco excesivo. Le dije que no entendía a qué venía tanto jaleo, pero la verdad es que estoy al corriente de todo. —Lynne se quedó como petrificada con la taza pegada a los labios—. Verá, ayer me ocurrió algo muy curioso en la fiesta de los niños. Entablé conversación con la niñera de uno de los pequeños, una que trabaja para una mujer llamada Jennifer Hintlesham. Bueno, en realidad ya no trabaja para ella. —Debo reconocerle el mérito a Lynne. No hubo por su parte la menor reacción. Simplemente evitó mirarme a los ojos, eso fue todo—. ¿Me ha oído? —le pregunté.

Lynne tardó un poco en responder. Se quedó mirando la taza de té.

—Sí —contestó al final, en un susurro apenas audible.

Un pensamiento —en realidad, más que un pensamiento fue un sentimiento— me vino a la mente. Recordé la extraña sensación que experimenté una vez que fui a un sitio con Max y este dijo algo que me hizo comprender que él ya había estado allí con otra novia anterior. A pesar de que sabía que aquello era una bobada, las cosas empezaron a torcerse.

—¿También hacía esto con ella? ¿Con Jennifer? ¿También salía con ella al jardín a tomar el té?

Lynne se sintió atrapada. Pero no podía echar a correr. Tenía que quedarse a cuidar de mí.

—Lo siento —dijo—. No estaba bien no decirle nada al respecto, pero habíamos recibido instrucciones muy estrictas. Temían que fuera traumático para usted.

—¿Sabía Jennifer lo que le había ocurrido a la otra?

Noté que la boca se me abría de la impresión. No sabía qué decir.

—O sea que también la engañó a ella —conseguí decir finalmente.

—No, no diga eso —replicó Lynne, sin atreverse todavía a mirarme a los ojos—. Desde un principio se tomó la decisión de no decirle nada. Pensaron que no sería bueno asustarla.

—Ni asustarla a ella. A Jennifer, quiero decir.

—Exactamente.

—Bueno, vamos a ver si me aclaro. Ella ignoraba que la persona que le enviaba las cartas ya había matado a alguien.

Lynne no contestó.

—Y, por consiguiente, no pudo adoptar medidas para protegerse.

—No es eso —dijo Lynne.

—¿Cómo que no es eso?

—Evidentemente la decisión no fue mía —dijo Lynne—, pero me consta que actuaron con la mejor intención. Hicieron lo que creyeron más indicado.

—Su estrategia para proteger a Jennifer, y a la primera, Zoë, no dio muy buen resultado que digamos. —Ingerí un buen trago de whisky, que me hizo toser. No estaba acostumbrada a las bebidas de alta graduación. Me sentía desolada, asustada y mareada—. Lo siento, Lynne, estoy segura de que todo eso es tremendo para usted, pero es peor para mí. Es mi vida. Y soy yo la que morirá.

Lynne se acercó a mí.

—Usted no va a morir.

Me eché hacia atrás. No quería que aquella mujer me tocara. No me interesaba su consuelo.

—No lo entiendo, Lynne. Lleva usted días sentada aquí conmigo, en esta casa, bebiendo mi té, comiendo mi comida. Le he contado mi vida. Me ha visto descalza, tumbada en el sofá, yendo medio desnuda de un lado a otro. Ha visto que la he creído, que he confiado en usted… No puedo entenderlo.

Lynne guardó silencio. Yo tampoco sabía qué más decir. Alargué la mano hacia el whisky y tomé un sorbo.

—¿Cree que soy tonta? —dije—. Lo que ocurre es que todo el mundo sabe cosas de mí y yo no sé nada de nadie. ¿Qué pensaría usted si estuviera en mi lugar?

—No lo sé —contestó.

Bebí otro sorbo. Empezaba a hacerme efecto. Tengo un grado de resistencia sorprendentemente bajo a cualquier clase de droga. Me gustaría pensar que se debe a que tengo un cuerpo perfectamente afinado, pero creo que es más bien por una debilidad del cerebro. Me resultaba cada vez más difícil conservar mi sentimiento de rabia, aunque el temor seguía latiendo en algún lugar de mi interior. Pero sentía el alcohol por todo mi cuerpo, y también a mi alrededor, haciendo que el mundo me pareciera más suave y difuminado bajo la dorada luz de aquel anochecer estival en pleno centro del norte de Londres.

—¿Protegió usted a la primera?

—¿A Zoë? No. Solo la vi una vez. Poco antes de…, bueno…

—¿Y a Jennifer?

—Sí. Pasé algún tiempo con ella.

—¿Cómo eran ellas? ¿Eran como yo?

Lynne apuró su taza de té.

—Lo siento —dijo—. Siento no haberla mantenido informada. Pero nos está absolutamente prohibido divulgar detalles sobre el caso. Lo siento.

—¿Es que no lo entiende? —Levanté la voz con cierta amargura—. Yo jamás he conocido a estas dos mujeres. Ni siquiera sé cómo son. Sin embargo, tengo algo en común con ambas. Me gustaría saber algo sobre ellas. Podría serme útil.

El semblante de Lynne se había vuelto absolutamente impenetrable. De pronto se había convertido en una burócrata sentada detrás de un escritorio.

—Si lo desea, puede dirigirse al inspector Links. Yo no estoy autorizada a proporcionar ninguna información. —En su rostro se encendió un destello de humana inquietud—. Mire, Nadia, yo no soy la indicada para decirle nada. No he visto el expediente del caso. Estoy al margen, como usted.

—Yo no estoy al margen —dije—. Ojalá. Estoy en pleno centro del remolino. Y ustedes me piden confianza, que tenga fe y piense que están haciendo lo mejor.

Que se vaya a la mierda, pensé. Que se vayan todos a la mierda. Entramos en la casa sin mirarnos. Lynne preparó unos bocadillos con un poco de jamón que quedaba en el frigorífico y nos sentamos a ver la televisión sin decirnos nada. Yo no prestaba atención a lo que ponían. Me puse a rememorar algunas escenas de los últimos días, las conversaciones con Lynne, Links y Cameron. Y me puse furiosa. Me recordé a mí misma tumbada en la cama con Cameron, y su forma de mirarme. Traté de imaginar la carga erótica que para él debía de tener un cuerpo como el mío, el cuerpo de una mujer que estaba a punto de morir y que no lo sabía. ¿Qué debe de sentirse siendo el rival de un asesino en asuntos de amor? ¿Hacía que el sexo resultara más excitante? Cuanto más lo pensaba, más asco me daba pensar que aquel hombre había besuqueado mi cuerpo; era como si me hubieran mordisqueado las ratas.

Hasta entonces no había sentido miedo. No me considero una persona asustadiza. Me enamoro fácilmente, me enfado enseguida y también me alegro, me irrito y me emociono con facilidad. Grito, lloro y río. Estas cosas las tengo a flor de piel y estallan. Pero el miedo es muy profundo, está escondido. Ahora tenía miedo, pero no borraba las demás emociones, como hace la cólera, por ejemplo, o un deseo vehemente. Era más bien como dejar de caminar bajo la luz del sol y penetrar en la sombra, fría como una piedra, misteriosa. Un mundo distinto.

No sabía a quién recurrir. Pensé en mis padres, pero rechacé inmediatamente la idea. Eran mayores y se ponían muy nerviosos. Siempre se habían preocupado por mí, mucho antes de que hubiera una auténtica necesidad de preocuparse. También estaba el bueno de Zach, el melancólico Zach. O Janet, tal vez. ¿Quién se mostraría sereno y fuerte como una roca? ¿Quién me escucharía? ¿Quién me salvaría?

De repente, y sin querer, pensé en las dos mujeres que habían sido asesinadas. No sabía nada de ellas, excepto sus nombres y que Jennifer Hintlesham tenía tres hijos. Recordé el beligerante rostro de querubín de su pequeño. Dos mujeres, Zoë y Jenny. ¿Qué aspecto tenían, cómo se habían sentido ellas? Seguramente habrían permanecido despiertas en la cama, en medio de la oscuridad —como yo ahora—, sintiendo el mismo temor glacial recorriendo sus cuerpos. Y la misma soledad. Ahora no eran dos, sino tres las mujeres unidas por el mismo asesino. Zoë, Jenny y Nadia. Nadia; esa era yo. ¿Y por qué yo?, pensé mientras permanecía acostada escuchando los sonidos de la noche. ¿Por qué ellas y por qué yo? Simplemente, ¿por qué?

Mientras permanecía acurrucada bajo las sábanas, con picor de ojos y el corazón latiéndome con fuerza, comprendí que tenía que salir de aquel ciego e impotente estado de terror. No podía quedarme allí, a la espera de que ocurriera algo o de que otras personas me rescataran de aquella pesadilla. Llorar bajo las sábanas no me salvaría. Y sentí como si una minúscula parte de mí en lo más profundo de mi ser se preparara para actuar.

No me dormí hasta altas horas de la noche, y a la mañana siguiente, cuando desperté, aturdida por el cansancio y los extraños sueños, no me sentía ni más valiente ni más segura, pero sí más fuerte. A las diez de la mañana le pedí a Lynne que abandonara el salón porque tenía que hacer una llamada privada. Dijo que esperaría fuera, en el coche, y en cuanto se retiró cerrando firmemente la puerta a su espalda, llamé a Cameron al trabajo.

—Estoy desesperado —dijo en cuanto se puso al aparato.

—Yo también.

—Lamento en el alma que te sientas traicionada. Me siento fatal.

—Me parece muy bien —respondí—. ¿Puedes hacer algo por mí?

—Lo que sea.

—Quiero ver el expediente de este caso. No solo lo que se refiere a mí, sino también lo concerniente a las otras dos mujeres.

—No es posible. Es información reservada.

—Ya lo sé. Pero aun así quiero verlo.

—Eso no puede ser.

—Quiero que me escuches con mucha atención, Cameron. En mi opinión, no te has portado de manera muy ortodoxa en el aspecto sexual. Supongo que follar con una futura víctima debe de dar mucho morbo. Pero yo también lo pasé bien, y soy una persona adulta y todas esas cosas. No me interesa castigarte. Eso quiero que quede muy claro. Pero si no me traes el expediente, iré a ver a Links y le contaré nuestra relación sexual, y seguramente soltaré algunas lagrimitas y le diré que me encontraba muy vulnerable.

—No puedes hacer eso.

—Y me pondré en contacto con tu mujer y se lo contaré.

—No puedes hacer eso. Eso sería… —carraspeó como si se hubiera atragantado—. Sarah ha sufrido una depresión y no podría resistirlo.

—Me da igual —repliqué—. No me importa. Tú tráeme el expediente.

—No serías capaz de hacerlo… —dijo con voz entrecortada.

—Presta atención a lo que voy a decirte. Hay un hombre que ha asesinado a dos mujeres y ahora quiere matarme a mí. En este momento me importan un carajo tu carrera y los sentimientos de tu mujer. Si quieres intentar jugar conmigo, inténtalo. Quiero el expediente mañana por la mañana y tiempo suficiente para leerlo. Después te lo podrás llevar.

—No puedo hacerlo.

—No tienes otra alternativa.

—Lo intentaré.

—Y lo quiero todo.

—Haré lo que pueda.

—Hazlo —dije—. Piensa en tu carrera. Y en tu mujer.

Cuando colgué el teléfono pensé que me echaría a llorar o me avergonzaría de mi conducta, pero me sorprendí al ver mi imagen reflejada en el espejo que colgaba por encima de la chimenea. Finalmente, un rostro simpático.