PRÓLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

Estoy muy contento de que mi libro, La filosofía del Terror, se publique en español. Y es que tengo la impresión de que muchos de los lectores de español seguramente se parecerán a mí. Me educaron en el catolicismo y era uno de esos niños a los que las imágenes del infierno del catecismo les parecían siempre las más fascinantes. Y supongo que todavía me lo parecen. A lo mejor por eso El Exorcista recibe tanta atención en este libro.

El panorama del terror ha cambiado desde que escribí este libro. En aquel tiempo, los años ochenta del siglo pasado, el terror era seguramente el género popular de más éxito; parecía haber siempre una novela de Stephen King en la lista de los best-sellers. Y, sin embargo, aunque el terror ya no sea el género líder del arte de masas, no ha desaparecido en absoluto. De hecho, escribo este prólogo entre los estrenos de Constantine y Cursed en mi cine, y la novela de Dean Koontz, Frankenstein: el hijo pródigo, se puede encontrar en todos los hipermercados y las papelerías. Además la imaginería terrorífica abunda entre dos géneros vecinos: el fantástico —incluidos la serie de Harry Potter y El Señor de los Anillos— y el de los superhéroes de las adaptaciones de cómics, como Spiderman 2, en el que el malo, como ocurre a menudo en el tebeo, es precisamente un monstruo. En América el terror se ha convertido también en un género televisivo, y es la fuente de numerosas series —como Buffy, The Vampire Slayer y Angel—, además de ser la base de canales enteros, como el Sci-Fi Chanel (de ciencia ficción).

El desarrollo de la animación producida por ordenador se ha beneficiado del terror —puesto que lo terrorífico es un tema natural para estas técnicas— tanto como ha sido fuente de criaturas y efectos cada vez más complejos, como la robótica insectoide de la serie de Matrix. Es como si el ordenador y el monstruo estuvieran hechos el uno para el otro. De todas maneras, el campo no se ha visto alterado solo por la adquisición de tan impresionantes y sofisticadas mejoras técnicas. Ha tenido lugar también la emergencia del subgénero de cine de terror japonés, con ejemplos como The Ring, en el que un desenlace explicativo claro y racionalista deja paso a una mucho más inquietante oscuridad con memorables finales ambiguos. A pesar de todos los cambios que han tenido lugar, creo que en su mayor parte La filosofía del terror sigue siendo una teoría útil.

Cuando el libro apareció por primera vez formaba parte de una iniciativa en alza dentro de la estética filosófica dirigida a explicar el modo en que el arte provoca emociones. Se trata todavía de un área de investigación vibrante dentro de la filosofía del arte. Es cierto que sabemos desde Platón que el arte tiene algo que ver con las emociones, pero no ha sido hasta hace poco cuando hemos podido señalar con más precisión cuales son las relaciones relevantes. La filosofía del terror fue pensada para contribuir a esa discusión concentrándose en un estado emocional relativamente pequeño y específico, el que llamaré en lo que sigue el terror artístico.

Este estado emocional, entre otras cosas, provoca la cuestión de por qué deberíamos estar interesados en padecer la experiencia de terror artístico, dado que parece implicar sufrir miedo y asco, dos efectos que generalmente no consideramos bienvenidos. En el libro defendí que el miedo y el asco son el precio que estamos obligados a pagar por la promesa de experimentar algo que elude nuestro marco conceptual. Es decir, son el coste que estamos dispuestos a soportar para satisfacer nuestra curiosidad.

Ahora bien, en este momento me pregunto si esa es toda la historia. Franklin Roosevelt, el presidente americano, decía que la única cosa a la que había que temer era al propio miedo. Que el miedo sea lo único que tenemos que temer es cuestionable. Aunque es indudable que una de las cosas a las que tememos —especialmente los adolescentes, que componen la mayor parte de la audiencia del terror— son las emociones, en especial respecto al control que ejercen sobre nosotros. Y quizá, a un nivel aún más profundo, nos causan ansiedad porque no sabemos cómo reaccionaríamos en situaciones aterrorizantes, y porque no confiamos en que las respuestas que podrían surgir en esas ocasiones fueran las que aceptaríamos como adecuadas.

Las ficciones de terror nos dan un anticipo de esas reacciones impredecibles. En este aspecto, nos ayudan a lograr control sobre nuestras emociones. Nos preparan para ser sobresaltados y por eso convierten el shock en algo más manejable. Nos exponemos a las ficciones de terror —saludamos al miedo y el asco que proporcionan— para endurecernos frente a lo que pueda pasar. El proceso es similar a la inoculación. Al aceptar una pequeña dosis de terror, aspiramos a mejorar el autocontrol sobre nuestras desordenadas emociones, emociones que de hecho nosotros mismos encontramos atemorizantes. Es decir, al exponernos a un terror artificial nos probamos a nosotros mismos, y pasar la prueba esperamos que nos haga más fuertes.