INTRODUCCIÓN

Contexto

Desde mediados de los años setenta, quizás especialmente en los Estados Unidos, el terror ha florecido como una importante fuente de estímulo estético de masas. De hecho, puede incluso que sea el género más persistente, de difusión más amplia y de más larga duración del período posterior a la guerra del Vietnam. Las novelas de terror se pueden comprar prácticamente en todos los híper y tiendas de prensa, y nuevos títulos aparecen con inquietante rapidez. El torrente de novelas y antologías de narraciones de terror es tan imparable e inevitable como los monstruos que retratan. Un autor de este género, Stephen King, se ha convertido en un nombre familiar, mientras que otros como Peter Straub y Clive Barker, aunque algo menos conocidos, tienen también numerosos seguidores.

También las películas populares han seguido tan obsesionadas con el terror desde el triunfo de taquilla de El exorcista que es difícil visitar tu multicine local sin encontrar por lo menos un monstruo. La evidencia de la producción inmensa de películas de terror desde mediados de los setenta está también confirmada directamente por una estimación rápida de la proporción de espacio que ocupan en el videoclub del vecindario los vídeos de terror en alquiler.

Terror y música unen explícitamente sus fuerzas en los vídeos de rock, especialmente en Thriller de Michel Jackson, aunque hay que recordar también que la iconografía del terror proporciona una coloración que penetra gran parte de la MTV y la industria de la música pop. El éxito musical de Broadway de 1988, por supuesto, fue El fantasma de la ópera, que ya había triunfado en Londres y que inspiró improbables compañeros de viaje como Carrie. En el lado dramático del teatro, han aparecido nuevas versiones de los clásicos del terror como las variaciones de Edward Gorey sobre Drácula, mientras que la televisión ha lanzado algunas series de terror o relacionadas con el terror como Freddy’s Nightmares. El terror figura incluso en el arte, no sólo directamente, en obras de Francis Bacon, H. R. Giger y Sibylle Ruppert, sino también en forma de alusiones en los pastiches de un buen número de artistas postmodernos. Dicho en pocas palabras, el terror se ha convertido en un elemento esencial en todas las formas de arte contemporáneas, populares o no. Los vampiros, trolls, gremlins, zombis, hombres lobo, niños endemoniados, monstruos espaciales de todos los tamaños, fantasmas y otras innumerables invenciones se han reproducido a un ritmo que ha convertido la última década en una especie de larga noche de Halloween.

En 1982 Stephen King especulaba —como muchos de nosotros hacemos al final de cada verano— que el presente ciclo del terror parecía estar llegando a su término[1]. Pero mientras escribo esta introducción, Freddy —en su cuarta y lucrativa reencarnación— está todavía aterrorizando a los vástagos de Elm Street y una nueva colección de Clive Barker titulada Cabal acaba de llegar con el correo.

A primera vista, el presente ciclo del terror fue adquiriendo ímpetu lentamente. En el campo literario fue anunciado por la aparición de las novelas de Ira Levin Rosemary’s Baby [La semilla del diablo] (1967) y Fred Mustard Steward The Mephisto Walz (1969) que allanaron el camino para bestsellers como el de Tom Tryon The Other [El Otro] (1971) y para la bomba de William Peter Blatty El exorcista (también de 1971)[2]. El mercado de literatura de masas abierto especialmente por El exorcista se consolidó después con la aparición de libros como The Stepford Wives [Las poseídas de Stepford] de Ira Levin (1972), la primera novela publicada por Stephen King, Carrie (1973), Burnt Offerings (1975) de Robert Marasco, The Sentinel (1974) de Jeffrey Kontvitz, y Salems Lot [El misterio de Salem’s Lot] (1975) de King. Desde luego, la literatura de terror —la de maestros como Richard Matheson, Dennis Wheatley, John Wyndham y Robert Bloch— estuvo siempre disponible con anterioridad a la aparición de estos libros. Lo que parece haber ocurrido en la primera mitad de los setenta es que el terror, por decirlo así, se introdujo en la corriente principal. Su público ya no era especializado, sino amplio, y las novelas de terror se hicieron progresivamente accesibles. Eso, a su vez, aumentó el público que buscaba entretenimiento en el terror y, a finales de los setenta y en los ochenta, apareció una pléyade de autores para satisfacer dicha demanda, entre ellos: Charles L. Grant, Dennis Etchison, Ramsey Campbell, Alan Ryan, Whitely Striber, James Herbert, T. E. D. Klein, John Coyne, Anne Rice, Michel McDowell, Dean Koontz, John Saul y muchos otros.

Como sin duda el lector reconocerá inmediatamente, las novelas relacionadas anteriormente fueron convertidas en películas, a menudo películas de mucho éxito. La más importante en este sentido, y casi no hace falta decirlo, fue El exorcista, película dirigida por William Friedkin y estrenada en 1973. El éxito de esta película, supongo, actuó no sólo como un estimulante para la producción de películas, sino que hizo al terror también más atractivo para los editores. Pues muchos de los que quedaron aterrorizados por la película buscaron la novela, adquiriendo con ello un gusto por la literatura de terror. La relación entre cine y literatura de terror ha sido bastante estrecha durante el actual ciclo del terror —obviamente, en el doble sentido de que a menudo las películas son adaptaciones de novelas y en el sentido de que muchos de los escritores del género estuvieron fuertemente influidos por anteriores ciclos de películas de terror, de modo que los escritores se refieren a ellos no sólo en entrevistas sino también dentro de los textos de sus novelas[3].

Desde luego, la inmensa influencia en la industria del cine del éxito de El exorcista es incluso más evidente que su impacto en el mercado literario. Al poner de moda los temas recurrentes de la posesión y la telekinesis, El exorcista (la película) fue seguida de inmediato por una serie de imitaciones tales como Abby, Beyond the Door, Demon Witch Chile [La Endemoniada], Exorcismo y The Devils Rain. Al principio parecía como si el género se fuera a disipar en el torrente de imitaciones sosas. Pero en 1975, Tiburón impactó en el mercado del cine, asegurándoles de nuevo a los cineastas que había todavía oro por extraer de la mina del terror. Cuando la reacción a Tiburón (y a sus secuelas) parecía amainar hicieron su aparición Carrie y La profecía. Y después, en 1977, La guerra de las galaxias, que aunque no es un film de terror, abrió la puerta al espacio exterior, admitiendo así eventualmente a los Aliens. Cada vez que la salud del género parecía amenazada revivía súbitamente. El género parece enormemente resistente. Eso indica que en el presente los géneros de fantasía, de los que el terror es un ejemplo destacado, siempre valen la pena de cultivar cuando los productores piensan en la siguiente película. El resultado ha sido un número realmente creciente de títulos de terror. Asimismo, tenemos ante nosotros una generación de buenos directores de cine, muchos de los cuales son reconocidos especialistas en el cine de terror/fantasía, entre ellos Steven Spielberg, David Cronenberg, Brian de Palma, David Lynch, John Carpenter, Wes Craven, Philip Kaufman, Tobe Hooper, John McTiernan, Riedley Scott y otros.

El énfasis en el gran número de filmes de terror producidos desde los años setenta no significa que las películas de terror no fueran accesibles en los años sesenta. Sin embargo, tales películas eran algo marginales; se tenía que estar a la expectativa de las ofertas de American International Pictures, William Castle y Hammer Films. Roger Corman, aunque apreciado por los expertos en terror, no era una figura ampliamente reconocida, y los clásicos de madrugada como La noche de los muertos vivientes de George Romero gozaban principalmente de una reputación underground. La serie de éxitos que empezó con El exorcista cambió la posición del cine de terror en la cultura, y, según mi hipótesis, también estimuló la expansión de la publicación y el consumo de literatura de terror.

Desde luego, los mercados de la literatura y el cine de terror no surgieron de la nada. El público, podría uno imaginarse, estaba formado principalmente por baby-boomers. Este público, como un gran número de artistas que llegaron a especializarse en el terror, fueron la primera generación de postguerra que creció con la televisión. Y podría plantearse la hipótesis de que su afición al terror, en gran medida, estaba alimentada y enraizaba en las reposiciones sin fin de los antiguos ciclos de terror y ciencia ficción que formaron el repertorio de la televisión de la tarde y noche de su juventud. Esta generación, a su vez, ha criado a la siguiente con una dieta de entretenimientos de terror cuyo imaginario impregna la cultura, desde los cereales del desayuno y los juguetes infantiles al arte postmoderno, y que constituyen una proporción impresionante de los productos literarios, cinematográficos e incluso teatrales de nuestra sociedad.

En este contexto la época parece especialmente propicia para iniciar una investigación estética acerca de la naturaleza del terror. El objetivo de este libro es investigar el género de terror filosóficamente. Pero, aunque este proyecto esté estimulado y se haya hecho urgente por la ubicuidad del terror hoy en día, en la medida que su tarea es filosófica intentará estar de acuerdo con los rasgos generales del género tal como éstos se han manifestado a lo largo de su historia.

Una breve mirada general al género de terror

El objeto de este tratado es el género de terror. Sin embargo, antes de desarrollar mi teoría acerca de dicho género, será de gran ayuda realizar un esbozo del fenómeno que intento discutir. Siguiendo a la mayoría de los expertos, voy a suponer que el terror es, primero y ante todo, un género moderno, un género que empieza a aparecer en el siglo XVIII[4]. La fuente inmediata del género de terror fue la novela gótica inglesa, el Schauer-roman alemán y el roman noir francés. El consenso general, aunque tal vez argumentable, es que la novela gótica inaugural de relevancia para el género fue El castillo de Otranto de Horace Walpole de 1765. Esta novela continuaba la resistencia al gusto neoclásico iniciado por la generación anterior de poetas de cementerio[5].

La rúbrica gótico abarca un territorio muy amplio. Siguiendo la clasificación cuatripartita sugerida por Montague Summers, podemos ver que incluye el gótico histórico, el gótico natural o explicado, el gótico sobrenatural y el gótico equívoco[6]. El gótico histórico representa un cuento situado en el pasado imaginario sin la sugestión de acontecimientos sobrenaturales, mientras que el gótico natural introduce aparentes fenómenos sobrenaturales que luego son explicados. Los misterios de Udolpho (1794) de Ann Radcliffe es un clásico de esta categoría. El gótico equívoco, como Edgar Huntley: or, the Memoirs of a Sleepwalker de Charles Brockden Brown, presenta un texto en el que el origen sobrenatural de los acontecimientos resulta ambiguo debido al carácter psicológicamente distorsionado de los personajes. El gótico explicado y el gótico equívoco presagian los que actualmente se denomina frecuentemente lo siniestro y lo fantástico por parte de los teóricos de la literatura.

De importancia central para la evolución del género de terror propiamente dicho fue el gótico sobrenatural en el que la existencia y cruel acción de las fuerzas sobrenaturales se afirmaron gráficamente. Acerca de esta variación J. M. S. Tompkins escribe que «los autores trabajan con shocks repentinos, y cuando tratan con lo sobrenatural, su efecto favorito es sacudir la mente de repente haciéndola pasar del escepticismo a la creencia golpeada por el terror»[7]. La aparición del demonio y el cruel empalamiento del pastor al final de El monje de Matthew Lewis (1797) son auténticos precursores del género de terror. Otros hitos mayores de este período de desarrollo del género incluyen el Frankenstein de Mary Shelley (1818), El vampiro de John Polidori (1819) y Melmoth el errabundo de Charles Robert Maturin.

Las historias de terror habían proporcionado la base para dramatizaciones ya en la década de 1820. En 1823 Frankenstein fue adaptada para el teatro por Richard Brinsely Peak con el título de Presumption: or, the Fate of Frankenstein (o Frankenstein: or, the Danger of Presumption o Frankenstein: A Romantic Drama). Thomas Potter Cooke representó al monstruo y también representó a Lord Ruthven en las adaptaciones de El vampiro de Polidori. En ocasiones se presentaban en sesión doble adaptaciones de las dos historias, lo que tal vez llama la atención sobre el modo en que ambos mitos funcionan en el arranque de los dos ciclos de películas de terror en los años treinta y en la edad de oro de la Hammer Films. Versiones alternativas de la historia de Frankenstein eran populares en la década de 1820, incluyendo Le Monstre et le Magicien, Frankenstein: or, The Man and the Monster, así como numerosas derivaciones satíricas que inadvertidamente anuncian las fechorías de Abbot y Costello[8]. Los escenarios de ballet también exploraron los temas de terror en el divertissement de las monjas muertas de la ópera de Giacomo Meyerbeer Roberto, el Diablo (Filippo Taglioni, 1831), y en ballets como La sílfide (Filippo Taglini, 1832), Las ondinas (Louis Henry, 1834), Giselle (Jean Coralli y Jules Perrot, 1841) y Nápoles (August Bournonville, 1844).

Se escribió literatura de terror de modo continuo durante el período que va de la década de 1820 a la de 1870, pero en importancia ésta fue ampliamente eclipsada en el mundo de la cultura de habla inglesa por la aparición de la novela realista. Desde la década de 1820 hasta la de 1840, Blackwood’s Edinburgh Magazine mantuvo la llama del gótico encendida publicando historias breves de William Mudford, Edward Bulwer-Lyton y James Hogg, aunque a finales de la década de 1840 la imaginación popular quedó atrapada por Varney the Vampire: or, The Feast of Blood, una novela por entregas de 220 capítulos de Thomas Prest[9], y Wagner, el hombre lobo de George William MacArthur. En América, Edgard Alian Poe siguió el ejemplo de Blackwood, y hasta de hecho escribió una pieza titulada «Cómo escribir un artículo para Blackwood»[10].

Generalizando acerca del período, Bejamin Franklin Fisher escribe:

La tendencia en los cuentos de terror de este período reflejaba la evolución de las grandes novelas victorianas y americanas que aparecían por entonces convirtiéndose en un género artísticamente sólido y serio. Hubo un desplazamiento desde el sobresalto físico, expresado mediante numerosas miserias externas y acciones malvadas, hacia el miedo psicológico. El giro hacia la interioridad en la ficción subrayaba las motivaciones, no sus consecuencias abiertamente terroríficas. El fantasma con sábana dejó lugar, como literalmente pasaba en Un cuento de Navidad de Charles Dickens, a la psique obsesionada, una fuerza mucho más significativa a la hora de 'asustar’ a las desgraciadas víctimas[11].

Junto a la obra de Poe, Fisher parece tener en mente aquí la atmósfera gótica en las obras de Hawthorne, Melville y las hermanas Bronté. Sin embargo, la figura de este período que quizás hiciera la mayor contribución directa al género de terror propiamente dicho tal vez fuera Joseph Sheridan Le Fanu, quien en sus historias frecuentemente situaba lo sobrenatural en medio de la vida cotidiana, donde la persecución de víctimas corrientes e inocentes (en lugar de aventureros góticos) era cuidadosamente observada y era objeto de una elaboración psicológica que daría la pauta para muchas de las obras subsiguientes del género.

La obra In a Glass Darkly (1872) de Le Fanu anunció un período, que alcanzaría hasta la década de 1920, de grandes hitos en las historias de fantasmas. Obras maestras de este tipo, generalmente en formato de narración breve, surgieron de las plumas de Henry James, Edith Warton, Rudyard Kipling, Ambrose Bierce, Guy de Maupassant, Arthur Machen, Algernon Blackwood, Oliver Onion y otros.

Las novelas clásicas de terror —más tarde adaptadas y readaptadas para los escenarios y para la pantalla— fueron producidas en el mismo lapso de tiempo, entre ellas El extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr Hyde (1887) de Robert Louis Stevenson, El retrato de Dorian Grey (1891) de Oscar Wilde y Drácula (1897) de Bram Stoker. H. G. Wells, asociado normalmente con la ciencia ficción, también creó historias de terror y fantasmas desde principios de siglo en adelante. Y otros estimables autores de terror de este fecundo período, aunque menos conocidos, fueron: Grant Allen, Mrs. Riddell, M. P. Shiel, G. S. Viereck, Eliot O’Donnell, R. W. Chambers, E. F. Benson, Mrs. Campbell Prael y William Clark Russell.

Según Gary William Crawford, en contraste con la tendencia cósmica en las obras maestras de la generación precedente (como Blackwood, Machen y Onions), el cuento de terror inglés después de la I Guerra Mundial dio un giro realista y psicológico en la obra de Walter De La Mare, L. P. Hartley, W. F. Harvey, R. H. Malden, A. N. L. Munby, L. T. C. Rolt, M. P. Dare, H. Russell Wakefield, Elizabeth Bowen, Mary Sinclair y Cynthia Asquith[12]. Sin embargo, el ala cósmica de los escritores de terror se mantuvo viva en Norteamérica gracias a Howard Phillips Lovecraft (1890-1937), quien fue cabeza visible del género trabajando para Weird Tales, la revista de pulp fiction. Lovecraft fue un prodigioso escritor que no sólo produjo montones de historias sino también un tratado titulado El terror sobrenatural en la literatura y una vasta correspondencia por medio de la cual avanzó su particular estética del terror. En parte debido a esta correspondencia y a su apoyo a los escritores noveles, Lovecraft reclutó a un grupo de leales seguidores e imitadores como Clark Ashton Smith, Carl Jacobi y August Derleth. Robert Bloch también comenzó su carrera en la tradición de Lovecraft del terror cósmico que continuó influyendo el género hasta mucho después de la II Guerra Mundial[13].

Tras la I Guerra Mundial el género de terror también encontró un nuevo hogar en el incipiente arte cinematográfico. En la Alemania de Weimar se hicieron películas de terror del estilo conocido como expresionismo alemán, y algunas de ellas, como el Nosferatu de Murnau, se convirtieron en reconocidas obras maestras del terror. Con anterioridad al actual ciclo de cine de terror la historia del cine fue testimonio de otros brotes importantes de creatividad: un ciclo a principio de los años treinta que comenzaron los Universal Studios y el ciclo que los cineastas intentaron resucitar a finales de los treinta con el ojo puesto en el público más joven; el torrente de películas de terror para adultos producido en los años cuarenta por Val Lewton en la RKO, el ciclo de terror/ciencia ficción de principios de los cincuenta que inspiró la industria del Godzilla japonés de mediados de los cincuenta, así como un nuevo intento de reavivar el ciclo en Norteamérica en la última parte de la década.

Estas películas, vistas en los cines o en televisión, formaron a un público de baby-boomers en el gusto por el terror que en los años sesenta pudo mantenerse por las sesiones matinales marginales donde ver los productos de la AIP, de William Castle y de la Hammer Films[14]. Los mitos clásicos del cine de terror empujaron a menudo a los adeptos sedientos de terror hacia las fuentes literarias así como a materiales de lectura de menor calidad como Famous Monsters of Filmland (fundada en 1958). Y los productos de la televisión «fantástica», como The Twilight Zone [La dimensión desconocida], fomentó el interés de escritores como Charles Beaumont, Richard Matheson, Ronald Dahl y la tradición de la narración breve de la que provenían. Así, a principios de los setenta había un público preparado para el siguiente —esto es, el presente— ciclo de terror.

Esta sucinta historia del género de terror circunscribe ampliamente el conjunto de obras acerca de las que el presente tratado intenta teorizar. Mi esbozo del género escoge, creo, lo que preteoréticamente muchos estarían dispuestos a incluir en el género. En el curso de la teorización sobre el género algunas de las obras incluidas en esta visión más o menos ingenua del terror habrán de reclasificarse. Varias obras mencionadas más arriba serán descartadas del género cuando éste sea sometido a la disciplina teórica. Sin embargo, creo que la filosofía del terror desarrollada en este libro caracteriza principalmente lo que la mayoría de la gente está dispuesta preteoréticamente a calificar como terror; si no puede lograrlo es que entonces la teoría es defectuosa. Esto es, aunque no espero que la teoría subsuma a todas y cada una de las obras citadas en el precedente repaso concentrado del género, si mi teoría no encaja con muchas de ellas es que está equivocada.

¿Una filosofía del terror?

Este libro se anuncia a sí mismo como una filosofía del terror. El concepto mismo puede dejar perplejos a muchos. ¿Quién ha oído alguna vez hablar de una filosofía del terror? No es el tipo de rúbrica que se encuentre en el boletín de las facultades o en los catálogos de publicidad de la prensa académica. ¿A qué se puede estar apuntando con la extraña frase de «una filosofía del terror»?

Aristóteles abre el libro primero de su Poética con estas palabras: «Mi intención es tratar de la poesía en general y de sus diversas especies; investigar cuál es el efecto propio de cada una de ellas —qué construcción de una fábula, o plan, es esencial a un buen poema—; de qué y cuántas partes está formada cada especie; qué otras cosas pertenecen a la misma materia…»[15]. En el texto que ha sobrevivido Aristóteles no lleva a cabo en su totalidad este propósito formulado. Pero nos ofrece una amplia explicación de la tragedia en términos del efecto que se supone que provoca —la catarsis de la compasión y el temor— con relación a los elementos, en particular los elementos de la trama argumental, que facilitan dicho efecto: las tramas trágicas tienen comienzo, desarrollo y final en el sentido técnico que Aristóteles aplica a dichas nociones, y que presentan reveses, reconocimientos y calamidades. Aristóteles aísla los elementos relevantes de la trama en la tragedia, es decir, lo hace poniendo atención al modo en que están diseñados para causar la respuesta emocional cuya provocación identifica como la esencia del género.

Tomando a Aristóteles para proponer un paradigma de lo que puede ser la filosofía de un género artístico, ofreceré a continuación una explicación del terror en virtud de los efectos emocionales que está diseñado para causar en el público. Ello implicará tanto la caracterización de la naturaleza de este efecto emocional como un revisión y análisis de las figuras recurrentes y de las estructuras de la trama empleadas por el género para despertar los efectos emocionales apropiados. Esto es, en el espíritu de Aristóteles, supondré que el género está diseñado para producir un efecto emocional, intentaré aislar dicho efecto, e intentaré mostrar cómo las estructuras características, la imaginería y las figuras del género están dispuestas para causar la emoción que llamaré terror-arte. (Aunque no espero llegar a gozar de la autoridad de Aristóteles, mi propósito es intentar hacer con el género de terror lo que Aristóteles hizo con la tragedia).

Una dimensión filosófica del presente tratado que no se encuentra en la obra de Aristóteles es mi concentración en ciertos rompecabezas que pertenecen al género, a saber, lo que llamo (en el subtítulo), robando la frase de ciertos escritores del dieciocho, «paradojas del corazón». Con respecto al terror, dichas paradojas pueden resumirse en las siguientes dos preguntas: 1) ¿cómo puede uno tener miedo de aquello que sabe que no existe?, y 2) ¿por qué habría de estar alguien interesado en el terror, dado que estar aterrorizado es tan desagradable? A lo largo del texto intentaré mostrar qué es lo que está en juego cuando se plantean estas preguntas. Y también avanzaré teorías filosóficas que espero que hagan que estas paradojas se esfumen.

El estilo de filosofía empleado en este libro es lo que a menudo se llama filosofía angloamericana o filosofía analítica. Sin embargo, una advertencia puede ser útil en este punto. Pues aunque creo que es correcto decir que este libro está escrito en la tradición de la filosofía analítica, es importante notar que mi método no es exclusivamente un asunto de lo que a veces se denomina análisis conceptual. Por varias razones, al igual que otros filósofos de mi generación, desconfío de la estricta división entre análisis conceptual y hallazgos empíricos. Así, en este libro hay análisis conceptual entrelazado con hipótesis empíricas. Es decir, hay una mezcla de filosofía, construida estrictamente como análisis conceptual y lo que podría denominarse la teoría del terror, o sea, conjeturas muy generales y empíricas acerca de patrones recurrentes en el género. O, por decirlo de otro modo, esta filosofía del terror, como la filosofía de la tragedia de Aristóteles, contiene tanto análisis conceptual como hipótesis muy generales basadas empíricamente.

Ya he presentado a Aristóteles como un precedente. Mi proyecto también podría vincularse al de aquellos teóricos del siglo XVIII, como Hutcheson y Burke, que intentaron definir cosas tales como lo bello y lo sublime, y que pretendían aislar los mecanismos causales que daban lugar a esos sentimientos. Y a principios del siglo XX Bergson intentó una investigación similar respecto a la comedia.

Todas estas referencias, sin embargo, incluyendo el funcionalismo implícito que comparto con todos estos autores, hacen indudablemente que el presente proyecto suene excesivamente pasado de moda. Así que es importante aquí subrayar las vías en que el presente estudio ofrece nuevos enfoques a la estética filosófica.

La estética filosófica en el mundo de habla inglesa ha estado ocupada con dos problemas centrales: qué es el arte y qué es lo estético. Estas preguntas son buenas preguntas, y han sido planteadas con admirable sofisticación y rigor. Sin embargo, no son las únicas cuestiones que los filósofos del arte pueden plantear acerca de su campo de estudio, y la obsesión por responderlas indudablemente ha restringido el ámbito de trabajo de los filósofos en la estética contemporánea. Las preguntas acerca del arte y lo estético no deberían abandonarse; pero, salvo que se quiera convertir el campo en algo trillado y rutinario, es conveniente hacer más preguntas cuyas respuestas puedan incluso sugerir nuevas perspectivas acerca de los temas del arte y lo estético.

Recientemente algunos filósofos del arte han querido airear la configuración claramente restringida del campo de estudio mirando hacia los problemas teóricos especiales de las artes individuales, volviendo sobre cuestiones acerca del arte en el marco de preguntas más amplias acerca de la función de los sistemas simbólicos en general. El presente intento de filosofía del terror es parte de este esfuerzo por ampliar la esfera de la estética filosófica. No sólo hay que reconsiderar los problemas especiales de las formas del arte, sino que también hay que evaluar de nuevo los problemas especiales de los géneros que cruzan las formas del arte.

Uno de los intentos más interesantes de ampliación de las perspectivas de la estética filosófica en los años recientes ha sido el estudio del arte con relación a las emociones, un proyecto de investigación que une la filosofía del arte con la filosofía de la mente. Un modo de leer el presente texto es verlo como un detallado estudio de casos en dicha empresa más amplia.

Además, la estética filosófica tiende a seguir la pista de lo que puede considerarse como arte culto. Ésta o bien ignora el arte de masas o popular o bien sospecha del mismo. Una razón de ello es que el arte de masas y el arte popular gravitan hacia lo formulario, y los estéticos suelen tener la tendencia de inspiración kantiana a suponer que lo que llamamos arte con propiedad no es susceptible de fórmula alguna. El presente tratado rechaza doblemente este punto de vista: 1) al considerar que el arte de masas merece la atención de la estética filosófica, y 2) al no sumarse al consenso acerca de que el reino del arte carece de fórmulas. El rechazo de cada uno de estos dos puntos de vista está obviamente interconectado y es intencional.

Este libro está dividido en cuatro capítulos. El primer capítulo propone una explicación de la naturaleza del terror, específicamente con relación a la emoción del terror-arte que el género persigue generar. Este capítulo no sólo ofrece una definición de terror que intenta defender frente a las objeciones previsibles. También pretende delimitarlo recurriendo a estructuras que dan lugar a la emoción del terror-arte junto a una conjetura histórica acerca de por qué el género hizo su aparición cuando lo hizo.

El segundo capítulo presenta la primera de nuestras paradojas del corazón, a saber, la paradoja de la ficción. Aplicada al género de terror, se trata de la cuestión de cómo podemos sentir miedo de aquello que sabemos que no existe. El problema, en este caso, empero, es más general. Pues quienes creen que sólo podemos ser afectados emocionalmente por lo que sabemos que es el caso no sólo afrontan el misterio de por qué nos atemoriza el Conde Drácula, sino también por qué nos irrita Creonte en la Antígona de Sófocles. Este es el capítulo más técnico del libro; quienes no gustan de la dialéctica filosófica puede que deseen pasarlo a grandes zancadas e incluso saltárselo completamente.

El tercer capítulo es un repaso a las tramas argumentales más típicas y recurrentes del género, incluyendo una extensa discusión de formaciones interrelacionadas de tramas como el suspense y lo que los críticos literarios denominan lo fantástico. Esta es la parte más empírica del libro; quienes estén principalmente interesados en la dialéctica filosófica puede que deseen pasarlo a grandes zancadas e incluso saltárselo completamente.

El último capítulo trata de nuestra segunda paradoja del corazón —de hecho, la paradoja para la cual los escritores John Aikin y su hermana Anna Laetitia Aikin (Barbauld) acuñaron originalmente esta hermosa frase en el siglo XVIII—. Es la cuestión de por qué, si el terror es tal como se describe en los capítulos anteriores, querría alguien exponerse a él. Llamo a esto la paradoja del terror. Normalmente rehuimos lo que nos causa angustia; la mayoría de nosotros no juega en medio el tráfico para entretenerse ni asiste a autopsias para pasar el rato. Por tanto, ¿por qué tenemos que someternos a nosotros mismos a ficciones que nos aterrorizarán? Es una paradoja del corazón, una paradoja que espero resolver al concluir este tratado.

Además, tras resolver esta paradoja, espero decir por qué el género de terror es tan convincente. Esta parte del libro no es parte de la filosofía del terror propiamente dicha. Pero, por otra parte, probablemente nunca habríamos sabido que valía la pena contemplar la filosofía del terror si no hubiera estado sumergida en el género en su forma contemporánea.

Me he referido a este libro como un tratado porque sus partes están sistemáticamente relacionadas. La explicación que ofrezco de la naturaleza del terror toma cuerpo en la investigación sobre las tramas argumentales del terror y las formaciones que se relacionan con él. De modo parecido, mis explicaciones acerca de la naturaleza del terror de la narración de terror son explicaciones materiales, en diferentes aspectos aunque concertados entre sí, de la respuesta que doy a lo que se ha denominado la paradoja del terror en un párrafo anterior. Además, la teoría que defiendo en el segundo capítulo del libro, denominada teoría del pensamiento de nuestra respuesta a la ficción, pertenece a mis hipótesis acerca de la paradoja del terror porque ofrece una construcción operacional de lo que los autores buscan a tientas con nociones como «distancia estética». De este modo, las distintas partes del libro están interconectadas entre sí. Sin embargo, no tengo ninguna pretensión en el sentido de afirmar que este libro sea un explicación exhaustiva del género. Hay demasiados temas para la investigación futura que he dejado sin tocar.

En algunos aspectos este libro es diferente de los que le han precedido. El enfoque usual para caracterizar el género, desde H. P. Lovecraft a Stephen King, pasando por numerosos críticos académicos, consiste en ofrecer una serie muy general de meditaciones acerca del terror en el capítulo uno y luego detallar la evolución del género históricamente a través del examen de ejemplos. No hay nada malo en este modo de proceder. Pero yo he intentado invertirlo, sugiriendo inicialmente una narración de la forma esperando que pueda desarrollarse un órganon que la abarque.

A pesar de las peregrinaciones y la animadversión que provocan las introducciones a los ejercicios académicos de este género y la realización de los mismos, yo me lo ha pasado en grande escribiendo este libro, y espero poder contagiarle algo de eso al lector.