2. METAFÍSICA Y TERROR, O LA RELACIÓN CON LA FICCIÓN
En este capítulo voy a ocuparme en la exploración de la relación entre el público y las ficciones de terror. Estas relaciones requieren una elucidación filosófica porque en ellas se producen interacciones entre lectores o espectadores reales y seres inexistentes —esto es, monstruos y protagonistas de ficción— que parecen tener un curioso carácter. Por ejemplo, queremos saber cómo es posible que nos puedan aterrar las ficciones, es decir, seres y acontecimientos que, en algún sentido, no existen y que, para poder estar arte-aterrados, tenemos que saber que no existen. Con objeto de tratar estos problemas, tendremos que decir finalmente algo acerca del estatus ontológico de los seres de ficción, lo cual creo que nos permitirá clarificar la forma en que las ficciones no existentes pueden afectar al público real, es decir, pueden producirle terror.
El grueso de este capítulo voy a dedicarlo a llevar a cabo —bajo el subtítulo de «Ficciones atemorizantes»— un examen del modo en que los monstruos de ficción pueden excitar emociones reales en lectores y espectadores. El problema aquí es que muchos consideran paradójicas dichas respuestas a la ficción. Pues si sabemos que no hay cosas tales como los monstruos podríamos concluir que de ello se sigue que hay algo misterioso en que nos aterren. En efecto, este no es sino un caso característico de un supuesto problema más amplio —llamémosle la paradoja de la ficción— que provoca que nos preguntemos si y cómo es posible responder con emociones genuinas a lo que sabemos que no es el caso. Intentaré disolver la paradoja de la ficción explicando por qué no hay nada extraño en responder con genuinas emociones a las entidades de ficción, incluyendo los monstruos.
Pero es claro que al consumir ficciones de terror no sólo nos vemos envueltos en relaciones con seres terroríficos; también tenemos relaciones con los protagonistas de la ficción. En este contexto, podemos preguntarnos si hay algo especial en nuestra relación con los protagonistas de las ficciones de terror. Por ejemplo, ¿nos identificamos con esos personajes? ¿Es nuestro miedo su miedo a los monstruos? ¿O es una relación distinta a la de la identificación? De esta forma concluiré el presente capítulo con una discusión de la noción de identificación con el personaje. Criticaré la noción de identificación con el personaje a la vez que intentaré ofrecer modos alternativos de pensar nuestras relaciones con los protagonistas de las historias de terror.
Ficciones atemorizantes: sobre la paradoja de la ficción y su solución
Aun cuando en algún sentido los monstruos de las ficciones de terror no existen parecen tener consecuencias causales en el mundo real: arte-aterran al público. Así, una cuestión que se nos planeta es cómo es que las ficciones pueden tener impacto en el mundo real. Esta cuestión se complica ulteriormente por dificultades derivadas de la filosofía de la mente. Pues la inexistencia de las criaturas de terror es, por así decirlo, no sólo un hecho, sino que parece ser un hecho fácilmente accesible a los consumidores de las ficciones de terror y reconocido por ellos. Sin embargo, el público parece ser atemorizado por las ficciones de terror; de hecho, parece buscar dichas ficciones, al menos en parte, o bien para ser atemorizado por ellas o bien sabiendo y admitiendo que probablemente va a pasar miedo con ellas. ¿Pero cómo puede producir miedo lo que se sabe que no existe?
Por ejemplo, pensamos que la forma de calmar a un niño asustado es asegurarle que los fantasmas no existen; este es según se cree el mejor modo de hacer desaparecer el miedo a los espectros. No obstante, el público del género de terror parte normalmente de esta convicción. Así, ¿cómo pueden atemorizarle los monstruos de ficción, monstruos que sabe que no existen?
Los problemas que se plantean aquí son al menos de dos clases. Tenemos la necesidad de una explicación metafísica de cómo es posible que las ficciones —es decir, lo que en algún sentido no es— tenga un efecto sobre lo que es. Y, en segundo lugar, esta relación tiene que resolverse de modo tal que trate con lo que, por consenso, parece ser paradójico: que esta relación casual, que se traduce en terror-arte del lado del público real, ocurre ante el hecho de que el público real no cree que existan los monstruos.
Este segundo problema —que, según el ejemplo de Kendall Walton[1], podemos llamar ficciones atemorizantes— es, por supuesto, realmente un caso característico de un problema filosófico más amplio al que podemos denominar la paradoja de la ficción. Esta paradoja se puede resumir en la pregunta siguiente: «¿Cómo es posible que nos emocionen las ficciones?». Dados los objetivos de este libro, necesitamos responder a la pregunta de cómo podemos tener miedo y sentir repugnancia ante los monstruos de ficción. Pero la respuesta a esta cuestión es del mismo tipo que las respuestas a preguntas acerca de cómo es posible que sintamos pena por el Rey Lear, de cómo la situación de Edipo nos mueve a sentir compasión y temor, de cómo, en la novela El juicio, K. nos despierta sentimientos de angustia y frustración, y de cómo el Casaubon de Eliot nos hace sentir indignados.
Para empezar podríamos preguntarnos si realmente hay aquí un problema. Al fin y al cabo, parece, un hecho de la naturaleza humana que las personalidades y las situaciones de otras personas nos afectan emocionalmente. En iguales condiciones, nos apenamos por aquellos en los que se ceba la mala fortuna y nos indignamos ante la injusticia. Esto es, pues, un hecho de la vida. De modo que ¿por qué habría algo misterioso en que reaccionemos del mismo modo a los personajes de ficción?
Realicemos, sin embargo, un experimento mental. Imaginemos que un amigo nos cuenta que su hermana, una brillante científica, ha contraído una enfermedad exótica que la matará en un mes. Y también que sus hijos, igualmente brillantes, por no mencionar lo bien educados y prometedores, serán puestos bajo la tutela de un tío cruel y miserable. No cabe duda de que los pondrá bajo una dieta de gachas, los hará trabajar hasta el agotamiento e interrumpirá sus clases de ballet. Cuando la catástrofe se combina con la catástrofe nuestra consternación se incrementa. Pero ahora imaginemos que, tan pronto como damos señales de experimentar una reacción emocional, el amigo nos cuenta que se lo ha inventado todo. Que no tiene ninguna hermana, que no hay niños, que no hay gachas. Presumiblemente, la emoción que había estado generándose se disipa, tal vez para ser reemplazada por otra, quizá de enfado por haber sido engañados. O, por poner otro ejemplo, ¿qué ocurriría con nuestra indignación por las circunstancias de los etíopes muriendo de hambre si nos enteráramos que toda la cobertura del asunto fuese un montaje de los medios informativos? Nos sentiríamos heridos por la manipulación periodística, pero ya no nos podrían emocionar las víctimas de la hambruna si supiéramos que no hay tales víctimas[2].
Lo que estos experimentos mentales supuestamente indican es que hay una relación necesaria entre nuestras creencias y nuestras emociones. Para poder tener la emoción pertinente —sea de pena, sea de indignación— debemos tener creencias acerca de cómo son las circunstancias, incluyendo la creencia de que los agentes envueltos en esas circunstancias existen. Sin la creencia de que hay etíopes muriéndose de hambre no podemos formar la emoción de indignación respecto a las descripciones contemporáneas de los mismos.
La necesidad de tales creencias para esas respuestas emocionales también es apoyada por ciertos hechos comunes relativos a lo que cuesta extinguir las emociones. Cuando nos enteramos de que una historia ha sido inventada, nuestras simpatías se esfuman. Cuando queremos persuadir a un conocido de que su emoción es irracional, tratamos de mostrarle que las creencias en las que se basa son falsas, o al menos que las entiende erróneamente (esto último tal vez sea clave para la terapia psicoanalítica). Esto es, las modificaciones en las creencias parecen ser correlativas con las modificaciones en las emociones asociadas. Además, esta hipótesis parecería tener el apoyo de la teoría de las emociones que he presentado en el capítulo anterior, porque, en la medida que los elementos cognitivos especificables —construidos en su mayor parte como creencias—, son esencialmente constitutivos de la identidad de una emoción dada, donde no hay creencia la emoción no consigue aparecer.
Sin embargo, si las creencias de un determinado género son esenciales a las respuestas emocionales, entonces resulta difícil explicar cómo podemos tener respuestas emocionales a la ficción. Porque es un presupuesto de la institución de la ficción que los acontecimientos y personajes de las novelas, etc., no existen. Nunca hubo un monstruo de Frankenstein, y todo lector normal e informado lo sabe (y, por tanto, lo cree). Además, en las ficciones que hacen referencia al mundo real —al modo en que Por quién doblan las campanas se refiere a la guerra civil española— los acontecimientos reales y las personas mencionadas son subsidiarios del modo en que se articulan en la historia de los personajes de ficción y sus aventuras. Es decir, hasta cierto punto se «ficcionalizan» por medio de su asociación con personajes y hechos inventados. Y esto es algo de lo que los lectores normales e informados son conscientes.
Pero hemos encontrado una pega o, al menos, una aparente paradoja. Porque, por un lado, nuestro conocimiento de la institución de la ficción nos dice que los lectores normales e informados no creen que existan los personajes y circunstancias de las ficciones. No obstante, en orden a tener respuestas emocionales ante los personajes de tales historias, —en el modelo de nuestros experimentos mentales— habríamos de tener la creencia de que existen realmente las víctimas sobre cuya difícil situación nos emocionamos. Al modo de algunos teóricos (que discutiremos más adelante) podríamos intentar decir que, de hecho, no respondemos emocionalmente a las ficciones y a sus habitantes. Pero esto, al menos inicialmente, no parece cuadrar con los hechos. De entrada, parece que respondemos emocionalmente a la ficción. ¿Pero cómo se puede explicar esto coherentemente con los presupuestos anteriores: que las respuestas emocionales requieren nuestra creencia en la existencia de las personas y los acontecimientos que comprenden el objeto de dichas emociones y que cuando se trata de ficción sabemos (y creemos) que los personajes y acontecimientos implicados no existen?
Otro modo de enfocar esa cuestión es simplemente preguntar cómo es posible que nuestras emociones se disipen cuando nos enteramos de que algo que alguien nos está contando es un cuento chino, en tanto que nuestras emociones no parecen desaparecer ante las ficciones «oficiales». ¿Qué diferencia hay, en principio, entre las historias imaginadas anteriormente y una ficción? En ambos casos la historia es inventada. De modo que ¿por qué saber que un tipo de historia es falso cortocircuita nuestras respuestas emocionales, mientras que, en el otro tipo de historia, digamos con Crimen y castigo, el hecho de que sea una ficción en modo alguno impide una respuesta emocional? En un caso nos enteramos de que el cuento chino es una ficción después de que nos lo hayan contado, pero ¿por qué ello establece una diferencia? De hecho, se podría contar exactamente la misma historia como invención o presentada como ficción. Y la primera es de suponer que difícilmente apoyaría respuestas emocionales mientras que la segunda las genera. ¿Cómo es que resulta coherente, podría preguntarse, semejante variación en nuestro comportamiento o reacción aparentes?
Nuestras respuestas emocionales a la ficción parecerían implicar, así, que creemos que los personajes de ficción existen, mientras que simultáneamente damos por supuesto que los consumidores de ficción normales e informados no creen en la existencia de los personajes de ficción. Parece claro que una vía para intentar explicar esto de un modo que elimine la contradicción es rechazar la premisa de que los consumidores de ficción no creen en la existencia de personajes de ficción. Esta podría denominarse la teoría de la ficción como ilusión.
La teoría de la ficción como ilusión
De acuerdo con la teoría de la ficción como ilusión, cuando estamos aterrados por la aparición de Mr. Hyde en el escenario creemos que estamos en presencia de un monstruo. La técnicas de verosimilitud en el teatro o en el cine se nos imponen de tal manera que nos engañan para que creamos que un monstruo surge amenazador ante nosotros. Así, según esta concepción, no ocurre que espectadores normales e informados no crean que no existan las entidades de ficción correspondientes. Por medio de las ilusiones en el escenario y en la pantalla se nos engaña para que creamos que Hyde está frente a nosotros. Esta maniobra eliminará la contradicción, pero al coste de convertirnos, aunque sólo sea durante el tiempo de la ficción, en supersticiosos, esto es, gentes que creen en vampiros, invasores extraterrestres o cualquier otra criatura sobrenatural artificialmente creada por medios ilusionistas.
Sin embargo, existen muchos problemas bien conocidos con las teorías de la ilusión de esta clase. En primer lugar, tales teorías casan mal con lo que podemos observar acerca de los espectadores de ficciones de terror. Es decir, si uno realmente creyera que en el teatro estuvieran realmente presentes seres letales que cambian de forma, demonios, caníbales intergalácticos o zombis tóxicos, difícilmente uno se estaría sentado mucho rato. Probablemente intentaríamos largarnos, escondernos, protegernos o contactar con las autoridades pertinentes (la policía, la NASA, el obispo, las Naciones Unidas, el Departamento de Higiene). Es decir, la gente no se comporta como si creyera que realmente estuviera cerca de monstruos cuando va a los espectáculos de terror. Postular este tipo de creencia puede exonerarles de las acusaciones de inconsistencia, pero al precio de hacer su conducta inexplicablemente complaciente, por no decir directamente autodestructiva y atontada.
Además, aunque la teoría de la ilusión pueda parecer aplicable a las ficciones visuales —obras de teatro y películas, por ejemplo— se aplica con menor facilidad a las ficciones literarias. ¿Cuál es exactamente la ilusión que nos conquista cuando leemos que la niña Regan está poseída en Georgetown? ¿Pensamos, cuando lo leemos, que una niña pequeña está insultando en inglés del revés a algún cura católico? ¿Pero eso no produciría tanto miedo si estuviéramos leyendo El exorcista en Kansas City, verdad? Cuando la noción de ilusión se aplica al drama y el cine tenemos una fuente de terror más fiable porque propone que creemos que el monstruo está realmente a una corta distancia. Pero esta clase de ilusión, si tiene que ser la fuente del terror, no encaja bien con la experiencia de la lectura. En efecto, hablar de ilusión se aplica mejor a los fenómenos visuales. Así, a fin de extender la ilusión a la teoría de la literatura habríamos de desarrollar un modelo de ilusión literaria que concordara con la experiencia y la conducta de los lectores. Hasta donde yo sé, nadie lo ha hecho, ni parece una línea de especulación prometedora.
Desde luego, una objeción todavía más seria a las teorías de la ilusión acerca de la respuesta del público es que la clase de ilusiones postuladas son tales que impedirían la posibilidad misma de apreciar las ficciones en general y las ficciones de terror en particular. Es decir, si cuando leemos o vemos ficciones llegamos a convencernos, aunque por engaño, de que existen hombres lobo en nuestra cercanía, sería difícil seguir saboreando la historia. Querríamos tomar algunas medidas prácticas para asegurar nuestra vida y las de nuestros seres queridos. Una de las condiciones de ser una institución de ficción de la que obtenemos entretenimiento y placer es que sabemos que las personas y acontecimientos no son reales. Obviamente, en el caso del terror, no podríamos estar seguros en el disfrute del espectáculo si creyéramos en su realidad. Si la teoría de la ilusión fuera verdadera, el terror sería demasiado perturbador para todo el mundo salvo para los héroes, los masoquistas consumados y los asesinos profesionales de vampiros. La teoría de la ilusión está en franco desacuerdo con los presupuestos de la institución de la ficción (que algunos teóricos intentan caracterizar por medio de las metáforas de la distancia) que hacen posible la apreciación de la misma.
Se podría intentar salvar la teoría de la ilusión reemplazando la idea de que las ficciones nos engañan por la idea de que las técnicas de la ficción simplemente nos hacen olvidar momentáneamente que ni Huck Finn ni Drácula existen. Sin embargo, al reformular la teoría en términos de olvido en lugar de engaño tropezamos con los mismos problemas. Una persona que olvida la inexistencia de los vampiros debería comportarse de modo más prudente de lo que normalmente hace el público, en tanto que, al mismo tiempo, sea cual sea el tiempo durante el que olvidamos que Drácula no está realmente en el teatro, sigue siendo verdad que no podemos disfrutar realmente de sus estratagemas mortales.
En este punto de la dialéctica —si nos comprometemos a eliminar este lado de la contradicción que dice que no creemos en la existencia de seres de ficción como Drácula— podríamos intentar dar una explicación psicológica de cómo nuestro conocimiento de que Drácula no existe es efectivamente neutralizado mientras creemos que vemos ficciones, lo que nos permite responder ante él como si creyéramos que es real. Esto es, podríamos intentar argumentar que en virtud de algún tipo de operación psicológica nuestro conocimiento de que Drácula no existe se neutraliza de modo que ello permite o nos permite responder a las representaciones y descripciones de él con convicción emocional, esto es, como si creyéramos que Drácula vive. Una expresión familiar del arte en este contexto es el de «la suspensión voluntaria de la incredulidad».
Esta idea se atribuye a Coleridge, quien en su Biographia Literaria observa que en su parte planificada de las «Baladas líricas» buscaba un efecto
… en el que se acordó que mi esfuerzo debía dirigirse a personas y personajes sobrenaturales, o al menos románticos; pero de modo que transfiriera de nuestra naturaleza interior un interés humano y algo parecido a la verdad suficientes para procurarles por un momento a esas sombras de la imaginación esa voluntaria suspensión de la incredulidad que constituye la fe poética[3].
Es interesante para nosotros que Coleridge introduzca la idea en el contexto de las ficciones sobrenaturales. Además, parece una expansión de una teoría de la ilusión acerca de la respuesta a la ficción. Pues Coleridge observa que los «incidentes y agentes iban a ser al menos en parte sobrenaturales; y la excelencia pretendida iba a consistir en interesar los afectos por medio de la verdad dramática de tales emociones en la medida que acompañarían dichas situaciones de modo natural suponiendo que fueran reales»[4]. Sin embargo, el estado del lector se caracteriza por entrar en algo distinto a los estados de ilusión, engaño o mero olvido. Porque los estados como el de la ilusión y el olvido sugieren pasividad y falta de autoconsciencia por parte del público.
A la víctima de una ilusión le ha ocurrido algo; ha sido pillada inconscientemente; ha sido engañada, lo cual requiere que no sea consciente de lo que ocurre. Por otro lado, el olvido es algo que a uno le pasa; no puedo olvidar algo y a la vez ser consciente de aquello que he olvidado. Pero la idea de una «suspensión voluntaria de la incredulidad» tiene un aspecto activo. Suena como algo que uno se hace a sí mismo y de lo que se es consciente. Supuestamente tiene como resultado que el lector se toma los acontecimientos y agentes de la ficción como reales.
Coleridge no avanza particularmente en la cuestión del modo en que la suspensión de la incredulidad se supone que funciona. Parece que la incredulidad que hay que poner en suspenso tiene que ver, para lo que a nosotros nos interesa, con creencias como, por ejemplo, «La Criatura de la Laguna Negra no existe». Se la denomina «incredulidad» en el sentido de que tiene que ver con creencias negativas. Al suspender dichas creencias, sea lo que sea lo que haya en nuestra respuesta emocional a —nuestro terror ante— la Criatura es puesta bajo control. Ello nos permite suponer que la Criatura es real, dando cauce así al compromiso emocional. Este proceso está bajo la dirección de la voluntad. Voluntariamente optamos por abandonar la convicción de que la Criatura no existe permitiendo una respuesta emocional que presupone que dicha Criatura existe.
Si esta interpretación de la «suspensión voluntaria de la incredulidad» es correcta, entonces la idea no es muy recomendable. Cuando menos, parece postular un acto de la voluntad por parte del lector que pocos, si alguno, pueden recordar. Desde luego, si se dice que esta actividad es subconsciente, nos preguntaremos entonces si deberíamos identificarla como un acto de la voluntad (una suspensión voluntaria). Además, si se dice que no recordamos esa acción porque está reprimida y/o es inconsciente, entonces es todavía más improbable que se trate de un acto de volición.
Asimismo, la idea de una suspensión voluntaria de la incredulidad —en la medida que la incredulidad tiene que ver con creencias negativas— parece implicar que es posible querer creer. Pero, pace Descartes[5], la creencia no es algo que esté bajo nuestro control. No podemos querer nuestras creencias, tenerlas a voluntad. Inténtelo. Tome una proposición, por ejemplo, «5+7=1492»; y ahora intente creer en ella voluntariamente. No se puede. Dirá usted quizá que en este caso el problema es que sabe que esta proposición es falsa[6]. Pero intente querer creer en una proposición —quizá «Hay lilas en otras galaxias»— sobre cuya verdad o falsedad no tenga una posición. Puede usted considerar dicha proposición; la entiende. ¿Pero puede usted querer creer en ella? La creencia no es algo que nosotros añadamos, mediante un acto de voluntad, a las proposiciones que entendemos. Antes bien, la creencia es algo que nos ocurre. En la medida que la idea de una suspensión voluntaria de la incredulidad implica que podemos controlar directamente lo que creemos, la idea misma parece increíble.
Pero tal vez se pueda responder que esta objeción se fija excesivamente en la idea de la voluntad de creer, mientras que lo que se quiere es en primer lugar y ante todo una suspensión de la creencia: Así, cuando estamos leyendo una ficción de terror, no queremos creer que el Monstruo de la Niebla es real, sino sólo suspender la creencia de que el monstruo de la Niebla es real, pero sólo suspendiendo la creencia de que el monstruo de la Niebla no es real. ¿Es eso plausible?
En la vida cotidiana en ocasiones suspendemos algunas de nuestras creencias. Muchas personas educadas en la sociedad racista norteamericana de los años cincuenta creían que los no blancos eran algo inferiores[7]. Y, antes del momento en que cambiamos esta creencia para reconocer la igualdad de las razas, la creencia estaba ya en cuarentena. Esto es, en un cierto momento de la evolución de nuestro pensamiento muchos llegaron a suspender la creencia en la superioridad de los blancos como estadio previo al abandono total de la misma. Sin embargo, una condición para suspender nuestra creencia en esta cuestión era que la creencia estaba siendo minada. Nuestra convicción había recibido una sacudida. Se sumaban la evidencia y el argumento.
Además, con los problemas filosóficos nos hallamos ante el mismo caso. Cuando Descartes nos anima a suspender nuestras creencias acerca de la existencia del mundo externo lo hace para minar nuestra certeza acerca de dichas convicciones mediante consideraciones como la del genio maligno[8]. Es decir, antes de que podamos suspender una creencia hemos de tener razones al menos para sospechar que es falsa.
Pero volviendo de estos casos de suspensión de la creencia más o menos claros al caso de la recepción de la ficción, las creencias deben estar de algún modo bajo sospecha antes de ser suspendidas. Se las suspende porque algunas consideraciones críticas nos llevan a despedirnos de ellas. Pero nuestras creencias —que Drácula es una novela y que el conde no existe— no se despiden mientras leemos. No hay evidencias que socaven o contesten dichas creencias. No son cuestionadas de forma que pensemos que o bien tenemos que revisarlas o bien tenemos que rechazarlas. La situación es radicalmente diferente de las que encontramos en las suspensiones del género que acabamos de ver. Por tanto, hay pocas razones para asimilar nuestra recepción de la ficción con la noción corriente de suspender una creencia. Y para quienes mantienen que en este caso hay algo especial o extraordinario, y no obstante plausible, una idea a explorar, la carga de la prueba les corresponde llevarla a ellos.
En la cuestión de la suspensión de la creencia puede haber un modo en el que cabría argumentar que, en cierta medida, está bajo nuestro control. No podemos querer creencias que sirvan para contradecir y por ello minar las creencias que hay que suspender. Pero podemos ponernos a nosotros mismos en ciertas situaciones en las que podemos predecir que nuestras creencias serán cuestionadas. Un racista, tal vez uno moralmente interesado en poner a prueba sus puntos de vista, puede asistir a clases de antropología, un fundamentalista puede asistir a conferencias sobre la evolución, y un defensor de la idea de que la tierra es plana puede visitar observatorios y hablar con astrónomos. Esto es, se puede poner uno mismo en contextos en los que la evidencia y los argumentos probablemente vayan a cuestionar y minar las propias creencias, exactamente como uno puede evitar diligentemente tales contextos si uno quiere mantener incólumes sus creencias. Sin embargo, esta admisión calculada del grado limitado en que la suspensión voluntaria de la creencia puede guiarse voluntariamente no proporciona apoyo alguno a quienes querrían aplicar esta idea a las ficciones. Pues no buscamos el género de cuestionamiento de nuestra creencia de que Drácula no existe para suspenderla; no estamos buscado opiniones contrarias. Además, incluso si hubiera opiniones contrarias no las buscaríamos mientras gozamos de la ficción. Y, en cualquier caso, sostengo que en realidad nunca abandonamos nuestra convicción de que Drácula es una ficción.
A todo ello se suma que, de hecho, tampoco parece que la idea de una suspensión voluntaria de la incredulidad funcione realmente para lo que sus defensores la proponen. Empezamos por considerarla un medio para neutralizar la contradicción de que el lector —como participante informado en la práctica de la ficción— cree que el Golem no existe, mientras que el mismo lector —al sentirse aterrado por el Golem— evidencia que, dadas las condiciones requeridas para la respuesta emocional, cree en la existencia del Golem. Supuestamente, al suspender la incredulidad —esto es, la creencia de que el Golem no existe— la contradicción queda superada. ¿Pero es así? Pues, ¿cómo podremos suspender nuestra incredulidad a menos que nos demos cuenta que la obra que tenemos ante nosotros es una ficción? Esto es, suponiendo que podamos querer suspender la incredulidad de algún modo adecuado para la ficción, todavía tendremos que saber y creer que estamos ante una ficción —una concatenación de personas y acontecimientos que no existen— para poner en marcha correctamente un proceso de suspensión psicológica. Así, la idea de una suspensión de la incredulidad no se libra de la creencia de que el Golem no existe; se requiere dicha creencia para querer la suspensión de la incredulidad. La suspensión de la incredulidad no se deshace del problema. En el mejor de los casos, resitúa la contradicción desplazándola un paso atrás. No es una solución al problema sino más bien una redescripción cuando menos oscurecedora del problema.
Además, al igual que ocurre con variantes menos complicadas de la teoría de la ilusión, la hipótesis de la suspensión voluntaria de la incredulidad obliteraría la posibilidad de responder adecuadamente a las ficciones. Como hemos subrayado anteriormente, para responder adecuadamente a algo como una película de terror —para permanecer en nuestros asientos en lugar de llamar al ejército— tenemos que creer que estamos ante un espectáculo de ficción. Si tuviéramos que suspender nuestra creencia de que lo que vemos es ficción y tomarlo por real, los placeres normales y adecuados de la ficción se volverían imposibles[9].
Hasta aquí he estado examinando teorías que intentan tratar con la contradicción supuesta —que al responder a las ficciones emocionalmente evidenciamos que creemos en la existencia de aquellos seres cuya existencia también negamos abiertamente— cuestionando el supuesto de que, en algún sentido, negamos la existencia de las personas y objetos de las ficciones. Esto es, por medio de nociones como la ilusión o la suspensión de la incredulidad las anteriores teorías defienden que nuestra creencia de que las ficciones no son reales no es tan incondicional como sugiere nuestra paradoja de marras. La ficción puede promover la ilusión de realidad o la suspensión de la incredulidad de tal manera que sea posible que el público responda emocionalmente de una forma que supone la creencia en los objetos que le emocionan. Estas teorías tienen muchos problemas de detalle como los que ya hemos examinado y, como se ha subrayado, carecen en conjunto de atractivo porque sistemáticamente obliteran la posibilidad de responder adecuadamente a las ficciones. Hay que encontrar otro modo de escapar a la contradicción.
La teoría de la respuesta a la ficción como fingimiento
La estrategia que acabo de examinar para disolver la paradoja o contradicción de la ficción consiste en negar que el público rechace la existencia de las personas y acontecimientos de ficción como resultado de procesos como la ilusión, el olvido o la suspensión de la incredulidad. Sin embargo, otra estrategia concede que el público sabe y cree que está ante ficciones —eludiendo con ello la mayor parte de nuestros argumentos—, pero prosigue para negar que las respuestas emocionales del público a la ficción sean auténticas. La contradicción se plantea porque se da por supuesto que las repuestas emocionales reales requieren creer en la existencia de los objetos de dichas respuestas. Así, pues, una forma de resolver la inconsistencia es negar la premisa de que estamos respondiendo auténticamente con emociones cuando parecemos emocionarnos con las ficciones. Pues si nuestra respuesta emocional no es genuina, entonces no hay razón para postular que se apoya en nuestra creencia en la existencia de las personas y acontecimientos de ficción a los que respondemos. Esto es, si nuestra respuesta emocional es ella misma, por así decirlo, ficción, entonces no creemos que el Golem existe, y, en consecuencia, no hay contradicción con la condición necesaria para gozar de la ficción, a saber, que el público crea que está entreteniéndose con lo que, en el sentido relevante, no es.
Cuando, por tomar un ejemplo popular en la literatura filosófica[10], Charles se encoge en su asiento del teatro cuando el Limaco Verde avanza hacia la cámara de cine, consideramos que está en un estado emocional de miedo. Sin embargo, como hemos visto, esto parece generar una contradicción. Porque eso parecería indicar que Charles cree en la existencia del Limaco Verde, mientras que normalmente ver películas se acompaña de la creencia en que cosas tales como el Limaco Verde de ficción no existe. Ante este problema tal vez deberíamos volver a los datos. Tal vez nuestro punto de vista original era erróneo; tal vez en realidad Charles no sentía terror ante el Limaco Verde.
Por supuesto, Charles puede asegurar que estaba aterrorizado. Pero entonces ¿podría ser que Charles tuviera la ilusión de que estaba aterrado? Seguramente es posible que uno no reconozca correctamente sus propios estados emocionales. ¿Podemos decir que Charles está en alguna clase de estado, pero que no es de terror, sino que Charles está atrapado por una ilusión de terror?
Pueden aducirse varias consideraciones contra la pretensión de considerar ilusorio el terror de Charles. En primer lugar, si Charles está de algún modo percibiendo erróneamente su estado emocional deberíamos saber la identidad del estado en el que realmente se encuentra. Sólo nos convenceremos de que no está aterrado si puede darse una explicación plausible del estado emocional real en que se halla. Pero obviamente el candidato más plausible para el estado emocional en el que se encuentra es el de terror —ciertamente ese es el estado que tiene más sentido en el contexto.
Pero se podría sugerir que la ilusión de Charles no es simplemente el de estar aterrado; también es una ilusión el que se halle en algún estado emocional. Las técnicas cinematográficas y narrativas del espectáculo al que asiste han engañado a Charles para que crea que está en un estado emocional así como para que crea que es un estado de terror.
Esta teoría, sin embargo, parece extremadamente poco plausible. Me gustaría saber en qué consiste la diferencia entre estar atrapado por un estado emocional y estar atrapado por la ilusión de un estado emocional. Esto es, incluso si sufro la ilusión de estar aterrado, ¿no estoy aterrado de todos modos?
Pero quizá hay un contraste aquí que se puede elucidar mediante un ejemplo. Se puede uno encontrar respirando rápidamente y contrayendo los músculos y suponer entonces que se tiene miedo. Ahora bien, me siento inclinado a decir que normalmente si no hay un objeto de este miedo que pueda identificar probablemente no estoy en un estado emocional de miedo. De hecho, puede ser mejor que vaya al médico que suponer que tengo miedo.
Incluso si se estipula que cuando supongo que tengo miedo estoy bajo la ilusión de que estoy aterrado, este caso no parece aplicarse a Charles. Porque cuando el Limaco Verde avanza, Charles no está en un estado psicológico. Su miedo tiene un objeto adecuado, el Limaco Verde, aunque sea de ficción. Y puesto que el estado de Charles tiene un objeto, si lo llamamos ilusión de miedo seguirá siendo difícil diferenciarlo de un estado real de miedo. Así, provisionalmente, parece que no podemos librarnos de la idea de que Charles está en un auténtico estado de miedo por recurso a emociones ilusorias.
No obstante, hay otra opción teórica disponible con la que negar que el miedo de Charles sea auténtico. No es necesario decir que su miedo es ilusorio, sino que el miedo de Charles podría ser miedo simulado o fingido. Esto es, cuando a Charles le horroriza el ataque del Limaco Verde ni cree que éste exista ni cree que está realmente aterrado. En lugar de eso, Charles finge estar aterrado por el Limaco Verde. Personifica a alguien, por así decirlo, en este caso a sí mismo, que se halla en estado de miedo[11]. Esta idea de que nuestras respuestas emocionales a las ficciones son ellas mismas ficciones —asuntos de jugar a fingir o simular— ha sido defendida muy ingeniosa y hábilmente por Kendall Walton[12]. Vamos ahora a ocuparnos de esta teoría.
Walton toma por una verdad de sentido común que para tener miedo de algo Charles tiene que creer que está en peligro. De modo que si Charles tiene miedo del Limaco Verde, por hipótesis, tiene que creer que está en peligro de ser víctima de la violencia del Limaco Verde, lo cual, claro es, también presupone que cree en su existencia. Sin embargo, Walton también cree que para que Charles aprecie la película tiene que creer que es ficción y que el Limaco Verde no existe. De ahí que nos hallemos ante una contradicción familiar. Walton no cree que podamos abandonar la creencia de Charles en que el film es una ficción, pues ¿cómo explicaríamos que Charles no huya del Limaco Verde? Walton tampoco piensa que debamos renunciar al punto de vista del sentido común de que el auténtico miedo requiere una creencia en el peligro real. Así, necesita una explicación razonable de la conducta de Charles que encaje en esas restricciones. Walton conjetura entonces que el miedo de Charles no es auténtico miedo, y, por tanto, que no implica una auténtica emoción. Es miedo ficticio o fingido. En el contexto de la ficción Charles acepta ciertas creencias fingidas —que el Limaco Verde está en la ciénaga— que sirven para generar emociones fingidas —terror simulado ante el limaco—. La película, por así decirlo, es un apoyo en el juego de simulación de Charles en el cual, actuando o personificándose a sí mismo, finge estar aterrado.
Para poder acceder mejor a esta teoría consideremos un útil ejemplo proporcionado por Walton. Imaginemos una niña jugando un juego de monstruos con su padre. El padre finge que es un troll devorador de niñas, y cada vez que se agita avanzando hacia su hija ella grita y huye de su contacto. La niña finge terror a cada paso y busca seguridad detrás de una silla, pegando chillidos espeluznantes sin parar. De modo parecido, Charles, por placer y entretenimiento, simula que está amenazado por el Limaco Verde y simula terror en las formas que considera adecuadas.
Al criticar las teorías de la ilusión con respecto a la creencia en la ficción observé que si experimentáramos realmente la ilusión de que el Limaco Verde avanzaba no nos comportaríamos como nos comportamos en los cines; nos largaríamos. Igualmente, si la niña sufriera la ilusión de que su padre es un troll haría más que esconderse tras una silla; y protestaría por los intentos de su madre de detener el jaleo (puesto que no creería estar haciendo meramente jaleo). La niña sabe que su padre está sólo fingiendo ser un troll, y su terror es sólo simulación. El hecho de que sabe que el juego es simulación explica su conducta, es decir, explica el hecho de que no está actuando en la forma que una persona verdaderamente aterrada lo haría en presencia de un troll.
De modo parecido, Charles juega un juego de simulación con la película. La ficción proporciona la base para ciertas creencias fingidas que Charles usa entonces para jugar un juego de miedo fingido. No huye del cine; está demasiado ocupado jugando su juego de simulación. No tiene auténtico miedo del Limaco Verde en la forma que presupone su existencia letal. Está fingiendo sentirse aterrado. Y ello explica el tipo de conducta real y no defensiva de los espectadores normales de películas ante los filmes de terror, conducta que, además, seguía siendo un misterio en la teoría de la ilusión.
Que la emoción de Charles es una emoción fingida, producida por el juego de simulación con la película, no impide que sea intensa. Pues se puede estar intensamente comprometido en la simulación, al igual que se puede estar intensamente comprometido en los juegos en general. Según Walton, la forma en que este juego emocional fingido comienza es que Charles, simulando que está siendo perseguido por el Limaco Verde, desarrolla un «cuasi-miedo», un estado que comprende aspectos fisiológicos (por ejemplo, el incremento de adrenalina en la sangre) y aspectos psicológicos (por ejemplo, los sentimientos o las sensaciones del aumento de adrenalina).
Esto es, Charles, fingiendo ser como si dijéramos un personaje de ficción al que el Limaco Verde está atacando, tiene la creencia de que simuladamente la bestia del limaco amenaza su vida. Charles sabe y cree (de re) que simuladamente (de dicto) el limaco va a por él. Y aquella primera creencia causa un estado de cuasi-miedo en Charles, esto es, siente su corazón bombeando, sus músculos se tensan, etc. El miedo de Charles es miedo simulado porque descansa sobre lo que es simuladamente verdad en la ficción tal como es completada por la respuesta de Charles.
Charles considera el estado en que se halla como un estado de cuasi-miedo antes que de cuasi-enfado, cuasi-desconcierto, etc., porque está generado por la creencia de que simuladamente el limaco le está atacando. El cuasi-miedo de Charles es el resultado de darse cuenta de que simuladamente el limaco le amenaza. Así, Charles se da cuenta de que debe responder con miedo fingido a la película. Lo que Charles experimenta no es miedo fingido; lo que experimenta es cuasi-miedo. Y reconocer que el sentimiento generado en el juego con la ficción es cuasi-miedo le lleva a jugar su juego de simulación en términos de miedo fingido.
Desde luego, puede parecer extraño decir que Charles está jugando un juego de simulación en el que finge miedo precisamente porque un juego presupone algunas reglas o principios, y, si las cuestiona, Charles podría difícilmente someterse a las reglas de su juego. Sin embargo, Walton argumenta que suele ocurrir muy a menudo que las reglas de los juegos de simulación permanecen implícitas o tácitas. Walton afirma que
Los principios de simulación que actúan en un juego no necesitan ser formulados explícitamente o adoptados deliberadamente. Cuando los niños acuerdan que las pellas de barro «sean» pasteles, están en efecto estableciendo un buen número de principios tácitos que asocian las propiedades simuladas de los pasteles a las propiedades de las pellas. Se entiende implícitamente que el tamaño y la forma de las pellas determina el tamaño simulado y la forma de los pasteles; se sobreentiende, por ejemplo, que simuladamente un pastel tiene un palmo de diámetro si ese es el tamaño de la pella adecuada. Se sobreentiende también que si Johnnie le tira una pella a Mary entonces simuladamente Johnnie le tira un pastel a Mary. (No se sobreentiende que si una pella tiene el 40 por ciento de barro entonces simuladamente un pastel tiene el 40 por ciento de barro)[13].
Creo que Walton supone, así, que el hecho de que Charles no pueda articular las reglas del juego que está jugando no cuenta contra el hecho de que Charles está jugando un juego. Además, el miedo simulado de Charles ante el limaco no necesita ser un acto deliberado o reflexivo. Se moviliza automáticamente por la consciencia de sus sensaciones de cuasi-miedo a cuya identidad y cuyo progreso tiene acceso por medio de la introspección. El valor de este juego emocional fingido con ficciones reside en las oportunidades que nos proporciona para hacer descubrimientos acerca de nuestros sentimientos, para aceptarlos o purgarlos, para deshacerse de sentimientos reprimidos o socialmente inaceptables, o para prepararse emocionalmente ante la posibilidad de situaciones futuras proporcionando una «práctica» al responder a las crisis de ficción[14].
El apoyo más sólido a la teoría de Walton acerca del miedo fingido es el que ofrece vías para resolver ciertos enigmas. Así, cualquier teoría alternativa sobre las ficciones de miedo tendrá al menos que resolver los mismos enigmas que resuelve la de Walton en tanto que tal vez también muestre las limitaciones de la solución de Walton. El enigma más importante que resuelve es, por supuesto, el de cómo es posible tener miedo de lo que creemos que no existe. La teoría del fingimiento responde diciendo que realmente no tenemos miedo de las ficciones, fingimos tener miedo de las ficciones, y este fingimiento no presupone lógicamente que creamos que estamos en peligro o que exista el Limaco Verde. Walton evita la contradicción negando el flanco de la «creencia en la existencia» del enigma.
Walton también cita otros enigmas varios que cree que su teoría resuelve. Por ejemplo, cuando hablamos de ficciones tendemos a decir cosas como que «Huck Finn y Jim vivían en una balsa» en lugar de «En la ficción, Huck Finn y Jim vivían en una balsa». En otras palabras, hablamos típicamente de los contenidos de las ficciones sin añadir la cláusula modal «En la ficción». Walton sostiene que respecto a la ficción no lo hacemos mientras sí lo hacemos en otros contextos intensionales: decimos «O’Brien cree que el Papa es irlandés» en lugar de «El Papa es irlandés» cuando estamos hablando en el contexto de las creencias de O’Brien. Además, Walton defiende que esto no es meramente un asunto de economía. En su teoría esta desviación de la forma normal en que tratamos los operadores intensionales es una función del hecho que cuando hablamos de las ficciones estamos fingiendo que «Huck vivía en una balsa», de modo que, para jugar el juego de simulación, es adecuado que no digamos que sólo es simulación. Esto es, con objeto de sostener nuestro fingimiento no decimos que lo es; ello minaría el juego[15].
Algunos lectores pueden sentirse atraídos por la teoría de Walton sobre la base de lo que no afirma, a saber, el modo en que su teoría se podría coordinar con ciertas teorías ilocucionarias de la ficción. Es decir, la teoría de Walton de las emociones fingidas respecto a la ficción puede parecer tener la ventaja de encajar perfectamente con una teoría ilocucionaria de la naturaleza de la ficción[16]. Este enfoque de la ficción, que no estoy atribuyendo a Walton, emplea la teoría de los actos de habla para definir la ficción[17]. Una conclusión de esta teoría es que el autor de una ficción finge realizar ciertos actos ilocucionarios, en otras palabras, hacer una serie de afirmaciones. Esto es, el autor está simulando que está contando una serie de acontecimientos. El autor lo hace intencionalmente. Así, lo que distingue a una novela, por ejemplo, como obra de ficción no es un asunto de rasgos semánticos o sintácticos especiales del texto, sino más bien de la postura que el autor adopta ante ella. Concretamente, el autor escribe como si estuviera narrando en clave ilocucionaria de afirmación. Desde luego, no sólo el autor sino también los lectores informados saben que el texto es una serie de afirmaciones fingidas, no auténticas afirmaciones.
La teoría ilocucionaria de la ficción es una teoría potente, de modo que si la teoría de Walton sobre las emociones ficticias tuviera alguna conexión especial con ella entonces, aunque Walton mismo no da ese paso, muchos podrían considerar que eso es un punto muy fuerte a favor de la teoría de la respuesta a la ficción como fingimiento. Desde luego, hay una sorprendente similitud entre las dos teorías en la medida que cada una de ellas depende de la noción de fingimiento. Sin embargo, las teorías se diferencian desde el punto de vista de lo que se finge y de quién hace el fingimiento. En la teoría ilocucionaria de la ficción, el autor simula que está afirmando algo, mientras que en la teoría de las emociones fingidas es el público el que simula que le emociona algo. Sin duda no hay razón para sospechar que esas teorías sean incompatibles. Pero, por otro lado, la relación entre ellas no parece en modo alguno necesaria. Puede ocurrir que el público responda a la actividad fingida de los autores con emociones simuladas. Pero es también lógicamente posible que el público sienta auténticas emociones en respuesta a la ficción, incluso en la concepción ilocucionaria. Esto es, no parece haber ninguna consideración lógica que pueda impedir aceptar una teoría de la afirmación ficticia como fingimiento y al mismo tiempo defender el punto de vista de que el público es afectado de modo auténtico por las ficciones. Así, un defensor de la teoría de Walton no puede pretender que tiene alguna ventaja ante el enfoque ilocucionario que la haga recomendable frente a puntos de vista rivales[18]. Por el contrario, tiene que defenderse o criticarse independientemente de la teoría ilocucionaria. Y es a esa crítica a lo que vamos ahora.
La objeción clave a la teoría de Walton, sin duda, es que relega nuestras respuestas emocionales ante la ficción al reino de la simulación. Pretendidamente, cuando retrocedemos con aparente emoción ante El exorcista sólo estamos fingiendo estar aterrados. Pero, yo por lo menos, recuerdo estar auténticamente aterrado por la película. No creo haber estado fingiendo; y el grado en que la película me sacudió era visiblemente aparente para la persona con la que la vi. La teoría de Walton es una solución inteligente al problema lógico que plantea el terror-arte. Esto es, la teoría de Walton parece prescindir de la fenomenología del estado emocional en beneficio de la lógica.
Una razón para sospechar de la idea de que el terror-arte es una emoción fingida en lugar de una emoción auténtica es que si fuera una emoción fingida pensaríamos que se puede fingir a voluntad. Yo podría elegir permanecer impasible ante El exorcista, podría rechazar simular que estoy aterrorizado. Pero no creo que esa fuese realmente una opción para quienes, como a mí mismo, nos produjo una poderosa impresión. De modo parecido, si la respuesta fuera realmente una cuestión de si optamos por jugar el juego habría que pensar que podríamos ponernos voluntariamente en un estado de excitación simulada. Pero hay ejemplos, como la película real El limaco verde (en tanto que opuesta a la versión de la misma dada por Walton) que son completamente ineptos, y que no parecen ser recuperables para simular que estamos aterrados. A veces los monstruos no son particularmente terroríficos, aunque pretendan serlo. Pero eso no sería un problema real para la teoría de Walton. Porque si yo quiero mi típica tarde de entretenimiento debería ser capaz de simular que estoy aterrado. Es decir, el hecho de que yo esté arte-aterrado o no sea algo que parece estar más allá de mi control convierte en dudosa la idea de que sea un asunto de juegos de simulación. Pues jugar un juego de simulación me parece que es algo que yo decido hacer.
Otra razón, claro es, para pensar que estamos auténticamente arte-aterrados y no que fingimos estar en dicho estado es que no parece que seamos conscientes de estar jugando un juego de simulación. Walton, como hemos visto, tiene una respuesta para dicha objeción. Sostiene que nuestros juegos de simulación suelen regirse por reglas y principios que se aceptan tácitamente. Esto es, acatamos reglas, incluso tal vez en gran número, sin ser conscientes de ello. Así, nuestra supuesta falta de consciencia queda explicada.
Sin embargo, esa explicación no funciona. Porque el argumento se basa en la muy plausible observación de que no somos conscientes de algunas de las reglas del juego. Pero la objeción que acabamos de hacer es que parece que somos completamente inconscientes de estar jugando un juego de simulación. No sólo somos meramente inconscientes de respetar tácitamente algunos de los detalles del juego; somos totalmente inconscientes de jugar un juego. Puede que sea cierto, considerando el ejemplo de Walton del juego de los pasteles, que los jugadores no articulen todas las reglas de su juego con precisión. Sin embargo, es forzar la credulidad suponer que pudieran estar jugando un juego con pasteles de barro y no ser conscientes de ello en absoluto. Mi hipótesis es que cuando un niño invita a otro a jugar ese juego dicen «vamos a jugar a hacer pasteles» según el modelo de «vamos a jugar a indios y vaqueros». Pero no hay una analogía semejante con el caso de la ficción y, en consecuencia, ningún signo de la consciencia de estar jugando un juego.
No parece correcto decir que estamos jugando un juego, de simulación o de otra clase, si no sabemos que estamos jugando. Seguramente un juego de simulación requiere la intención de fingir. Pero ante ello el público del género de terror no parece tener tal intención. Tal vez la teoría podría salvarse sugiriendo que la intención está reprimida; pero me temo que Walton sería reacio a invocar el psicoanálisis. Y, en todo caso, ello reduciría probablemente la teoría del fingimiento a una versión de algún tipo de teoría de las emociones ficticias como ilusión conjurando de nuevo con ello, muy probablemente, los problemas de esa teoría[19].
En respuesta a la demanda de algún signo de que estamos jugando los juegos de simulación que Walton postula, se podría decir que las indicaciones de conducta se pueden encontrar en el hecho mismo de que hemos optado por leer un libro o ver una película. Esto es, por decirlo en otras palabras, leer un libro y ver una obra de teatro o una película es alguna clase de forma sui generis de jugar un juego. Pero esto no parece convincente. Leo ficción no histórica y veo documentales, y no veo una diferencia discernible en la forma en que los leo y veo y la forma en que leo y veo ficciones. Además, se supone que la teoría de Walton pretende diferenciar el leer y el ver películas de no ficción de leer y ver ficción. Así, la posibilidad de que la diferencia que propone, los juegos de simulación, pudiera arraigar en leer y en ver simpliciter no parece al alcance de los defensores de su teoría.
Tal vez el juego pertinente es una cuestión de leer o ver la ficción deliberadamente. Pero eso no parece adecuado. Porque entonces, en el contexto de la tentativa de solucionar la paradoja de la ficción, el juego de simulación conduce a la reformulación del flanco de la contradicción que dice que el público sabe que está ante una ficción y no dice nada en absoluto acerca de la supuesta naturaleza del estado emocional en que halla.
Otro problema con la versión de Walton de la teoría del fingimiento es que parece describir erróneamente el caso. Repetidamente habla como si Charles tuviera miedo de que el Limaco Verde le ataque; cuando éste se mueve en la cámara, se dice que Charles simula que teme por su vida. Además, este modo de describir el caso no es meramente una façon de parler, está conectado con la idea de Walton de que el miedo requiere la creencia por parte del sujeto de que está en peligro, y, por ende, que el miedo simulado requiere fingir peligro. Además, en la medida que el miedo fingido proporciona un modelo para las emociones ficticias en general, supongo que esta teoría querría que, si me sintiera moralmente ofendido por el Bronx D. A. de La hoguera de las vanidades, de Tom Wolfe, yo tendría que estar fingiendo que es injusto conmigo[20].
¿Qué les ha pasado a los personajes literales de las ficciones? ¿No son las emociones experimentadas en la recepción de ficciones por ellos antes que por nosotros mismos? ¿No es el miedo ante el Limaco Verde, se teorice como se teorice, miedo a lo que el limaco les hará a ellos? Si algún tipo de peligro precisa reconocerse en este caso es el peligro que el Limaco Verde representa para los protagonistas.
Cuando menos esta observación pone en cuestión el supuesto de que el miedo requiere la creencia del sujeto de que está en peligro. Podemos temer por los demás. Eso es un hecho común de la vida cotidiana. Podemos tener miedo por el perro que corre entre el tráfico igual que podemos temer por el destino de los prisioneros políticos en países que nunca visitaremos. Pero si el miedo puede separarse de la cuestión de nuestra propia seguridad, y si podemos temer por los demás a la vez que creemos estar a salvo, entonces ¿no podríamos temer por las vidas de los personajes de ficción justamente como tememos por las vidas de los prisioneros políticos reales? Además, como se argumentará más abajo, podemos emocionarnos no sólo en términos de miedo por otros sino por reconocer que algo como el Limaco Verde es temible incluso si no creemos que constituye un peligro claro y presente.
Para evitar esta objeción, la teoría del fingimiento sólo necesita modificarse ligeramente para mantener que para sentir miedo se requiere la creencia en que hay personas realmente en peligro, sea uno mismo sean otros. Esto es, el miedo requiere la creencia en la existencia de alguien amenazado. Y esto, desde luego, es un supuesto que hemos encontrado una y otra vez; es un ejemplo de la idea general de que para responder emocionalmente tenemos que creer en la existencia de los objetos de esas emociones. Y no tenemos la requerida creencia con respecto a la ficción.
Sin embargo, me pregunto si esta idea general en este caso es correcta. En primer lugar, parece una petición de principio. Sostiene que un examen exhaustivo de las cosas revela que sólo respondemos emocionalmente cuando tenemos las creencias existenciales adecuadas. Pero es un hecho que gran parte de lo que preteoréticamente llamaríamos respuestas emocionales lo son a ficciones. Al buscar un punto de vista general de lo que requiere respuesta emocional, ¿por qué se han excluido de los datos nuestras respuestas a la ficción? Por supuesto, si dichas respuestas se incluyen en los datos, entonces la afirmación general de que las respuestas emocionales requieren creencias existenciales será falsa. Así, la cuestión de si el punto de vista de que las respuestas emocionales requieren las creencias existenciales es una petición de principio contra la idea de que respondemos con emociones auténticas a las ficciones.
Como hemos visto, otros filósofos además de Walton nos han invitado a suscribir el punto de vista de que las respuestas-emocionales presuponen las creencias existenciales atendiendo a la forma en que nuestras emociones parecen desvanecerse cuando nos enteramos de que una determinada, historia de infortunio ha sido producto de un engaño como, por ejemplo, cuando nos enteramos que la historia de una mujer sobre la muerte de un anhelado amante es un invento. Y si saber que la historia es una invención es lo que disipa la emoción en este caso, la emoción genuina debería ser también imposible es el caso análogo de la ficción, abriendo con ello la puerta a la postulación de algo como el miedo fingido.
Pero tal vez los casos no son análogos. Tal vez no es el hecho de que un cuento chino sea inventado lo que disuelve la emoción, sino saber que te han engañado, lo que sustituye una emoción por otra, a saber, resentimiento o tal vez confusión. Además, puesto que normalmente uno sabe que una novela es un invento de ficción, no se siente resentido porque haya sido engañado. Una ficción no es una mentira y no provoca la respuesta emocional que provocaría una mentira. La misma historia que disuelve emociones como cuento chino, si está suficientemente elaborada y distinguida como ficción, podría, siendo todo lo demás igual, generar emociones. La diferencia relevante entre ambos casos es que la variante del cuento chino también implicaba la emoción de enfado por parte del oyente.
Se podría dejar a un lado la influencia del experimento mental acerca del cuento chino con un experimento mental de diseño propio. Imaginemos un experimento psicológico en el que se ponen a prueba nuestras respuestas emocionales a las descripciones de cierta clase de situaciones. Nos cuentan historias y nos preguntan cómo nos sentimos a propósito de las mismas. No se nos dice si las historias son verdaderas o falsas. No tenemos creencias existenciales de ningún tipo. Parece perfectamente plausible que podríamos responder a una de las historias diciendo que nos afectó por ser muy triste y luego seguir preguntado al psicólogo si es verdadera o inventada. No creo que en estas circunstancias pidamos alterar nuestro informe si nos enteramos de que era una historia falsa. Mi intuición es que este es un escenario perfectamente plausible y que no es incoherente en absoluto. Si este ejemplo es aceptable, entonces tenemos alguna razón para creer que podemos emocionarnos con historias de las que nos enteramos que son ficciones. Además, si este experimento mental es convincente se podría apuntar que un poderoso candidato a ser la razón por la que somos capaces de responder emocionalmente en este caso, a diferencia del caso del cuento chino, es que no se plantea la cuestión de si las hemos tomado por tales[21]. El punto de vista según el cual la respuesta emocional requiere creencias existenciales también topa con el problema de que, aun cuando parece aplicable a algunas clases de respuestas emocionales como el miedo, no parece aplicarse a todas las clases de respuestas emocionales. Consideremos la turbación sexual. Si un miembro atractivo del sexo que se prefiere se describe o representa, el deseo no se apagará diciendo que la descripción (o la representación) es fabulada. O los sueños diurnos sobre el cuerpo en cuestión; pueden ser simulados, pero la turbación no.
En relación al terror-arte, la observación de que no toda respuesta emocional requiere creencias existenciales resulta particularmente relevante. Pues la repugnancia, un componente clave de mi teoría del terror-arte, no precisaría normalmente creencias existenciales. Imaginemos que en una cena con invitados alguien empieza a contar una historia grosera acerca de un ciudadano de edad al que decapitan con objeto de suspender sus funciones vitales. Cuando se están sirviendo los postres nos cuentan que accidentalmente la cabeza cayó en la olla de la cafetería del hospital sin que nadie se apercibiera de ello. En este punto, antes de que nuestro fabulador siga adelante le pedimos que lo deje estar. Si él responde que se ha inventado toda la historia, probablemente seguiremos pidiéndole que pare porque la historia es de todos modos repugnante. Así, si el terror-arte está crucialmente compuesto de repugnancia y la repugnancia es una respuesta emocional que no requiere creencias existenciales, entonces se puede sostener coherentemente una respuesta emocional (o tal vez parte de una respuesta emocional) a las ficciones de terror aun cuando no creamos que existen los monstruos de terror.
Cuando se considera la cuestión de la repugnancia en relación con las películas de terror también resulta dudoso que el terror-arte pueda encajar con una teoría de la emoción fingida. Pues hay algunas películas y cineastas especializados en espectáculos que revuelven el estómago. Estoy pensando en este caso en algo como Creepers, de Dario D’Argento. Cuando la heroína cae en la piscina —llena de cuerpos en descomposición, aguas putrefactas y larvas de insectos— y se traga viscosos grumos de una materia líquida marrón, el sentimiento de náusea que experimentamos seguramente no es ni cuasi-náusea ni asco fingido; es indiscernible del asco real. Es claro que he escogido expresamente un ejemplo muy sonado. Porque si usted ha sentido una punzada de revulsión leyendo mi prosa, entonces es que ha respondido auténticamente a lo que usted sabe que es ficticio.
Desde luego, dando por sentado que la repugnancia puede no requerir la creencia en la existencia del objeto ofensivo, la pregunta del millón de dólares sigue siendo si el componente del miedo en el terror-arte requiere una creencia existencial. Y puesto que no todas las respuestas emocionales requieren creencias existenciales, la posibilidad de que el miedo no las requiera permanece al menos como una cuestión abierta. Se puede tener claramente miedo de la perspectiva de algo —como la guerra nuclear global— que se sabe que no ha ocurrido y puede que nunca ocurra. En este caso, se puede considerar que para que nuestro miedo sea auténtico tenemos que creer que la perspectiva es al menos probable. ¿Pero probable hasta qué punto? ¿No es probable una invasión de monstruos con ojos de insecto, aunque sea mínimamente? ¿Basta con que la perspectiva sea lógicamente posible? Pero entonces cualquier ficción que no creamos que sea autocontradictoria debería ser satisfactoria. Por supuesto, se objetará que creemos que la probabilidad debería alcanzar un nivel más exigente. ¿Pero cuál sería exactamente?
Por lo demás no estoy convencido de que sea necesario que la perspectiva en cuestión se crea muy probable. Se puede imaginar una pieza de maquinaria de esas que uno nunca se encuentra —engranajes que trituran de manera inquietante— y se puede imaginar la propia mano o la mano de otros pasando por ella y sentir un escalofrío por los propios pensamientos. Incluso se puede experimentar un reflejo, como cogerse la mano defensivamente. El hecho de que nuestra capacidad para el miedo esté dispuesta a dispararse a la mínima —que se pueda activar por situaciones imaginadas de forma que se activen las defensas— debe ser una ventaja evolutiva. El escalofrío ante la idea de las fauces de la máquina, además, es no menos auténtica que la turbación que se experimenta cuando se imaginan bellezas que quitan el hipo danzando por nuestra mente.
Sospecho que Walton intentaría tratar estos casos por medio de la noción de cuasi-miedo. Cuando tengo el sentimiento de impresión al pensar en mi mano siendo machacada, el estado en que me hallo es de cuasi-miedo. Según Walton el cuasi-miedo es generado por creencias acerca de lo que simuladamente es el caso y proporciona la base para mi emoción simulada[22]. Un problema con esta explicación es que Walton explica por qué creencias acerca de lo que es simuladamente verdadero sólo dan lugar a cuasi-miedos y emociones fingidas en lugar de miedos y emociones auténticos. Esto es, nunca se ha aclarado por qué éste tiene que ser el caso. Esta afirmación parece descansar únicamente en el supuesto de que sólo esto puede aclarar el modo en que parecemos responder con emociones a lo que sabemos que no es el caso. Así, un modo de continuar el debate con Walton —un modo que se seguirá a continuación— es mostrar que esta no es la única forma de hacer inteligibles nuestras respuestas emocionales a la ficción y que hay una teoría rival a la teoría del fingimiento —a saber, la teoría del pensamiento[23]— que puede hacerlo a la vez que preserva nuestra convicción de que las historias de terror realmente nos provocan miedo. Así, desplegar completamente nuestra refutación de la teoría de Walton requiere la elaboración de un punto de vista alternativo[24]24.
La teoría del pensamiento acerca de las respuestas emocionales a la ficción
El problema con el que seguimos ocupados es el siguiente: la respuesta emocional se supone que requiere la creencia en la existencia de su objeto; pero en la ficción sabemos que el Limaco Verde no existe. Así que nuestro miedo en este caso parece inconsistente con nuestro conocimiento. Esta inconsistencia está en la raíz de la paradoja de la ficción. Como hemos visto, ciertos defensores de la teoría de la ilusión se enfrentan a ello negando que en la recepción de la ficción sepamos que son ficciones. En realidad, sufrimos la ilusión de que el Limaco Verde avanza hacia nosotros. Los teóricos del fingimiento niegan que eso concuerde con los datos. Para apreciar una ficción tenemos que saber que el Limaco Verde es una ficción, de modo que sabiendo esto no huimos de él. En cambio, los teóricos del fingimiento niegan la premisa de que tengamos auténtico miedo del Limaco Verde; sólo simulamos tener miedo. Mientras los teóricos de la ilusión niegan la premisa de que en el momento de tener miedo consideremos que el Limaco Verde es una ficción, los teóricos del fingimiento niegan la premisa de que nuestro miedo sea miedo real.
Tanto los unos como los otros, sin embargo, aceptan la premisa de que el miedo auténtico al Limaco Verde requiere la creencia en la existencia del limaco. Los teóricos de la ilusión sostienen que tenemos la creencia requerida, aunque sólo en lo que dura la ficción, mientras que los teóricos del fingimiento sostienen que no tenemos emociones reales respecto a las ficciones. Pero tal vez la premisa que hay que negar es la que precisamente comparten unos y otros. Esto es, lo que podríamos rechazar es el supuesto de que sólo nos emocionamos cuando creemos que el objeto de nuestra emoción existe. La posibilidad de negar esta premisa de la paradoja abre una tercera vía para la teoría, una vía que se basa en la conjetura de que es el pensamiento del Limaco Verde el que genera nuestro estado de terror-arte, y no nuestra creencia en que el Limaco Verde existe. Además, el terror-arte en este caso es una auténtica emoción porque se pueden generar emociones reales ocupando el pensamiento con algo horrible.
(«Pensamiento» en este caso es un término destinado a contrastar con «creencia». Tener una creencia es sostener una proposición asertivamente; tener un pensamiento es sostenerla no asertivamente. Tanto creencias como pensamientos tienen un contenido proposicional. Pero en los pensamientos el contenido se mantiene sin compromiso de que sea el caso; tener una creencia es estar comprometido con la verdad de la proposición).
Estando al borde de un precipicio, aunque no en situación precaria, se puede dejar entretener uno con pensamientos acerca de una caída. Comúnmente, ello puede acompañarse de un escalofrío repentino o un temblor producido, supongo, no por nuestra creencia en que vayamos a caer al precipicio, sino por nuestro pensamiento en una caída, pensamiento que, desde luego, consideramos como una perspectiva particularmente poco atrayente. No es necesario que sea una perspectiva que creamos probable; el suelo es firme y seguro, no hay nadie cerca para empujarnos y no tenemos intención de saltar. Pero podemos asustarnos a nosotros mismos imaginando una secuencia de acontecimientos que sabemos muy improbables. Además no nos asusta el estar pensando en caer, sino el contenido de nuestro pensamiento en una caída —tal vez la imagen mental de caer a plomo por el espacio.
Se pueden aducir ulteriores evidencias a favor de la tesis de que el contenido de nuestros pensamientos puede asustarnos reflexionando sobre la forma en que se podría eludir la propia consternación ante un film de terror especialmente turbador. Se pueden apartar los ojos de la pantalla, o quizá desviar la atención del cuadrante ocupado por el objeto que nos excita. O bien, se puede intentar ocupar el pensamiento con otra cosa, desviando la vista de la pantalla y preocupándose de cómo hacer los pagos del Mercedes recién comprado. En este caso, no es necesario desviar enteramente la atención de la pantalla; se sigue lo que pasa periféricamente para enterarse de cuándo podemos volver a centrar seguros nuestra atención plenamente en la película.
Hay disponibles estrategias de espectador similares cuando los procedimientos narrativos se encuentran insoportablemente turbadores o intolerablemente sensibleros. Y lo que se hace en todos estos casos es rehuir pensar en lo que se proyecta en la pantalla. No tratamos de extinguir la creencia de que el referente de la representación existe ni la creencia de que la representación existe. Antes bien, intentamos no pensar en el contenido de la representación, esto es, no ocuparnos del contenido de la representación como contenido de nuestro propio pensamiento.
Desde el punto de vista del problema del terror-arte hay obvias ventajas teóricas derivadas de postular que los contenidos del pensamiento pueden generar auténticas emociones. Pensar en un personaje temible y repugnante como Drácula es algo que puede hacerse sin creer que Drácula existe. Esto es, pensamiento y creencia son separables. Así, si damos por sentado que los contenidos del pensamiento pueden atemorizar, entonces no deberíamos tener problema en decir que los lectores y espectadores estándar de ficciones sobre el Conde no creen en su existencia. Además, nuestro miedo puede ser auténtico miedo porque los contenidos del pensamiento pueden emocionarnos genuinamente sin creérnoslos.
La defensa que hace Walton de la teoría de las emociones fingidas parece descansar principalmente en su argumento de que Charles no cree que el Limaco Verde suponga un peligro real para él. De ahí deduce que Charles no puede estar realmente en un auténtico estado de miedo. De modo que hace la hipótesis de que el estado de Charles debe analizarse en términos de cuasi-miedos y miedos fingidos. Pero la objeción de Walton a la idea de que Charles cree en el Limaco Verde y el argumento de que la hipótesis de las emociones fingidas produce un argumento mejor no va contra la teoría de que es el pensamiento en el Limaco Verde lo que ocupa a Charles. Pues los pensamientos no necesitan ser creencias y se puede pensar en el Limaco Verde sin creer en él. Esto es, la teoría del pensamiento nos permite aceptar todas las objeciones a cualquiera de las teorías, como las teorías de la ilusión, que postulan la creencia de Charles en el Limaco Verde.
Walton, al igual que los teóricos de la ilusión, tiene como artículo de fe que el miedo auténtico requiere una auténtica creencia en el ser peligroso presentado en la ficción. Como es un artículo de fe no ha caído en la cuenta de la posibilidad de que los contenidos del pensamiento producidos por el contenido representacional de la ficción puedan generar auténtico miedo. Pero si es razonable pensar que los contenidos del pensamiento, así como las creencias, pueden producir estados emocionales, entonces no hay razón para atribuirle al público creencias ilusorias o emociones fingidas.
Con anterioridad he observado que un problema con el sistema de Walton era que no lograba explicar por qué deberíamos estar necesariamente de acuerdo acerca de que las creencias sobre lo que es verdadero en la ficción (o, ficticiamente que p) deberían generar cuasi-miedos en lugar de miedos auténticos. Tal vez ahora mis reservas relativas a este asunto se pueden hacer más explícitas.
Leyendo «La llamada de Cthulhu» nos enteramos de que en la ficción, los Grandes Primordiales tienen cabeza de sepia, alas escamosas, cuerpos dragoniformes, una textura pegajosa, la piel verde y desprenden un olor insoportable. En la ficción son también muy peligrosos y podrían exterminar a la humanidad sin esfuerzo. No creemos que los Grandes Primordiales existan, pero creemos que en la ficción tienen esas propiedades. Cuando reflexionamos sobre esos seres de ficción, cuando consideramos el sentido o el significado de las descripciones que Lovecraft hace de esos entes de ficción, reconocemos que los Grandes Primordiales combinan un montón de propiedades repugnantes y temibles y que estamos arte-aterrados.
Sabemos que todo lo que se cuenta sobre los Grandes Primordiales es ficción. Sin embargo, el contenido proposicional de la ficción de Lovecraft constituye el contenido de nuestro pensamiento acerca de ellos y estamos aterrados por la idea de ellos. Si pueden aterrarnos pensamientos, como los ejemplos anteriormente citados indican, entonces pueden aterrarnos los pensamientos generados en nosotros por las aterradoras descripciones de los autores. Por tanto, no parece seguirse del hecho de que creamos que en la ficción los Grandes Primordiales sean así que nuestras respuestas tengan que ser necesariamente un asunto de cuasi-miedos y emociones fingidas. Walton ha pasado por alto la posibilidad de que al leer deliberadamente ficciones llegamos a reflexionar sobre el contenido de las descripciones de monstruos, contenido que se convierte en la base de nuestros pensamientos y que nos causa miedo y aversión. Esto es, no hay razón para considerar que del hecho de que nuestras creencias sólo tienen que ver con lo que es el caso en la ficción se siga la tesis de que nuestros miedos sean cuasi-miedos y emociones fingidas.
Como sabemos que los Grandes Primordiales son ficciones y que sólo es el pensamiento sobre ellos lo que nos asusta y asquea no tiramos el libro y huimos. Así, la teoría del pensamiento puede explicar las anomalías que la teoría del fingimiento y la teoría de la ilusión no podían explicar. Ai mismo tiempo, la teoría del pensamiento también tiene la ventaja de considerar nuestro terror como terror auténtico. Se compadece con la fenomenología del terror así como trata los problemas lógicos que plantea el terror-arte en particular y la ficción en general. En este sentido, parece ser superior a las teorías del fingimiento, teorías que resuelven el enigma postulando un ámbito contraintuitivo de actividades fingidas aunque mentales.
Una vía para derrotar la teoría del pensamiento podría ser la siguiente: aquí de lo que se trata es de mostrar que el miedo, la pena, etc., en relación con las ficciones no es irracional. Ante ello, las respuestas emocionales a la ficción parecía que habían de ser irracionales porque parecían implicar al espectador en dos estados de creencia contradictorios, esto es, creer que el Limaco Verde existe y creer que el Limaco Verde no existe. Y eso es irracional. Ahora bien, la teoría del pensamiento evita esta especie particular de irracionalidad, y con ello evita también la contradicción mostrando que podemos asustarnos por algo que explícitamente consideramos como ficción. Sin embargo, nos ha sacado de la contradicción haciéndonos irracionales de otro modo. Lo que nos da miedo son los pensamientos o los contenidos de los pensamientos. Pero tener miedo de los meros contenidos del pensamiento es irracional. Así, pues, si queremos una teoría que no nos reduzca a este tipo de irracionalidad la teoría del fingimiento sigue siendo el contrincante más fuerte.
La cuestión aquí es, entonces, si es irracional asustarse o emocionarse en algún otro sentido a causa de pensamientos. Está claro que es irracional quedarse paralizado por fantasías psicóticas acerca de marcianos que nos observan, pero los contenidos del pensamiento de los que hablamos no son fantasías psicóticas, porque éstas implican la creencia en la existencia de marcianos. Los contenidos del pensamiento de los que hablamos no están concebidos sobre el modelo de las fantasías psicóticas o incluso neuróticas. La teoría del pensamiento convertiría igualmente al lector en irracional si implicara que incurre en una contradicción. Pero no hay contradicción alguna en llegar a tener miedo por reflexionar sobre los contenidos de nuestro pensamiento.
Tal vez la idea es que asustarse por contenidos del pensamiento es una tontería. Sin embargo, «tontería» puede ser la forma equivocada de plantearlo cuando se trata de un hecho acerca de seres humanos que pueden tener miedo de la idea de los Grandes Primordiales. Puesto que no hay contradicción alguna, este rasgo de los seres humanos puede que no se deje calificar en términos de irracionalidad. Es como estamos hechos. Es un elemento de nuestra estructura cognitiva y emotiva del que estamos dotados de modo natural, un elemento sobre el que se ha edificado la institución de la ficción.
Además, la idea de que es de tontos ponerse en un estado emocional por un contenido del pensamiento me parece esencialmente moralismo que implícitamente apela a algún código de valor, de hombría o de espíritu práctico. Pero este modo de pensar podría poner en cuestión el conjunto de la institución de la ficción. En cambio, yo sostengo que la práctica de la ficción —incluyendo nuestras respuestas emocionales, cuando son motivadas adecuadamente por el texto— se erige en realidad sobre nuestra capacidad de emocionarnos por contenidos del pensamiento y de complacernos en emocionarnos así. Por lo demás, me parece erróneo menospreciar nuestras respuestas emocionales a la ficción por irracionales si éstas son conformes con lo que es normativamente adecuado en el marco de la institución de la ficción. Son racionales en el sentido de que son normales; no son irracionales en el sentido de ser anormales.
Desde luego, podríamos decir que las respuestas a la ficción serían irracionales si de algún modo se convirtieran en ocupaciones prácticas. Pero entonces habría una afición a la ficción de una persona dada que sería irracional y no el hecho de que pueda emocionarse por los contenidos del pensamiento. La misma persona sería irracional en el mismo sentido si dedicara demasiado tiempo a fingir estar asustado por ficciones hasta el punto de obstaculizar sus intereses prácticos.
Llegados a este punto la estrategia que hay detrás de la teoría del pensamiento y ciertas consideraciones en su defensa deberían estar suficientemente claras. Sin embargo, será útil una explicación más detallada de estos contenidos del pensamiento y de su relación con los textos de ficción. La teoría del pensamiento descansa en la distinción entre pensamientos y creencias, por un lado, y en una conexión entre pensamientos y emociones, por otro. He intentado apoyar la conexión entre pensamientos y emociones apuntando a lo que considero hechos interpersonalmente confirmables: por ejemplo, nuestra capacidad para asustarnos a nosotros mismos auténticamente pensando que estamos a punto de precipitarnos al abismo o pensando que nuestra mano (o la de un conocido) está a punto de ser aplastada por una máquina, cuando en realidad creemos que la probabilidad de tales eventos es nula. Volvamos, pues, sobre la distinción entre pensamientos y creencias[25].
La dificultad implicada en la respuesta emocional a la ficción es que una respuesta emocional requiere la creencia en que el objeto de la respuesta existe. Y esto no casa con lo que consideramos que cree el receptor informado de terror-arte. El objeto concreto del terror-arte es un monstruo. Y los lectores de Drácula no creen que el Conde vampiro exista. Sin embargo, se puede pensar en Drácula o pensar que Drácula es un ser impuro y peligroso sin creer que Drácula exista. En el último capítulo hice una observación sobre la distinción de Descartes entre la realidad formal del pensamiento y la realidad objetiva. Se puede pensar en un unicornio, en un caballo con un cuerno de narval, sin creer que el unicornio existe. El unicornio tiene realidad objetiva (en el sentido cartesiano, discutido anteriormente, no en el sentido contemporáneo) en el pensamiento como un conjunto de propiedades. De modo parecido, podemos pensar en Drácula como una colección de propiedades, a saber la colección de propiedades especificadas en las descripciones de Drácula que encontramos en la novela de Stoker. Y parece que no hay ninguna razón para negar que un pensamiento —como el pensamiento en la colección de propiedades etiquetada con el nombre «Drácula» de la novela— pueda afectarnos emocionalmente; de hecho puede aterrarnos.
En la explicación que he ofrecido del terror-arte el terror es una emoción dirigida a personajes específicos —concretamente los monstruos— de las ficciones de terror. No nos aterroriza la ficción en su conjunto, por así decirlo, sino los personajes descritos o, en caso de los media visuales, representados en la ficción y que llevan nombres tales como Drácula, el Limaco Verde y demás. En las ficciones de terror estos nombres no se refieren a seres reales ni creemos que se refieran a seres reales. Tampoco nos preocupa el valor de verdad de las sentencias en las que dichos nombres aparecen, a diferencia de la preocupación por el valor de verdad de las sentencias de los libros de historia en los que aparecen nombres como Alejandro Magno, Lincoln o Churchill.
En «Sobre el sentido y la referencia», Gottlob Frege observa lo siguiente:
Al oír un poema épico, por ejemplo, aparte de la eufonía del lenguaje nos interesa sólo el sentido de las sentencias, las imágenes y los sentimientos que genera. La cuestión de la verdad provocaría que abandonásemos el placer estético a favor de la investigación científica. De ahí que sea algo que no nos preocupa si el nombre «Ulises», por ejemplo, tiene referencia mientras aceptemos que el poema es una obra de arte. Es la aspiración a la verdad la que nos empuja siempre a avanzar del sentido a la referencia[26].
Para Frege resulta natural pensar que todo signo está conectado con aquello a lo que se refiere —su referencia— y a su sentido: el significado del signo, es decir, aquello que distingue a su referencia. En la ficción, sin embargo, sólo nos preocupa el sentido o significado del discurso en términos de las consecuencias estéticas que fomenta la reflexión sobre dicho significado.
De modo similar, en la ficción de terror nos preocupa el sentido o significado de las sentencias del texto por las emociones —particularmente la de terror-arte— que despierta en nosotros. Los nombres no tienen referencia en su forma natural o acostumbrada. Se comportan de un modo muy parecido al modo en que Frege dice que se comportan las palabras del habla indirecta, esto es, las palabras en las citas.
En el habla indirecta se habla del sentido, por ejemplo, de las observaciones de otra persona. Resulta bastante claro que en este modo de hablar las palabras no tienen su referencia acostumbrada sino que designan lo que normalmente es su sentido. Por decirlo en una fórmula breve diremos: en el habla indirecta las palabras se usan indirectamente o tienen una referencia indirecta. De acuerdo con ello distinguimos la referencia acostumbrada de la referencia indirecta de una palabra; y su sentido acostumbrado de su sentido indirecto. La referencia indirecta es, por tanto, su sentido acostumbrado[27].
Siguiendo la sugerencia fregeana de que en la poesía épica nuestra preocupación se desvía del interés por la referencia hacia el interés en el sentido, Peter Lamarque sostiene que los nombres de la ficción se usan indirectamente o tienen referencia indirecta en el sentido del signo[28]. El signo Drácula se refiere a su sentido. ¿Pero cuál es el sentido del nombre «Drácula»? Es la conjunción de propiedades y atributos que Stoker imputa al Conde en el texto de su novela. Esta asignación de atributos tiene lugar en las descripciones de Drácula en el texto, descripciones que hay que entender en su sentido acostumbrado. «Drácula» es una etiqueta que se adjunta a esas descripciones, por así decirlo.
Este enfoque implica considerar que los nombres de la ficción tienen un sentido. Y aunque hay argumentos en la filosofía del lenguaje contra la idea de que en el uso común de los nombres propios éstos tengan sentido, parece al menos plausible pensar que los nombres de la ficción tienen sentido, un sentido primariamente constituido por las descripciones del personaje en el texto. Cuando se tiene en mente «Drácula» se está pensando en la colección de propiedades atribuidas a él. Por supuesto, no hay nada más, estrictamente hablando, en lo que pensar. Además, que la atribución de sentido a nombres propios haya sido criticada con respecto a lo que se podría denominar discurso factual, no demuestra que este punto de vista no se pueda aplicar a la ficción. Pues no hay ninguna razón antecedente para suponer que la teoría de los nombres propios para el discurso fáctico tenga que ser la misma que la teoría adecuada para el discurso de la ficción.
Para ver la relación entre las descripciones de monstruos en la ficción y el contenido del pensamiento del público resultará de ayuda recordar la distinción de Searle entre la fuerza ilocucionaria de una emisión y su contenido proposicional[29]. Dos emisiones —«Prometo ir a la iglesia» y «¡Voy a la iglesia!»— tienen el mismo contenido proposicional, a saber, «que voy a ir a la iglesia», aunque difieren en los términos de su fuerza ilocucionaria. Si se analizan las sentencias de la ficción desde el punto de vista de la teoría de los actos de habla también encontraremos un elemento ilocucionario, «es ficticio que», junto al contenido proposicional, por ejemplo, «que Drácula tiene colmillos». El sentido o contenido proposicional de la descripción del Drácula de la ficción suministra el contenido del pensamiento del lector en Drácula; idealmente, la representación mental del lector se identifica por el contenido proposicional de las descripciones del texto y está constituida a partir de éste, si bien una gran parte acerca de cómo se hace será difícil de explicar con toda precisión en casos concretos[30].
El nombre «Drácula» se refiere a su sentido, el conjunto de propiedades atribuidas al vampiro en la novela. Cuando reflexionamos sobre lo que leemos reflexionamos sobre las propiedades atribuidas al monstruo, una combinación de propiedades que se reconoce como impura y temible, lo cual da como resultado la respuesta del terror-arte. Puesto que estamos aterrados por contenidos del pensamiento no creemos estar en peligro y no tomamos medidas para protegernos. No fingimos estar aterrados; estamos auténticamente aterrados, pero por pensar en Drácula y no por nuestra convicción de que vayamos a ser su próxima víctima.
La teoría del pensamiento resuelve el problema de cómo es que podemos estar auténticamente aterrados por la ficción al mismo tiempo que no creemos en la existencia de los monstruos del texto. Y ello porque podemos pensar en el Limaco Verde sin suscribir su existencia, y podemos estar aterrados por el contenido de ese pensamiento. Mientras que la teoría de la respuesta a la ficción como ilusión carga al público con falsas creencias y la teoría del fingimiento nos atribuye emociones simuladas, la teoría del pensamiento sostiene que nuestras creencias son respetables y nuestras emociones genuinas.
En su defensa de la teoría del fingimiento, Walton nos la recomienda no sólo por la forma en que disuelve el supuesto problema de nuestra respuesta emocional a la ficción. También sostiene que la teoría del fingimiento explica por qué cuando hablamos de ficciones no prologamos nuestras observaciones con cláusulas modales. Esto es, decimos «Fiodor Karamazov es un bufón», y no que «En la ficción Los hermanos Karamazov, Fiodor es un bufón». Según Walton, podemos explicarlo como continuación de nuestro juego de simulación en relación con la ficción. Si calificáramos moralmente esas afirmaciones nuestro juego de fingimiento se desmoronaría.
Pero aun cuando la teoría del fingimiento fuera correcta desde el punto de vista de nuestras emociones, encontraría extraño extenderla a nuestro modo de hablar acerca de las obras de ficción. En la explicación de Walton, cuando respondemos a las ficciones emocionalmente nos convertimos en personajes de un mundo de ficción, en personajes, por ejemplo, atacados por el Limaco Verde. Pero cuando le cuento a alguien algo sobre una novela no hay en general ninguna razón para suponer que estoy representando una ficción —mi fingido juego de Los hermanos Karamazov— para mi interlocutor. Se podría realizar esa actuación; pero pensar que en general estamos actuando cuando informamos sobre las ficciones es forzar la credulidad.
Mi propia sospecha es que no mencionamos las cláusulas modales al hablar de ficciones por consideraciones pragmáticas. Esto es, si tenemos razones para creer que nuestro interlocutor sabe que estamos hablando de una ficción eliminamos la cláusula «En la novela…». Por otra parte, podemos añadir la cláusula, al menos como prólogo de nuestras observaciones, cuando no estamos seguros de que nuestra audiencia sepa que estamos hablando sobre personajes de ficción. Es análogo al caso de hablar de las creencias de un filósofo con el que no estamos de acuerdo. Si el contexto aclara que estamos exponiendo la teoría de Spinoza, no necesitamos introducir cada frase diciendo «Spinoza cree…». Si estamos exponiendo de modo obvio los puntos de vista de Spinoza, y no los nuestros, usaremos muchas frases sin cláusula como «hay sólo una sustancia y es Dios», en lugar de anteponer a cada frase un «Spinoza cree que…».
Además, si estas objeciones son correctas la teoría del fingimiento no obtiene un apoyo suplementario por su supuesta explicación de nuestra eliminación de las cláusulas modales al hablar sobre ficciones. Su fuerza primaria reside en su explicación de nuestra respuesta emocional a la ficción, una explicación que me parece menos persuasiva que la teoría del pensamiento en la medida que niega la poderosa intuición de que nuestras respuestas incluyen emociones auténticas. Desde luego, el compromiso con pensamientos en la teoría del pensamiento puede plantear para algunos dilemas filosóficos fundamentales; sin embargo, en la cuestión del terror-arte la dependencia de los pensamientos parece más digerible que la postulación de emociones fingidas o la creencia del público en los vampiros.
Resumen
Por lo menos desde que Samuel Johnson escribió su prefacio a The Plays of Shakespeare, se ha extendido la preocupación acerca de si hay algo peculiar en nuestras respuestas a la ficción. La cuestión —que llamamos la paradoja de la ficción— se refiere a cómo es posible que nos afecten emocionalmente las ficciones dado que sabemos que lo que se presenta en la ficción no es real. En este caso, la causa a menudo tácita de nuestra perplejidad es el supuesto de que sólo puede emocionarnos lo que creemos que existe. Esta paradoja es muy relevante para cualquier discusión acerca del terror-arte, pues nos preguntamos cómo puede aterrarnos lo que sabemos que no existe.
La estructura de esta paradoja gira en torno a las tres proposiciones siguientes, cada una de las cuales parece verdadera cuando se la considera aisladamente, pero cuya combinación con las otras dos plantea una contradicción:
- Las ficciones nos emocionan auténticamente.
- Sabemos que lo que se presenta en las ficciones no es real.
- Sólo nos emociona auténticamente lo que creemos que es real.
Parece haber tres opciones en este caso para eludir la contradicción. La teoría de la ilusión niega la segunda proposición manteniendo que durante la recepción de la ficción no sabemos que aquello que se retrata en ella no es real. Postula que mientras atendemos una ficción estamos bajo la ilusión de que lo que nos presenta es real. Esta teoría afronta una serie de problemas que la teoría del fingimiento o la simulación pretende evitar sosteniendo la segunda proposición pero negando la primera de ellas. Para el teórico del fingimiento las emociones que experimentamos cuando tratamos con ficciones no son genuinas o auténticas emociones sino emociones simuladas. Esta teoría presenta un cierto número de inconvenientes. El mayor de ellos es que convierte nuestras respuestas emocionales a la ficción en emociones simuladas o fingidas. Para poder evitar esta consecuencia y al mismo tiempo evitar todos los problemas de la teoría de la ilusión, se puede proponer lo que he denominado teoría del pensamiento. Esta teoría niega la tercera proposición de la tríada anterior. Sostiene que podemos emocionarnos por el contenido de los pensamientos que tenemos; que la respuesta emocional no requiere la creencia en que las cosas que nos emocionan sean reales. Podemos emocionamos por las situaciones que nos imaginamos. Por lo que se refiere a la ficción, el autor de esta clase de obras nos presenta concepciones de las cosas para pensar en ellas, por ejemplo, el suicidio de Ana Karenina. Ocupándonos de ellas y reflexionando sobre los contenidos de dichas representaciones, contenidos que suministran el contenido de nuestro pensamiento, podemos experimentar compasión, pena, alegría, indignación y demás emociones. Por lo que hace al género de terror, los pensamientos a los que nos lleva implican considerar las propiedades temibles e impuras de los monstruos. Y así nos arte-aterramos.
En un libro muy reciente Bijoy Boruah ha argumentado que en cualquier explicación de nuestras respuestas emocionales a la ficción debe incluirse la referencia a la imaginación[31]. «Si por imaginación» entiende tener un pensamiento no asertivamente entonces su punto de vista es compatible con el nuestro. Si, por otro lado, quiere decir algo más —algo que tenga que ver con lo que el público añade al texto— entonces el concepto de imaginación parece fuera de lugar. Porque cuando imaginamos nosotros mismos somos la fuente creativa y primariamente voluntaria de los contenidos de nuestros pensamientos. Pero al leer ficciones el contenido de nuestros pensamientos proviene en su mayor parte de fuera, del texto determinado que estamos leyendo o del espectáculo ya elaborado que estamos contemplando. No hay ninguna razón para pensar que, en general, tengamos que añadir nada por medio de la imaginación a lo que la ficción ya afirma o implica.
¿Identificación con el personaje?
La sección anterior centró la discusión en la relación del público con los monstruos de ficción que dan lugar al terror-arte. En esta sección quiero echar una breve mirada a la relación entre el público y los protagonistas humanos de las ficciones de terror[32]. Por supuesto, en la medida que estos personajes son ficticios, los marcos conceptuales desarrollados anteriormente se aplican a ellos. Por ejemplo, nuestras respuestas emocionales a los protagonistas de la ficción, al igual que nuestras respuestas emocionales a los monstruos de ficción, son auténticas, y estas respuestas se dirigen a objetos cuyo estatus ontológico es el de los contenidos del pensamiento. Sin embargo, hay una cuestión acerca de los protagonistas de la ficción que raramente se plantea con los monstruos de ficción de terror (salvo con aquellos que, como King Kong, se convierten en protagonistas), a saber: ¿nos identificamos con los protagonistas de ficción? Esto es, seguir una ficción y estar envuelto en las peripecias de un personaje, ¿requiere alguna clase de proceso metafísico, como la compenetración mental vulcaniana del Dr. Spock, entre el público y el protagonista? O, por decirlo en otras palabras, ¿se explica mejor nuestra respuesta a los personajes positivos de la ficción postulando algún proceso de identificación con el personaje entre nosotros y ellos?
Identificación es una noción cotidiana común al hablar de ficciones. La gente dice que se identifica con este o con aquel personaje de una telenovela. Sin embargo, no está claro lo que se quiere decir con «identificación» en estos casos. De hecho, si la noción de identificación con el personaje es meramente una metáfora o si se trata de una descripción literal de un estado mental es algo generalmente no determinable en el contexto de la conversación cotidiana. Obviamente, identificación con el personaje podría significar una variedad de cosas y podría conectarse con una variedad de teorías psicológicas diferentes. Pero el término se usa a menudo —incluso por parte de críticos profesionales— de forma que no se especifica exactamente cómo hay que caracterizar el estado mental al que los hablantes se refieren.
Algunos candidatos para lo que se podría indicar al invocar el concepto de identificación con el personaje podrían ser los siguientes: que nos gusta el protagonista; que reconocemos que las circunstancias del protagonista son significativamente como aquellas en las que nos hemos encontrado nosotros; que simpatizamos con el protagonista; que tenemos los mismos intereses, sentimientos o principios, o todos ellos, que el protagonista; que vemos la acción que tiene lugar en la ficción desde el punto de vista del protagonista; que compartimos los valores del protagonista; que, mientras dura la recepción de la ficción, estamos en trance (o somos manipulados y/o engañados de algún modo) de forma que caemos en la ilusión de que cada uno de nosotros se considera el protagonista.
Algunas de estas posibilidades parecen bastante inofensivas. Es decir, algunos de estos estados no parecen plantear dificultades filosóficas o psicológicas. Te puede gustar un personaje; puedes reconocer semejanzas entre el personaje y tú mismo; compartir valores con un personaje; o te puedes preocupar o experimentar simpatía por un personaje. Hacer esta suerte de cosas en relación con personajes de ficción parece ser una extensión legítima de las respuestas que tenemos hacia las personas reales, aunque puede ser muy complicado explicar con detalle la lógica de estas extensiones. Sin embargo, estos usos no parecen apuntar al corazón de lo que los estudiosos tienen en mente cuando invocan la noción de identificación con el personaje. Más bien parecen usar dicha noción para señalar una relación más radical entre el público y el protagonista, una relación en la que el público llega a pensar en sí mismo como idéntico con el personaje o como formando una unidad, esto es, un estado en el que el público de algún modo se funde o fusiona con el personaje. En esta concepción, cuando como miembros del público recibimos información acerca de la marcha de la historia desde el punto de vista del personaje (erróneamente) aceptamos (o asumimos equivocadamente) que el punto de vista del personaje es el nuestro. Nos emociona la ficción de un modo tan intenso que sentimos como si estuviéramos participando en ella; concretamente, creemos sentir como si fuéramos el protagonista.
En la medida que esta concepción de la identificación con el personaje depende de una noción de ilusión —la ilusión de que el miembro del público es el protagonista— tiene que afrontar los problemas que ya he discutido con cierta profundidad. Porque al leer una novela o ver una obra de teatro o una película el público da sobradas indicaciones de que sabe que no es el protagonista. Uno no se protege detrás del sofá afilando estacas mientras ve Drácula en una emisión nocturna de televisión. Como se ha argumentado anteriormente, el espectador no sólo es consciente de que está contemplando una representación y no el referente de la representación, sino que es consciente de que no es el protagonista de la representación. Como ya se ha argumentado, tal vez ad nauseam, la hipótesis de la ilusión —sea la de la realidad de la ficción sea la de la identidad compartida con el protagonista— no tiene ningún sentido ante la conducta del público de ficciones de terror.
Está claro que si la noción de identificación con el personaje ha de tener algún sentido no se puede basar en postular la ilusión del público de ser idéntico al protagonista. Es necesaria alguna otra explicación de la identificación con el personaje. Una posibilidad es decir que en la identificación con el personaje lo que se produce es una duplicación exacta por parte del público del estado mental y emocional del protagonista. Esto, desde luego, no puede ser correcto porque el personaje, presumiblemente, cree que está siendo atacado por el hombre lobo mientras que el público no cree tal cosa. Así que la duplicación relevante tiene que ver solamente con estados emocionales. Cuando Godzilla machaca Tokio, el personaje teme por el destino de la raza humana y eso es lo que también teme el público.
Si esto es lo que se quiere significar por identificación con el personaje, tenemos un concepto con unos cuantos problemas serios. Primero, muchas de nuestras respuestas a los protagonistas de la ficción —probablemente la mayoría de ellas—, incluso en un examen casual, no cumplen los requisitos de la duplicación emocional. Cuando la heroína está nadando despreocupadamente sin saber que un tiburón asesino está rondándola para matarla sentimos preocupación por ella. Pero eso no es lo que ella siente. Ella se siente encantada. Esto es, muy a menudo tenemos una información distinta y, de hecho, mayor acerca de lo que está ocurriendo en una ficción que la que tienen los protagonistas y, por consiguiente, lo que sentimos es muy distinto de lo que el personaje siente.
Incluso en un caso como el de la historia breve «Works», de Steve Rasnic Tem, en la que Ella, para su horror y sorpresa, se da cuenta de que está rodeada de seres nocturnos hambrientos, nuestro estado emocional no duplica el de ella porque nosotros sabemos, pero ella no, cómo su situación forma parte de un elaborado esquema de venganza.
Del mismo modo, cuando un personaje está implicado en una lucha a vida o muerte con un zombi, sentimos suspense. Pero eso no es una emoción que el personaje tenga la oportunidad de permitirse; se supone que está demasiado ocupado intentando librarse del zombi como para sentir suspense por la situación. Sentimos compasión cuando Edipo reconoce que ha matado a su padre y se ha acostado con su madre, pero eso no es lo que siente Edipo. Se siente culpable, siente remordimientos, siente autodesprecio. No hace falta decir que no sentimos nada de eso.
La conclusión general que hay que sacar de estos ejemplos es que en muchos casos el estado emocional del público no es una réplica del estado emocional de los personajes. Con muchos de los tipos mejor conocidos de relaciones entre público y protagonistas —como la tristeza y el suspense— hay una asimetría entre los estados emocionales de unos y otros. Sin embargo, se supone que la identificación con el personaje requeriría una simetría entre los estados emocionales del público y los protagonistas. Cuando menos, ello implica que la identificación con el personaje no proporciona una conceptualización completa de la relación entre protagonistas y público; hay demasiados casos que incluso en un examen superficial no se corresponden con el punto de vista de la identificación en tanto que duplicación de estados emocionales[33].
Por lo demás, una exploración menos superficial de la relación de los estados emocionales del público y los protagonistas tiene como resultado ulteriores asimetrías. Porque si la teoría de las secciones precedentes es correcta, entonces la respuesta emocional del público hecha sus raíces en el pensamiento mientras que las respuestas de los personajes se originan en creencias. Parece razonable suponer que el personaje está aterrado, mientras que el público está arte-aterrado. Y, para arreglar las cosas, la respuesta del público al protagonista tiene que ver con la preocupación por otra persona (o persona-tipo) mientras que el protagonista atacado por un monstruo está preocupado por sí mismo. Es decir, es adecuado describir el estado emocional del público como un estado de simpatía; pero el personaje no simpatiza consigo mismo. A grandes rasgos, las emociones del personaje en tales casos serán siempre las de mirar por sí mismos o egoístas, mientras que las emociones del público son las de mirar por otros o altruistas. Por tanto, si estas asimetrías son convincentes, entonces puede muy bien ocurrir que la identificación con el personaje nunca proporcione una explicación de la relación entre el público y el protagonista.
Estas objeciones se dirigen contra una concepción de la identificación como estricta duplicación de los estados emocionales de protagonistas y público. Formulada de este modo no puede tener lugar la identificación con el personaje porque el público tiene emociones (suspense, preocupación, compasión, etc.) que los personajes no tienen, mientras que los protagonistas tienen emociones y miedos ajenos al público (por ejemplo, el miedo a la extinción).
En este punto, si hay que salvar la hipótesis de la identificación, tal vez el modo de proceder sea abandonar la idea de una estricta duplicación de los estados emocionales entre el protagonista y el público y sólo exigir que haya una correspondencia parcial entre ambos por lo que hace a sus estados emocionales.
Por supuesto, un problema con esta sugerencia es que no está claro si la autodirección de la emoción del personaje así como su enraizamiento en creencias permitirá una correspondencia aunque sólo sea parcial entre los estados emocionales de los personajes y los del público. Pero aun suponiendo que estas complicaciones puedan superarse de algún modo, me parece que la noción de identificación con el personaje fundada en correspondencias parciales entre las respuestas emotivas de los personajes y el público sigue siendo dudosa. Pues, entre otras cosas, si las correspondencias son sólo parciales, ¿por qué llamar a este fenómeno identificación? Si dos personas están animando al mismo atleta en un evento deportivo, no parecería adecuado decir que se están identificando mutuamente. Puede que no sean conscientes de la existencia del otro. Y aun cuando estén sentados uno cerca del otro, y vean que comparten una actitud parecida hacia el evento, no tienen porqué estar identificándose. Tampoco su estado emocional es literalmente el mismo que el del atleta que están animando, porque su concentración probablemente tiene otro centro y otra intensidad.
Mis objeciones a la noción de identificación con el personaje pueden parecer disonantes con mi anterior explicación del terror-arte. Pues he hablado de un paralelismo, en ciertos aspectos, entre las respuestas emocionales de los personajes en las ficciones de terror y las respuestas emocionales de los lectores y espectadores de dichas ficciones. En efecto, he afirmado que con frecuencia puede ser el caso que las respuestas emocionales de los personajes a los monstruos en las ficciones de terror le indiquen al público cuál es la respuesta apropiada a los monstruos relevantes. Concretamente, sostengo que los criterios evaluativos —producir miedo e impureza— que el público tiene en su respuesta a los monstruos de terror es un eco o coincide con las respuestas emotivas evaluativas de los personajes ante los monstruos de la ficción. Pero compartir apreciaciones de los monstruos no implica una identificación con el personaje o encontrarse en el mismo estado emocional que el personaje.
Que haya apreciaciones emotivas paralelas no implica que haya identificación[34].
Aparte de las razones ya aducidas para afirmar diferencias cruciales entre mi estado emocional y el del protagonista en momentos como el ataque del monstruo, también tenemos que recordar que en circunstancias como éstas el público no está simplemente aterrado, sino que el terror mismo es también un elemento de la posterior respuesta emocional del público al conjunto de la situación en la que un monstruo terrorífico está amenazando a un protagonista humano. Esta situación de conjunto se caracteriza por el hecho de que el público está fuera de ella mientras que el protagonista está en ella, lo cual implica un afecto sustancialmente diferente. La situación en su conjunto se caracteriza así mismo por el hecho de que, si el público está comprometido, probablemente es alguna clase de preocupación altruista, mientras que si el protagonista siente alguna preocupación, es más que probable que sea egoísta[35]. Es decir, el estado general del público es probablemente distinto del estado emocional del personaje —incluso si dejamos a un lado la comentada asimetría entre el hecho de que el personaje responde a la creencia en un monstruo y que el público responde al pensamiento en un monstruo— porque la respuesta emocional general del público es una respuesta a una situación que incluye al personaje y la respuesta emocional del personaje.
El objeto de la respuesta emocional general del público, por consiguiente, se distingue del objeto de la respuesta emocional del personaje en aspectos que diferencian cualitativamente las respuestas. Que las dos respuestas coinciden en relación con ciertos elementos —por ejemplo, la apreciación emotiva del monstruo como algo amenazador y repelente— no indica que los estados emocionales generales sean los mismos, o que el público se tome a sí mismo como protagonista. Compartir las respuestas emotivas puede no ser una condición suficiente para la identificación. Si lo fuera, podría decirse que un miembro del público se identifica con cualquier otro miembro del público que esté viendo el monstruo con repugnancia.
Consideremos de nuevo el ejemplo de la tragedia. Respondemos a la difícil situación de Edipo, que incluye sus propios sentimientos de repulsión ante el incesto, una evaluación que compartimos. Pero ello da lugar a un sentimiento general en nosotros que no se corresponde con el estado emocional de Edipo. Por ejemplo, si Aristóteles está en lo cierto, tendremos miedo de que semejantes calamidades puedan ocurrimos a nosotros y, entonces, experimentamos una catarsis. Pero el tiempo del miedo ha pasado para Edipo, que está carcomido por la culpa (y que hasta donde sé, nada le alivia). Además, parte de nuestra respuesta a Edipo gira en torno al hecho de que es liberado de la culpa, es decir, de que se encuentra en un estado emocional en el que nosotros no estamos.
De modo parecido, cuando un protagonista está preocupado por un monstruo en una ficción de terror, puedo compartir su apreciación emotiva de la criatura. Pero ello conduce a un conjunto de sentimientos varios —dirigidos a la situación como un todo— que son completamente diferentes de aquellos plausiblemente atribuidos al personaje: terror-arte versus terror, simpatía versus egoísmo, suspense versus atención concentrada si el protagonista va a escapar del monstruo o bien vil terror paralizante si el protagonista es una presa impotente. Cuando un protagonista es atacado por un monstruo no sólo estamos aterrados sino que nos preocupa que esa persona —el protagonista con todas las virtudes con que la trama le o la ha dotado— esté en las garras de un ser repulsivo y amenazador. En general, nuestros sentimientos de terror-arte son sentimientos que forman parte de una respuesta más amplia a una situación más amplia en la que nos preocupa la difícil situación del protagonista, en tanto que por lo que hace al estado emocional del protagonista parece plausible verlo como primariamente dirigido al monstruo sin que se le añada ninguna consideración reflexiva explícita, por parte del protagonista, acerca de que una persona como él o ella se encuentra en peligro.
Si estos comentarios acerca de la asimetría del estado emocional del público y el protagonista son correctos, entonces la noción de identificación con el personaje parece desencaminada. Está claro que no puede haber identificación alguna si ello requiere una perfecta simetría entre el público y el protagonista. Además, si todo lo que se requiere es una correspondencia parcial entre los estados emocionales del público y del protagonista, entonces hay que preguntarse por qué llamar identificación a dicho fenómeno. Pues puede haber correspondencia parcial sin que las distintas manifestaciones emocionales se describan útilmente como idénticas. Con respecto al terror puede ocurrir, como he argumentado, que compartamos las evaluaciones emotivas del monstruo con los personajes sin que nuestros estados emocionales generales tengan el mismo objeto o los respectivos sujetos se fusionen.
Una razón de que a los comentadores les atraigan las teorías de la identificación acerca de la respuesta a los protagonistas de ficción pudiera ser que, sin ser conscientes de ello, realmente creen en un género de egoísmo muy radical, a saber, que sólo pueden emocionarme situaciones que tienen que ver con mi propio interés: de hecho (y eso es lo que lo convierte en egoísmo muy radical), creen que sólo se puede responder emocionalmente a lo que se toman literalmente como intereses propios. Así, la respuesta emocional a los personajes de ficción tiene que estar garantizada por alguna forma de identificación con el personaje, esto es, por la identificación de intereses. Sin embargo, si esta es la motivación de la noción de identificación con el personaje, entonces debería estar claro que hay que abandonar dicha noción porque hay abundantes evidencias de que la gente realmente responde emocionalmente a situaciones en las que no hay ninguna conexión plausible con sus propios intereses[36].
Anteriormente he observado que puede haber algunos usos inocentes del concepto de identificación. Por ejemplo, si decir que me identifico con un personaje simplemente significa que me gusta ese personaje. Hay que decir un par de cosas acerca de estos usos. Primero, no parecen formar parte del núcleo de la noción de identificación con el personaje; es perfectamente posible que a uno le guste alguien sin sentirse uno con esa persona. El significado fundamental de la identificación parece realmente requerir que nos sintamos unidos con el otro o idénticos a él. Como he argumentado, hay razones en el caso de la ficción para resistirse a la idea de que formemos una unidad con los personajes. Esto lleva al segundo punto. Si es cierto que el sentido de fusión que tiene la identificación es problemático y que es este sentido el que realmente motiva la mayor parte de lo que se dice sobre ella, entonces quizá sería útil restringir nuestro uso del lenguaje de modo que ya no empleemos —al menos en nuestros escritos críticos— los usos inocentes del concepto de identificación, precisamente porque ello abre la puerta a la confusión al sugerir al menos la dudosa noción de identificación como fusión de mentes.
La identificación es un concepto que impregna el discurso crítico sobre la ficción. Si se descarta, puede cundir el temor a que se haya abandonado una piedra clave del discurso crítico. Si el edificio no ha de hundirse, hay que preguntarse qué se debe poner en su lugar. Esto es, si no nos identificamos con los protagonistas, ¿qué es lo que hacemos cuando respondemos a ellos? En este caso yo estipularía que lo que hacemos no es identificarnos con los personajes sino, más bien, asimilar su situación.
Cuando leo una descripción de un protagonista en un determinado conjunto de circunstancias no duplico la mente del personaje (tal como se da en la ficción) en la mía. Asimilo su situación. Ello implica en parte tener una idea de la comprensión de la situación interna del personaje, esto es, tener una idea de cómo el personaje valora su situación. Por ejemplo, en el terror, cuando un personaje es atacado por un monstruo parte de mi respuesta se basa en el reconocimiento de que el protagonista se ve a sí mismo enfrentándose a algo amenazador y repelente. Para poder hacerlo debo que tener una concepción de cómo el protagonista ve la situación; he de tener acceso a lo que hace inteligible su valoración. En las ficciones de terror, por supuesto, esto se consigue fácilmente porque dado que el público y el protagonista comparten la misma cultura podemos distinguir con facilidad los aspectos de la situación que la convierten en aterradora para el protagonista. Para hacerlo no necesitamos tener una réplica del estado mental del protagonista, sino sólo saber fiablemente cómo la valora. Y podemos saber cómo se siente sin duplicar sus sentimientos en nosotros. Podemos asimilar su evaluación interna de la situación, por decirlo así, sin ser poseídos por ella.
Pero al asimilar la situación también adopto un punto de vista externo a ella. Esto es, asimilo los aspectos de la situación que por varias razones no concentran la atención del protagonista, bien porque no lo sabe bien porque no son objetos plausibles para él. Así, veo la situación no sólo desde el punto de vista del protagonista, aunque conozco dicho punto de vista, sino que más bien la veo como alguien que la ve también desde fuera —la veo como una situación que incluye un protagonista que tiene un determinado punto de vista—. Cuando un monstruo ataca, veo la situación, por ejemplo, como una situación en la que alguien —que experimenta miedo y repulsión— está en peligro. Mi respuesta, esto es, implica asimilar el punto de vista interno del protagonista como parte de los elementos que generan otra respuesta, una respuesta que tiene en cuenta la respuesta del protagonista, pero que también es sensible al hecho de que el protagonista valora la situación en la forma que indica nuestra comprensión interna.
Para poder comprender una situación internamente no es necesario identificarse con el protagonista. Sólo necesitamos tener una idea de por qué la respuesta del protagonista es adecuada a la situación e inteligible en ella. Por lo que hace al terror, lo hacemos fácilmente cuando aparecen los monstruos porque, en la medida que compartimos la misma cultura del protagonista, podemos captar rápidamente por qué el personaje considera al monstruo sobrenatural. Sin embargo, una vez que hemos asimilado la situación desde el punto de vista del personaje respondemos no sólo al monstruo, como hace el personaje, sino a una situación en la que alguien que está aterrado está siendo atacado. Su angustia mental es un ingrediente en la simpatía y preocupación que extendemos al personaje mientras que su angustia mental, por penosa que infiramos que sea, no es un objeto que le preocupe. Está atemorizado por el monstruo, pero no está —o, al menos, no es plausible suponer que está— preocupado por alguien que está angustiado. O, para ser más precisos, ninguna parte de su preocupación está generada como resultado de pensar que alguien está angustiado, mientras que, ex hypohtesi, ello es parte de nuestra preocupación.
Resumiendo, el concepto de identificación con el personaje no parece tener la estructura lógica correcta para analizar nuestras respuestas emocionales a los protagonistas de la ficción en general y de la ficción de terror en particular. «Identificación» sugiere que nos fusionamos con los personajes o nos fundimos en una unidad con ellos, lo cual sugeriría, cuando menos, que duplicamos sus estados emocionales. Pero cuando vemos al monstruo moverse hacia su víctima emocionalmente paralizada nuestra respuesta emocional tiene en cuenta la parálisis incapacitadora de la víctima.
Afirmado formalmente, el sentido fuerte de la identificación con el personaje implicaría una relación de identidad simétrica entre las emociones de los espectadores y las de los personajes. Pero generalmente la relación es asimétrica; los personajes, en parte por sus emociones, provocan diferentes emociones en los espectadores. Esta asimetría lógica indica que la identificación, por ser una relación simétrica, no es el modelo correcto para describir las respuestas emocionales de los espectadores. Este es claramente el caso con respuestas características del público como el suspense y la tristeza. Además, si la intensidad de nuestra respuesta a los caracteres de ficción se puede explicar bastante adecuadamente en aquellos casos sin referirse a la identificación, ¿por qué deberíamos vernos forzados a postularla para dar cuenta de la misma intensidad de la respuesta en otros casos?[37]