[1] Frank McConnell, Spoken Seen, Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1975, p. 76.

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[2] Robin Wood, «Sisters», en American Nightmare, Toronto, Festival of Festivals Publication, 1979, p. 60.

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[3] John y Anna Laetitia Aikin, «On the pleasure Derived from Objects of Terror; with Sir Bertrand, a Fragment», en sus Miscellaneous Pieces in Prose, Londres, 1773, pp. 119-137. La hermana de John Aikin también publicó con el nombre de Anna Laetitia Barbauld.

Es cierto que en este artículo los Aikens no están escribiendo exactamente sobre lo que yo he llamado terror en este texto; sin embargo, sus preguntas están sugeridas por ciertas variedades de escritos que darían lugar al género de terror.

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[4] David Hume, «Of Tragedy», en Of the Standard of Taste and Other Essays, ed. de John W. Lenz, Indianápolis, Bobbs-Merrill, 1965, p. 29. Este ensayo se publicó por primera vez en 1757 en las Four Dissertations de Hume. (Traducción española: «Sobre la tragedia», en La norma del gusto y otros ensayos, Barcelona, Península, 1989.)

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[5] John y Anna Laetitia Aikin, «An Enquiry into those kinas of Distress which excite agreeable Sensations; with a Tale», en Miscellaneous Pieces in Prose, pp. 190-219.

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[6] Edmund Burke, A Philosophical Enquiry into the Origin o four Ideas of the Sublime and Beautiful, Notre Dame, University of Notre Dame Press, 1968, pp. 134-135. El tratado de Burke se publicó originalmente en 1757. (Traducción castellana: Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y lo bello, Murcia, Arquitectura, 1985.)

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[7] H. P. Lovecraft, Supernatural Horror in Literatura, Nueva York, Dover Publications, 1973. (Traducción castellana: El horror en la literatura, Madrid, Alianza, 1984.) En 1927 y 1945 se publicaron distintas versiones de esta monografía. El texto es influyente en dos sentidos. Primero, ofrece ciertas normas relativas a los efectos y métodos de las ficciones de terror que fueron importantes para la mayor parte de los escritores de terror que siguieron los pasos de Lovecraft. Segundo, su enfoque histórico al tema me parece haber sido imitado en la mayor parte de los ensayos para dar una aproximación general al terror. Es decir, a diferencia del presente libro, la mayor parte del texto de Lovecraft se ocupa de narrar la historia del género de terror y me parece que este enfoque narrativo para la explicación del género es el modo estándar de examinarlo. Véase, por ejemplo, el interesante texto de Stephen King, Danse Macabre, Nueva York, Berkeley Books, 1987.

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[8] Lovecraft, Supernatural Horror in Literatura, p. 16.

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[9] Lovecraft, Supernatural Horror in Literature, p. 14.

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[10] En su introducción a Hardshell en la serie de antologías Night Visions, Clive Barker ofrece una explicación previsiblemente antilovecraftiana de la fuente del atractivo del género de terror. En oposición implícita a la tendencia más mística de Lovecraft, Barker ve el terror desde un punto de vista terrenal. Los relatos de terror dramatizan «nuestra confrontación como espíritus con la brutal dimensión de nuestra condición física», algo cuyo reconocimiento se nos dice que evitamos continuamente. El principal problema que veo en el enfoque de Barker en tanto que caracterización general del terror es que no logra explicar por qué, si el terror atrae debido a su presentación del saber reprimido acerca del deterioro corporal, tiene que hacerlo con todos los arreos sobrenaturales esenciales al género. Por otro lado, la introducción de Barker es muy informativa acerca de su propia concepción de la ficción de terror en tanto que relatos del cuerpo, pues esta concepción subyace visiblemente a sus contribuciones inmensamente originales al género en tanto que escritor, cineasta y experto.

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[11] Lovecraft, Supernatural Horror in Literature, p. 15.

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[12] Indudablemente habría ciertos desacuerdos entre los comentaristas acerca de si el público del género de terror encuentra la mejor descripción en el término «sensible».

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[13] En realidad, muchos relatos de terror con una urgencia por explicarlo todo parecen imitar la sofisticación materialista.

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[14] Rudolf Otto, The Idea of the Holy: An Enquiry into the Non Rational Factor in the Idea of the Divine and its Relation to the Racional, traducción de John W. Harvey, Londres, Oxford University Press, 1928. (Traducción castellana: Lo santo, Madrid, Alianza Editorial).

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[15] Otto, Idea of the Holy, pp. 12-24.

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[16] Otto, Idea ofthe Holy, p. 26.

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[17] En uno de los puntos nodales del desenlace de The Hunting Season de John Coiné leemos: «April tragaba saliva a la vista de la pequeña criatura, la extraña niña de alabastro que yacía sobre las hojas sucias. Sin embargo, no podía apartar la mirada. La niña le repelía y le fascinaba».

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[18] Philip C. Almond, Rudolf Otto: An Introduction to His Philosophical Theology, Chapel Hill, University of North Carolina Press, 1984, p. 69.

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[19] Para una exposición de cómo el terror demoníaco no llega a ser experiencia numinosa, véase Almond, Rudolf Otto, pp. 80-81.

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[20] Aunque no trataré este asunto extensamente, también quiero negar que el atractivo del terror-arte pueda desarrollarse a partir de una analogía con lo sublime. En lugar de alargar el argumento, apelaré primero a la autoridad de Kant, nuestro primer arquitecto del concepto de lo sublime. En la sección 48 de la «Analítica de lo sublime» de su Crítica del Juicio escribe Kant: «Sólo una clase de fealdad no puede ser representada conforme a la naturaleza sin echar por tierra toda satisfacción estética, por lo tanto, toda belleza artística, y es, a saber, la que despierta asco, pues como en esa extraña sensación, que descansa en una pura figuración fantástica, el objeto es representado como si, por decirlo así, nos apremiara para gustarlo, oponiéndonos nosotros a ello con violencia, la representación del objeto por el arte no se distingue ya, en nuestra sensación de la naturaleza, de ese objeto mismo, y entonces no puede ya ser tenida por bella». El subrayado es añadido. Aquí Kant argumenta que toda satisfacción estética es enemiga del asco. No estoy completamente seguro de que esto sea correcto; sin embargo, al menos sugiere una razón inicial para sospechar que el terror-arte no se puede asimilar a la noción kantiana de lo sublime, que es la mejor caracterización lograda del mismo. Desde luego, ello no es decisivo. Cito a Kant para evitar lo que sería una exposición de lo sublime extremadamente detallada con el fin de mostrar que se ajusta mal al terror-arte. Como Kant, aunque tal vez por diferentes razones, creo que el elemento de repulsión requerido en el terror-arte impide el tipo de respuesta generada tanto por lo sublime matemático como lo sublime dinámico.

Edmond Burke, como es bien sabido, ofrece una explicación algo distinta de lo sublime. Para él los objetos aterradores pueden causar placer sublime sólo en caso de que no estemos amenazados por dicho objeto. Burke no considera que el asco pueda aparecer en este contexto. Pero en este caso pienso que las observaciones de Kant son relevantes, porque si nos repugna un objeto estamos, en la jerga de Burke, doloridos por su causa —auténticamente doloridos por él— y ello no se corresponde con la distancia que según Burke requiere lo sublime. Como Kant sugiere, el asco impide lo sublime. Esto no es una crítica directa a la noción burkeana de lo sublime. Es más bien una consideración que debería advertirnos contra las tentativas de asimilar el terror-arte a lo sublime burkeano.

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[21] Tenemos que preguntarnos si cuando el atractivo del terror se contrasta con el materialismo y el positivismo entre estos últimos hay que incluir algo como el gusto por las explicaciones racionalistas. Porque si este es el caso, entonces es difícil ver cómo puede sostenerse dicho contraste dado que en muchas de las ficciones de terror —en su impulso interno— imitan las explicaciones racionalistas. Es decir, aunque las explicaciones que proporcionan las ficciones de terror acostumbran a ser manifiestamente insensatas, imitan, no obstante, las formas de una explicación racional. Así, pues, el terror no parece proporcionar una vía de escape de las explicaciones racionalizadoras porque una gran parte de las obras suele celebrar, o al menos explota, la forma de dichas explicaciones.

Otra variación del tema de los instintos consiste en decir que las ficciones estéticas nos permiten realizar alguna clase de juego primordial con la muerte. En su «Aesthetics of Fright» (American Film, vol. 5, n.o 10, septiembre de 1980) Morrie Dickstein establece una analogía entre la recepción de ficciones de terror y las atracciones de un parque como si ello suministrara una explicación relacionada con el instinto de muerte. Escribe Dickstein: «Las películas de terror son un modo seguro y rutinario de jugar con la muerte, al igual que subir a las montañas rusas o saltar en paracaídas en un parque de atracciones. Siempre hay alguna posibilidad por remota que sea de que el vehículo salte de las vías —de otro modo no se produciría la emoción—, pero este viaje mortal es esencialmente un sustituto». Esta analogía, sin embargo, es completamente insensata y no explica nada. No hay riego de morir viendo películas de terror, digan lo que digan los padres mortificadores. ¿En qué estaría pensando Dickstein?

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[22] La idea de que el terror resulta atractivo simplemente porque es emocionalmente revitalizador se propone con frecuencia. Por ejemplo, véase la introducción de Frank Coffey a su antología Masters of Modern Horror.

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[23] Un argumento hasta cierto punto en esta línea es que parece haber desarrollado Burke en su Enquiry. En su examen de lo sublime, que él asocia con objetos de terror, piensa que el dolor que normalmente asociaríamos a dichos objetos resulta aliviado por el hecho de que no nos sentimos amenazados por ellos. Para Burke, el alivio del dolor, a su vez, causa un deleite. Burke postula también un principio racional para la búsqueda de este tipo de deleite. Del mismo modo que nuestro cuerpo necesita ejercicio para no atrofiarse, así también nuestros nobles sentimientos precisan ejercicio. La búsqueda de los objetos del sentimiento de lo sublime (como lo gigantesco, lo oscuro, lo tenebroso, etc.) en circunstancias que no representen una amenaza para nuestra autoconservación, mantiene nuestros sentimientos nobles libres de anquilosamientos.

El problema de esta explicación es, por supuesto, que no nos da ninguna razón de por qué debería buscarse en particular el género de terror. ¿No buscaríamos cualquier clase de objeto atemorizante? En cierto modo esta no es una crítica justa para con Burke, ya que no pretendía ofrecernos un análisis del terror. Pero es un problema para cualquiera que quiera extender al terror un análisis de tipo burkeano. Por lo demás, no está claro que debamos aceptar la analogía de Burke entre ejercicio corporal y ejercicio emocional. Y aun cuando la aceptáramos podríamos preguntar si toda emoción merece el ejercicio justificatorio que Burke defiende. Considerando la estupenda improbabilidad de que jamás nos encontremos con un monstruo terrorífico, ¿qué objeto tendría que ejercitemos nuestro noble sentimiento de terror-arte?

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[24] En The Paradox of Cruelty, Middletown, Connectica, Wesleyan University Press, 1969, pp. 63-84,. Philip Hallie ofrece una teoría del terror que incluye no sólo el miedo y el asco sino también la atracción, concretamente la atracción por la criatura terrorífica o, en la terminología de Hallie, el victimizador. Para Hallie el terror implica ocupar imaginariamente no sólo la posición de la víctima (lo que pone en juego el miedo y la repulsión), sino también la posición de quien aterroriza a la víctima. Melmoth el Errabundo es el ejemplo preferido de Hallie. Ahora bien, pienso que Philip Hallie no dice gran cosa que sea de utilidad para este tipo de terror, sino que él trata de un tipo o subgénero de terror cuando observa (e interpreta con perspicacia) la forma en que dichos monstruos seducen a su público, porque no todos los monstruos del género de terror son seductores; muchos de ellos (¿La Mancha?) no pueden resultar seductores aun cuando pueden ser muy poderosos. Así, pues, la idea de que la atracción del género de terror echa sus raíces en el poder de atracción de los monstruos, aunque proporciona útiles observaciones en subgéneros que implican figuras como Drácula, no es teóricamente adecuada para el terror en general.

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[25] Es decir, que algo así como una sunción del psicoanálisis en la imaginería del género de terror es algo que a menudo se produce en obras de terror concretas, por ejemplo, la película El planeta prohibido.

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[26] Véase mi artículo «Nightmare and the Horror Film: The Symbolic Biology of Fantastic Beeings», en Film Quarterly, 34 (1981), n.o 3, primavera. Una versión ampliada de este texto apareció en Moshe Lazar (ed.), The Anxious Subject: Nightmares and Daymares in Literature and Film, Malibu, Udena Publications, 1983.

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[27] Ernest Jones, On the Nightmare, Londres, Liveright, 1971. (Traducción castellana: La pesadilla, Buenos Aires, Paidós, 1967.)

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[28] Jones, On the Nightmare, p. 78.

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[29] Véase el artículo de Sigmund Freud, «The Poet in Relation to Daydreaming», en la antología Character and Culture, ed. De Philip Rieff, Nueva York, Collier Books, 1963.

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[30] El principal personaje, Parking, es presentado como un afeminado («pájara») y las doncellas «se sonríen» de un modo sugerente cuando él anuncia que planea tener un compañero de habitación al cabo de unos días. Emplaza inadvertidamente al espíritu —que, en realidad, es un inesperado compañero de sueños— soplando un silbato. Este silbato, a su vez, ha sido desenterrado en un yacimiento arqueológico. Dado el tipo de asociaciones que apoya el psicoanálisis, al menos parece plausible conjeturar que el espíritu podría interpretarse como una figura del deseo homosexual reprimido de Parking.

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[31] Jones, On the Nightmare, p. 79.

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[32] John Mack, Nightmare and Human Conflict, Boston, Little Brown, 1970.

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[33] Freud examina la importancia de la ilusión infantil acerca de la omnipotencia del pensamiento en estas ficciones en su artículo «The Uncanny», en Studies in Parapsicology, editado por Philip Rieff, Nueva York, Collier Books, 1963, pp. 47-48. (Traducción castellana: «Lo siniestro», en Obras Completas, Madrid, Biblioteca Nueva, 1974, vol. VII, pp. 2483-2505.)

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[34] Un contraataque psicoanalítico a mi argumento podría ser que dado que las criaturas terroríficas en mi explicación tienen que implicar asco el psicoanálisis siempre será relevante porque el psicoanálisis afirma que todo asco tiene su origen en procesos de represión. Obviamente, podríamos eludir semejante contraargumento negando que las causas del asco sean hallables únicamente en el territorio del psicoanálisis. Igual que no todos los miedos a ser devorados no son retrotraíbles a las fantasías infantiles de ser devorado por uno de los padres, tampoco todo asco es retrotraíble a la operación de mecanismos psicoanalíticos. Téngase en cuenta cómo en anteriores secciones de este libro, a través de Mary Douglas, se pudo explicar el asco sin referencia al psicoanálisis.

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[35] Freud, «The Uncanny», p. 55.

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[36] Freud, «The Uncanny», p. 51. Lo que Freud cree que tiene que añadirse para satisfacer esta condición necesaria para lograr que su caracterización de lo siniestro sea también suficiente es que lo reprimido se relacione con complejos infantiles o con creencias primitivas.

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[37] Rosemary Jackson, Fantasy: The Literature of Subversión, Londres, Methuen, 1981.

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[38] Jackson, Fantasy, p. 4. Obsérvese que Jackson habla aquí de fantasía y no de terror. No obstante, me considero legitimado para criticar su fórmula en relación al terror porque creo que desde su punto de vista —dados sus ejemplos— el terror es una subcategoría de la fantasía y, por consiguiente, se supone que la fórmula encaja con él.

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[39] Jackson, Fantasy, p. 48.

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[40] Hay otra variante de la hipótesis de la represión que está haciéndose popular. Es la que interpreta la ficción de terror como un drama de la represión reactualizado. Terry Heller escribe: «Podemos seguir las pistas indicadas por Andrew Griffin y Christopher Craft y plantear la hipótesis de que los thrillers de terror ofrecen una reactualización de la represión. Al poner a los lectores en contacto en forma cuidadosamente controlada con las representaciones simbólicas de lo culturalmente prohibido y al afirmar dicho control, el thriller de terror se convierte en uno de los instrumentos culturales de represión. El lector de Lovecraft o de Brown se convierte en un mejor ser reprimiendo lo prohibido al encontrárselo de nuevo en otra identidad —el lector implícito— y repitiendo actos originales de represión. Henry James, Edgar Alian Poe y otros, incluyendo cineastas como Val Lewton, nos han ayudado a comprender que las imágenes de terror son más efectivas cuando están mínimamente especificadas porque el lector se ve empujado entonces a leer en las imágenes sus propias versiones personales de las represiones culturales… Ahora podemos establecer la hipótesis de que las obras que fomentan este tipo de lectura serán las mejor valoradas porque al lector individual le permiten reactualizar sus represiones personales. Lovecraft y Brown dan al lector oportunidad de encontrarse con lo reprimido y de reafirmar el poder de la identidad sobre él. El poder de elegirnos a nosotros mismos como personalidades en cuerpos enteros es uno de los principales logros de la humanidad. Es algo que, en conjunto los seres humanos hacen bien. El principal resultado visible de estas actividades es una rica variedad de culturas humanas. Parece natural, pues, que “hacerlo otra vez” produzca placer». (Terry Heller, The Delights of Terror: An Aesthetics of the Tale of Terror, Urbana, University of Illinois Press, 1987, pp. 72-73.) Véase también Christopher Craft, «“Kiss Me with Those Red Lips”: Gender and Inversión in Bram Stoker’s Dracula», en Representations, 8 (1984), n.o de otoño, y Andrew Griffin, «Sympathy for the Werewolf», University Publishing, 6 (1979).

La idea en este caso parece ser que con las ficciones de terror reactualizamos represiones que ya hemos padecido en el proceso de enculturación. Es decir, la trama argumental de un thriller de terror introduce al monstruo —una figura tras la que hay material psíquico reprimido— sólo para (en general) obliterar todo vestigio de retorno de lo reprimido al terminar la ficción. Cuando participamos en el relato en tanto que lectores, reactualizamos la supresión de este material psíquicamente perturbador. A su vez, desde este punto de vista, la represión parece ser placentera y, por consiguiente, tener la oportunidad de reprimir otra vez aquello culturalmente no reconocido nos produce placer. Así, la paradoja del terror se disuelve mostrando que la manifestación de lo aterrador, aunque aterre, proporciona un pretexto para abandonarse a represiones placenteras que compensan con mucho el malestar del lector.

Esta hipótesis presupone que la represión es placentera. No tengo ni idea de si esto es correcto, aunque suena sospechoso. No se parece a la visión estándar de la represión. Ello no obstante, puede ser verdad. Que lo sea o no es algo que va más allá del ámbito de este libro.

Sin embargo, es importante subrayar que este punto de vista aparentemente contradice la explicación común de cómo las figuras de la represión fomentan el placer en relación al terror. En la explicación estándar la represión no es placentera. Lo placentero es la liberación de la represión. Por consiguiente, parece mal encaminada —sin más explicaciones— la tentativa de combinar la explicación del terror por recurso a la reactualización de la represión con la hipótesis estándar sobre la represión. O sea, la represión no puede resultar placentera y lo contrario a la vez. Si alguna lo es, sólo una de estas hipótesis puede ser correcta. Cuál sea la que haya que preferir es un debate en manos de los críticos y teóricos del psicoanálisis. No voy a entrar en este debate puesto que he cuestionado anteriormente la hipótesis estándar de la represión y puesto que, sobre bases abiertamente personales e introspectivas, cuestiono la idea de que la represión sea placentera.

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[41] Hume, «Of Tragedy», pp. 33-34.

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[42] Hume, «Of Tragedy», p. 35.

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[43] Con respecto a algunos géneros como la tragedia el placer que los Aikin creen que experimentamos deriva no de la situación inquietante misma sino de nuestra respuesta a la situación. Es decir, el acontecimiento trágico nos inquieta y nos produce placer el notar que somos de esa clase de personas moralmente sensibles a la que emocionan dichos acontecimientos. El placer por los objetos de terror les parece, en cambio, más misterioso, porque no ven de qué va nuestra respuesta aterrada ni qué es lo que indica acerca de nosotros tener dicha respuesta que nos produzca una satisfacción. Esta dificultad les empuja a buscar una explicación de los placeres de los acontecimientos de ficción inquietantes —del género del terror— en términos de elementos narrativos como el suspense.

En un interesante artículo titulado «The Pleasures of Tragedy» aparecido en el American Philosophical Quarterly, 20 (1983), Susan Feagin opta por una concepción similar de los placeres de la tragedia. Feagin cree que placer derivado de ésta es una metarrespuesta, una satisfacción con el hecho de que reaccionamos con compasión a los acontecimientos trágicos. Más adelante retomaré la cuestión de si la idea de Feagin de una metarrespuesta puede ser o no útil para tratar el menos algunos aspectos de la paradoja del terror.

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[44] J. y A. L. Aikin, «Of the Pleasure derived from Objects of Terror», pp. 123-124.

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[45] El especial ritmo del descubrimiento/revelación del monstruo en las narraciones de terror es también evidente en la mayor parte de las estrategias expositivas empleadas habitualmente en el cine. Por ejemplo, en relación al punto de vista del montaje en las películas de terror, J. P. Telotte escribe: «una de las imágenes más frecuentes e irresistibles en el repertorio de las películas de terror es el de los ojos bien abiertos y fijos de alguna víctima expresando mucho terror o incredulidad y atestiguando una amenaza final para la posición humana. Para maximizar el efecto de dicha imagen, sin embargo, la película suele invertir la técnica de las películas estándar y, en realidad, la secuencia natural de los acontecimientos. Normalmente se presenta una acción y luego se comenta con planos de reacción; se muestra la causa y luego el efecto. Las películas de terror, sin embargo, tienden a invertir el proceso ofreciendo el plano de la reacción primero, favoreciendo así un escalofriante suspense al mantener los terrores en vivo por un momento; además, semejante artimaña inquieta a nuestra orientación causa-efecto cotidiana. Lo eventualmente revelado es la aparición de algún terror increíble, algo que se resiste a ser explicado por nuestros patrones perceptivos normales». Aunque no estoy de acuerdo con el análisis en términos de identificación que Telotte le añade a esta descripción, se trata de una descripción válida de una estrategia cinematográfica recurrente en las películas de terror y sugiere en qué forma esta figura del montaje refleja, como una «mininarrativa», los grandes ritmos del descubrimiento y la revelación en las tramas argumentales del terror. Véase J. P. Telotte, «Faith and Idolatry in the Horror Film», en Barry Keith Grant (ed.), Planks of Reason, Methuen, N.J., The Scarecrow Press, 1984, pp. 25-26.

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[46] Al afirmar que los placeres derivados del terror son cognitivos en el sentido amplio —el de atrapar la curiosidad— estoy intentando explicar por qué el género suele atraparnos. No estoy intentando justificar el género como merecedor de nuestra atención porque su atractivo sea cognitivo. Y diciendo que es cognitivo, en el sentido especial de atrapar nuestra curiosidad, tampoco estoy diciendo ni implícitamente que lo considere superior a algunos otros géneros cuyo atractivo pudiera considerarse exclusivamente emotivo.

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[47] «Idealmente» quiere decir en este caso que hay que tener en cuenta el hecho de que no todas las ficciones de terror son logradas.

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[48] Esto no lo digo para retractarme de mi anterior afirmación de que en las narraciones de revelación nuestra fascinación vaya atada principalmente al modo en que se orquesta nuestra curiosidad. Sin embargo, para orquestarla y para que dicha orquestación sea satisfactoria el monstruo debe ser alguna fuente independiente de fascinación, una fuente que cabe conjeturar es de naturaleza anómala.

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[49] David Pole, Aestbetics, Form and Emotion, Nueva York, St. Martin’s Press, 1983, pp. 228-229.

Al componer los últimos pasos de este libro fui gratamente sorprendido al saber que últimamente David Pole ha llegado a algunas de las mismas conclusiones acerca del asco y el terror que planteé al comienzo de este libro en su ensayo «Disgust and Other Forms of Aversion» (en Aesthetics, Form and Emotion).Buena parte de esta coincidencia de planteamientos se explica por el hecho de que tanto Pole como yo nos apoyamos decisivamente en las investigaciones de Mary Douglas. Pole cita explícitamente el libro de Mary Douglas Implicit Meanings, un texto que también yo he consultado independientemente en la elaboración de mi teoría. (Véase Mary Douglas, Implicit Meanings, Londres, Routledge & Kegan Paul, 1975.)

Sin embargo, hay algunas diferencias entre la concepción de Pole y la mía. Él considera el terror tanto en contextos reales como en contextos estéticos, mientras que mi interés se centra estrictamente en el terror-arte. Asimismo, mientras a mí me interesa sólo la forma en que esos entes, concretamente seres, resultan terroríficos, Pole se interesa tanto por acontecimientos como por seres terroríficos. No obstante, ambos consideramos el asco como un elemento central del terror y ambos vemos el asco y la fascinación por las cosas terroríficas como algo basado en su naturaleza anómala desde el punto de vista categorial.

Pero hay un punto de fuerte desacuerdo entre Pole y yo. Pole cree que todo ejemplo de terror implica una autoidentificación del público con el objeto de terror. Cuando lo aterrador se manifiesta lo incorporamos a través de algún proceso de identificación hasta el punto de convertirlo en parte de nosotros (p. 225). El gesto de terror, pues, es visto como una extrusión o expulsión de lo repugnante que ha sido incorporado. El modelo de estar aterrado es en este caso el vomitar.

Considero dudosa esta hipótesis. En secciones anteriores he argumentado en contra de la idea de identificación. También he sostenido que si identificación significa admiración o ser seducido por criaturas de terror como Drácula, entonces, incluso en este sentido lato, la identificación no es definitoria de todos nuestros encuentros con seres aterradores. Esto es, la identificación en este sentido psicológico inofensivo no es un rasgo general del terror-arte.

Sin duda, una defensora de la posición de Pole respondería a esta objeción observando que Pole incluye bajo la rúbrica de self-identification estar interesado en el objeto de terror o estar fascinado por él. Pero ver la identificación (o la «autoidentificación», el interés y la fascinación bajo la misma luz distorsiona todos los conceptos en este conjunto hasta hacerlos irreconocibles. No tengo que identificarme con todo lo que me interesa; ni preciso estar fascinado por todo con lo que me identifico (porque puedo no estar fascinado conmigo mismo). En cualquier caso, la extensión del concepto de identificación para subsumir intereses es evidentemente forzada. Por tanto, cuestiono la viabilidad de la caracterización identificación/fascinación/interés del terror, lo que, claro es, cuestiona el modelo expulsión/vómito de la respuesta al terror como un modelo general adecuado.

Por otra parte, Pole parece que quiere que consideremos el asco exclusivamente como un proceso en el que imaginativamente tragamos el objeto que nos repugna y luego lo escupimos. Pero es difícil imaginarse tragar algo tan grande como Mothra o incluso algo del tamaño de la Criatura de la Laguna Negra. Y en cualquier caso, me parece que no todo asco se relaciona con la incorporación oral, es decir, la aversión a lo funesto (algo que se pone en juego con muchos monstruos como los zombis).

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[50] En su artículo «A Strange Kind of Sadness» Marcia Eaton postula que para apreciar acontecimientos perturbadores de ficción tenemos que tener de algún modo las cosas bajo control. Como Gary Iseminger apunta en su artículo «How Strange a Sadness?», la idea de control es aquí un tanto ambigua. Sin embargo, si el control que Eaton tiene en mente es autocontrol (antes que control sobre los acontecimientos del relato) entonces la adopción de la teoría del pensamiento de la respuesta a la ficción de terror podría explicar cómo tenemos dicho control en virtud del hecho que estamos respondiendo a sabiendas al pensamiento de que alguna criatura impura está devorando carne humana. Véase Marcia Eaton, «A Strange Kind of Sadness», en The Journal of Aesthetics and Art Criticism, 41 (1982), n.o de otoño, y Gary Iseminger, «How Strange a Sadness?», en The Journal of Aesthetics and Art Criticism, 42 (1983), n.o de otoño.

En su artículo «Enjoying Negative Emotions in Fictions» John Moreall cita también la importancia del control en las ficciones placenteras. Moreall parece sugerir que dicho control nos permite sentir vicariamente el placer de los personajes cuando están enfadados o tristes (p. 102). Pero no estoy convencido de que sea correcto decir de las víctimas de las ficciones de terror que pueden sentir placer en el estado en que se encuentran. Tal vez algunos ejemplos de enfado o de tristeza tiene dimensiones agradables. Pero seguramente no todos los estados emocionales de los personajes de ficción tienen dicha dimensión. Seguramente el terror no lo tiene. Véase John Moreall, «Enjoying Negative Emotions in Fiction», en Philosophy and Literatura, 9 (1985), n.o de abril.

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[51] Si estoy estadísticamente equivocado acerca de la omnipresencia de las narraciones de revelación en el género de terror probablemente rebautizaría la segunda parte de mi concepción como teoría especial del atractivo del terror. De todos modos, pienso que la explicación de las narrativas de revelación que he propuesto es correcta para ese grupo «especial» de las narraciones de terror aunque dicho grupo no represente la formación más común del género. No hace falta decir, sin embargo, que actualmente todavía soy de la opinión de que el drama de la revelación —en las variantes examinadas anteriormente en este libro— es la más comúnmente practicada en el género de terror.

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[52] Véase Iseminger, «How Strange a Sadness?», pp. 81-82; y Marcia Eaton, Basic Issues in Aesthetics, Belmont, California, Wadsworth Publishing Company, 1988, pp. 40-41.

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[53] Es interesante observar que la explicación psicoanalítica del terror también tiende a ser coexistencialista, pues el asco y el miedo que la imaginería provoca es el precio que hay que pagar para manifestar deseos reprimidos sin censura.

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[54] Algunas evidencias informales de esto podrían incluir: 1) que en los ciclos de las películas de fantasía de los últimos quince años hay un claro movimiento hacia el dominio de series como la de La profecía, pasando por odiseas del espacio como la de las Guerras de las Galaxias, fantasías como E. T, Splash, Cocoon, o de espadachines y magia como La historia interminable, Willow, Laberinto, Legend, Princesa Bride, Dark Crystal, etc.; 2) que escritores como King pueden pasar del terror a lo mágico sin perder a sus seguidores.

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[55] Feagin, «The Pleasures of Tragedy», y Marcia Eaton, Basic Issues in Aesthetics, p. 40.

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[56] Frederic Jameson, «Magical Narratives: romance as genre», New Literary History, 7 (1975), n.o de otoño, pp. 133-163.

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[57] Algunos lectores pueden sorprenderse de que no haya examinado la posibilidad de alguna clase de explicación centrada en la catarsis —según la moda que suele atribuirse al análisis aristotélico de la tragedia— de los placeres del terror. Estos enfoques ven el placer estético causado por representaciones angustiosas como una cuestión de aliviar nuestras emociones negativas. Planteada así este tipo de teoría es completamente absurda. El placer de un género dado se localiza en librarse de ciertos sentimientos que tenemos. Pero sólo tenemos dichos sentimientos porque algún ejemplo del género ha provocado en nosotros primero el displacer relevante. Y eso difícilmente hace plausible el interés que tenemos en las obras del género, pues no tiene sentido que ponga la mano en un torno simplemente por el placer de aliviar mi dolor cuando se afloja el torno.

Por supuesto que un teórico de la catarsis puede eludir esta refutación por analogía afirmando que las emociones negativas aliviadas no son las engendradas por la ficción misma, sino que más bien son emociones negativas que se han formado en le curso de la vida cotidiana. El efecto catártico, pues, sería una evacuación de estas emociones reprimidas. Pero si esta es la forma en la que se concibe la catarsis entonces claramente no se aplicará al terror-arte, pues el tipo de terror que se encuentra en las ficciones de terror no tiene un correlato en la vida cotidiana y, por tanto, no puede reprimirse en el curso del acontecer cotidiano. Ello viene exigido por el hecho de que no encontramos monstruos en la vida cotidiana, de modo que no vamos acumulando el tipo de emoción negativa requerida para ser aliviada en la recepción de las ficciones de terror, lo cual indica que posiblemente la catarsis no puede ser el modelo correcto del terror-arte. Que sea relevante para la discusión de otras emociones estéticas negativas es un asunto que va más allá de los objetivos de este libro.

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[58] Tal vez esta sea una razón de por qué cuando se lee crítica política de las ficciones de terror se encuentra uno a veces con que la misma ficción un crítico la encuentra emancipadora y otro la encuentra represiva. Es decir, como la ficción es realmente vaga e indeterminada con respecto a cualquier cuestión política, cada crítico puede leer su propio parti pris en ella. Sin embargo, yo dejaría al menos abierta la posibilidad de que una ficción de terror políticamente vaga e indeterminada pueda no tener significación política alguna, admitiendo también la posibilidad de que estudios sobre la recepción basados empíricamente puedan revelar que, aunque sea vaga, una determinada ficción en un contexto social específico tuvo, de hecho, repercusiones ideológicas. Desde luego, habríamos de estar dispuestos a admitir que los estudios empíricos sobre la recepción podrían indicar que la ficción de terror en cuestión no tuvo dichos efectos.

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[59] Podría tratarse la objeción formulada en este párrafo de otro modo, a saber, extendiendo la lista de temas ideológicamente sospechosos y, luego, afirmando que toda ficción de terror pertenece al menos a una de esas categorías. Dicha afirmación, sin embargo, no puede evaluarse hasta que alguien produzca la lista en cuestión.

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[60] La novela corta de Barry B. Longyear Enemy Mine, así como su adaptación para el cine de Wolfgang Petersen, incluyen elementos de terror y se opone a la discriminación racial y a la opresión. La película de John Sayle Brother From Another Planet, aunque tal vez no sea un caso perfecto de terror, es también antirracista.

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[61] Tim Underwood y Chuck Millar (eds.), Bare Bones: Conversations on Terror with Stephen King, Nueva York, McGraw-Hill, 1988, p. 9.

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[62] King, Danse Macabre, p. 39.

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[63] King, Danse Macabre, p. 48.

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[64] Por ejemplo, Steven Neale, Genre, Londres, British Film Institute, 1980.

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[65] En la introducción a Madame Crowl’s Ghost, M. R. James da una instructiva receta para estos dos primeros movimientos: «Introduzcamos, pues, los actores de un modo plácido; dejemos que se les vea en su vida cotidiana sin trastornos por sus presagios, satisfechos con su entorno; y en este ambiente tranquilo hagamos que la cosa ominosa meta la cabeza, discretamente primero y luego más insistentemente hasta que ocupe el centro del escenario».

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[66] Max Gluckman, Custom and Conflict in Africa, Glencoe, Illinois, Free Press, 1965. Véase también Gluckman, «Rituals of Rebellion in South East Africa», en su libro Order and Rebellion in Tribal Africa, Glencoe, Illinois, Free Press, 1963.

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[67] Aunque quizá la primera de las anteriores citas de Stephen King puede sugerir una vía para iniciar esa explicación.

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[68] Habría que tomar nota de que el modelo de la válvula de seguridad de los rituales de inversión ha sido cuestionado por muchos antropólogos y otros científicos sociales. Véase T. O. Beidelman, «Swazi Royal Ritual», en Africa, 36 (1966); Meter Rugby, «Some Gogo Rituals of Purification: an Essay on Social and Moral Categories», en Edmond Leach (ed.), Dialectic in Practical Religion, Cambridge, Cambidge University Press, 1968; Roger Abrahams y Richard Bauman, «Ranges of Festival Behavior», en Barbara Babcock (ed.), The Reversible World: Symbolic Inversion in Art and Society, Ithaca, Cornell University Press, 1978. Así, no es posible apoyarse en la autoridad antropológica del modelo de válvula de escape en relación a los rituales de rebelión para reforzar la defensa de la teoría en relación al terror puesto que dicho modelo ha sido cuestionado en la antropología misma.

Por otra parte, los modelos antropológicos más recientes de los rituales de inversión no parecen adaptables al terror. Implican la idea de que los conflictos sociales de una determinada comunidad se acomodan (en lugar de resolverse). Sin embargo, ello requiere una comunidad con un amplio conjunto de relaciones —como las totémicas— que puedan invertirse, etc. Pero las ficciones de terror no se crean en el seno de semejantes comunidades; las figuras de fusión del género no juegan con la recombinación de figuras totémicas que representan a formaciones sociales diferentes debidas a un mito compartido. Tales figuras de fusión pueden estar hechas para representar ciertas relaciones sociales en una determinada ficción de terror. Pero no tienen un reconocimiento antecedente comunitario fuera de las obras concretas. Podemos suponer que ello sea una función del hecho de que las ficciones de terror son producto de la sociedad de masas, no de una sociedad tribal. La sociedad de masas carece del necesario simbolismo compartido, como el totémico, para dichos rituales de rebelión. Eso puede suministrar todavía otra razón para no pensar las ficciones de terror en general como análogas a los rituales de rebelión (aunque huelga decir que podría intentarse hacer una ficción de terror que en los aspectos pertinentes reprodujera algunas de las formas y funciones de los rituales de rebelión).

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[69] Incluso si —y se trata de un gran condicional— ese es el modo correcto de plantear lo que acontece en las tramas argumentales de terror. Mi preocupación aquí es la siguiente: ¿si un ser terrorífico ha cuestionado realmente una categoría clasificatoria, en qué sentido su muerte puede entenderse como una reinstauración de la categoría? La aparición del monstruo en y de por sí, al menos en la ficción, debería considerarse un ejemplo contrario al esquema clasificatorio relevante. Y un monstruo muerto es un contraejemplo muerto, que por estar muerto no deja de ser un contraejemplo.

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[70] Si el compromiso evaluativo de una ficción de terror se identificara como «matar gente inocente es malo», y se sostuviera que eso es una afirmación política, la consideraría trivial porque todos los grupos de interés político estarían de acuerdo con ella.

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[71] El término «libros» se refiere aquí a ejemplares, no a títulos.

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[72] En las ficciones recientes de terror aparece crecientemente una tendencia a volver al tema de la simpatía por el monstruo, por ejemplo, en Cabal, de Barrer, y en Eye of the Devil, de Terence J. Koumaras. En el bestseller de Robert R. McCammon The Wolf’s Tour, la licantropía se enrola en la guerra contra el fascismo.

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[73] Obviamente, hay otro miedo que parece medrar en el ciclo de fantasía científica de los cincuenta, a saber, los miedos de la era nuclear. Algunos de los monstruos de dicho ciclo parecen sea reflejo de las preocupaciones por los efectos de la radiación sobre el material genético, el efecto de las rosas azules de Brookhaven.

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[74] Jack Sullivan, «Psychological, Antiquarian and Cosmic Horror, 1872-1919», en Marshall B. Tymm (ed.), Horror Literature: A Core Collection and Reference Guide, Nueva York, R. R. Company, 1981, p. 222.

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[75] Ann Douglas, «The Dream of the Wise Child: Freud’s ‘Family Romance Revisited in Contemporary Narratives of Horror’», Prospect, 9 (1984), p. 293. Aunque no siempre me convence la interpretación psicoanalítica de este subgénero que hace Douglas, creo que su caracterización general, como la citada, de la fuente del interés en el ciclo es adecuada, menos la implicación de los miedos sobre la bomba atómica.

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[76] Dado que voy a escoger el «modelo del miedo social» como base de una explicación de por qué el terror puede llamar la atención en ciertas coyunturas históricas, cabría preguntar por qué no considero dicha explicación como una forma de dar cuenta en general del atractivo del terror. Esto es, si suponemos que la gente se interesa por el terror porque proporciona una imaginería que en ciertos casos conecta con sus miedos, ¿por qué no decir que esta es la fuente permanente de la atracción ejercida por el género? Tengo dos razones para cuidar de ello: 1) el terror aparece y se consume en tiempos que no están marcados por la crisis social y el miedo; el terror tiene su propio público incluso cuando no es una forma popular triunfante; 2) el reflejo de los miedos sociales por sí solo no me parece lo suficientemente apremiante para atraer; las conferencias sobre los problemas sociales no son conocidas por atraer a las masas; tiene que haber algo más como la posibilidad de la fascinación antes que el reflejo de los miedos sociales tenga su efecto suplementario. Por supuesto, dicho efecto suplementario es determinante para explicar por qué, aunque el terror ha estado siempre con nosotros desde su invención, sólo emerge en ciclos de larga escala en determinadas coyunturas.

Por otra parte, si no resulta ya claro diré explícitamente que no creo que el modelo del miedo social —tanto si se aplica a los ciclos de terror como si se aplica al género en su conjunto— pueda reducirse sin resto tanto a las teorías del terror psicoanalíticas como a las ideológicas antes examinadas, pues los miedos sociales relevantes en un determinado conjunto de circunstancias históricas no necesitan ser reprimidas, ni ser psicosexuales, ni su manifestación precisa subvertir o reafirmar el orden social reinante.

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[77] Acerca de la intertextualidad en el cine de terror contemporáneo, véase especialmente el artículo de Philip Brophy «Horrality-The Textuality of Contemporary Horror Films», reimpreso en Screen, 27 (1986), pp. 2-13.

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[78] La relación con el postmodernismo a veces parece virtualmente explícita en la obra de vanguardistas (del género) como John Skipp y Craig Spector. Por ejemplo, véase su Dead Lines. Hay una suerte de aventura literaria en ese libro; no es puro rebanar y trinchar.

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[79] Para un intento de correlacionar ciertos temas de los postmodernos como Michael Foucault con la imaginería del cine de terror contemporáneo, véase Pete Boss, «Vile Bodies and Bad Medicine», Screen, 27(1986), pp. 14-24.

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[80] Los ciudadanos de países distintos a los EE.UU. también participan de este mito.

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[81] Aunque no tenga consecuencias materiales para mi explicación del actual ciclo de terror, permítanme consignar que creo que ante todo es algo bueno que los mitos del sistema social de la Pax Americana hayan sido cuestionados. Al mismo tiempo ello no implica una valorización del ciclo de terror contemporáneo. El ciclo es un hecho, un hecho que he tratado de explicar. Que haya un hecho y que ese hecho tenga una explicación no implica que el ciclo sea bueno como tal. Cuando se plantea la bondad del terror contemporáneo opino que sólo es realmente plausible hablar de la bondad de obras individuales y no de la bondad de todo el ciclo en bloque.

Por lo que hace a mis aludidas reservas en relación con las afirmaciones filosóficas de los postmodernos, véase Noel Carroll, «The Illusions of Postmodernism», Raritan, VII (1987), p. 154.

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