1. LA NATURALEZA DEL TERROR

La definición de terror

Preliminares

El propósito de este libro es desarrollar una teoría del terror concebido como un género que se entrecruza con numerosos medios y formas de arte. El tipo de terror que se explorará aquí es el que va asociado a la lectura de obras como Frankenstein de Mary Shelley, las «Ancient Sorceries» [Antiguas brujerías] de Algernon Blackwood, El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr Hyde, de Robert Louis Stevenson, «Los horrores de Dunwich», de H. P. Lovecraft, Pet Sematary, de Stephen King, o Damnation Game, de Clive Barker. También está asociado con ver la versión para los escenarios de Drácula realizada por Hamilton Deane y John Balderston, películas como Alien, de Ridley Scott, Dawn of the Dead, de George Romero, ballets como la versión de Coppelia, de Michael Uthoff, y óperas o musicales como El fantasma de la ópera, de Andrew Lloyd Webber. El tipo pertinente de terror también puede encontrarse en las bellas artes, como en las obras de Goya o de H. R. Giger, en programas de radio del pasado como Inner Sanctum y Suspense y en series de televisión como Night Stalker o Tales from the Darkside. Llamaremos a este tipo pertinente de terror «terror-arte».

Esta clase de terror es diferente del tipo de terror que se expresa al decir «Estoy aterrado por la perspectiva del desastre ecológico», o «La política del borde del abismo en la era de las armas nucleares es terrorífica», o «Lo que hicieron los nazis fue terrorífico». Llamaremos a este último uso del término «terror» terror natural. No es objeto de este libro analizar el terror natural, sino únicamente el terror-arte, esto es, el término «terror» que sirve para nombrar un género que traspasa las artes y los medios y cuya existencia ya está reconocida en el lenguaje corriente. Este es el sentido del término «terror» cuando, por ejemplo, a la pregunta de qué clase de libro es El resplandor respondemos diciendo que se trata de un relato de terror; o cuando encontramos programas en las guías de televisión calificados de «show de terror de Halloween» o cuando el anuncio de Diana Henstell New Morning Dragon proclama que se trata de «La escalofriante novela de terror recientemente aparecida».

«Terror», en tanto que categoría del lenguaje corriente, es un concepto mediante el cual comunicamos y recibimos información. No es una noción oscura. La manejamos con mucho consenso. Obsérvese si no hasta qué punto es raro que clasificar las películas bajo la rúbrica de terror en su videoclub local sea objeto de disputa. La primera parte de este capítulo puede construirse como un intento de reconstruir racionalmente los criterios latentes para identificar el terror (en el sentido del terror-arte) que ya están operando en el lenguaje corriente.

A fin de evitar malentendidos es necesario poner énfasis no sólo en el contraste con el terror natural sino también subrayar que me estoy refiriendo concretamente a los efectos de un género específico. Así, no todo lo que puede llamarse terror en el arte es terror-arte. Por ejemplo, uno puede sentirse aterrado por el asesino de El extranjero de Camus o por la degradación sexual en Los 120 días de Sodoma del marqués de Sade. No obstante, aunque ese terror sea provocado por obras de arte no es parte del fenómeno que denomino «terror-arte»[1]. Tampoco se refiere éste a la reacción que con frecuencia tienen las personas con poca experiencia en el arte de vanguardia.

Por estipulación, «terror-arte» se refiere al producto de un género que cristalizó, a grandes rasgos, en torno a la época de la publicación de Frankenstein —súmensele o réstensele cincuenta años— y que ha persistido, a menudo cíclicamente, a través de las novelas y obras de teatro del siglo XIX y en la literatura, los cómics, la pulp fiction y el cine del siglo XX. Este género, además, está reconocido en el lenguaje corriente y mi teoría es que tiene que enjuiciarse en última instancia en los términos en que funciona ordinariamente.

Por supuesto, la imaginería del terror se puede encontrar en todas las épocas. En el mundo accidental antiguo los ejemplos incluyen la historia del hombre lobo en el Satiricón de Petronio, la de Lycaon y Júpiter en las Metamorfosis de Ovidio, y la de Aristomenes y Sócrates en El asno de oro de Apuleyo. Las danses macabres de la edad media y las descripciones del Infierno como la de la Visión de San Pablo, la Visión de Tundale, El juicio final de Cranach el Viejo y el célebre Infierno de Dante, también constituyen ejemplos de figuras e incidentes que llegarán a ser importantes para el género de terror. Sin embargo, el género mismo sólo empieza a adquirir forma entre la segunda mitad del dieciocho y el primer cuarto del diecinueve como variación del gótico en Inglaterra y desarrollos correlativos al mismo en Alemania[2]. (La razón de esta peculiar periodización de los progresos del género y la explicación de por qué el terror tuvo que esperar hasta el siglo XVIII para nacer se ensayará en la sección final de este capítulo)[3].

Además, hay que tomar nota de que a pesar de mi énfasis en el género no respetaré la idea de que el terror y la ciencia ficción son géneros separados. Esa supuesta distinción suelen realizarla los expertos en ciencia ficción a expensas del terror. Para ellos la ciencia ficción explora grandes temas como las sociedades o las tecnologías alternativas mientras que el género de terror es sólo un asunto de monstruos espeluznantes. Los defensores de la ciencia ficción, por ejemplo, acostumbran a decir que lo que en general pasa por ficción científica en el cine es realmente mero terror —una serie de ejercicios en el arte del monstruo con ojos de sabandija como This Island Earth, Invaders from Mars (ambas versiones) y Alien Predators[4].

Que los monstruos son una marca del terror es una perspectiva útil. Sin embargo, no funcionará para aquello que en ella delegan los aficionados de la ciencia ficción. Incluso en el caso de películas hay casos como Things to Come, que satisfacen los supuestos estándares de la verdadera ciencia ficción. Pero lo que es más importante, los defensores de la ciencia ficción protestan demasiado. No todo lo que nos inclinamos a llamar ficción científica tiene que ver con grandes reflexiones acerca de tecnologías y sociedades alternativas. Las obras del John Wyndham tardío, The Midwich Cuckoos, Kraken, El día de los trífidos y Web, parecen ser ciencia ficción sin discusión para una mirada sin prejuicios, aun cuando el interés en ellas está centrado en los monstruos. Desde luego, los eruditos en ficción científica no niegan que haya monstruos en la ciencia ficción, sino sólo que juegan un papel secundario en la imaginación de las tecnologías de las sociedades alternativas. Pero eso parece chocar con los hechos, y no sólo en el caso de Wyndham, sino también en el de La guerra de los mundos H. G. Wells y en el del The Saliva Tree de Brian Aldiss, ganadora del premio Nebula. Como estos ejemplos sugieren, buena parte de lo que preteoréticamente podemos llamar ciencia ficción es realmente una especie del terror que sustituye las fuerzas sobrenaturales por las tecnologías futuristas. Eso no es igual a decir que toda la ciencia ficción es una subcategoría del terror, sino sólo que buena parte lo es. Así, en mis ejemplos, nos moveremos libremente entre lo que se denomina terror y lo que se denomina ciencia ficción y consideraremos la frontera entre estos supuestos géneros como algo bastante fluido.

Mi plan es analizar el terror como género. Sin embargo, no debe darse por sentado que todos los géneros se pueden analizar del mismo modo. Los westerns, por ejemplo, se identifican primariamente en virtud de su escenario. Las novelas, las películas, las obras de teatro, las pinturas y otras obras que se agrupan bajo la etiqueta de «terror» se identifican según diferentes clases de criterios. Al igual que las novelas de suspense o de misterio, las novelas se denominan de terror en relación a su capacidad intencionada de generar cierto afecto. De hecho, los géneros de suspense, misterio y terror derivan sus nombres mismos de los afectos que persiguen provocar, esto es, un sentimiento de suspense, un sentimiento de misterio y un sentimiento de terror. El género de terror que se entrecruza con todas las artes y todos los medios toma su nombre de la emoción que provoca típica o idealmente, que constituye su marca identificativa.

De nuevo tenemos que subrayar que no todos los géneros se identifican de este modo. El musical, sea en los escenarios o en el cine, no está vinculado a ningún afecto. Se puede pensar que los musicales son por naturaleza ligeros y encantadores, al modo de Me and My Girl. Pero, desde luego, ése no es el caso. Los musicales pueden plantear tragedias (West Side Story, Pequod, Camelot), melodramas (Les Miserables), mundanidad (A Chorus Line), pesimismo (Candide), indignación política (Sarafina!) e incluso terror (Sweeney Todd). Un musical se define por una cierta proporción de canciones y tal vez, normalmente, baile y puede inducir cualquier tipo de emoción, a pesar del argumento implícito de The Band Wagon (que es siempre entretenido). El género de terror, sin embargo, está esencialmente vinculado a un afecto particular, específicamente a aquel que le da nombre.

Los géneros que reciben su nombre del afecto propio que persiguen provocar sugieren una estrategia particularmente difícil con la que llevar adelante su análisis. Al igual que las obras de suspense, las obras de terror están destinadas a despertar cierta clase de afecto. Voy a suponer que este es un estado emocional, una emoción que llamo terror-arte. Así, puede esperarse que el género de terror se delimite, en parte, mediante una especificación del terror-arte, esto es, por la emoción que están destinadas a despertar las obras de este tipo. Los miembros del género de terror se identificarán como narraciones y/o imágenes (en el caso de las bellas artes, cine, etc.) que merecen ese predicado a partir de la generación del afecto de terror en el público. Semejante análisis, desde luego, no es a priori. Es un intento, en la tradición de la Poética de Aristóteles, de proporcionar generalizaciones aclaratorias acerca de un conjunto de obras que en el discurso cotidiano ya aceptamos previamente que constituyen una familia.

Inicialmente se intenta seguir al grueso de los defensores de la ciencia ficción y diferenciar el género de terror de otros géneros diciendo que las novelas, historias, películas, obras teatrales, y demás de terror se distinguen por la pre-senda de monstruos. Para nuestros propósitos los monstruos pueden ser de origen sobrenatural o de ciencia ficción. Este modo de proceder distingue el terror de lo que a veces se llaman cuentos de terror como «The Mann in the Bell» de William Maginn, «The pit and the Pendulum» [El pozo y el péndulo] y «The Telltale Heart» [El corazón delator] de Poe, Psycho de Bloch, The Other [El Otro] de Tyron, Peeping Tom de Michel Powell, y Frenesí de Alfred Hitchcock, que, aunque fantásticas y amedrentadoras, en su totalidad logran sus efectos aterrorizantes mediante la exploración de fenómenos psicológicos que son demasiado humanos. Relacionar el terror con la presencia de monstruos nos da una vía clara para distinguirlo del miedo, especialmente del que está enraizado en cuentos acerca de psicologías anormales. De modo parecido, utilizando monstruos u otros entes sobrenaturales (o de ciencia ficción) como criterio del terror se pueden separar las narraciones de terror de los ejercicios góticos como Los misterios de Udolfo, de Raddcliffe, Wieland, or the Transformation, de Charles Brockden Brown, «The Spectre Bridegroom», de Washington Irving, o de la pulp fiction de los años treinta, como los cuentos que se publicaban en Weird Tales y que la sugerencia de seres de otros mundos sólo se introducía para ser explicada de modo naturalista[5]. Igualmente, el género teatral de Grand Guignol, que incluye obras como The System of Dr. Goudron and Professor Plume[6], no figura como terror en mi explicación, pues, aunque horripilante, el Grand Guignol requiere sádicos más que monstruos.

Sin embargo, aun cuando fuera el caso de que un monstruo o un ente monstruoso fuera una condición necesaria para el terror, tal criterio no sería una condición suficiente. Pues los monstruos se encuentran en toda suerte de narraciones —tales como los cuentos de hadas, los mitos y las odiseas— que no nos sentimos inclinados a identificar como de terror. Si hemos de explorar de modo práctico la indicación de que los monstruos son centrales al terror habremos de encontrar un modo de distinguir la narración de terror de las meras narraciones que incluyen monstruos, como los cuentos de hadas.

Lo que parece diferenciar la narración de terror de las meras narraciones con monstruos, como los mitos, es la actitud de los personajes de la historia frente a los monstruos que encuentran. En las obras de terror, los humanos consideran a los monstruos con que se topan como anormales, como perturbaciones del orden natural. En los cuentos de hadas, en cambio, los monstruos son parte del mobiliario cotidiano del universo. Por ejemplo, en «Las tres princesas de Whiteland» de la colección de Andrew Lang, un muchacho es poseído por un troll de tres cabezas, sin embargo, el texto no señala que el muchacho considere esta particular criatura más inusual que los leones que ha encontrado anteriormente. Una criatura como Chewbacca, en la ópera espacial La guerra de las galaxias, es justamente uno de esos tipos, aunque es una criatura con el mismo aspecto de lobo que en una película como The Howling los personajes mirarían con gran rechazo[7].

Boréadas, grifos, quimeras, basiliscos, dragones, sátiros y demás son criaturas molestas y temibles en el mundo de los mitos, pero no son antinaturales, pueden situarse en la metafísica de la cosmología que los produce. Los monstruos del terror, sin embargo, rompen las normas de la propiedad ontológica presupuestas por los personajes humanos positivos de la narración. Esto es, en los ejemplos de terror el monstruo aparecería como un personaje extraordinario en nuestro mundo ordinario, mientras que en los cuentos de hadas, etc., el monstruo es una criatura ordinaria en un mundo extraordinario. Y el carácter extraordinario de este mundo —su distancia del nuestro— suele señalarse con fórmulas como «érase una vez».

En su clásico estudio, The Fantastic[8], Tzvetan Todorov clasifica los mundos de los mitos y los cuentos de hadas bajo el epígrafe de «lo maravilloso». Dichos reinos no están sometidos a las leyes científicas tal como las conocemos sino que tienen sus propias leyes. Sin embargo, aunque admiro la obra de Todorov y aunque estoy obviamente influido por él, no he adoptado sus categorías porque quiero trazar una distinción dentro de la categoría de los cuentos sobrenaturales entre los que inducen terror-arte y los que no. Indudablemente, Todorov y sus seguidores[9] intentarían establecer esta distinción por medio de la noción de lo fantástico/maravilloso —narraciones que proporcionan explicaciones naturalistas de incidentes anormales pero concluyen afirmando su origen sobrenatural—. El terror, puede argumentarse, entra dentro de la rúbrica de lo fantástico-maravilloso. Sin embargo, aunque esto pueda ser correcto hasta cierto punto, no resulta suficiente. Porque la categoría de lo fantástico-maravilloso no es suficientemente estrecha como para darnos un retrato adecuado del terror-arte. Un film como Encuentros en la tercera fase encaja en la clasificación de lo fantástico-maravilloso, pero es beatífico más que terrorífico[10]. Es decir, el concepto de lo fantástico-maravilloso no enfoca el particular afecto a partir del cual se define el género de terror. Aun cuando el terror pertenece al género de lo fantástico-maravilloso constituye una especie diferenciada del mismo. Y es de esta especie de la que nos ocupamos.

Como he sugerido, un indicador de lo que diferencia las obras de terror de las historias de monstruos en general son las respuestas afectivas de los personajes humanos positivos en las historias de monstruos que les asedian. Además, aunque sólo hemos hablado de las emociones de personajes en las historias de terror, la hipótesis anterior es útil para abordar las respuestas emocionales que las obras de terror persiguen despertar en el público. Pues el terror parece ser uno de aquellos géneros en los que las respuestas emotivas del público, idealmente, van paralelas a las emociones de los personajes. De hecho, en las obras de terror las respuestas de los personajes suelen seguir las respuestas emocionales del público[11].

Cuando el conde se inclinó sobre mí y sus manos me tocaron no pude reprimir un escalofrío. Pudiera ser que su aliento fuera maloliente, pero me invadió un horrible sentimiento de náusea que a pesar de intentarlo no pude ocultar.

Este escalofrío, esta repugnancia al contacto con el vampiro, este sentimiento de náusea estructuran nuestra recepción emocional de las descripciones siguientes de Drácula. Por ejemplo, cuando se mencionan sus grandes dientes los vemos como inductores de escalofrío, nauseabundos, repelentes, unos dientes que uno no querría ni tocar ni ser tocado por ellos. De modo parecido, en las películas modelamos nuestra respuesta emocional a la manera en que lo hacía la mujer joven y rubia de La noche de los muertos vivientes, quien, cuando está rodeada de zombis, grita y se pliega sobre sí misma para evitar el contacto con la carne contaminada. Los personajes en las obras de terror ejemplifican para nosotros el modo en que reaccionamos a los monstruos en la ficción. En el cine y en los escenarios los personajes se acobardan ante los monstruos, contrayéndose a fin de evitar las garras de la criatura pero también para evitar el roce accidental con ese ser impuro. Eso no significa que creamos en la existencia de monstruos de ficción, como hacen los personajes de las historias de terror, sino que vemos su descripción o su imagen como poseyendo una virtud perturbadora con las mismas cualidades ante las que reacciona alguien como el Jonathan Harker de la cita anterior.

Las reacciones emocionales de los personajes, pues, proporcionan un conjunto de instrucciones, o más bien ejemplos, acerca del modo en que el público ha de responder a los monstruos en la ficción —esto es, acerca del modo en que hemos de reaccionar a sus propiedades monstruosas—. En el film clásico King Kong, por ejemplo, hay una escena en el barco durante el viaje a la Isla de las Calaveras en la que el director en la ficción, Carl Denham, escenifica una prueba de pantalla para Ann Darrow, la heroína de la película dentro de la película. Las motivaciones que para el rodaje le da Denham a su estrella se pueden considerar como un conjunto de instrucciones acerca de la forma en que tanto Ann Darrow como el público han de reaccionar a la primera aparición de Kong. Denham le dice a Darrow:

Ahora miras hacia arriba. Estás fascinada. Abres los ojos bien abiertos. Es terrible, Ann, pero no puedes apartar la mirada. No hay ninguna posibilidad para ti, Ann, no hay escapatoria. No puedes hacer nada, Ann, nada. Sólo hay una opción. Sí, puedes gritar, pero tu garganta está paralizada. Chilla, Ann, grita. Tal vez si no le vieras podrías gritar. Atraviesa tus brazos frente a tu cara y grita, grita por tu vida.

En las ficciones de terror las emociones del público se supone que reflejan aquellas de los personajes humanos positivos en ciertos aspectos, pero no en todos. En los ejemplos precedentes las respuestas de los personajes nos aconsejan que las reacciones apropiadas a los monstruos en cuestión comprenden el escalofrío, la náusea, el encogimiento, la parálisis, el gritar y la repugnancia. Nuestras respuestas deberían ser, idealmente, paralelas a las de los personajes[12]. Nuestras respuestas se supone que convergen (pero no duplican exactamente) las de los personajes; al igual que los personajes, consideramos al monstruo como una clase de ser terrorífico (aunque a diferencia de los personajes no creemos en su existencia). El efecto de espejo, además, es un rasgo clave del género de terror. Porque no es el caso para todo género que se presuponga que la respuesta del público repita algunos de los elementos del estado emocional de los personajes.

Si Aristóteles está en lo cierto respecto a la catarsis, por ejemplo, el estado emocional del público no duplica la de Edipo Rey al final de la obra del mismo nombre. Ni estamos celosos cuando Otelo lo está. Cuando un personaje de cómic se da un morrazo normalmente no se siente feliz, aunque nosotros sí. Y si sentimos la emoción del suspense cuando el héroe corre a salvar a la heroína atada sobre las vías del tren, él no puede inducir en nosotros esa emoción. No obstante, con el terror la situación es diferente. Pues en el terror las emociones de los personajes y las del público están sincronizadas en ciertos aspectos pertinentes[13], como se puede fácilmente observar en una sesión matinal de sábado en cualquier cine local.

El hecho de que las respuestas emocionales del público estén modeladas en cierta medida sobre las de los personajes de las ficciones de terror nos proporciona una ventaja metodológica útil para analizar la emoción del terror-arte. Sugiero un modo en que podemos formular un retrato objetivo, en tanto que opuesto a uno introspectivo, de la emoción del terror-arte. Esto es, antes que caracterizar el terror-arte sólo sobre la base de nuestras propias respuestas objetivas, podemos basar nuestras conjeturas en observaciones acerca del modo en que los personajes responden a los monstruos en las obras de terror. Es decir, si procedemos suponiendo que nuestras respuestas emocionales en tanto que parte del público se supone que son paralelas a las de los personajes en aspectos importantes, entonces podemos empezar a retratar el terror-arte tomando nota de los rasgos emocionales que los autores y directores atribuyen a los personajes asaltados por monstruos.

¿Cómo responden los personajes a los monstruos en las historias de terror? Por supuesto, están atemorizados. Al fin y al cabo, los monstruos son peligrosos. Pero hay más cosas. En la famosa novela de Mary Shelley, Victor Frankenstein cuenta su reacción a los primeros movimientos de su creación: «ahora que he terminado, la belleza del sueño había desaparecido y el asco había llenado mi corazón. Incapaz de soportar el aspecto del ser que había creado, me precipité fuera de la habitación, incapaz de ordenar mi mente para ir a dormir». Poco después de esta escena, el monstruo, con una mano extendida, despierta a Víctor, que rehúye su contacto.

En «Sea-Raiders», H. G. Wells, usando la tercera persona, narra la reacción de Mr. Frison a ciertas criaturas repugnantes, relucientes y con tentáculos: «Estaba aterrorizado, desde luego, e intensamente excitado e indignado ante tales criaturas repulsivas que se alimentaban de piel humana». En «El reptil» de Augustus Muir, la primera respuesta de MacAndrew a lo que toma (erróneamente) por una serpiente gigante se describe como «el asalto paralizante de la repulsión y la sorpresa».

Cuando De Miles en La invasión de los ladrones de cuerpos Jack Finney encuentra por primera vez las vainas, cuenta que «al sentirlas en mi piel perdí completamente la cabeza, y entonces las pisé, las machaqué y aplasté con los pies y las piernas, sin saber que estaba emitiendo una especie de grito ronco sin sentido —“¡Uhhh! ¡Uhhh! ¡Uhhh!”— de miedo y repugnancia animal». Y en Ghost Story de Peter Straub Don hace el amor al monstruo Alma Mobley y de repente siente «un shock de emoción concentrada, un shock de repulsión, como si me hubieran dado un porrazo».

El tema de la repulsión visceral es también evidente en «Draculás Guest» de Bram Stoker, originalmente planeado como primer capítulo de su pionero cuento de vampiros. El narrador en primera persona cuenta cómo le despertó lo que los investigadores consideran debía ser un hombre lobo. Dice:

Este período de semiletargia parecía persistir durante largo tiempo, y cuando cedió debí dormirme o desvanecerme. Entonces me sobrevino una suerte de aversión, como el primer estadio de una enfermedad, y un deseo salvaje de liberarme de algo. No sé de qué. Un vasto silencio me envolvió, como si el mundo estuviera dormido o muerto, un silencio roto sólo por la imagen borrosa del algún animal cerca de mí. Sentí un sonido áspero en mi garganta, y entonces me di cuenta de la horrible verdad, una verdad que me estremeció hasta el corazón y envió la sangre furiosamente hasta mi cerebro. Algún animal grande estaba sobre mí y estaba lamiendo mi garganta.

El Mr. Hyde de Stevenson también evoca una respuesta física fuerte. En el informe de su excursión con la muchacha, se dice que Hyde induce aversión a la vista. Sin embargo, esto no es simplemente una categoría moral porque está conectado con su fealdad, de la que se dice que causa sudores. Este sentido corporal de repulsión se amplifica ulteriormente cuando Enfield dice de Hyde:

No es fácil de describir. Hay algo erróneo en su apariencia, algo desagradable, algo que lo hace manifiestamente detestable. Nunca vi un hombre tan rechazable y, no obstante, apenas sé por qué. Tiene que tener alguna clase de deformación; provoca un fuerte sentimiento de deformidad, aunque no podría especificar este punto. Es un hombre extraordinariamente visible y, no obstante, realmente no puedo nombrar nada en este sentido. No, señor; no puedo contar nada; no puedo describirlo. Y no es por falta de memoria, pues declaro que le estoy viendo en este momento.

La indescriptibilidad es también un rasgo clave de «The Outsider» [El extraño] de H. P. Lovecraft. El narrador en este caso es el monstruo mismo; pero el monstruo, un recluso al modo de Kaspar Hauser, no tiene ni idea de qué aspecto tiene. La situación se produce cuando encuentra un espejo sin darse cuenta inicialmente que se trata de su propio reflejo. Y dice:

A medida que me aproximaba a la arcada comencé a percibir la presencia con más nitidez; y luego, con el primero y último sonido que jamás emití —un aullido horrendo que me repugnó casi tanto como su morbosa causa—, contemplé en toda su horrible intensidad el inconcebible, indescriptible, inenarrable monstruo que, por obra de su mera aparición, había convertido una alegre reunión en una horda de delirantes fugitivos.

No puedo siquiera decir aproximadamente a qué se parecía, pues era un compuesto de todo lo que es impuro, pavoroso, indeseado, anormal y detestable. Era una fantasmagórica sombra de podredumbre, decrepitud y desolación; la pútrida y viscosa imagen de lo dañino; la atroz desnudez de algo que la tierra misericordiosa debería ocultar por siempre jamás. Dios sabe que no era de este mundo —o al menos había dejado de serlo—, y, sin embargo, con enorme horror de mi parte, pude ver en sus rasgos carcomidos, con huesos que se entreveían, una repulsiva y lejana reminiscencia de formas humanas; y en sus enmohecidas y destrozadas ropas, una indecible cualidad que me estremecía más aún.

Estaba casi paralizado, pero no tanto como para no hacer un débil esfuerzo hacia la salvación: un tropezón hacia atrás que no pudo romper el hechizo en que me tenía apresado el monstruo sin voz y sin nombre. Mis ojos, embrujados por aquellos asqueantes ojos vitreos que los miraba fijamente, se negaba a cerrarse, si bien el terrible objeto, tras el primer impacto, se veía ahora más confuso. Traté de levantar la mano y disipar la visión, pero estaba tan anonadado que el brazo no respondió por entero a mi voluntad. Sin embargo, el intento fue suficiente como para alterar mi equilibrio y, bamboleándome, di unos pasos hacia adelante para no caer. Al hacerlo adquirí de pronto la angustiosa noción de la proximidad de la cosa, cuya inmunda respiración tenía casi la impresión de oír. Poco menos que enloquecido, pude no obstante adelantar una mano para detener a la fétida imagen, que se acercaba más y más, cuando de pronto, mis dedos tocaron la extremidad putrefacta que el monstruo extendía por debajo del arco dorado.

No chillé, pero todos los satánicos vampiros que cabalgan en el viento de la noche lo hicieron por mí, a la vez que dejaron caer en mi mente una avalancha de anonadantes recuerdos. Supe en ese mismo instante todo lo ocurrido; recordé hasta más allá del terrorífico castillo y sus árboles; reconocí el edificio en el cual me hallaba; reconocí, lo más terrible, la impía abominación que se erguía ante mí, mirándome de soslayo mientras apartaba de los suyos mis dedos manchados.

Las criaturas terroríficas parecen ser consideradas no sólo como inconcebibles sino también como sucias y repulsivas. El laboratorio de Frankenstein, por ejemplo, se describe como «un taller de creaciones inmundas». Y Clive Barker, el equivalente literario del splatter film, caracteriza a su monstruo, el hijo del celuloide, en la historia del mismo nombre, del siguiente modo:

[Hijo del celuloide.] «Este es el cuerpo que una vez ocupé, sí. Su nombre era Barberio. Un criminal; nada espectacular. Nunca aspiró a la grandeza».

[Birdy.] «¿Y tu?».

«Su cáncer. Soy la parte de él que tenía aspiraciones, que ya no quería ser una humilde célula. Soy una enfermedad que sueña. No es extraño que me guste el cine».

El hijo del celuloide estaba llorando en una esquina del quebrado suelo, su verdadero cuerpo expuesto ahora no tenía ninguna razón para producir algo glorioso.

Era una cosa inmunda, un tumor crecido sobre una pasión desperdiciada. Un parásito con forma de babosa y la textura de un hígado crudo. Por un momento, una boca sin dientes, mal conformada, se formó en su cabeza y dijo: «Voy a tener que encontrar una nueva forma de comerme tu alma».

Se dejó caer pesadamente junto a Birdy. Sin su reluciente abrigo de muchos technicolores tenía el tamaño de un niño pequeño. Ella retrocedió de espaldas a medida que él alargaba un sensor para tocarla, pero evitarle era una opción limitada. El espacio entre ellos era escaso y además estaba bloqueada por lo que parecían ser sillas rotas y libros de oración desvencijados. No había otra escapatoria que el camino por el que ella había venido y que se encontraba quince pies por encima de su cabeza.

A tientas, el cáncer tocó su pie y se sintió enferma. No pudo ayudarle, aunque tenía vergüenza de tener esas reacciones primitivas. Le producía una repulsión anteriormente desconocida; le recordaba algo abortado, un balde.

«Vete al infierno», le dijo ella, golpeando su cabeza, pero él siguió acercándose y su masa diarreica atrapó sus piernas. Ella pudo sentir el movimiento mantecoso de sus tripas a medida que subía hasta ella.

Más recientemente, Clive Barker ha descrito en Weavewolrd los abortos monstruosos en los siguientes términos:

La cosa carecía de cuerpo, sus cuatro brazos emergían directamente de un cuello bulboso, debajo del cual colgaban grupos de sacos, húmedos como un hígado. El golpe de Cal dio en su blanco y uno de los sacos reventó desprendiendo un hedor a cloaca. Con el resto de los hermanos [del monstruo] cerca por encima de él, Cal corrió hacia la puerta, pero la criatura herida fue más rápida en su persecución arrastrándose como un cangrejo sobre sus manos y escupiendo a medida que se acercaba. Un espumarajo de saliva dio en la pared cerca de la cabeza de Cal y provocó ampollas en el papel. La repulsión que sentía dio energía a sus talones. Llegó a la puerta en un instante.

Más adelante se dice que el pensamiento mismo de ser tocado por una de tales criaturas pone enfermo.

Como las criaturas terroríficas son tan repulsivas físicamente, suelen provocar náuseas en los personajes que las descubren. En el relato «En los montes de la locura» de Lovecraft, la presencia de los Shoggths, gusanos gigantes, de forma cambiante, negros y excrementales, es anunciada por un olor descrito explícitamente como nauseabundo. En Black Ashes, de Noel Scanlon, anunciado como «La respuesta irlandesa a Stephen King»[14], la periodista de investigación Sally Stevens vomita cuando el vil Swami Ramesh se transforma en el demonio Ravana que ha sido descrito como apestosamente feo y terrorífico, su rostro ennegrecido, sus dedos como garras, sus dientes como colmillos, su lengua escamada y, en suma, produciendo un hedor a putrefacción.

Emocionalmente estas violaciones de la naturaleza son tan excesivas y tan repulsivas que con frecuencia producen en los personajes la convicción de que el mero contacto físico puede ser letal. Consideremos el portentoso sueño que Jack Sawyer encuentra en El talismán, de King y Straub:

una criatura terrible había venido a por su madre: una monstruosidad enana con ojos mal situados y piel podrida con aspecto de queso. «Tu madre está casi muerta, Jack, ¿puedes cantar aleluya?», había graznado el monstruo, y Jack sabía —en la forma que uno sabe las cosas en los sueños— que era radioactivo, y que si lo tocaba moriría.

Lo que indican los ejemplos como éste (que podrían multiplicarse indefinidamente) es que la reacción afectiva a los monstruos en las historias de terror no es meramente una cuestión de miedo, es decir, de ser asustado por algo que amenaza peligrosamente. Más bien la amenaza va combinada con repulsión, náusea y repugnancia. Y esto se corresponde también con la tendencia en las novelas e historias de terror a describir los monstruos en términos de inmundicia, decaimiento, deterioro, cieno y demás y describirlos asociados a ello. El monstruo en la ficción de terror es, pues, no sólo letal sino —y ese es su significado más destacable— también repugnante. Además, esta combinación de afectos puede ser bastante explícita en el lenguaje mismo de las historias de terror. M. R. James escribe en «Canon Alberic’s Scrap-book» que «los sentimientos que ese horror despertaron en Dennistoun eran el más intenso miedo físico y la más profunda aversión mental»[15].

Los informes acerca de las reacciones internas a los monstruos —tanto si son en primera o segunda persona (por ejemplo, Aura de Carlos Fuentes) como si son desde el punto de vista del autor— se corresponden con las reacciones más estandarizadas que podemos observar en el teatro y el cine. Justo antes de que el monstruo sea visible para el público solemos ver que los personajes se estremecen incrédulos, respondiendo a una u otra violación de la naturaleza. Los rasgos de sus rostros se retuercen, sus narices suelen dilatarse y su labio superior se abarquilla como si se enfrentara a algo nocivo. Se quedan helados en un momento de espanto, completamente traspuestos, a veces paralizados. Comienzan a moverse hacia atrás en un reflejo de rechazo. Sus manos pueden estar dirigidas a sus cuerpos en un acto de protección pero también de repulsión y repugnancia. Junto al miedo al daño físico severo hay una evidente aversión a establecer contacto físico con el monstruo. Tanto el miedo como la repugnancia están grabados en los rasgos de los personajes.

En el contexto de la narrativa de terror los monstruos se identifican como impuros e inmundos. Son cosas pútridas o corruptas, o gritan desde lugares pantanosos, están hechos de carne muerta o en descomposición, o de residuos químicos, o están asociados a los parásitos, la enfermedad o cosas rastreras. No sólo son bastante peligrosos sino que también ponen la carne de gallina. Los personajes los miran no sólo con miedo sino también con aversión, con una combinación de espanto y repugnancia.

En la escena del intento de secuestro en la versión cinematográfica de Frankenstein realizada por James Whale, vemos —al fondo de un plano medio— al monstruo penetrando en el dormitorio detrás de la futura esposa del Dr. Frankenstein. Cuando ésta se dirige hacia una puerta a la derecha de la pantalla el monstruo la sigue. Suspense. El monstruo gruñe. Cuando se gira la cámara hace un corte para pasar a un primer plano. Ella levanta su mano hasta la altura de sus ojos y chilla. El gesto sugiere tanto un intento de cubrir sus ojos como que aparta su mano de la proximidad del monstruo, tanto para asegurarse de que no la tocará como para que él sepa que no quiere que la toque. Tras un primer plano del monstruo volvemos de nuevo a ese plano que cede a un plano medio donde la novia retrocede ante el monstruo en dirección a la cámara. Recoge su vestido hacia sí al tiempo que grita ante la criatura. Eso lo ha hecho, claramente, en parte, para que el monstruo no pise su vestido. Pero, al mismo tiempo, refuerza el sentimiento de su deseo casi histérico de evitar el contacto con la criatura. Al final de la secuencia, el Dr. Frankenstein y sus cómplices encuentran a la novia. Aparentemente se ha desmayado y se encuentra en una especie de delirio, señalado tanto gestual como verbalmente. La visión misma del monstruo parece haberla trastornado temporalmente.

Para un ejemplo del teatro, comprendemos al final del segundo acto de The Dybbuck, de S. Anski, que la novia, Leye, está poseída por un espíritu dybbukim. Es una virgen frágil (ha estado ayunando) que de repente habla con una extraña voz masculina. Se trata de un momento de terror —la presentación de un ser sexual mixto— y ahora de rigeur en las películas de posesiones (como en El exorcista, cuando la niña Regan habla con la voz profunda y adulta del demonio).

De acuerdo con las instrucciones de escena que da el texto, el personaje que se acerca a su composición antinatural se supone que tiene que hacerlo mientras se estremece. Estremecerse es, claro, sufrir un temblor convulsivo. Pero, más específicamente, es temblar como resultado de un frío extremo, o miedo o repugnancia y asco. Puesto que el clima es irrelevante en este punto de la obra teatral, el gesto no ha de interpretarse como una respuesta al tiempo atmosférico. Se trata, más bien, del estremecimiento del personaje que sigue o al menos refuerza la respuesta del público, y que se relaciona con el aborrecimiento y el miedo. Esto es, el cuerpo de la actriz tiene que temblar de tal manera que su estremecimiento comunique repugnancia extrema así como pavor.

Acerca de la estructura de las emociones

A partir de este inventario preliminar de ejemplos es posible derivar una teoría acerca de la naturaleza del terror-arte. Pero antes de desplegar esta teoría en detalle hay que hacer algunos comentarios acerca de la estructura de las emociones. Estoy presuponiendo que el terror-arte es una emoción[16]. Es la emoción que las narraciones e imágenes de terror están destinadas a provocar en el público. Esto es, el término «terror-arte» nombra a la emoción que los creadores del género permanentemente han buscado despertar en su público, aunque indudablemente estuvieran más dispuestos a llamarla «terror» antes que «terror-arte».

Además, es una emoción cuyos contornos se reflejan en las respuestas emocionales a los personajes humanos positivos ante los monstruos en las obras de terror. También presupongo que el terror-arte es un estado emocional eventual, como un golpe de ira más que un estado emocional disposicional como la envidia imperecedera.

Un estado emocional eventual tiene tanto dimensiones físicas como cognitivas. Hablando en sentido amplio, la dimensión física de una emoción es asunto de una agitación sentida. Específicamente, la dimensión física es una sensación o sentimiento. Esto es, una emoción implica alguna clase de agitación, perturbación o detención manifestada fisiológicamente por un incremento de los latidos del corazón, el ritmo de la respiración y cosas parecidas. La palabra «emoción» viene del latín «emovere» que combina la noción de «mover» con el prefijo para «afuera». Una emoción era originalmente un mover hacia fuera, un salir. Estar en un estado emocional implica la experiencia de una transición o migración, un cambio de estado, un moverse de un estado físico normal hacia un estado de agitación, un estado marcado por los movimientos internos. Ser una emoción eventual[17], afirmo, implica un estado físico —un sentimiento de movimiento fisiológico de algún tipo— una agitación sentida o una sensación sintiente.

Por lo que hace al terror-arte, algunas de las sensaciones regularmente recurrentes, o agitaciones sentidas físicamente, o respuestas automáticas o sentimientos, son contracciones musculares, tensión, encogimiento, chillidos, estremecimientos, el recular, la comezón, el helarse, el detenerse momentáneamente, el escalofrío, la parálisis, el temblor, la náusea, un reflejo de aprehensión o una alerta físicamente elevada (una respuesta al peligro), tal vez gritando involuntariamente, etc.[18].

La palabra «terror» deriva del latín «terror» y del francés antiguo «terrour», y éstos de «terrere», que significaba espantar, aterrar. Es importante subrayar que la concepción original de la palabra la conectaba con un estado fisiológico anormal (desde el punto de vista del sujeto) consistente en sentir una agitación, poner los pelos de punta, etc.

Para estar en un estado emocional uno tiene que experimentar alguna agitación física concomitante, registrada como una sensación. No se puede decir que estés enfadado a menos que tu evaluación negativa del hombre que está pisándote el pie vaya acompañada de algún estado físico, como «hervirte la sangre». Un ordenador con un sistema de detección por radar podría ser capaz de anunciar «Misiles enemigos apuntando a esta base». Pero no podría tener el estado emocional de miedo; hablando metafóricamente, carece del hardware «carnal» para ello. No siente las agitaciones que acompañan al miedo de inminente destrucción. Si se pudiera imaginar un ordenador que tuviera un estado mental se trataría de un estado puramente cognitivo, no un estado emocional. Pues un estado emocional requiere una dimensión física. Personajes como los vulcanianos de Star Trek carecen de emociones porque no pueden experimentar las perturbaciones y sentimientos que los humanos experimentan junto a sus reacciones de aversión y aprobación.

Sin embargo, aunque para calificarlo como estado emocional un estado debe ser correlativo de alguna agitación física, el estado emocional específico en que se está no está determinado por la clase de agitación física que se sufre. Esto es, ningún estado físico específico representa una condición necesaria o suficiente para un estado emocional dado. Cuando estoy enfadado, mantengo la sangre fría, mientras que cuando tú estás enfadado te hierve la sangre. Para ser un estado emocional tiene que producir alguna agitación física, aunque un estado emocional no se identificará por estar asociado con un único estado físico e incluso un único abanico de estados físicos.

Lo que se ha negado en el párrafo precedente es la idea de que las emociones son idénticas a ciertos sentimientos o cualidades sentidas —que el enfado, por ejemplo, es un determinado sentimiento, una agitación física con una sensación o cualidad perceptible distintiva—. Exactamente como creemos identificar algo como dulce en virtud de la sensación única y discernible que ocasiona, en el punto de vista contrario al nuestro el enfado tendría una cualidad única y discernible, un aroma si se quiere, que al sentirlo o gustarlo nos permite reconocer que estamos enfadados. Llamemos a esta concepción de las emociones punto de vista de los qualia o de los sentimientos [feelings][19]. Pero esta concepción seguramente es indefendible.

Cuando yo tengo miedo me tiemblan las rodillas con una sensación de hormigueo, mientras que cuando Lenny tiene miedo siente la boca seca. Y para complicar las cosas, cuando estoy alicaído se me seca la boca, mientras que Lenny tiene esa sensación de hormigueo en las rodillas. Nancy, por otra parte, tiene la boca seca y las piernas le fallan siempre que se siente agradecida. Es decir, estos diferentes sentimientos se pueden correlacionar con diferentes estados emocionales en personas diferentes. De hecho, estos sentimientos pueden tener lugar cuando el sujeto no está en estado emocional alguno. Podríamos administrarle una droga a alguien, tal vez incluso a Nancy, que le dejara la boca seca y flojera en las piernas. Pero dudo que fuera correcto decir en estas circunstancias que Nancy está agradecida, pues a la vista de cómo hemos planteado el caso, ¿a quién le estaría agradecida y por qué?[20]

Además debería ser evidente que los sentimientos que acompañan a las emociones no sólo varían de persona a persona, sino que también varían en un mismo sujeto según la ocasión. La última vez que tuve miedo mis músculos se pusieron en tensión, pero la vez anterior mis músculos se aflojaron. La concepción de las emociones según el punto de vista de los qualia parece implicar que cuando me hallo en un estado emocional sólo necesito mirar hacia mi interior para determinar en qué estado emocional estoy fijándome, en cuál es el patrón de sentimiento dominante. Sin embargo, esto no funcionará porque los sentimientos que acompañan a los estados emocionales dados varían enormemente, porque un sentimiento dado puede darse en una gran diversidad de estados emocionales, y porque puedo identificar un patrón familiar de sentimiento físico donde no hay ninguna emoción. En realidad, si restringimos nuestra introspección exclusivamente a cuestiones de movimiento interno es improbable que vinculemos nuestros sentimientos, entendidos como sentimientos físicos, a algún estado emocional[21].

Ningún sentimiento o grupo de sentimientos especificable y recurrente puede convertirse en condición necesaria o suficiente para una emoción dada. Esto es, para resumir el argumento anterior, para tener un estado emocional tiene que producirse alguna agitación física, aunque un estado emocional no se identificará por su asociación con un único estado sintiente físico o incluso un único patrón recurrente de sentimientos físicos.

¿Qué es entonces lo que identifica o individualiza los estados emocionales dados? Sus elementos cognitivos. Las emociones incluyen no sólo perturbaciones físicas sino también creencias y pensamientos, creencias y pensamientos acerca de las propiedades de objetos y situaciones. Además, estas creencias (y pensamientos[22]) no son sólo fácticas —por ejemplo, viene un gran camión hacia mí—, sino que son también evaluativas —por ejemplo, que el camión es peligroso para mí—. Ahora bien, cuando estoy en un estado de miedo en relación a ese camión estoy en algún estado físico —quizá involuntariamente cierre les ojos apretando los párpados y mi pulso se dispare— y dicho estado físico ha sido causado por mi estado cognitivo, por mi creencia (o pensamiento) en que el camión se dirige hacia mí y que esta situación es peligrosa. Cerrar los ojos y aumentar las pulsaciones son cosas que se pueden asociar con muchos estados emocionales, por ejemplo, el éxtasis. Lo que constituye mi estado emocional de miedo en este caso particular son mis creencias. Esto es, los estados cognitivos diferencian una emoción de otra aunque para que un estado sea emocional tiene que haber también alguna clase de agitación física que haya sido producida por la mediación de un estado cognitivo (incluidas creencias o pensamientos).

Para ilustrar este punto en este caso puede ser de ayuda realizar un experimento mental al modo de la ficción científica. Imaginemos que hemos avanzado hasta el punto en que podemos estimular cualquier clase de agitación física aplicando electrodos en el cerebro. Una científica observa como estoy a punto de ser atropellado por el camión del párrafo anterior y nota que cuando tengo miedo cierro mis ojos por reflejo y mi pulso se acelera. Entonces sitúa sus electrodos en mi cerebro de manera que generen ese estado físico en mí. ¿Diríamos, en esas condiciones de laboratorio, que tengo miedo? Sospecho que no. Y la teoría esbozada anteriormente explica por qué no. Pues en el laboratorio mis estados físicos están causados por estimulación eléctrica; no están causados por creencias (o pensamientos) y, específicamente, no están causados por la clase de creencias adecuadas al estado emocional del miedo[23].

Podemos resumir esta concepción de las emociones —que podría calificarse de teoría cognitiva/evaluativa— diciendo que un estado emocional ocurrente es aquel en el que algún estado físico anormal de agitación sentido ha sido causado por la elaboración cognitiva y evaluativa que el sujeto hace de su situación[24]. Este es el núcleo de un estado emocional, aunque algunas emociones pueden incluir deseos y apetencias así como conocimientos y apreciaciones. Si tengo miedo del camión que se aproxima formo el deseo de evitar la embestida. En este caso la conexión entre el elemento de apreciación de mi emoción y mi deseo es una conexión racional, puesto que la apreciación proporciona una buena razón para la voluntad o el deseo. Sin embargo, no es el caso de que toda emoción enlace con un deseo; puedo estar triste por la conciencia de que algún día voy a morir sin que ello conduzca a algún otro deseo como, por ejemplo, el de no morir nunca. Así, pues, aunque los deseos y apetencias pueden figurar en la caracterización de algunas emociones, el núcleo estructural de las emociones implica agitaciones físicas causadas por los conocimientos y evaluaciones que sirven constitutivamente para identificar una emoción como la específica emoción de que se trate.

La definición de terror-arte

Tomando pie en esta explicación de las emociones, estamos ahora en posición para organizar estas observaciones acerca de la emoción del terror-arte. Asumiendo que «yo-en-tanto-que-parte-del-público» estoy en un estado emocional análogo al que se describe como el de los personajes de ficción atacados por monstruos, entonces: estoy eventualmente arte-aterrorizado por algún monstruo X, pongamos Drácula, si y sólo si 1) estoy en algún estado anormal de agitación sentida físicamente (estremecimiento, temblor, chillido, etc.) que 2) ha sido causado por a) el pensamiento: de que Drácula es un ser posible, y por los pensamientos evaluativos de que b) dicho Drácula tiene la propiedad de ser físicamente (y tal vez moral y socialmente) amenazador en las formas descritas en la ficción y que c) dicho Drácula tiene la propiedad de ser impuro, donde 3) tales pensamientos van normalmente acompañados por el deseo de evitar el contacto con cosas como Drácula[25].

Por supuesto, «Drácula» es en este caso meramente un ejemplo heurístico. Cualquier viejo monstruo X podría sustituirle en la fórmula. Por lo demás, con objeto de evitar las acusaciones de circularidad permítaseme observar que, para nuestros fines, «monstruo» refiere cualquier ser en cuya existencia actual no se cree de acuerdo con la ciencia contemporánea. Así, los dinosaurios y visitantes no humanos de otra galaxia son monstruos bajo esta estipulación, aunque los primeros existieron en el pasado y los segundos pudieran existir. Si también son monstruos terroríficos en el contexto de una ficción particular depende de si cumplen las condiciones del anterior análisis. Algunos monstruos pueden ser sólo amenazadores pero no terroríficos, mientras que otros puede que no sean ni amenazadores ni terroríficos[26].

Otra cosa que hay que hacer notar acerca de la precedente definición es que lo que primariamente sirve para identificar el terror-arte son los componentes evaluativos. Y, además, es crucial que los dos componentes evaluativos intervengan: que el monstruo sea considerado como amenazador e impuro. Si el monstruo fuera sólo evaluado como potencialmente amenazador la emoción sería miedo; si sólo fuera potencialmente impuro, la emoción sería repugnancia. El terror-arte requiere evaluación tanto en términos de amenaza como de repugnancia.

El componente de amenaza del análisis deriva del hecho de que los monstruos que encontramos en las historias de terror son uniformemente peligrosos o al menos parecen serlo; cuando dejan de ser amenazadores dejan de ser terroríficos. La cláusula de impureza presente en la definición está postulada como resultado de observar la regularidad con la que las descripciones literarias de las experiencias de terror sufridas por los personajes de ficción incluyen referencias al asco, la repulsión, la náusea, la aversión física, el estremecimiento, la repulsión, el aborrecimiento, la abominación y demás. Del mismo modo, los gestos que los acto-res adoptan en los escenarios o en la pantalla cuando se enfrentan a monstruos terroríficos comunican estados mentales que se corresponden con dichas referencias. Y, por supuesto, esas reacciones —abominación, náusea, estremecimiento, repulsión, asco, etc.— son productos característicos de percibir algo como nocivo o impuro[27]. (Con relación a la cláusula de impureza de esta teoría es persuasivo recordar que los seres terroríficos suelen ir asociados con una contaminación —malestar, enfermedad y plaga— y suelen ir acompañados de parásitos infecciosos —ratas, insectos y otros semejantes).

También hay que mencionar que, aunque el tercer criterio acerca del deseo de evitar el contacto físico —que puede tener sus raíces en el miedo a morir o ser dañado— parece en general acertado, pudiera ser preferible considerarlo un ingrediente extremadamente frecuente pero no necesario del terror-arte[28]. Esta advertencia se incluye en mi definición por medio del calificativo «normalmente».

En mi definición de terror los criterios evaluativos —de peligrosidad y de impureza— constituyen lo que en cierta terminología se llama objeto formal de la emoción[29]. El objeto formal de la emoción es la categoría evaluativa que circunscribe la particular clase de objeto que la emoción puede focalizar. En otras palabras, ser un objeto de terror-arte está limitado a objetos particulares, tales como Drácula, que son amenazadores e impuros. El objeto formal o categoría evaluativa de la emoción determina el ámbito de objetos particulares que la emoción puede focalizar. Una emoción incluye, entre otras cosas, una apreciación de objetos particulares según las dimensiones especificadas por la categoría evaluativa operativa de la emoción. Cuando un objeto particular no es enjuiciable en términos de la categoría evaluativa apropiada a una emoción dada, esa emoción, por definición, no puede focalizarse en dicho objeto. Esto es, no puedo estar arte-aterrado por un ente que no considero amenazador e impuro. Puedo estar en algún estado emocional con respecto a ese ente, pero no es terror-arte. Así, el objeto formal o categoría evaluativa de la emoción es parte del concepto de dicha emoción. Aunque la relación de la categoría evaluativa con la agitación física sentida que la acompaña es casual, la relación de la categoría evaluativa con la emoción es constitutiva y, por tanto, no contingente. En este sentido se podría decir que la emoción está individualizada por su objeto, es decir, por su objeto formal. El terror-arte se identifica primariamente en virtud del peligro y la Impureza).

La categoría evaluativa selecciona objetos particulares o se focaliza en ellos. La emoción se dirige hacia tales objetos; el terror-arte se dirige a objetos particulares como Drácula, el Hombre Lobo o Mr. Hyde. La raíz del término «emoción», como hemos recordado anteriormente, proviene del latín mover hacia afuera, salir. Tal vez podemos leer eso imaginativamente y sugerir que una emoción es un movimiento interno (una agitación física) dirigida hacia un objeto particular bajo el dictado y la guía de una categoría evaluativa apropiada.

La mayor parte del próximo capítulo se ocupará del estatus ontológico de los objetos particulares del terror-arte. Sin embargo, a modo de anticipo, algún comentario al respecto puede ser útil ahora. El problema de la discusión acerca del objeto particular de la emoción del terror-arte es su ser de ficción. En consecuencia, no podemos construir la expresión «objeto particular aquí» para significar algo como un ser material con coordenadas espacio-temporales especificables. El Drácula que nos arte-aterra no tiene coordenadas espacio-temporales especificables, no existe. Entonces, ¿qué clase de objeto particular es?

Aunque esto se aclarará y determinará en el próximo capítulo, de momento diremos que el objeto particular del terror-arte —Drácula, si quieren— es un pensamiento. Decir que estamos arte-aterrados por Drácula significa que estamos aterrados por pensar en Drácula, donde el pensamiento en tal posible ser no nos compromete a la creencia en su existencia. En este caso, el pensar en Drácula, el objeto particular que me arte-aterra, no es el evento actual de mi pensamiento sobre Drácula sino el contenido del pensamiento, en otras palabras, que Drácula, un ser amenazador e impuro de tales y tales dimensiones, podría existir y hacer cosas terribles. Drácula, el pensamiento, es el concepto de un cierto ser posible[30]. Por supuesto, llego a pensar sobre este concepto porque un libro, película o imagen dados me invitan a ocuparme con el pensamiento de Drácula, esto es, a considerar el concepto de un determinado ser posible, a saber, Drácula. En estas representaciones del concepto de Drácula reconocemos que se trata de una posibilidad amenazadora e impura, una posibilidad que da pie a la emoción del terror-arte.

En su «Tercera Meditación» Descartes traza la distinción entre lo que denomina realidad objetiva y realidad formal. La realidad objetiva de un ser es la idea de la cosa sans un compromiso con su existencia. Podemos pensar en un unicornio sin pensar que el unicornio existe. Esto es, podemos tener la idea o concepto de unicornio —es decir, un caballo con un cuerno de narval— sin pensar que el concepto se aplique a algo. Un ser que tiene realidad formal existe; esto es, su idea está ejemplificada por algo que existe. En este modo de hablar, se puede decir que Drácula tiene realidad objetiva pero no realidad formal. Retorciendo un poco el vocabulario de Descartes, podemos decir que los objetos particulares del terror-arte, nuestros Dráculas, son realidades objetivas (pero no realidades formales).

El uso de la noción de impureza en esta teoría ha causado malentendidos en dos direcciones diferentes. Los críticos, escuchando mis lecciones sobre esta teoría, han manifestado su preocupación porque, por un lado, es demasiado subjetiva (en el sentido contemporáneo más que en el anterior sentido cartesiano), y por otro, es demasiado vaga. En lo que resta de esta sección me ocuparé de estas objeciones.

La acusación de subjetividad implica que el miedo a que el énfasis en el asco en esta teoría es realmente una cuestión de proyección. Sería algo así: Carroll pertenece a una clase delicada de tipo cuyo entrenamiento para realizar sus necesidades en el baño fue traumático. No ha hecho ninguna investigación empírica acerca de la recepción de obras de terror por parte del público. No sabe que el público encuentra los monstruos terroríficos repugnantes e impuros. En el mejor de los casos, ha identificado su propia reacción por introspección y la ha proyectado en todos los demás.

Sin embargo, el método que he adoptado para aislar los ingredientes del terror-arte está diseñado para evitar la acusación de proyección. Estoy interesado en la respuesta emocional que se supone que desencadena el terror. Me he aproximado a este problema asumiendo que las respuestas del público a los monstruos en las obras de terror están idealmente dirigidas a ser paralelas a las respuestas emocionales ante los monstruos de los personajes de ficción relevantes y con frecuencia a ser apuntadas por éstas. Esta suposición, a su vez, nos permite mirar a las obras de terror mismas buscando evidencias de la respuesta emocional que quieren despertar. Al fijarme en el asco y la impureza como parte de la emoción del terror-arte no he dependido de la introspección. Antes bien, encuentro expresiones y gestos de asco como un rasgo regularmente recurrente de las reacciones de los personajes en las ficciones de terror.

Es cierto que no he hecho ninguna investigación sobre el público. No obstante, eso no implica que la teoría no tenga base empírica. La base empírica la comprenden las muchas historias, dramas, películas, etc., que he leído y visto con el fin de fijar cómo reaccionan los personajes de ficción ante los monstruos que encuentran. Creo que mi hipótesis acerca del terror-arte se puede confirmar, por ejemplo, volviendo a las descripciones de reacciones de personajes a los monstruos en las novelas de terror y examinándolas en búsqueda de la referencia recurrente al miedo y la repugnancia (o la implicación fuerte de miedo y repugnancia).

Si se supone que el terror-arte implica impureza entonces se puede corroborar revisando obras de terror para ver si la repugnancia o las sugestiones de impureza son rasgos regularmente recurrentes. Además, puede haber otro modo de reforzar las afirmaciones de mi teoría. Pues la teoría que he planteado anteriormente y algunas de cuyas estructuras se discutirán posteriormente se puede utilizar para crear efectos de terror. Esto es, se puede emplear esta teoría como una receta para hacer criaturas terroríficas. La teoría, desde luego, no es un algoritmo que garantice el éxito mediante la aplicación ciega de reglas. Pero se puede usar para guiar la construcción de seres de ficción del género que la mayor parte de nosotros reconoceríamos como terroríficas. La capacidad de la teoría para facilitar simulaciones de terror, entonces, podría ser un argumento a favor de su carácter suficiente.

Una vez más, el objeto de mi estudio trata de la respuesta emocional que se supone que provocan las obras de terror-arte. Esto no significa ni afirmar que todas las obras de terror tienen éxito en la materia —Robot Monster, por ejemplo, bordea el ridículo— ni que todo individuo del público informará de que está aterrado —podemos imaginarnos machitos adolescentes negando que los monstruos les repugnen sino, al contrario, que les divierten—. No me preocupan las relaciones que de facto tiene el público con las obras de terror-arte, sino que me preocupa la relación normativa, la respuesta que se supone que el público ha de dar a la obra de terror-arte. Creo que podemos conseguirlo con la hipótesis de que la obra de terror-arte tiene dispuesto en ella, por decirlo así, un conjunto de instrucciones acerca del modo adecuado de responder por parte del público. Estas instrucciones se manifiestan, por ejemplo, en las respuestas a los personajes positivos humanos ante los monstruos en la ficción de terror. Aprendemos lo que es estar arte-aterrado en gran medida de la ficción misma; en realidad, el propio criterio de lo que es estar arte-aterrado se puede encontrar en la ficción, en la descripción o la representación de las respuestas de los personajes humanos. Esto es, las obras de terror nos enseñan en gran medida el modo apropiado de responder a ellas[31]. Descubrir estas indicaciones o instruc-dones es una cuestión empírica, no un ejercicio de proyección subjetiva.

Aun cuando pueda evitar la acusación de proyección, todavía se podría aducir que la noción de impureza empleada en mi definición de terror-arte es demasiado vaga. Si una obra de terror no atribuye explícitamente «impureza» a un monstruo, ¿cómo puede satisfacernos que el monstruo sea visto como impuro en el texto? El concepto de impureza es demasiado borroso para ser usado.

Pero quizá puedo paliar algunas de esas ansiedades relativas a la vaguedad diciendo algo acerca de la clase de objetos que de manera estándar dan lugar o causan reacciones de impureza. Ello, además me permitirá expandir mi teoría del terror-arte desde el ámbito de la definición al de la explicación, desde el análisis de la aplicación del concepto de terror-arte a un análisis de su causalidad.

En su clásico estudio Purity and Danger Mary Douglas relaciona las reacciones de impureza con la transgresión o violación de esquemas de categorización cultural[32]. En su interpretación de las abominaciones del Levítico, por ejemplo, plantea la hipótesis de que la razón de que cosas procedentes del mar que se arrastran, como las langostas, sean vistas como impuras es que arrastrarse fue visto como un rasgo definitorio de las criaturas vinculadas a la tierra, no de criaturas del mar. Una langosta, en otras palabras, es un tipo de categoría equívoca y, por tanto, impura. De modo semejante, se abominaba de todos los insectos alados con cuatro patas porque se pensaba que cuatro patas es un rasgo de los animales terrestres, mientras que aquéllos vuelan, esto es, habitan el aire. Las cosas intersticiales, que cruzan las fronteras de las categorías profundas del esquema conceptual de una cultura, son impuras según Douglas. Las heces, en la medida que aparecen ambiguamente desde el punto de vista de las oposiciones categóricas como yo/no yo, dentro/fuera y vivo/muerto, sirven como claras candidatas al aborrecimiento como impuras, igual que la saliva, la sangre, las lágrimas, el sudor, los restos de cabello, el vómito, los restos de uñas, los trozos de carne y demás. Douglas observa que entre el pueblo llamado Lele las ardillas voladoras se evitan porque no pueden categorizarse sin ambigüedad como pájaros o como animales.

Los objetos también pueden provocar malentendidos categóricos en virtud de ser representantes incompletos de su clase, como las cosas en putrefacción o descomposición, así como por carecer de forma como, por ejemplo, la suciedad[33].

Siguiendo a Douglas, pues, inicialmente supondré que un objeto o ser es impuro si es categorialmente intersticial, categorialmente contradictorio, incompleto o carece de forma[34]. Estos rasgos parecen formar un grupo adecuado como modos relevantes en que la categorización puede problematizarse. Esta lista puede que no sea exhaustiva y tampoco está claro que sus términos sean mutuamente excluyentes. Pero es ciertamente útil para analizar los monstruos del género de terror. Y ello porque son seres o criaturas especializadas en lo carente de forma, la icompletitud, la intersticialidad y la contradictoridad categoriales. Permítaseme de momento aportar un breve inventario en este punto.

Muchos monstruos del género de terror son intersticiales y/o contradictorios en tanto que están a la vez vivos y muertos: los fantasmas, los zombis, los vampiros, las momias, el monstruo de Frankenstein, Melmoth el errabundo, etc. Parientes cercanos de éstos son los entes monstruosos que combinan los animado y lo inanimado: casas encantadas que tienen una malvada voluntad propia, robots o el auto de Christine de King. También hay monstruos que confunden especies diferentes: hombres lobo, insectos humanoides, reptiles humanoides o los habitantes de la isla del Dr. Moreau[35].

O bien considérese la confusión de especies en esta descripción del monstruo de «Los horrores de Dunwich»: «—Es mayor que un establo… todo hecho de cuerdas retorcidas… Tiene una forma parecida a un huevo de gallina, pero enorme, con una docena de patas… como grandes toneles medio cerrados que se echaran a rodar… No se ve que tenga nada sólido… es de una sustancia gelatinosa y está hecho de cuerdas sueltas y retorcidas, como si las hubieran pegado… Tiene infinidad de enormes ojos saltones…, diez o veinte bocas o trompas que le salen por todos los lados, grandes como tubos de chimenea, y no paran de moverse, abriéndose y cerrándose continuamente…, todas grises, con una especie de anillos azules o violetas… ¡Dios del cielo! ¡Y ese rostro semihumano encima…» Y más adelante: «—¡Oh, oh, Dios mío, aquel rostro semihumano… aquel rostro semihumano!… aquel rostro de ojos rojos y albino pelo ensortijado, y sin mentón, igual que los Whateley… Era un pulpo, un ciempiés, una especie de araña, pero tenía una cara de forma semihumana encima de todo, y se parecía al brujo Whateley, sólo que medía yardas y yardas…».

La criatura del clásico de Howard Hawk La cosa es una zanahoria inteligente, con dos piernas y chupasangres. Otro ser intersticial. En realidad, el mecanismo frecuente para referirse a los monstruos por medio de pronombres como «eso» y «ello» sugiere que esas criaturas no son clasificables de acuerdo con nuestras categorías habituales[36]. Además, esta interpretación la apoya también la frecuencia con la que los monstruos de terror se califican de indescriptibles o inconcebibles. Recordemos nuestros ejemplos anteriores de Stevenson y Lovecraft, o películas como Like Creeping Unknown; y a veces la creación de Frankenstein es denominada «el monstruo sin nombre». Una vez más, la cuestión parece consistir en que estos monstruos no encajan ni en el esquema conceptual de los personajes ni, lo que es más importante, en el del lector.

Los monstruos de terror suelen implicar la mezcla de lo que normalmente es distinto. Personajes poseídos por el demonio implican normalmente la sobreimposición de dos individuos categorialmente distintos, el poseído y el posesor, siendo este último habitualmente un demonio que, a su vez, suele ser una figura categorialmente transgresora (por ejemplo, una cabra-dios). El más famoso monstruo de Stevenson consiste en dos hombres, Jekyll y Hyde, en el que se describe a Hyde como de aspecto simiesco, lo que le hace aparecer como no enteramente humano[37]. Los hombres lobo mezclan al hombre con el lobo, mientras que otras formas cambiantes combinan a los humanos con otras especies. El monstruo de It, de King, es una clase de criatura categorialmente contradictoria elevada a un poder superior. Pues It es un monstruo que puede convertirse en cualquier otro monstruo de esos que ya son categorialmente transgresivos. Y, por supuesto, algunos monstruos, como el gigantesco escorpión capaz de comerse la Ciudad de México, son magnificaciones de criaturas y seres reptantes ya juzgadas como impuras e intersticiales en la cultura.

El carácter incompleto desde el punto de vista categorial es también un rasgo estándar de los monstruos de terror; los fantasmas y los zombis suelen aparecer sin ojos, sin brazos, piernas o piel, o están en un avanzado estado de descomposición. Y, relacionado con ello, también algunas partes separadas del cuerpo humano resultan ser monstruos serviciales como las cabezas y, especialmente, las manos cortadas, como, por ejemplo, la de «La mano» y «La mano desollada» de Maupassant, «The Narrative of a Ghost of a Hand» de Le Fanu, «The Call of the Hand» de Holding, «The Brown Hand» de Conan Doyle, «La mano encantada» de Nerval, «The Hand» de Dreiser, «The Beast With Five Fingers» de William Harvey, etc. Un cerebro en una cubeta es el monstruo de la novela de Curt Siodmark Donovan’s Brain, que ha sido adaptada para la pantalla más de una vez, mientras que en el film Fiend Without a Face los monstruos son cerebros que usan sus espinas dorsales como colas.

El índice de recurrencia con el que las biologías de los monstruos son vaporosas o gelatinosas apoya la aplicación de la idea de carencia de forma a la impureza terrorífica mientras que el estilo de la escritura de ciertos autores del género de terror como Lovecraft, a veces, y Straub, mediante sus descripciones vagas, sugestivas y a menudo incompletas de los monstruos, dan la impresión de ausencia de forma. De hecho, muchos monstruos carecen de forma: la mancha de petróleo devoradora de hombres de la narración corta de King, «The Raft», el malvado ente de The Fog y The Dark, de James Herbert, de The Purple Cloud, de Matthew Phipps Shiel, el de la novelita «Slime», de Payne Brennan, el de The Clone, de Kate Wilhelm y de Ted Thomas, y los monstruos de películas como The Blob (las dos versiones) y The Staff[38].

Las observaciones de Douglas pueden, pues, ayudar a disipar algunas de las ambigüedades de la cláusula sobre la impureza de mi definición del terror-arte. Pueden emplearse para proporcionar ejemplos paradigmáticos de la aplicación de la cláusula sobre la impureza así como simples principios guía para aislar la impureza, como el de la transgresión categorial. Además, la teoría de Douglas sobre la impureza se puede usar por parte de los estudiosos del género de terror para identificar algunos de los rasgos pertinentes de los monstruos en las historias que estudian. Esto es, dado un monstruo en una historia de terror, el estudioso puede preguntar en qué aspectos es categorialmente intersticial, contradictorio (en el sentido de Douglas), incompleto y/o carece de forma. Estos rasgos, además, proporcionan una parte crucial de la estructura causal de la reacción a la impureza que opera en la génesis de la emoción del terror-arte. Son parte de lo que la provoca. Esto no es lo mismo que decir que nos demos cuenta de que Drácula es, entre otras cosas, categorialmente intersticial y que entonces reaccionamos, en consecuencia, con terror-arte. Antes bien, el que el monstruo X sea categorialmente intersticial causa en nosotros una sensación de impureza sin que seamos necesariamente conscientes de qué causa precisamente dicha sensación[39].

A ello se añade que el énfasis que Douglas pone en los esquemas categoriales en el análisis de la impureza nos indica una vía para explicar la recurrente descripción de nuestros monstruos impuros como «antinaturales». Los monstruos son antinaturales en relación con un esquema conceptual cultural de la naturaleza. No encajan en el esquema; lo violan. Así, los monstruos no sólo son físicamente amenazadores; también lo son cognitivamente. Amenazan el conocimiento común[40]. Sin duda, es en virtud de esta amenaza cognitiva que no sólo los monstruos imposibles son terroríficos, sino que también tienden a convertir a quienes se topan con ellos en dementes, locos, trastornados, etc.[41]. Y ello porque tales monstruos son en cierto sentido desafíos a los fundamentos del modo de pensar de una cultura.

La teoría de Douglas sobre la impureza podría también ayudarnos a responder una frecuente incógnita sobre el terror. Es un hecho remarcable que las criaturas de terror muy a menudo no parecen tener suficiente fuerza para amilanar a un hombre adulto. Un zombi tambaleante o una mano amputada deberían parecer incapaces de mostrar fuerza suficiente para dominar a un niño de seis años. Sin embargo, se presentan como imparables, y ello parece psicológicamente aceptable para el público. Esto podría explicarse atendiendo a la afirmación de Douglas de que los objetos culturalmente impuros se toman en general como investidos de poderes mágicos y, como resultado de ello, se suelen emplear en rituales. Los monstruos de las obras de terror, por extensión, pues, pueden estar imbuidos de modo parecido con temibles poderes en virtud de su impureza.

También ocurre que la geografía de las historias de terror generalmente sitúa el origen de los monstruos en lugares tales como continentes perdidos y el espacio exterior. O la criatura viene del fondo del mar o de debajo del mar. Esto es, los monstruos son nativos de lugares ajenos al mundo humano y/o desconocidos para éste. O bien, las criaturas vienen de sitios marginales, ocultos o abandonados: tumbas, torres y castillos abandonados, alcantarillas y casas viejas, es decir, pertenecen al entorno exterior al ámbito social ordinario y son desconocidos por éste. Dada la teoría del terror expuesta anteriormente, resulta tentador interpretar la geografía del terror como una espacialización figurativa o literalización de la idea de que lo que aterra es aquello que se encuentra fuera de las categorías culturales y que, por fuerza, es desconocido[42].

La teoría del terror-arte que estoy planteando se deriva de un conjunto de principios más profundos. El modo de confirmarla consiste en tomar la definición de la naturaleza del terror-arte, y la tipología parcial de las estructuras que dan lugar al sentido de impureza junto al modelo de fisión/fusión que se desarrollará más adelante, y ver si se aplican a las reacciones a los monstruos propias de las obras de terror. En mi propia investigación, aunque abiertamente informal, estas hipótesis se han mostrado con mucho fructíferas. Además, dichas hipótesis parecen dignas candidatas a intentos más rigurosos de corroboración que los que estoy capacitado para realizar; esto es, quizá la definición podría ser puesta a prueba por psicólogos sociales. Más aún, la definición de terror, la discusión sobre la impureza y el modelo de fisión/fusión podría ser empleado por los autores, cineastas y otros artistas para generar imágenes terroríficas. El grado en el que la teoría proporciona una guía fiable para hacer o simular monstruos sería una prueba ulterior de su temple.

Otras objeciones y contraejemplos a la definición de terror-arte

He planteado la hipótesis de que el terror-arte es un estado emocional en el que, esencialmente, algún estado físico anormal de agitación es causado por el pensamiento en un monstruo, en relación con los detalles presentados por una ficción o una imagen, cuyo pensamiento también incluye el reconocimiento de que el monstruo es amenazador e impuro. El pensamiento del público en el monstruo está guiado en esta respuesta por las respuestas de los personajes humanos de ficción cuyas acciones está siguiendo, de modo que el público, como esos personajes, también quiere evitar el contacto físico con ese tipo de cosas que son los monstruos. Los monstruos, en este caso, se identifican como cualquier ser en cuya existencia no se cree según las nociones científicas reinantes.

Esta explicación del terror-arte depende obviamente de una teoría cognitivo-evaluativa de las emociones. Tales teorías, por supuesto, han tenido que enfrentarse a varios contraejemplos. Por poner uno de ellos, se dice que estamos en un estado emocional mientras bailamos y que eso es una cuestión de ritmo y de psicología antes que de cognición y evaluación. Estoy dispuesto a pensar que si estamos en un estado emocional cuando bailamos entonces eso tiene que ver con nuestra evaluación de la situación: nuestra evaluación, por ejemplo, de para qué es el baile, qué conmemora o celebra; o nuestra evaluación de nuestro vínculo con nuestro compañero o compañera, o la amplia comunidad de los que bailan, o nuestro público, o nuestra relación con los músicos acompañantes, o incluso con la música misma. O bien la evaluación podría tener que ver con nosotros mismos, con la alegría que resulta de juzgar que bailamos bien, o de apreciar que estamos coordinados y activos, esto es, con reconocer el baile como un índice de nuestro propio bienestar. Es decir, si estamos en un estado emocional mientras bailamos ello parece atribuible a muchas clases de creencias evaluativas. Estar simplemente en un estado inducido rítmicamente como en trance y no dirigido a ningún objeto no me parece que sea un estado emocional.

Sin embargo, aunque esté equivocado en ello, no parece que estos contraejemplos muestren que no hay estados cognitivo-evaluativos en relación con las emociones. En caso de tener éxito estos contraejemplos sólo establecerían que no todos los estados emocionales son estados cognitivo-evaluativos. Eso dejaría espacio para la posibilidad de que algunos estados emocionales sean del género de los estados cognitivo-evaluativos. Y, desde luego, yo sostendría que el terror-arte es uno de ellos.

Este movimiento, sin embargo, invita a dar una respuesta a la tesis de que, igual que la supuesta emoción del baile, el shock es una emoción no evaluativa inducida rítmicamente y que el terror-arte es en realidad una variante del shock. No voy a negar que el shock suele estar presente en un tándem con el terror-arte, especialmente en el teatro y el cine. Justo antes de que el monstruo aparezca la música se dispara, o hay un ruido que le da entrada, o vemos un movimiento inesperado y rápido que proviene de «ninguna parte». Consideremos el final del primer acto de la obra de teatro Deathtrap de Ira Levin, una pieza que no pertenece al género de terror, en la que el supuesto muerto, aspirante a escritor, irrumpe en el salón y provoca un ataque de corazón a su mujer. Damos un salto en nuestras butacas, o incluso algún grito. Si la ficción en cuestión pertenece al género de terror, cuando reconocemos al monstruo ese grito de shock se extiende y aplica como un grito de terror. Se trata de una táctica bien conocida para asustar.

Sin embargo, el terror no es reducible a este tipo de shock, porque esta técnica se encuentra también el género de misterio y suspense (como Deathtrap) donde no experimentamos terror ante el pistolero que de repente sale de la oscuridad. Esta variedad del shock no me parece una emoción en absoluto sino más bien un reflejo, aunque, desde luego, es un reflejo que suele ir vinculado a la inducción de terror-arte por los artesanos de los espectáculos de monstruos. Y, en cualquier caso, también hay que subrayar que se puede sentir terror-arte sin haber pasado por un shock en el indicado sentido de un reflejo[43].

Algunos teóricos atacan el enfoque cognitivo-evaluativo de las emociones afirmando que en la medida que se requiere un objeto no puede haber una teoría general de las emociones porque algunas de ellas, como la neurastenia, no tienen objeto. Este es un desafío para la pretensión de universalidad de las teorías cognitivo-evaluativas; sin embargo, podemos repetir que aun cuando la teoría no abarque todas y cada una de las emociones puede seguir aplicándose al terror-arte. Poner la teoría de las emociones sin objeto al nivel de esta caracterización del terror requeriría mostrar que o bien todas las emociones carecen de objeto o que el terror-arte lo es. Pero nadie lo ha logrado todavía[44].

Mi posición con respecto al terror-arte requiere que la emoción se focalice en monstruos que se entiendan como criaturas no contempladas por la ciencia contemporánea. Pero esto puede invitar a alguien a sostener que la teoría es demasiado estrecha. ¿Acaso no hay películas como las series Orea o Tiburón y novelas como El fantasma de la ópera, de Gaston Leroux, y Nightfall, de John Farri, que son ejemplos de terror-arte? ¿Pero tienen monstruos en el sentido requerido? Los tiburones, aunque sean grandes, existen, en el caso de Tiburón, y los malvados en las novelas citadas son humanos, aunque sean psicópatas, un fenómeno ampliamente reconocido por la ciencia contemporánea.

El problema de este tipo de contraejemplos, que son legión, es que aunque nominalmente los antagonistas pertenecen a nuestro mundo cotidiano su presentación en las ficciones que habitan les convierten en seres fantásticos. Aparentemente, las ballenas, tiburones y hombres adquieren poderes y atributos más allá de lo que estaríamos dispuestos a creer de las criaturas vivientes. Eric, el Fantasma de la Ópera cuyas aflicciones médicas envenenan su agotadora hiperactividad, también parece tener a veces poderes de virtual invisibilidad y omnisciencia. Parece capaz de estar en cualquier parte a voluntad. Por supuesto, muchos personajes de ficción tienen atributos exagerados. Pero los atributos exagerados del Fantasma buscan tener un efecto sobrenatural que inspire espanto. Se le describe como un fantasma y como un cuerpo, y realiza inexplicables proezas que parecen mágicas.

Igualmente, se retrata a Ángel, el caso psíquico de Nightfall, como una fuerza de la naturaleza imparable, silenciosa e infatigable. Se dice que es inhumano. El personaje de Anita, su distanciada mujer, dice: «Ángel no es ese, pero tampoco es realmente humano. No sé lo que es exactamente». Anita tampoco pretende decir que su marido sea, como tantos otros, un monstruo en el sentido metafórico; quiere que se la entienda literalmente. Si se siente la tentación de clasificar como de terror una novela como Nightfall creo que es porque frases como la citada, junto a las descripciones de la voluntad, la inescrutabilidad y los poderes de Ángel, nos mueven retóricamente a considerarle como una criatura inhumana.

Observaciones similares se pueden hacer de criaturas como la Orca. Se trata de una ballena que puede buscar y encontrar el paradero de humanos, comprender la relación entre gasolina y bombas de combustible, y sobre la base de esta inferencia y algunas otras observaciones incendiar un puerto. Igualmente, los tiburones de la serie Tiburón parecen demasiado listos e innovadores para ser tiburones, mientras que, como la Orca, la criatura en última instancia es capaz de llevar a cabo proyectos a largo plazo de venganza mucho más allá de las capacidades mentales de su especie. De hecho, el tiburón de esas películas consigue matar tantos humanos en un solo verano como hacen todos los tiburones reales. Estas no son las criaturas de la biología marina sino criaturas fantásticas.

En general, allí donde las criaturas antagonistas de films y novelas que nos inclinamos a clasificar como de terror parecen estar aparentemente en la lista de seres realmente existentes, basta un breve examen del modo en que se presentan para que la mayor parte se revelen como sobrenaturales: las abejas asesinas, en la película de Curtis Harrington del mismo nombre, habían convertido a Gloria Swanson en su reina, mientras que los murciélagos vampiros de la novela Knightwing, de Martin Cruz Smith, están relacionados con las leyendas y profecías apocalípticas hopi que se supone que el lector debe tomarse seriamente; en las páginas finales de esa novela los murciélagos en llamas y el humo se convierten en un fantasma gigantesco que le habla al héroe Youngman.

Por otro lado, el epónimo perro de Cujo, de King, es sólo un perro, y eso me lleva a pensar que ese libro, aunque no carece de relación con el terror, no es un buen ejemplo del género. Más bien pertenece a las amorfas categorías del thriller y el suspense. Por supuesto, esto no es una crítica a King, pues el concepto de terror que estoy empleando es antes descriptivo que prescriptivo.

Sin embargo, aunque haya logrado resistir los tipos más importantes de contraejemplos, el procedimiento mismo de confeccionar una definición del terror-arte y contrastarla frente a contraejemplos puede parecerles dudoso a muchos lectores. Pueden creer que el terror-arte no es la suerte de cosa que pueda capturarse mediante definiciones en términos de condiciones necesarias y suficientes. En la medida que el terror-arte es una clase construida y no una clase natural —un género artístico y no un fenómeno natural— se puede argumentar que no es susceptible de satisfacer el tipo de definición que propongo. Más bien se trata de un concepto con fronteras borrosas y tal vez en evolución, lo que apoyaría una miríada de casos fronterizos que no pueden incluirse o excluirse del género más que por un acto de fe.

No obstante, aun cuando el terror sea un concepto abierto, los ejercicios tendentes a enmarcarlo en términos de condiciones necesarias y suficientes seguirían siendo útiles, especialmente para entender el género. Puede ser verdad que no se puede trazar una línea clara entre el terror-arte y sus vecinos porque sus fronteras son algo fluido. Pero una teoría como la propuesta —basada en extrapolaciones de casos paradigmáticos— todavía puede mejorar nuestra compresión no sólo del terror mismo sino también de sus vecinos en disputa[45].

Pues aunque la teoría del terror propuesta no sea completamente invulnerable, al menos ofrece una imagen clara del núcleo central de los casos de terror-arte. Si hay casos disputables que no tienen cabida en la teoría, ésta puede ser todavía útil para iluminar aquellos ejemplos, mostrando cómo, desde la perspectiva de la teoría misma, se motivan las intuiciones que esos contraejemplos deberían explicar.

Consideremos el caso de Psicosis, de Hitchcock. Podríamos imaginar que alguien pretende que sea considerado un ejemplo de terror. Pero, por supuesto, mi teoría no la considera tal porque Norman Bates no es un monstruo. Es un esquizofrénico, un tipo de ser que la ciencia contempla (aunque la película sugiera que sólo engañosamente). Con todo, parece haber muchas razones para ver Psicosis como una película de terror. Hay la imaginería de la vieja casona oscura y el drama de los pasillos. La historia transcurre en un lugar solitario, fuera de lo corriente, donde la aparición de una mujer sola despierta las fuerzas del asalto sexual, el asesinato y el incesto. Asimismo, varias de las estructuras narrativas (por ejemplo, la composición de la aparición final de la criatura inicua), el shock táctico (los movimientos repentinos y los violines angustiantes y horripilantes de Bernard Herrmann), la imaginería (por ejemplo, el esqueleto), e incluso la iluminación sugieren que estamos ante un film de terror. Con tantas correspondencias ¿no estoy andándome con ceremonias al rechazar aceptarlo como un ejemplo de terror?

Quizá. Pero más interesante desde el punto de vista del carácter informativo de mi teoría es el hecho de que con ella puedo explicar por qué los espectadores se sienten tan tentados de pensar que Psicosis es una película de terror. Pues aun cuando Norman Bates no es un monstruo técnicamente hablando empieza a aproximarse a las características centrales del terror-arte tal como las he presentado. Que un loco con un cuchillo de carnicero es amenazador no precisa comentario. Pero Norman Bates, en razón de su psicosis, también se parece a los seres impuros que encontramos en el núcleo del concepto de terror-arte.

Es Nor-man: ni mujer ni hombre sino ambas cosas. Es hijo y madre. Está vivo y está muerto. Es víctima y verdugo. Es dos personas en una. Esto es, es anormal porque es intersticial. En el caso de Norman se trata de una función de la psicología antes que de la biología. No obstante, es un poderoso icono de la impureza que, en última instancia, supongo es la razón de por qué hay tendencia a clasificar Psicosis como un film de terror. Por consiguiente, al desarrollar una teoría nuclear del terror nos ponemos en situación de poder identificar los rasgos cruciales de una figura como Norman Bates que lleva al público a alinearlo con las figuras del terror. Que a la larga lleguemos a considerar Psicosis como un film de terror puede ser un asunto de decisión. No obstante, al desarrollar una definición de los casos nucleares del terror nos situamos en posición de explicar qué es lo que en figuras como Norman Bates invita a la gente a clasificarle como terrorífico. Es decir, que poseer una teoría nuclear del terror tiene ventajas para la explicación.

La ventaja explicativa de esta teoría nuclear del terror también puede ilustrarse por su capacidad de tratar casos extraños. Un ejemplo reciente es el remake de La mosca realizado por David Cronenberg, tal vez la más empalagosa versión de la leyenda de la bella y la bestia jamás realizada. Esta película tiene todos los elementos de una película de terror, incluyendo un monstruo. Pero clasificarlo como film de terror como tal, sin más, no parece muy correcto. Así no se logra captar una diferencia esencial entre esta película y el resto del género. La teoría del terror ofrecida aquí consigue explicar dicha diferencia.

La figura de la mosca en esta película es innegablemente impura. No sólo es un grotesco hombre/insecto; su comportamiento es asqueroso. Digiere la comida exteriormente de un modo vomitivo. Podría parecer el paradigma mismo del objeto terrorífico y, no obstante, la mayor parte de la película no lo es. ¿Por qué?

El objeto terrorífico es un compuesto de amenaza e impureza. Sin embargo, durante la mayor parte de la película no resulta amenazador. Tiene una novia que, como hemos argumentado, guía nuestra respuesta a la mosca, y que hasta el final de la película no se siente amenazada por ella. Al contrario, se siente preocupada. De igual modo, durante la mayor parte de la película el público, siguiendo el modo de actuar de la chica, responde emocionalmente ante la mosca en términos de disgusto combinado con simpatía y cuidado. Eso cambia durante el desenlace cuando la mosca se convierte en peligrosa para todos. Pero el curioso afecto que baña la mayor parte del film se puede concretar según nuestra teoría en razón de la forma en la que se presenta la criatura como no terrorífica debido a la sensación de seguridad que la novia tiene ante la mosca. Está manifiestamente asqueada por su enfermedad, como nosotros; pero su preocupación por él la lleva a intentar superarlo, y creo que el público ideal también[46].

Un autor reciente y de inmenso éxito cuya obra se clasifica en ocasiones de terror es V. C. Andrews. Sus libros, como Flowers in the Attic [Flores en el ático], así como las novelas que lo continúan y lo preceden, tienen que ver con un incesto oculto. Es claro que lo que en este caso se toma por antinatural es antinatural y repulsivo desde un punto de vista moral. Desde mi perspectiva esta es una extensión extrema del género que más bien me sentiría inclinado a rechazar. Pero pienso que muchos que no defienden explícitamente una teoría del terror-arte como la que se ofrece aquí se sentirían también incómodos incluyendo la serie de Flowers in the Attic en el género de terror. Una novela como Hunting Season, de John Coiné, por otro lado, donde la progenie de generaciones producto del incesto es literalmente monstruosa y repugnante es una candidata mejor para la inclusión en el género.

He examinado la acusación de que mi uso del concepto de monstruo en mi teoría del terror es demasiado estrecho.

Pero también se podría afirmar que es demasiado amplio. Si los monstruos son seres cuya existencia es negada por la ciencia contemporánea ¿no será entonces un monstruo el personaje de cómic Superman? Esto parece de desagradecidos, dado todo lo que Superman ha hecho por nosotros, pero es también erróneo si pensamos en monstruos tan feos como aterradores, esto es, seres que tienen algo de grotescos. Por el contrario, podría pensarse en Superman como ejemplo de ciertos ideales de belleza masculina.

Pero, por supuesto, el sentido de «monstruo» al que estoy aludiendo no implica necesariamente las ideas de fealdad sino más bien la idea de que el monstruo es un ser que viola el orden natural, donde el perímetro del orden natural lo determina la ciencia contemporánea. Superman no es compatible con lo que sabemos del orden natural establecido por la ciencia. Puede que en una fecha futura lo sea, cuando el conocimiento de otros planetas y galaxias avance, pero yo no apostaría por ello[47].

Estratégicamente he considerado los monstruos como un género y he intentado identificar los monstruos de terror como una especie dentro de dicho género, una especie en la que se concentra la emoción del terror-arte. He considerado la capacidad de provocar una sensación de peligro e impureza como aquello que diferencia a los monstruos terroríficos de todos los demás monstruos. En ello he tenido cuidado de estar seguro que los rasgos distintivos de los monstruos de terror les diferencian de hecho de los monstruos en general. Esto es, he tenido que asegurarme de que la definición no es circular en el sentido de que los conceptos como peligro e impureza no estuvieran ya contenidos en el concepto de monstruo. Mi concepto de monstruo en general tiene que ser independiente de las evaluaciones en términos de peligro e impureza si la definición quiere ser efectiva. Así, pues, opté por un concepto de monstruo como ser que no existe a la luz de la ciencia contemporánea. Ni la impureza ni el peligro figuran necesariamente en esta concepción.

Al construir los monstruos de esta forma se han ignorado ciertos usos ordinarios de esa noción. Por ejemplo, los monstruos necesitan ser feos y grotescos. Pero aquí hay que hacer un par de puntualizaciones. Primero, la fealdad no parece ser una marca necesaria de los monstruos ni siquiera en el lenguaje ordinario. Drácula fue representado por Frank Langella y el Judío Errante, en «The Spectre Bride» de William Harrison Ainsworth, parecería bastante guapo (monstruosidad e impureza pueden encontrarse a mayor profundidad que en la piel). Segundo, la noción que empleamos —la del monstruo como algo fuera del orden natural (tal como lo dicta la ciencia)— está también de acuerdo con el uso ordinario del lenguaje, y sospecho que es incluso más central que el uso basado en el aspecto exterior de los seres.

Desde luego, los problemas con casos como el de Superman se vuelven más complejos porque los monstruos en el habla cotidiana se suelen pensar en términos morales. Un monstruo puede ser alguien extremadamente cruel y/o malo. Y Superman es un hombre de lo más simpático. Sin embargo, creo que para nuestros propósitos podemos considerar este uso particular de «monstruo» como una forma de condena moral básicamente metafórica. Porque hay montones de monstruos que son buenos chicos: E. T., Ariel y The Swamp Thing en la serie de cómics de la editora D. C.

Finalmente, el énfasis en los monstruos en toda esta discusión debería dejar claro que mi teoría del terror-arte es lo que se podría denominar una teoría basada en entidades. Esto es, mi definición de terror implica una referencia esencial a una entidad, un monstruo, que sirve como el objeto particular de la emoción del terror-arte. En otras palabras, obsérvese que no he tomado eventos como los objetos primarios del terror-arte[48].

Esto puede parecerles problemático a algunos lectores. Porque si se ojea una antología de historias de terror se observa que algunas de las historias carecen de monstruos, impuros o de otro tipo. En su lugar sucesos misteriosos, turbadores o antinaturales parecen ser el objeto de las peculiares emociones que dichos relatos pretender provocar.

En el cuento de Robert Louis Stevenson «The Body Santcher» no hay monstruo. El efecto emocional que se produce al final del relato tiene lugar cuando dos ladrones de tumbas —Fettes y MacFarlane— se dan cuenta de que el cuerpo de la tumba que han profanado se ha convertido, tras un momento de oscuridad, en el cuerpo de Gray, alguien a quien Fettes había diseccionado y a quien MacFarlane probablemente había asesinado un tiempo antes. La perturbadora aparición de Gray —como viniendo de ninguna parte— es una suerte de venganza sobrenatural, un remordimiento de consciencia cósmico, pero no implica nada remotamente parecido a un monstruo.

Por supuesto, hay muchas historias como ésta: «¿Quién sabe?», de Guy de Maupassant, en la que el mobiliario del narrador desaparece y reaparece inexplicablemente; «The Edge», de Richard Matteson, en la que Donald Marshal, gradualmente y con creciente ansiedad, parece comprender que es un doppelgänger de un universo paralelo; «Mumbo Jumbo», de David Morrell, en el que el lector es conducido poco a poco mediante pasos escépticos hasta el punto en que tiene que llegar a la conclusión de que la estatua pagana es en realidad la fuente del éxito de su propietario. Muchos de los episodios de la vieja serie de televisión The Twilight Zone [La dimensión desconocida] son de este tipo. Con frecuencia van aderezados con ganchos tipo O. Henry. Parecen desarrollarse mejor en formas breves. Sus conclusiones suelen relacionarse con algún sentido cósmico de la justicia moral. Pero no necesariamente. Dichas historias pueden contener seres terroríficos —por ejemplo, el hijo de la muerte en el clásico «The Monkey’s Paw», de W. W. Jacobs—, pero en lo principal dirigen su energía a construir un suceso psicológicamente perturbador de origen no natural[49].

Ni se puede negar que haya tales historias ni que se suelan agrupar junto al tipo de ficciones a partir del cual he derivado mi teoría. No obstante, pienso que hay una importante diferencia entre este tipo de historia —que voy a llamar cuentos de miedo— y las historias de terror. Específicamente, la respuesta emocional que despiertan parece ser bastante distinta a la generada por el terror-arte. El acontecimiento siniestro que corona esas historias causa una sensación de desasosiego y temor, tal vez de momentánea ansiedad y amenaza. Estos hechos están construidos para afectar al público retóricamente hasta el punto de que esa fuerza inconfesada, desconocida y tal vez oculta gobierne el universo. Si el terror-arte implica la repugnancia como característica central, lo que se podría llamar miedo-arte no lo implica. El miedo-arte probablemente precise una teoría propia, aunque no tengo ninguna a mano. Presumiblemente, el miedo-arte tendrá algunas afinidades con el terror-arte puesto que ambos tienen que ver con lo no natural —tanto en sus variantes sobrenaturales como en las de ciencia ficción—. Y, desde luego, algunas ficciones pueden tratar tanto con el terror-arte como con el miedo-arte; su mezcla puede dar lugar a distintas formas en historias diferentes. Sin embargo, ambas emociones, aunque están relacionadas, son con todo distinguibles.

Biologías fantásticas y las estructuras de la imaginería de terror

Los objetos del terror-arte son esencialmente amenazadores e impuros. El creador de terror presenta criaturas que destacan en relación a tales atributos. Hay ciertas estrategias recurrentes para diseñar monstruos que aparecen con sorprendente regularidad en todas las artes y medios. El objetivo de esta sección es tomar nota de algunas de las formas características en las que se producen los monstruos para los lectores y los espectadores. Esta sección se podría subtitular «Cómo hacer un monstruo».

Los monstruos de terror son amenazadores. Este aspecto del diseño de los monstruos de terror creo que es incontestable. Tienen que ser peligrosos. Esa condición se puede satisfacer simplemente haciendo que el monstruo sea letal. Que mate y mutile es suficiente. El monstruo también puede ser amenazador psicológica, moral o socialmente. Puede destruir la identidad de uno (El exorcista, de William Blatty, o «La orla», de Guy de Maupassant), puede perseguir la destrucción del orden moral (Rosemary’s Baby [La semilla del diablo], de Ira Levin y otros), o avanzar una sociedad alternativa (Soy leyenda, de Richard Matheson). Los monstruos pueden poner en movimiento ciertos miedos infantiles duraderos, como los de ser comido o desmembrado, o miedos sexuales relativos a la violación y el incesto. Sin embargo, para ser amenazador basta que el monstruo sea físicamente peligroso. Por supuesto, si un monstruo es psicológicamente amenazador pero no lo es físicamente —esto es, si va a por la mente y no por el cuerpo— seguirá siendo una criatura de terror si inspira repulsión.

Las criaturas terroríficas también son impuras. Aquí los medios para presentar este aspecto de las criaturas de terror son menos obvios. De modo que voy a demorarme en observar las estructuras características por medio de las que se retrata la impureza terrorífica.

Como he discutido en una sección anterior en relación con la definición de terror, muchos casos de impureza son generados por lo que, adaptando a Mary Douglas, llamé la intersticialidad y la contradictoridad categorial. La impureza implica un conflicto entre dos o más categorías culturales vigentes. Así, no debería sorprender que la mayor parte de las estructuras básicas para la representación de criaturas terroríficas sean de naturaleza combinatoria.

Una estructura para la composición de seres de terror es la fusión. Al más simple nivel físico esto suele implicar la construcción de criaturas que transgreden distinciones categoriales como dentro/fuera, vivo/muerto, insecto/humano, carne/máquina y demás. Momias, vampiros, fantasmas, zombis y Freddie, la pesadilla de Elm Street, son en este sentido figuras de fusión. Cada una de ellas, de diferentes modos, desdibuja la distinción entre lo vivo y lo muerto. Cada una, en algún sentido, está a la vez viva y muerta. Una figura de fusión es un compuesto que une atributos que se tienen por categorialmente distintos y/o opuestos en el esquema cultural de las cosas en una entidad espacio-temporal discreta.

Las orugas de la historia de E. F. Benson del mismo nombre son una fusión de figuras en la medida que desafían la biología no sólo debido a su extraordinaria longitud sino porque sus piernas están dotadas con pinzas de cangrejo. De modo parecido, la marchitada víctima de «Mr. Meldrum’s Mania», de John Metcalfe, entra en esta categoría porque es una combinación de hombre y el dios egipcio Thoth, que a su vez ya es una criatura de fusión compuesta de una cabeza de ibis y un cuerpo humano, por no mencionar su disco lunar y equipo. Las amalgamas de Lovecraft entre pulpos o crustáceos y formas humanoides son figuras paradigmáticas de fusión, como los son los hombres-cerdo de The House on the Borderland, de William Hope Hodgson. Ejemplos de fusión cinematográficos incluirían a figuras como los bebés de las serie It’s Alive y las figuras grotescas de Alligator People y The Reptile.

El rasgo central de una figura de fusión es la combinación de categorías disjuntas o en conflicto en sólo un individuo espacio-temporalmente unificado. Desde este punto de vista, muchos de los personajes de las historias de posesiones son figuras de fusión. Están habitados por muchos demonios —«soy legión»— o por uno. Pero en la medida que son seres compuestos, localizables en un continuo espacio-temporal sin solución de continuidad, podemos considerarlos figuras de fusión.

También tiendo a ver el monstruo de Frankenstein como una figura de fusión, especialmente como lo presenta el ciclo de películas de la Universal Pictures. Pues no sólo se pone el énfasis en que está hecho de distintos cuerpos, junto a los apéndices eléctricos, sino que la serie lo presenta como si tuviera diferentes cerebros sobrepuestos, primero el de un criminal y después el de Igor. Esas películas parecen sostener la improbable hipótesis de que de algún modo el monstruo tiene una suerte de identidad continua —una identidad que quizá es inocente y benigna— a pesar del cerebro que tiene. Obviamente, y por decir lo mínimo, esto resulta paradójico, pero si permitimos la ficción de trasplantes de cerebro ¿por qué ser quisquilloso con que el monstruo siga siendo en algún sentido el mismo monstruo que habría sido si no le hubieran puesto el cerebro de un criminal o el de Igor?

El aspecto de la fusión del monstruo de Frankenstein resulta bastante histérico en la película de Hammer Films And Frankenstein Created Woman. El Dr. Frankenstein transfiere el alma de su asistente muerto, Hans, al cuerpo de su amada muerta, Cristina, y Hans, en el cuerpo de Cristina, seduce y liquida a los gamberros que han llevado a la muerte a Cristina (a la Cristina unificada en mente y cuerpo).

La figura de fusión puede encontrar su prototipo en el género de estructura simbólica que Freud llamó figura colectiva o condensación respecto a los sueños. Freud escribe que un modo

… en el que una “figura colectiva” puede producirse para los fines de la condensación onírica [es] uniendo los rasgos reales de dos o más personas en una sola imagen onírica. Fue de esta forma como se generó el Dr. M. de mi sueño. Tenía el nombre de Dr. M., hablaba y actuaba como él; pero sus características físicas y su enfermedad pertenecían a otra persona, a saber, a mi hermano mayor. Un solo rasgo, su pálida apariencia, estaba doblemente determinado, puesto que era común a ambos en la vida real.

El Dr. R de mi sueño sobre mi tío con la barba amarilla era también una figura compuesta. Pero en este caso la imagen onírica se formó de otro modo. No combiné los rasgos de una persona con los de otra omitiendo en el proceso ciertos rasgos de cada uno de ellos presentes en el recuerdo. Lo que hice fue adoptar el procedimiento por medio del cual Galton creó sus retratos familiares, a saber: proyectando dos imágenes superpuestas, de modo que ciertos rasgos comunes de ambos se acentuaban mientras que aquellos que no coincidían entre sí los eliminaba y resultaban no significativos para el retrato. En mi sueño sobre mi tío la barba rubia sobresalía de modo destacado de un rostro que pertenecía a dos personas y que por ello estaba desdibujada…[50]

Para Freud la figura de condensación o colectiva sobrepone, como en una fotografía, dos o más entidades en un individuo. De modo parecido, la figura de fusión del terror-arte es una figura compuesta, que reúne tipos de seres distintos. En su discusión de la condensación, Freud subraya que los elementos fusionados tienen algo en común. Sin embargo, en el terror-arte lo que los elementos combinados tienen en común no precisa ser nada destacado, por ejemplo, en «Nadelman’s God», de T. E. D. Klein, la entidad terrorífica ha sido formada a partir de un montón de basura. Como en los escritos asociacionistas de los empiristas británicos, la fusión de seres de terror son uniones de órdenes ontológica o biológicamente separados[51]. Son simples figuras en las que tipos de elementos distintos y con frecuencia en colisión se sobreponen o condensan, resultando de ello entidades impuras y repulsivas.

Freud observa que las estructuras colectivas que encontramos en el trabajo onírico no son distintas de «… los animales compuestos inventados por la imaginación popular de Oriente»[52]. Presumiblemente, Freud tiene en mente aquí figuras como los leones alados de la antigua Asiria. Otros ejemplos de este tipo de figura de condensación serían las gárgolas de las catedrales medievales, el cura-demonio (medio roedor, medio hombre) del panel central del tríptico de las Tentaciones de San Antonio de Hieronymus Bosch, las gallinas con cabezas de bebé humano en el grabado de Goya «Ya van desplumados» perteneciente a Los caprichos, y personajes como The Thing (también conocido como Ben Grima) —literalmente un hombre de piedra— en la serie de cómics The Fantastic Four editada por Marvel.

En estos ejemplos, por supuesto, los elementos que se integran en la condensación o fusión son visualmente perceptibles. Sin embargo, no ocurre siempre. Se pueden condensar órdenes ontológicos diferentes como lo animado y lo inanimado —por ejemplo, una casa encantada— y en este caso nada de lo que ve el ojo desnudo indica la fusión. Y además, el que cualquiera de los ejemplos precedentes sea fusión terrorífica depende de si en el contexto de representación que aparecen los seres así confeccionados cumplen o no los criterios del terror-arte.

Como medio para componer seres terroríficos, la fusión depende de elementos categoriales distintos su opuestos acoplados, combinados o condensados en un monstruo espacio-temporalmente continuo. En contraste, otro medio popular para crear seres intersticiales es la fisión. En la fusión se funden, condensan o sobreponen elementos categorialmente contradictorios en un ser espacio-temporalmente unificado cuya identidad es homogénea. En cambio en la fisión los contradictorios, por así decir, están distribuidos en identidades diferentes, aunque metafísicamente relacionadas. El tipo de criaturas en el que estoy pensando aquí comprende los doppelgängers, los alter-egos y los hombres lobo.

Los hombres lobo, por ejemplo, violan la distinción categorial entre humanos y lobos. En este caso el animal y el humano habitan el mismo cuerpo (entendido como protoplasma espacialmente localizable); sin embargo, lo hacen en diferentes tiempos. Las identidades de hombre y de lobo no son temporalmente continuas, aunque presumiblemente su protoplasma sea numéricamente el mismo; en un determinado punto temporal (la aparición de la luna llena), el cuerpo habitado por el humano se transforma en el del lobo. La identidad humana y la identidad del lobo no están fusionadas sino que, por así decirlo, están secuenciadas. El humano y el lobo son espacialmente continuos, ocupan el mismo cuerpo, pero la identidad cambia o se alterna con el tiempo; ambas identidades —y las categorías opuestas que representan— no se entrecruzan temporalmente en el mismo cuerpo. Su protoplasma es heterogéneo en el sentido de acomodar identidades diferentes y mutuamente excluyentes en tiempos diferentes.

La figura del hombre lobo encarna una contradicción categorial entre el hombre y el animal que se distribuye en el tiempo. Por supuesto, lo que estamos diciendo de los hombres lobos se aplica a toda clase de seres que cambian de forma. En «The Mark of the Beast», de Kipling, la víctima está en camino de convertirse en un leopardo, mientras que en «The Novel of the Black Seal», de Machen, el muchacho idiota parece transmutarse en un león de mar. Una forma de fisión, pues, divide al ser fantástico en dos o más identidades (categorialmente distintas) que alternativamente poseen el cuerpo en cuestión. Llamo a esto fisión temporal[53]. La fisión temporal puede distinguirse de la fusión en que las categorías combinadas en la figura del ser fantástico no son temporalmente simultáneas, sino que están descompuestas, fracturadas o distribuidas en el tiempo.

Un segundo modo de fisión distribuye el conflicto categorial en el espacio mediante la creación de dobles. Los ejemplos comprenden en este caso El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, el enano en el cuerpo de caballero del cuento de Mary Seller «Transformation», y los doppelgängers de películas como The Student of Prague y Warning Shadows. Estructuralmente, lo que observamos en la fisión espacial es un proceso de multiplicación, es decir, un personaje o conjunto de personajes se multiplica en una o más facetas, en la que cada una representa otro aspecto del yo, generalmente un aspecto oculto, ignorado, reprimido o negado por el personaje que ha sido clonado. Estas nuevas facetas generalmente contradicen los ideales culturales de normalidad (por lo común ideales con contenido moral). El alter-ego representa un aspecto normativamente extraño del yo. En este sentido, la mayor parte de mis ejemplos emplean algún mecanismo de reflejo —un retrato, un espejo, sombras— como pretexto para el desdoblamiento. Pero este género de fisión puede tener lugar sin dichos elementos.

En la película I Married A Monster From Outer Space una recién casada empieza a sospechar que su nuevo marido no es totalmente él mismo. De algún modo es distinto al hombre que era antes. Y tiene toda la razón. Su novio fue raptado por invasores de otro planeta durante su regreso de la fiesta de soltero y lo sustituyeron por un extraterrestre. Este doble[54], sin embargo, carece inicialmente de sentimientos —la característica esencial del ser humano en las películas de este género de ciencia ficción de los cincuenta— y su mujer lo intuye. Así, la distinción categorial entre humanidad e inhumanidad —señalada en términos de la posesión versus la carencia de sentimientos— se proyecta simbólicamente dividiendo al marido en dos, de modo que cada una de las entidades correspondientes representa un orden categorial del ser distinto.

La historia básica de I Married A Monster From Outer Space —sus elementos de ciencia ficción a parte— parece una alucinación paranoide muy específica llamada síndrome de Capgras. Dicha alucinación incluye la creencia por parte del paciente de que sus padres, amantes, etc., se han convertido en doppelgängers amenazadores. Ello permite al paciente negar su miedo o su odio al ser amado dividiéndolo en dos mitades y crear una versión mala (el invasor) y una buena (la víctima). La nueva relación matrimonial en I Married A Monster From Outer Space parece engendrar un conflicto en la esposa, tal vez acerca de la sexualidad, que se expresa a través de la figura de fisión[55]. Al igual que la condensación sugiere un modelo para las figuras de fusión, la división como tropo psíquico de negación puede ser el prototipo básico para la fisión espacial en el terror-arte organizando conflictos categoriales y temáticos mediante la multiplicación de los personajes.

La fisión en el terror, pues, tiene lugar de dos formas principales, la fisión espacial y la fisión temporal. La fisión temporal —de la que es ejemplo la escisión entre el Dr. Jekyll y Mr. Hyde— divide a los personajes en el tiempo, mientras que la fisión espacial —el caso de los doppelgängers, por ejemplo— multiplica los personajes en el espacio. En este caso los personajes se convierten en símbolos de elementos categorialmente distintos u opuestos. En el caso de la fusión, por otro lado, los elementos categorialmente distintos u opuestos se combinan, unen o condensan en una entidad singular espacio-temporalmente continua cuya identidad es estable. Tanto la fisión como la fusión son estructuras simbólicas que facilitan —de diferentes modos— la vinculación de categorías distintas u opuestas proporcionando de este modo medios para proyectar los temas de la intersticialidad, la contradictoriedad categorial y la impureza. Las biologías fantásticas de los monstruos de terror son, hasta un punto sorprendente, reducibles a las estructuras simbólicas de la fusión y la fisión.

Para hacer un monstruo de terror —desde la perspectiva del requerimiento de impureza— basta vincular categorías distintas y/o opuestas mediante fisión o fusión. En términos de fusión se le ponen garras al bebé de Rosemary, se le pone el demonio a Regan o una cabeza de mosca al cuerpo de Vincent Price. Mediante fisión se pueden conectar categorías discretas o contradictorias teniendo diferentes órdenes biológicos u ontológicos que se turnan en habitar un cuerpo, o poblando la ficción con cuerpos numéricamente distintos pero por lo demás idénticos que representan cada uno de ellos categorías opuestas. En el sentido más fundamental de la fusión y la fisión estas estructuras están destinadas a su aplicación a la organización de categorías culturales opuestas, generalmente de tipo biológico u ontológico radical como humano/reptil, vivo/muerto, etc. Pero también es verdad que en muchas obras de terror, especialmente en el terror clásico, la oposición de tales categorías culturales en la biología de las criaturas terroríficas anuncia otras oposiciones, oposiciones que se podrían considerar en tér-minos de conflictos temáticos o antinomias que, a su vez, están profundamente asentadas en la cultura en la que la ficción se ha producido.

Por ejemplo, las criaturas de terror en el celebrado «Ancient Sorceries» [Antiguas brujerías] de Blackwood son hombres-gato. Toda una ciudad francesa se convierte en felina y por las noches todos los hombres se dedican a innombrables (e innombradas) perversiones en presencia de Satán. Desde el punto de vista de mi modelo estas criaturas son el producto de la fisión temporal. Pero esta división —entre gato y humano— anuncia otras oposiciones en el contexto de la historia. Un inglés (tal vez la reencarnación de un hombre gato de tiempos pasados) visita la ciudad y es tentado gradualmente a unirse al aquelarre. La oposición entre gato y humano desempeña un papel en ulteriores oposiciones como las de sensual frente a serio, actividad no dirigida frente a actividad consciente, y puede que incluso francés frente a británico. Esto es, la destacada oposición de diferentes elementos en el plano categorial de la biología puede considerarse como prefiguradora de otras oposiciones temáticas.

Otro ejemplo en esta misma línea sería la película de Val Lewton Cat People. Irena es un personaje que cambia de forma, cuya identidad dividida está no sólo categorialmente fracturada sino que representa la oposición del amor casto frente a la sexualidad violenta. En términos de fusión, el vampiro de la obra de Sheridan Le Fanu Carmilla puede ser un caso pertinente porque la oposición entre lo vivo y lo muerto en la composición del monstruo anuncia una temática ulterior relacionada con el lesbianismo[56].

Las nociones de fisión y de fusión están destinadas a aplicarse estrictamente a los ingredientes categoriales biológicos u ontológicos que participan en la creación de monstruos. Así, que un ser sea en parte hombre y en parte serpiente es suficiente para poderlo calificar de figura terrorífica de fusión, o que una mujer sea un dama de día y un troll o una gorgona de noche basta para calificarla de figura terrorífica de fisión. Sin embargo, ocurre con frecuencia que las biologías contrapuestas de los seres fantásticos son correlativas de temáticas contrapuestas. Ese es generalmente el caso con lo que se consideran los mejores especímenes del género de terror. Como resultado de ello, gran parte de la labor del crítico de terror, en tanto que opuesto al del teórico del terror, consistirá en seguir la pista de los conflictos temáticos que aparecen en su objeto de estudio. Que las criaturas son figuras de fisión o de fusión puede ser menos interesante que lo que prefigura a nivel temático esta dimensión de intersticialidad categorial[57]. Sin embargo, las nociones de fisión y de fusión son cruciales con objeto de identificar teóricamente las estructuras simbólicas mediante las que se han creado incontables monstruos.

Junto a la fisión y la fusión, otra estructura simbólica recurrente para producir monstruos de terror es la magnificación de entidades o seres ya típicamente juzgados como impuros o repugnantes en el seno de la cultura. En los párrafos conclusivos de «The Ash-Tree» de M. R. James el jardinero mira dentro del agujero de un tronco de árbol, su rostro se deforma «con un terror y aversión increíbles», y grita con una «voz horrible» antes de desmayarse. Lo que ha visto es una araña venenosa —engendrada a partir del cuerpo de una bruja con fines vengativos— tan grande como una cabeza humana[58]. La araña, que ya es un objeto fóbico en nuestra cultura, sobresale en su carácter terrorífico no sólo porque es de origen sobrenatural y por sus capacidades no terrenales, sino especialmente porque sus dimensiones están más allá de lo normal.

Las cosas que se deslizan y arrastran —y que nos ponen la carne de gallina— son los primeros candidatos para ser objeto del terror-arte. Dichas criaturas ya repugnan, y aumentar su escala incrementa su peligrosidad física. En «Jerusalem’s Lot», de Stephen King, se convoca una criatura infernal por medio de un libro impío.

Calvin me empujó y me tambaleé, la iglesia giraba en torno a mí hasta que caí al suelo. Mi cabeza chocó contra el canto de un banco que sobresalía y un fuego rojo inundó mi cabeza y, sin embargo, parecía aclararla.

Busqué a tientas las cerillas de sulfuro que había comprado.

Un trueno subterráneo llenó el lugar. Caía escayola. La oxidada campana de la torre, vibrando por simpatía, repicaba con un ahogado sonido demoníaco.

Mi cerilla se encendió. La estaba acercando al libro justo cuando el pulpito explotó hacia arriba produciendo un estallido de madera. Unas enormes fauces negras surgieron de debajo; Cal se tambaleó en el borde alargando las manos, con su rostro dilatado por un grito de terror que nunca podré dejar de oír.

Y luego apareció una enorme masa de carne gris vibrante. El hedor se convirtió en una marea de pesadilla. Era una enorme profusión de gelatina viscosa y purulenta, una forma enorme y horrible que parecía haber subido vertiginosamente de las entrañas mismas del suelo. Y entonces, en un acto de comprensión repentina que nadie puede haber experimentado, ¡me di cuenta de que se trataba de un anillo, un segmento, de un gusano monstruoso que había existido inadvertido para el ojo humano durante años en la oscuridad del subsuelo de esa abominada iglesia!

El libro ardía en llamas en mis manos, y la Cosa parecía gritar silenciosamente por encima de mí. Calvin recibió un violento golpe y fue arrojado al otro extremo del templo como un muñeco con el cuello roto.

Los monstruos fóbicos magnificados fueron una variedad bastante popular en las películas de los años cincuenta (sin duda, fueron sugeridos por los primeros experimentos de radiación sobre semillas). Algunos ejemplos incluyen: Them!, Tarántula, Attack of the Crab Monsters, The Deadly Mantis, Giant Gila Monster, Monster From Green Hell, Attack of the Giant Leeches, The Spider, Black Scorpion, The Fly, The Monster That Challenged The World, The Giant Spider Invasion, Mothra, The Return of the Fly, el pulpo humanoide de It Came From Beneath The Sea, el saltamontes gigante de The Beginning of the End, y la proporcionalmente gigantesca viuda negra de The Incredible Shrinking Man, entre otras películas. Puesto que partes del cuerpo amputadas pueden provocar repulsión, encontramos el Crawling Eye intentando conquistar el mundo. Más recientemente hormigas gigantes se han comido a Joan Collins en Empire of the Ants y ratas sobredimensionadas han rodeado a Marjoe Gortner en Food of the Gods. Por supuesto, no se puede magnificar cualquier cosa y esperar que sea una criatura terrorífica; los conejos monstruosos de Night of the Lepus no parecen haber convencido a muchos. Lo que hay que magnificar son cosas que ya resulten potencialmente perturbadoras y repugnantes[59].

Con fines relacionados con el terror-arte se puede explotar el repelente aspecto de criaturas existentes no sólo magnificándolas sino también masificándolas. En la novela de Richard Lewis Devil Coach Horse ejércitos de escarabajos sedientos de sangre se ponen en marcha, mientras que la identidad de las masas monstruosas en Killer Crabs, de Guy Smith, y en Ants, de Peter Tremayne, no requiere más comentario. Esos enjambres de seres que se arrastran por el suelo, reunidos para una última confrontación con la humanidad, son, por supuesto, seres fantásticos, investidos de habilidades estratégicas, virtual invulnerabilidad, una fuerte inclinación por la carne humana y a menudo poderes alterados desconocidos actualmente por la ciencia de la biología. «Leiningen versus the Ants» de Carl Stephenson —seguramente el Moby Dick del género de insectos— está basado en la observación científicamente correcta de que cierto tipo de hormigas forrajean coordinadamente en grandes colectivos, pero dota a esas hormigas de cualidades y poderes que los expertos de entonces habrían considerado sin precedentes[60]. Hay individuos cazadores y caballos —antes que otros insectos como arañas, cucarachas y langostas— y la historia sugiere con fuerza que tumban la presa de Leiningen con objeto de cruzar el canal. La película de Saul Bass Phase IV presenta un ejército de hormigas dotadas de una inteligencia superior en tanto que en Kingdom of the Spiders las tarántulas invasoras atrapan a una ciudad entera en su tela para almacenar comida; en Kiss of the Tarantulas las arañas se convierten en asesinas a sueldo. Al igual que en el caso de la magnificación, con la masificación no ocurre que cualquier tipo de entidad se pueda agrupar en hordas terroríficas. Tiene que ser de un género que ya nos inclinemos a considerar repelente —un aspecto puesto cómicamente de relieve por The Attack of the Killer Tomatoes (y su secuela, The Return of…)—. Masificar montones de criaturas ya repugnantes, unidas y guiadas por propósitos inamistosos genera terror-arte aumentado la amenaza planteada por estos objetos fóbicos de antemano.

Las biologías fantásticas, vinculando categorías culturales diferentes y opuestas, pueden construirse por medio de la fisión y la fusión, mientras el potencial de terror de las entidades ya repugnantes y fóbicas se puede acentuar por medio de la magnificación y la masificación. Estas son estructuras primarias para la construcción de criaturas terroríficas. Estas estructuras pertenecen primariamente a lo que se podrían considerar como las biologías de los monstruos de terror. Sin embargo, hay otra estructura, no conectada esencialmente a las biologías de estas criaturas, que merece una discusión en esta revisión de la presentación de los seres terroríficos, pues aunque no sea un asunto de biología se trata de una importante estrategia recurrente en la creación de monstruos. Esta estrategia se podría llamar metonimia terrorífica.

Con frecuencia las criaturas terroríficas no son algo que pueda percibirse a simple vista o que pueda describirse con aspecto de monstruo. Frecuentemente en estos casos, el ser terrorífico está rodeado de objetos que de antemano sabemos que son objeto de asco o fobia. En «The Spectre Bride», El Judío Errante, una figura de fusión, no aparece al principio como repugnante; sin embargo, por contigüidad se asocia la boda con el asco:

[El Judío Errante.] «Pobre muchacha, te estoy llevando en realidad a tus esponsales; pero el capellán estará muerto, tus parientes serán esqueletos en desmoronamiento que se descomponen en pedazos; y los testigos [de] nuestra unión serán los lentos gusanos que se revelan en los huesos cariados de la muerte. Ven, mi joven esposa, el capellán espera impaciente a sus víctima». A medida que avanzaban, una apagada luz azul se movió rápidamente ante ellos e iluminó en el extremo del patio de la iglesia el portal de una cripta. Estaba abierta y penetraron en silencio. Un viento de caverna vino impetuoso a través de la tenebrosa residencia de la muerte. A cada lado había los restos desmoronados de ataúdes caídos a pedazos sobre la tierra húmeda. A cada paso había un cuerpo muerto; y los blancos huesos crujían horriblemente bajo sus pies. En el centro de la cripta se levantaba un montón de esqueletos sin enterrar en el que se sentaba una figura demasiado terrible incluso para la imaginación más tenebrosa. A medida que se acercaban, la vacía cripta resonaba con unas carcajadas infernales, y todos los cuerpos descompuestos parecían dotados de vida sobrenatural.

En este caso, aunque el terrorífico novio no despierta repugnancia perceptivamente de modo directo, todo cuanto le rodea y su infernal servicio resulta impuro a la luz de la cultura. De modo parecido, Drácula, tanto en la literatura como en los escenarios y la pantalla, se asocia con los bichos; en la novela está al mando de ejércitos de ratas. E indudablemente, la asociación de seres terroríficos con la enfermedad y la contaminación está relacionada con la tendencia a rodear a los seres terroríficos de otros seres impuros.

En The Damnation Game, de Clive Barker —una suerte de actualización de Melmoth el errabundo—, el personaje mefistofélico de Mamoulian tiene un aspecto aparentemente normal, pero su secuaz, el Comedor de Cuchillas es un zombi grande y pesado que se va descomponiendo gráficamente a lo largo de toda la novela, un rasgo que se hace más inquietante por dar siempre rienda suelta a sus dulces dientes. Igualmente, la niña poseída por el espíritu de Beth en Suffer the Children, de John Saul, aunque en sí misma no es del todo repugnante, va rodeada de ceremonias que revuelven el estómago como la simulación de una merienda atendida por niños salpicados de sangre, el esqueleto de Beth y un gato decapitado vestido de muñeca cuya cabeza cae de los hombros. Con Mamoulian y Beth el ser fantástico no es perceptivamente repulsivo, pero está vinculado mediante metonimia a cosas perceptivamente repugnantes. Por supuesto, incluso criaturas como Drácula, aunque en lo fundamental no sean presentadas como perceptivamente asquerosas, siguen siendo con todo repugnantes e impuras; no se requiere lo perceptivamente grotesco para ser infame. Drácula pone enfermo a Harper aunque su apariencia no es literalmente monstruosa. En esos casos la asociación de esas criaturas impuras con el gore perceptivamente pronunciado u otros adornos repugnantes es un medio de subrayar la naturaleza repugnante del ser.

En la novela The Magic Cottage, de James Herbert, el vil mago Mycroft es una figura majestuosa, aunque humana, que tiene a su disposición agentes que se distinguen por su increíble nocividad. En el enfrentamiento final con el narrador los resume así: «la alfombra se iba desgarrando explosivamente en torno a mí, y monstruos como babosas rezumaban por los bordes con brillantes babas. Manos costrosas y supurando pus se agarraban a la raída alfombra en un esfuerzo por sacar el resto de sus formas de vida al exterior. Esas membranas, llenas de vida y agitación, estremecían sus hocicos en el aire antes de retorcerse en el borde. Finos hilillos de humo negro se elevaban en lentas espirales, llenos de microorganismos morbosos, el mal corruptor que vaga por las profundidades, la subversión que buscaba caminos para llegar a la superficie, buscando la luz, la definición —la realidad—. Esas eran las sustancias del mal infiltrándose».

La metonimia terrorífica no tiene por qué restringirse a casos en los que los monstruos no tengan aspecto espantoso; una criatura ya contrahecha se puede asociar con entidades consideradas de antemano impuras y sucias. Piénsese en el Nosferatu de Murnau y en el remake de Werner Herzog, en el que el vampiro está unido a seres inmundos y que se arrastran por el suelo. De modo similar, los zombis con grandes colgajos de viscosidades en sus labios ejemplifican la metonimia terrorífica.

Fusión, fisión, magnificación, masificación y metonimia terrorífica son los principales tropos en la presentación de monstruos de terror-arte[61]. La fusión y la fisión son medios para construir biologías de terror; la magnificación y la masificación son medios para aumentar los poderes de criaturas ya repugnantes y fóbicas. La metonimia terrorífica es un medio para enfatizar la naturaleza impura y repugnante de las criaturas —desde fuera, por así decirlo— asociando dicho ser con objetos y entidades que ya resultan repulsivas: partes del cuerpo, sabandijas, esqueletos y todas las formas de inmundicia. La criatura de terror es esencialmente un compuesto de peligro y aversión y cada una de esas estructuras proporciona un medio de desarrollar esos atributos en equipo.

Resumen y conclusión

A lo largo de la primera parte de este estudio he intentado caracterizar la naturaleza del género de terror. He supuesto que el género de terror se puede definir en términos de la emoción que esas obras están destinadas a provocar en el público. Esto es, las obras de terror son aquellas destinadas a funcionar de modo que induzcan el terror-arte en el público. En consecuencia, para identificar plenamente los criterios para ser una obra de terror es necesario caracterizar la emoción del terror-arte.

Con este fin, he observado que las respuestas emocionales a los personajes humanos positivos ante los monstruos en sus mundos de ficción son particularmente instructivas. Pues, idealmente, resultaría que los lectores y espectadores de las ficciones de terror seguirían de modo paralelo, a grandes rasgos y en ciertos aspectos, las emociones de los humanos protagonistas de la ficción, o, por decirlo de un modo algo distinto, se supone que compartimos ciertos elementos de la respuesta emotivas ante dichos monstruos con los personajes humanos positivos en las ficciones relevantes. Específicamente, compartimos con los personajes las evaluaciones emotivas de los monstruos como temibles e impuros —como peligrosos y repulsivos— y ello es la causa de que experimentemos las sensaciones pertinentes. A diferencia de los personajes en tales ficciones, nosotros no creemos que los monstruos existan; nuestro miedo y repugnancia es más bien una respuesta al pensamiento en tales monstruos. Pero nuestros estados evaluativos siguen a los de los personajes.

He planteado la hipótesis de que la emoción del terror-arte implica esencialmente una combinación de miedo y repulsión con relación al pensamiento en monstruos tales como Drácula, de tal manera que esos estados cognitivos generan algún tipo de agitación física que puede ser tan manifiesta como los temblores y los revolvimientos de estómago, o tan silenciosas como las sensaciones de hormigueo o un elevado sentido físico de aprehensión, de alerta o de presentimiento. Como se argumentará en el próximo capítulo, todo ello puede ser provocado por el pensamiento en tales criaturas y no requiere la creencia en ellas. El estado psicológico del público, por tanto, diverge del estado psicológico de los personajes respecto a la creencia, pero converge con el de los personajes respecto al modo en que las propiedades de dichos monstruos se evalúan emotivamente.

El argumento que lleva a estos resultados se puede resumir claramente recordando que virtualmente el mismo monstruo —por lo que respecta a su apariencia— puede figurar tanto en una obra de terror como en un cuento de hadas. La ilustración de la Bestia para la nueva versión que Laura E. Richards hizo en 1886 de «La bella y la bestia» podría funcionar bastante bien como ilustración gráfica del Cycle ofthe Werewolf [El ciclo del hombre lobo], de Stephen King, igual que la visión de Berni Wrightson del hombre lobo en dicho libro sería una imagen de la Bestia para la mayoría de las versiones de cuentos de hadas[62].

En realidad se podría concebir la imagen de un monstruo tipo que pudiera funcionar tanto como una bestia de cuento de hadas y como un hombre lobo terrorífico. En el lenguaje de Arthur Danto, podríamos imaginar una bestia de cuento de hadas que fuera indiscernible a simple vista de un hombre lobo terrorífico[63]. Con todo, hay una diferencia entre las reacciones del público en relación a esos dos géneros de ficción. Mi proyecto es, pues, derivar la mejor explicación de la reconocida diferencia entre dicho conjunto de criaturas perceptivamente indiscernibles y sin embargo diferentes que, a su vez, marque una distinción entre los géneros en los que habitan.

En este caso se ha observado con frecuencia que una diferencia crucial entre los monstruos de los cuentos de hadas y los monstruos de terror tiene que ver con la forma en que los personajes de esos respectivos géneros reaccionan ante ellos. Tanto la Bella como su padre tienen miedo de la Bestia; pero no reaccionan ante ella como si fuera sobrenatural, esto es, como si fuera una violación de la naturaleza o una criatura impura. Se trata más bien de una entidad maravillosa o fantástica del mundo de lo maravilloso y lo fantástico. No es un error categorial cosmológico o metafísico. El universo del cuento de hadas incorpora criaturas como la Bestia como parte y parcela de la naturaleza. Causa miedo por ser un ser grande y parecido a un animal con un temperamento espantoso. Pero no es una violación de la naturaleza. Ello viene señalado por la forma en que personajes como la bella y su padre reaccionan ante él.

En efecto, mi tesis en este caso según la cual la respuesta del personaje es generalmente decisiva, se ve apoyada también por el hecho de que a medida que la actitud de la Bella ante la Bestia se modifica y se enamora, el miedo del lector respecto a la Bestia disminuye proporcionalmente. (Ello se puede ver en la película The Beauty and the Beast de Jean Cocteau y en la serie de televisión del mismo nombre[64]).

Sin embargo, cuando se pasa de un cuento de hadas como la versión de «La bella y la bestia» de Madame de Beaumont a los casos paradigmáticos de terror como el monstruo de Frankenstein, Drácula, Mr Hyde, los Grandes Primordiales de Lovecraft y demás, la reacción de los personajes humanos ante dichos monstruos cambia. Los monstruos son considerados violaciones de la naturaleza y anormales, cosa que ponen de relieve las reacciones de los protagonistas. Estos no sólo temen a esos monstruos; los encuentran repelentes, asquerosos, repugnantes, repulsivos e impuros. Son antinaturales en el sentido de que son abortos metafísicos y, en consecuencia, provocan repugnancia a los personajes de ficción, y, a su vez, se supone que provocan una respuesta congruente en el público.

He intentado apoyar mi caracterización de la reacción de los personajes ante los monstruos de terror desarrollando esta tesis mediante la consideración de muchos de los autores paradigmáticos y de muchas historias del género de terror. He procedido con la convicción de que ya hay un fuerte consenso acerca de los casos centrales del terror y, como creo que hemos mostrado, mi caracterización casa con ellos. También se han elegido muchos ejemplos de casos menos famosos y tal vez incluso oscuros en este campo para sugerir el amplio alcance que tiene esta fórmula del terror. En mi propio caso encuentro estos ejemplos y multitud de otros como ellos leyendo y visionando obras del género amplia y azarosamente. La frecuencia con la que la caracterización basada en las obras de terror mejor conocidas se repitió en obras subalternas fue absolutamente asombrosa. Apuesto a que ahí donde otros investigadores peinen el terreno al azar continuarán acumulándose las evidencias que confirman la teoría.

Al exponer la precedente caracterización de la naturaleza del género de terror he supuesto que el género hizo su aparición hacia mediados del siglo XVIII. En esto creo que he aceptado el punto de vista dominante entre los historiadores de la literatura del género, que lo consideran un producto de la novela gótica inglesa y el Schauerroman alemán[65]. La cuestión sobre cuál fue la primera novela del género de terror o de cuál es la primera novela gótica se puede discutir, aunque bien puede que sea indecidible. Un candidato podría ser El castillo de Otranto (1764), de Horace Walpole; sin embargo, se puede afirmar que su tono, como el de Vathek, de William Beckford, no es exactamente el tono correcto. Con todo, al menos parece haber consenso en que el género cristalizó hacia finales del siglo XVIII.

Si ello es así —y supondré que lo es basándome en las autoridades en la materia— se plantea la cuestión de por qué surgió el género en ese momento. En este sentido es útil recordar que la aparición del género de terror —especialmente en forma de novela gótica— coincide con el período que los historiadores llaman «Ilustración» o «La edad de la razón». Este período se considera que abarca el siglo XVIII y que está marcado por la difusión de las ideas de un pequeño grupo de pensadores del siglo XVII —como Descartes, Bacon, Locke, Hobbes y Newton— entre un público lector relativamente amplio.

En general, parece justo suponer que el público lector no asimiló directamente su conocimiento de estos pensadores del siglo XVII a partir de las fuentes originales, sino que aprendió a través de la obra de gentes que Crane Brinton describe como «lo que llamaríamos hoy en día ‘divulgadores’, es decir, periodistas, hombres de letras, los jóvenes participantes de los salons»[66]. Figuras conocidas entre éstos son Yoltaire, Diderot, Condorcet, Holbach y Beccaria. El espíritu de la Ilustración se apoyaba en los inmensos logros de la ciencia natural —con Newton destacando como un héroe especial— y los intentos filosóficos de crear el marco de una ciencia unificada en el siglo XVII.

La razón fue elevada a facultad superior y se denunciaba todo cuanto impidiera su florecimiento. La religión fue objeto de especial desconfianza porque concedía a la fe y a la revelación un valor superior a la razón. La actitud crítica y escéptica hacia la religión podía escalar hasta convertirse en ateísmo. Diderot describe la figura del hombre que se dirige a la Naturaleza del siguiente modo:

¡En vano, oh esclavo de la superstición, buscas tu felicidad más allá de los límites del mundo en que te he colocado! Ten el coraje de liberarte a ti mismo del yugo de la religión, mi arrogante rival, que no reconoce mis prerrogativas. Expulsa a los dioses que han usurpado mi poder y retorna a mis leyes. Retorna a la naturaleza de la que huiste; ella te consolará y hará desparecer esos miedos que ahora te oprimen. Sométete de nuevo a la naturaleza, a la humanidad, y a ti mismo, y encontrarás flores esparcidas a lo largo del camino de tu vida[67].

Aquí la naturaleza es, desde luego, la naturaleza mecánica del sistema newtoniano. Y aunque gran parte del pensamiento de la Ilustración no fuera irreligioso una tendencia principal del período era opuesta a la superstición. La Ilustración se inclinaba a ver todos los aspectos del mundo como susceptibles de análisis científico; y, en este sentido, lo sobrenatural se consideraba un producto de la imaginación[68].

La novela de terror hace su aparición como género sobre este fondo intelectual. Así, resulta tentador especular que puede haber alguna relación entre el género de terror y la omnipresencia de la concepción ilustrada del mundo. Se pueden sugerir varias hipótesis acerca de la correlación de ambos fenómenos. Por ejemplo, se puede pensar que la novela de terror representa algo así como el aspecto subterráneo de la Ilustración. Donde ésta valora la razón, la novela de terror explora las emociones, emociones en efecto particularmente violentas desde el punto de vista de los personajes de ficción. Este contraste, por lo demás, se podría amplificar asociando a la Ilustración con la objetividad y a la novela de terror con la subjetividad[69].

Y donde el converso a la Ilustración lucha por una concepción naturalista del mundo, la novela de terror supone, con finalidades literarias, la existencia de lo sobrenatural. Además, se puede decir que, por oposición a la fe ilustrada en el progreso, la novela de terror favorece una reacción. O, como mínimo, se podría ver la novela de terror como una esfera en la que se ha concedido a las creencias supersticiosas un foro de expresión residual y reducido a un ghetto. Es decir, la novela de terror, junto a poemas como «El rey de los alisos» de Goethe se puede ver como el retorno de lo reprimido por la Ilustración[70]. En este caso, la novela de terror se puede concebir de varias maneras diferentes: se puede construir como compensación por lo que la Ilustración tiene bajo sospecha, operando como una válvula de seguridad; o puede concebirse como una suerte de explosión de lo negado.

Sin embargo, estas ideas provocativas pueden resultar muy difíciles de confirmar. Porque si la relación de la novela de terror con la Ilustración es inicialmente una relación conflictiva, uno se pregunta quiénes son los sujetos que padecen este conflicto. ¿Hace estragos ese conflicto en el alma de los lectores del género de terror? ¿Pero, entonces, sabemos que los lectores del género eran también conversos a la concepción ilustrada del mundo? ¿De hecho no es más probable que la mayoría de lectores del género de terror fueran cristianos corrientes antes que lumbreras de la Ilustración? O quizá deberíamos pensar en términos de dos grupos de lectores diferentes y opuestos de manera que los fans del terror son llevados a las novelas del género por la propaganda ilustrada. Pero entonces de nuevo la probabilidad de que los lectores del género de terror fueran tan perseguidos por el pensamiento ilustrado es al menos sospechoso, y, en cualquier caso, sería demasiado difícil de confirmar. Por supuesto, se podría intentar localizar el conflicto no en los individuos sino en la cultura en sentido amplio. No obstante, esta puede resultar una concepción de la sociedad demasiado antropomórfica, mientras que, al mismo tiempo, requiere un poco de explicación. Esto es, ¿cómo se produciría dicho conflicto si no es mediante la experiencia de los individuos?

Ninguna de estas preocupaciones derrota de modo concluyente las precedentes hipótesis acerca de la relación del género de terror con la Ilustración. Representan en cambio exigencias para seguir investigando y clarificando los conceptos. No estoy pidiendo que estas hipótesis sean desestimadas, sino sólo que se desarrollen. Son unas sugerencias desafiantes demasiado imprecisas para ser confirmadas actualmente.

Sin embargo, es posible que haya una conexión entre la novela de terror y la Ilustración que pueda basarse en consideraciones conceptuales antes que en consideraciones empíricas. A lo largo de mi discusión hasta aquí he subrayado que la emoción del terror-arte incluye una noción de la naturaleza que el monstruo —en el que se centra la emoción— viola. Los monstruos son sobrenaturales o, si están confeccionados por la fantasía de ciencia ficción, por lo menos desafían la naturaleza tal como la conocemos. Es decir, los monstruos de terror encarnan la idea de una violación de la naturaleza. Pero para tener una violación de la naturaleza se necesita una concepción de la naturaleza —una concepción que relegue al ser en cuestión al reino de lo no natural—. Y en este sentido, se podría sugerir que la Ilustración proporcionó a la novela de terror la norma de lo natural precisa para producir la suerte de monstruo correcto.

Esto es, donde un lector opera con una cosmología en la que brujas, demonios, hombres lobo y fuerzas espectrales son parte de la realidad, bien que una parte temible, no está disponible el sentido de violación de la naturaleza que acompaña al terror-arte. La concepción científica del mundo de la Ilustración, sin embargo, suministra una norma de lo natural que proporciona el espacio conceptual necesario para lo sobrenatural aun cuando considere ese espacio como el de la superstición.

No pretendo afirmar que los lectores y escritores de novelas góticas en particular y de terror en general creyeran uniformemente en la Ilustración. No obstante, la perspectiva ilustrada sobre aquello que abarca la realidad científica y sobre lo que cuenta como superstición no estaba tan extendida. A finales del siglo XVIII los lectores y los escritores probablemente no tenían una visión elaborada de la ciencia y tampoco aceptaban necesariamente todo lo que la ciencia proclamaba. Sin embargo, como los lectores de hoy, que generalmente no están al tanto de los descubrimientos científicos recientes, probablemente tenían suficiente idea de dicho punto de vista como para identificar, en la forma extremadamente amplia que presupone el terror-arte, aquello que la ciencia considera como creencia supersticiosa, especialmente lo que tiene por una violación de la naturaleza.

Una hipótesis, pues, acerca de la correlación entre la Ilustración y la aparición del género de terror es que éste presuponía algo así como la visión científica de la Ilustración para generar el requerido sentido de violación de la naturaleza. Es decir, la Ilustración puso a disposición la clase de concepción de la naturaleza o la clase de cosmología necesaria para crear un sentido del terror. No es necesario suponer que el público lector aceptara la totalidad de la ciencia ilustrada, sino sólo que tenían un sentido operativo de lo que esa concepción consideraba como fuera del ámbito de la naturaleza. Tampoco hay que presuponer que los lectores estuvieran de acuerdo con ese punto de vista, sino sólo que para los fines propios de la ficción de entretenimiento, podían reconocer y utilizar su perspectiva sobre las fronteras de la naturaleza[71].

Claro que esta hipótesis puede ser susceptible de reservas planteadas desde el punto de vista de la hipótesis del retorno-de-lo-reprimido-por-la-Ilustración. Es decir, que se puede mostrar que la concepción de la Ilustración no era tan familiar al público lector como estamos suponiendo. Mi presentimiento es que no resulta problemático creer que la visión de la naturaleza proclamada por la Ilustración era ampliamente conocida, aunque no era abrazada por la mayoría del público lector. Sin embargo, si esta conjetura se demostrara históricamente insostenible las consecuencias para esta teoría de la naturaleza del terror-arte no serían devastadoras. Sólo refutarían estas ideas acerca del origen del género de terror en el siglo XVIII. No cuestionarían la caracterización de la naturaleza de este género.