[2] Otros ejemplos de este tipo pueden encontrarse en Colín Radford, «Haw can we be moved by the fate of Anna Karenina?», Supplementary Volume of the Aristotelian Society, 49 (1975).
[3] Samuel Taylor Coleridge, «Biographia Literaria», en Selected Poetry and Prose of Coleridge, ed. de Donald Stauffer, Nueva York, The Modern Library, Random House, 1951, p. 264.
[5] En su «Meditación IV: de lo Verdadero y lo Falso», Descartes mantiene que en ciertos casos podemos querer nuestras creencias. Esta suposición fue posteriormente cuestionada por Spinoza y Hume.
[6] Por supuesto, en el contexto del argumento concerniente a la ficción en general y a la ficción de terror en particular acerca de la posibilidad de la creencia voluntaria, ésta no es una réplica realmente aceptable de parte del que propone la suspensión voluntaria de la incredulidad. Pues al igual que la proposición «5+7=1492» la proposición «No es el caso que Drácula no exista» y su equivalente «Drácula existe» son proposiciones que sabemos que son falsas. Si no podemos querer creer que «5+7=1492» sobre la base de su falsedad, entonces, análogamente, no podemos querer creer que «Drácula existe».
[7] Si alguien piensa que aquí hay un problema porque estoy hablando de creencias antes que de incredulidad se podría cambiar el ejemplo a una proposición en la que no se cree —«Los no blancos no son los iguales de los blancos»— y el argumento progresará igualmente.
[9] Mis argumentos contra la idea de la suspensión voluntaria de la incredulidad subrayan que no parece haber ninguna evidencia para la realización de un acto de la voluntad. Pero tal vez comprar una entrada para ver una película de monstruos o decidir leer una novela de terror se tomará como evidencia del acto relevante de voluntad. En otras palabras, leer la novela o ver el film como ficciones son los actos relevantes de voluntad. Pero entonces suspender la creencia se convierte en un asunto de leer o ver deliberadamente una ficción. Pero en el contexto del argumento en cuestión, la suspensión deliberada de la incredulidad se suponía que señalaba un proceso, además de leer y ver deliberadamente una ficción. Si no es ese proceso «añadido», entonces es difícil ver cómo resolverá la paradoja de la ficción tal como se ha formulado. Leer deliberadamente El exorcista como una ficción no neutralizará nuestra creencia de que el demonio que posee a Regan, así como Regan misma, no existen. Desde luego, se podría estipular que la suspensión voluntaria de la incredulidad es justamente el proceso de leer deliberadamente una ficción. Pero entonces es difícil ver cómo esta idea puede presentarse de modo útil como respuesta a la paradoja de la ficción. Sólo es un modo de replantear el problema, incluso si encuentra un significado inofensivo para la expresión suspensión de la incredulidad.
Otra tentativa también de salvación del punto de vista de la suspensión de incredulidad ante mis argumentos podría ser el siguiente: supongamos que para la suspensión ordinaria de la incredulidad nuestras creencias asentadas tienen que estar bajo el fuego de evidencias que las cuestionan; yo doy por supuesto que no hay evidencias en contra de las ficciones. Pero tal vez alguien podría sostener que en las películas, por ejemplo, la evidencia en contra la proporcionan las imágenes mismas de la película. Puesto que ésas son sólo imágenes de ficción, para empezar somos escépticos acerca de si lo que retratan es verdadero. Pero si esa es la evidencia en contra nos preguntaremos cómo llegó a adquirirse la creencia que está siendo contestada —por ejemplo, que Rodan esté en el aire—. Las imágenes de ficción mismas tendrán que ser simultáneamente la fuente de nuestra creencia y de nuestro escepticismo. Y es extremadamente difícil ver cómo esto pueda funcionar. Antes bien, yo diría que las imágenes de Rodan nos presentan la idea de Rodan, una criatura cuya existencia no es algo que estemos inclinados a defender. Así, si nos damos cuenta de que la única evidencia que tenemos para su existencia es la imagen del film, no pensamos repentinamente que una de nuestras creencias está siendo cuestionada, ya que nunca tuvimos esa creencia en primer lugar.
De nuevo podríamos decir que ver una película de ficción deliberadamente es justamente lo que significa la suspensión voluntaria de la incredulidad. Pero esta clase de definición estipulativa no proporcionará a los defensores de la suspensión de la incredulidad el género de proceso mental requerido para disolver la supuesta contradicción entre nuestra genuina respuesta emocional a las ficciones de terror y nuestro conocimiento de que la ficción de terror no representa criaturas y acontecimientos existentes. La suspensión de la incredulidad redefinida como saber que la ficción es una ficción meramente reformula la contradicción supuesta.
[10] El ejemplo del Limaco Verde creo que fue introducido por Kendall Walton en su clásico artículo del Journal of Philosophy «Fearing Fictions».
[11] En este punto algunos lectores habrán preguntado ante quién está Charles fingiendo y por qué. Con el modelo de un niño que está jugando consigo mismo y que finge ser un superhéroe, podríamos responder que Charles está fingiendo ante sí mismo por el placer que ello produce.
[12] Véase Kendall Walton, «Fearing Fictions», cit., y «How Remote Are Fictional Worlds From The Real Wold?», en The Journal ofAesthetics and Art Criticism, 37 (1978). El uso del concepto de simulación [make-belive] en estos artículos es una extensión del uso que Walton hace de dicho concepto para tratar con cuestiones generales de representación. Véanse sus artículos «Pictures and Make-Belive», Philosophical Review, 81 (1973), y su «Are Representations Simbols?», The Monist,58 (1974).
[15] Walton encuentra un enigma relacionado con éste en alemán, en el que según dice, con la excepción del caso de la ficción, el uso del indicativo siempre señala que el hablante está comprometido con la verdad de la declaración. Walton también explica esta excepción en términos del juego de simulación del hablante. Sin embargo, los hablantes nativos del alemán me dicen que en alemán, como en inglés, si el contexto es ambiguo se emplea el prefijo ficticio.
Hay también otros enigmas que Walton cree resolver con su teoría. El primero es el caso en que un lector al que no le gustan los finales felices le engancha una historia de manera que quiere que la heroína sea rescatada a pesar de su aversión de principio a esas tramas. Personalmente, no creo que eso sea un enigma ni que necesitemos la teoría de Walton para resolverlo. Seguramente uno se puede oponer en principio a cierto tipo de trama y seguir enganchado por ella exactamente igual que en principio uno se puede oponer a fumar y, sin embargo, gustar del sabor del tabaco cuando uno se encuentra en una situación social en la que para ser educado acepta un cigarro ritual.
El último enigma al que Walton aplica su teoría implica la cuestión de cómo podemos gozar de las ficciones de suspense que ya hemos leído. Esto es, si sabemos que emulsionarán al Limaco Verde en el último capítulo, ¿cómo es que podemos leer de nuevo la historia y, no obstante, engancharnos otra vez? Desde el punto de vista de Walton, eso no es un problema porque simplemente estamos jugando otro juego de fingimiento, aunque con los mismos medios. Discutiré la solución de este enigma en el próximo capítulo donde trato la relación del terror con el suspense.
[16] Para un ejemplo de este tipo de teoría, véase «The logical status of fictional discourse» de John Searle en su libro Expresión and Meaning (Cambridge, Cambridege University Press, 1979. También Richard Gale, «The Fictive Use of Language», en Philosophy, 46 (1971).
[17] Para un ejemplo sistemático de la teoría de los actos de habla, véase el libro de John Searle, Speech Acts, Cambridge, Cambridege University Press, 1969.
[18] El propio Walton no afirma tal ventaja para su teoría; por tanto, las observaciones anteriores no se han de considerar dirigidas hacia él. Antes bien, estoy intentando impedir anticipadamente las tentaciones de dar este paso no porque Walton lo haya intentado, sino porque que he observado que a veces en las conversaciones la gente tiende a combinar la teoría del fingimiento de las emociones con las teorías del fingimiento de la aserción ficcional.
[19] Otro modo de defender la atribución de emociones fingidas a los espectadores —propuesto por Mary Wiseman— es mantener que no se trata de un intento de ofrecer una fenomenología del espectador sino de ofrecer una explicación de lo que realmente sería si la respuesta del espectador fuera lógicamente coherente. En este caso puede ser una analogía clarificadora la distinción entre lo que ocurre en una persona médicamente inculta, como yo mismo, y lo que pienso y siento. Pero no estoy seguro de que las explicaciones de los estados psicológicos se puedan distinguir nítidamente de la autoconsciencia y las convicciones reflexivas de los sujetos como podría ser el caso con ciertos estados médicos. Además, las teorías del fingimiento podrían no ser la única teoría que puede ofrecer un explicación que presente la respuesta del espectador como algo coherente desde el punto de vista lógico. Y si una teoría rival no sólo propone este tipo de explicación sino que también lo hace a la vez que ni postula estados de fingimiento «teóricos» ni haciendo violencia a la fenomenología del terror-arte, esa teoría sería superior, siendo todo lo demás igual, a la teoría del fingimiento. Obviamente, este es justamente el género de teoría rival que intentaré desarrollar en lo que sigue.
[20] Si este es el modo en que se supone que la teoría de Walton funciona la encuentro implausible. Usar el ejemplo del miedo podría en este caso oscurecer la dificultad. Pero si pensamos en términos de la emoción de pesar al final de A Man For All Seasons de Robert Bolt, no es porque hayamos sido traicionados o degollados o hayamos traicionado o degollado a un amigo, simuladamente o no.
[21] La cuestión es aquí dialéctica. Quiero minar el carácter convincente de uno de los casos paradigmáticos del argumento de que las emociones siempre requieren creencias, esto es, el caso en el que la emoción se disuelve en cuanto nos enteramos de que la historia es amañada. Quiero contestar este caso mostrando que probablemente es más complicado de lo que parece, de hecho, de tal forma complicado que puede llevarnos a renunciar a generalizar a partir de él. Concretamente, quiero sugerir que en tales casos el posible elemento de resentimiento puede contar entre nuestras predichas pérdidas de simpatía cuando nos enteramos de que hemos sido víctimas de un cuento chino. He intentado también plantear un escenario en el que parece plausible que podamos enterarnos de que una historia era ficción y en la que nuestra respuesta emocional no disminuye. La conclusión a la que estoy llegando es que en algunos casos enterarse de que algo es ficción puede disminuir la respuesta emocional por razones ajenas a que nos enteremos que es ficción, mientras que en otros casos enterarnos que una historia es ficción no alterará nuestra respuesta emocional. La cuestión dialéctica es que no nos hemos convencido de que la ausencia de creencias existenciales siempre sea correlativa de la ausencia de emociones. Por otra parte, no estoy argumentando a favor de una teoría general propia. No estoy afirmando que en todos los casos cuando desaparecen las emociones respecto a los cuentos chinos la causa de ello sea siempre el resentimiento; a veces simplemente podemos perder interés o puede aburrirnos saber que la historia es inventada (desde luego, y por el contrario, también puedo decir entre lágrimas «¡Qué historia tan buena! ¡Qué pena que sea inventada!»). Debo añadir que tampoco estoy afirmando que no haya emociones que requieren creencias existenciales. Sólo estoy cuestionando la teoría general de que las emociones siempre requieren creencias existenciales en tanto que esta tesis se ha avanzado a hombros de dudosos ejemplos de cuentos chinos. Para mis objetivos dialécticos, lo único con lo que tengo que comprometerme en el argumento es que en algunos casos las emociones puede que no se vinculen a creencias existenciales, que saber que una historia no ocurrió no oblitera la respuesta emocional y que el paradigma del cuento chino nos es un apoyo concluyente para la tesis de que las emociones requieren creencias porque la desaparición de simpatía predicho por estos casos podría explicarse igualmente bien en términos del resentimiento que nos embarga.
Resumiendo, mi afirmación en este caso no es que no pueda haber ninguna emoción que requiera creencias existenciales. Sólo he discutido la afirmación de que todas las emociones requieren creencias existenciales. Además, he intentado mostrar que generalizar a partir del paradigma del cuento chino lo que todas las emociones requieren no es tan fácil como normalmente se supone.
[22] Walton dice muy poco acerca de esos cuasi-miedos. Mi propia sospecha es que si dijera más acerca de ellos muy probablemente se convertirían en lo que normalmente consideramos miedos genuinos. Y, en este caso, la teoría del fingimiento sólo podría proceder dando paso subrepticiamente al miedo auténtico por la puerta de atrás, lo cual, por supuesto, minaría completamente la finalidad de la teoría de las emociones fingidas. Es difícil plantear esta sospecha en serio, sin embargo, ya que Walton no nos cuenta mucho sobre el cuasi-miedo, y sin duda no lo suficiente para que sea fácil ver hasta qué punto difiere exactamente del miedo real.
En la página 13 de «Fearing Fictions» Walton dice que «se puede argumentar que los aspectos puramente fisiológicos del cuasi-miedo, tales como el incremento de adrenalina en la sangre, que Charles podría certificar sólo mediante análisis clínicos, no son parte de la simulación de que tiene miedo. Así, se puede entender que ‘cuasi-miedo’ se refiere sólo a los aspectos más psicológicos de la condición de Charles: los sentimientos o sensaciones que van con el aumento de adrenalina, el pulso rápido, la tensión muscular, etc.».
Sin embargo, lo que Walton está llamando «aspectos más psicológicos» de ese cuasi-estado son explícitamente cosas como sensaciones. Y estas sensaciones, como argumenté en el primer capítulo, pueden aparecer formando parte de estados psicológicos muy diferentes. ¿Cómo puede saber Charles sobre la base de estas sensaciones que su cuasi-estado es un estado de cuasi-miedo y no uno de cuasi-excitación o de cuasi-indignación? ¿En virtud de su consciencia del estado cognitivo que da lugar a estas sensaciones? Pero entonces más parece que el estado de Charles sea simplemente un auténtico estado de miedo. O, por decirlo de otro modo, me parece que el cuasi-miedo es sólo simple miedo. Esto es, tiene todos los elementos del miedo, de modo que es miedo.
Walton podría rechazar esta crítica adoptando explícitamente una explicación de las emociones que cuestionarían este argumento. Pero la carga de la prueba está del lado de Walton. Además si este argumento no se puede refutar, entonces parecería correcto decir que Charles sabe que se compromete a fingir miedo porque, en el primer estadio de su reacción, tiene realmente miedo. Así que, como mínimo, la idea de Walton del miedo fingido presupone (en lugar de sustituir) el auténtico miedo.
Esto es, o bien los cuasi-miedos tienen componentes cognitivos o bien no los tienen. Si no los tienen entonces es difícil entender cómo pueden ayudar a Charles a darse cuenta de que debería fingir miedo antes que algún otro estado simulado. En esta alternativa, entonces, hay un vacío en la teoría de Walton. Por otro lado, si el cuasi-miedo tiene un componente cognitivo, entonces es una genuina emoción. Y si es una genuina emoción entonces la teoría es en el mejor de los casos redundante y, lo más probable, es que se refute a sí misma. El único camino para salir del dilema de Walton que veo es que desarrolle una teoría de las emociones alternativa a la presupuesta en este libro.
Walton parece necesitar el cuasi-miedo en su teoría para que Charles sepa qué emoción fingida es adecuada con respecto a la ficción. Sin embargo, me parece que si somos escépticos acerca de la noción de cuasi-miedo, y supongo, dado lo que Walton nos ha contado, que Charles sabe que el miedo fingido es adecuado porque se halla inicialmente en un estado de miedo auténtico, entonces es difícil ver cómo el miedo fingido puede resolver la paradoja de la ficción a la luz del enfoque que Walton le da al problema. En la próxima sección exploraré una vía alternativa de resolver la paradoja de la ficción.
[23] Originalmente desarrollé la teoría del pensamiento como resultado de las dicusiones con Kent Bendall y Christopher Gauker y la defendí en conferencias en la Universidad de Warwick, el Museum of the Moving Image y LeMoyne Collage. Posteriormente, una versión de ella se incorporó en el ensayo que es la base de este libro: «The Nature of Horror», aparecido en el Journal of Aesthetics and Art Criticism, 46 (1987). Tras leer mi ensayo, Richard Shusterman me alertó de una serie de artículos de Peter Lamarque que habían desarrollado una teoría del pensamiento acerca de los personajes de ficción que estaba bastante más avanzada y era más detallada que la que yo había estado trabajando; Lamarque ya había tenido una clara concepción acerca de lo que yo sólo estaba tanteando. En consecuencia, me beneficié enormemente de la obra de Lamarque y una gran parte de lo que sigue se deriva de su obra publicada. Véase Peter Lamarque, «How Can We Fear and Pity Fictions?», British Journal of Aesthetics, 21 (1981); Lamarque, «Fiction and Reality», en Peter Lamarque (ed.), Philospby and Fiction, Aberdeen, Aberdeen U.P., 1983; y Lamarque, «Bits and Pieces of Fiction», en British Journal of Aesthetics, 24 (1984).
[24] En un pasaje Walton sugiere que uno de los valores de las ficciones y nuestras interacciones simuladas con ellas es que nos permiten practicar con las crisis emocionales. Esta idea la apoya particularmente mal su ejemplo favorito, la ficción de terror. Porque difícilmente necesitamos practicar el modo en que responderíamos al Limaco Verde. Eso sería como practicar en un instrumento musical no existente; nunca vamos a tocarlo. Lo mismo podemos decir de Drácula, del Hombre Lobo de Londres, de su contrapartida Americana y del resto del bestiario de terror.
[25] La siguiente discusión del contenido del pensamiento al que se dirige la emoción del terror-arte debe mucho a los trabajos de Peter Lamarque «Fiction and Reality» y «How Can We Fear and Pity Fictions?».
[26] Gottlob Frege, «On Sense and Referente», en Donald Davidson y Gilbert Harman (eds.), The Logic of Grammar, Belmont, Dickenson Publishing Co., 1975, p. 120. En una nota a pie de página añadida a su afirmación, Frege observa que sería conveniente tener un término especial para los signos que sólo tienen sentido. El opta por «representaciones», aunque ello, me parece, sería en este punto confundente puesto que en el discurso filosófico corriente ese término se puede aplicar a signos con referencia así como con sentido. Pero es interesante observar que los ejemplos primarios de Frege de signos sin referencia son representaciones de la ficción —las palabras de una obra de teatro y del propio actor—. Eso sugiere que podríamos considerar que el género al que pertenece la ficción pertenece al de los signos sin referencia. En la ficción contemplamos el sentido del texto sin preocuparnos del valor de verdad de lo que transmite literalmente el texto.
[30] Un modo alternativo de hablar del contenido proposicional del habla en este caso sería adoptar la noción de «situación tipo» introducida por John Perry y Jon Barwise. Eso puede ser muy útil en el contexto del terror-arte porque las representaciones que estamos discutiendo son no sólo textos literarios (con los que la noción de proposición encaja perfectamente, aun cuando, sin duda, no se debería pensar en las proposiciones como sentencias), sino también representaciones pictóricas, y las situaciones tipo son, manifiestamente, abstracciones que se pueden emplear para clasificar imágenes así como emisiones (por ejemplo, la ilustración de la página 59 de Situations and Attitudes). Usando la idea de situaciones tipo podríamos identificar el contenido relevante de nuestros pensamientos con respecto a las ficciones de terror en términos de las situaciones tipo abstractas que usamos para clasificar las «afirmaciones» hechas en la representación cuando se entiende que dichas «afirmaciones» tratan de ficciones y no del mundo real. Diremos que los contenidos de nuestro pensamiento tienen que identificarse y distinguirse con respecto a las situaciones tipo que clasifican las representaciones en las ficciones. Llevar a cabo este análisis en detalle requeriría una elaboración que incluiría la ampliación extensiva de la teoría de la ficción que Barwise y Perry sugieren en las pp. 284-285. Aunque este es un proyecto de investigación de indudable valor se encuentra más allá de los objetivos del presente libro. Para las referencias véase Jon Barwise y John Perry, Situations and Attitudes, Cambridge, MIT Press, 1983.
Se debería hacer notar que con la teoría avanzada en el texto anterior el contenido de nuestros pensamientos con respecto a las ficciones tendrá en general que limitarse a los textos que leemos y a los espectáculos que estamos viendo. La razón de ello es que las ficciones particulares pueden añadir o restar propiedades de los seres terroríficos incluso más conocidos. Por ejemplo, en Monastery de Patrick Whalen, repentinamente nos enteramos de que los vampiros reaccionan a la radioactividad, algo que no es un elemento estándar del mito del vampiro. Como una ficción dada puede variar las propiedades incluso de un mito repetido con frecuencia, es mejor pensar el perímetro del pensamiento del lector como restringido al texto que tiene en la mano. Es tarea de la crítica decidir si hay rasgos de un mito determinado que, por así decirlo, comparten todos los miembros de un subgénero y que no es preciso afirmar en las ficciones concretas. Si hay tales presupuestos de género podrían ser legítimos constituyentes de los pensamientos del lector. Sin embargo, mientras no lo sepamos, el mejor camino parece la estrategia más conservadora de identificar el ámbito legítimo del lector o el espectador con lo que se dice en la ficción o lo que implica la misma.
[31] Bijou Boruah, Fiction and Emotion, Oxford, Clarendon Press, 1988. Este libro apareció cuando el mío estaba en prensa. Merece un estudio detallado, pero no he tenido la oportunidad de tratarlo en profundidad. El breve párrafo anterior, sin embargo, traza un esbozo de la vía por la que defendería la teoría del pensamiento frente a la teoría de la imaginación de Boruah.
[32] Esto, por supuesto, implica decir algo sobre nuestras relaciones con los protagonistas de toda suerte de ficciones, no sólo los de las ficciones de terror.
[33] En efecto, estas consideraciones por sí solas pueden sugerir un argumento para el hecho de que no siempre es necesario postular la identificación con el personaje al describir nuestras respuestas a los protagonistas. Pues si algunas de nuestras respuestas más características ante los protagonistas —como el suspense, la simpatía, la tristeza, la risa dirigida a situaciones cómicas, etc.— no requieren la invocación de la identificación, por ejemplo, para explicar la intensidad de nuestra respuesta, entonces podemos pedir saber en qué, si es que hay alguno, casos nos seguimos viendo empujados a invocarla. Esto es, tenemos derecho a preguntar qué ventaja explicativa proporciona la identificación con el personaje, ya que puede emocionarnos muy intensamente la situación de los personajes en muchos casos en los que no hay lugar para identificación alguna.
[34] Por supuesto, si se dice en este punto que lo que se quiere decir con identificación es simplemente compartir evaluaciones emotivas paralelas, entonces se acaba la argumentación. Pero creo que este paso tendría como resultado abandonar de modo efectivo toda concepción de la identificación que significara la fusión de identidades.
[35] Por supuesto, hay una típica variación en la que las preocupaciones del protagonista se podrían calificar de altruistas. Si el monstruo está acosando a su amado y la protagonista está luchando por salvarle puede ser plausible inferir —si no es empujada por la adrenalina— que su estado emocional es altruista. Pero aun en este caso el estado emocional del público es distinto; es más altruista, ya que el público se preocupa no sólo por el amado de la heroína sino por el autosacrificio de la propia heroína.
[36] Un motivo relacionado para creer en la identificación con el personaje podría ser que lo que sus defensores piensan que es la única explicación a nuestro alcance para nuestra intensa respuesta a los personajes es que nos identificamos porque sólo podemos dar una respuesta tan intensa cuando se trata de nosotros mismos. Sin embargo, así se pasan por alto los hechos. Sentir suspense en relación a un personaje no se explica plausiblemente en términos de identificación. Pero suele sentirse bastante intensamente. Además, si la intensidad de la respuesta se puede explicar para casos como el suspense sin referencia a la identificación con el personaje, tal vez deberíamos sospechar de su postulación en cualquier otro caso.
Por supuesto, otro motivo para pensar que la postulación de la identificación con el personaje es necesariamente la creencia subyacente de que no podríamos responder con intensidad a menos que realmente creyéramos que nos amenazan monstruos. Pero eso, desde luego, nos devolvería a la teoría de la ilusión rechazada en la sección precedente.
[37] Oyendo mis argumentos contra la identificación, algunos oyentes, como Berenice Reynaud, han comentado que creen que el proceso de identificación relevante no es con los personajes sino con la «posición de conocimiento de la historia misma», expresión con la que quiere significar algo parecido al narrador implícito. Así, cuando el tiburón de Tiburón ataca a un nadador incauto, no nos estamos identificando con el personaje, sino con la posición de conocimiento que la propia historia o el narrador implícito dice tener. Una teoría como ésta sobre la identificación evitaría los problema de asimetría que he subrayado. Sin embargo, tiene problemas propios. Veamos, ¿por qué postular una identificación con «la posición de conocimiento de la historia misma»? ¿Por qué no decir simplemente que sabemos que el tiburón está atacando al nadador mientras que el nadador lo ignora? ¿Qué presión de los datos nos empuja a la hipótesis de que hay una «posición cognitiva» o que experimentamos un proceso de «identificación cognitiva»? Podemos decir todo lo que precisamos decir en términos de lo que el público sabe sin multiplicar postulados teóricos como posiciones cognitivas e identificaciones. Desde luego, si preteóricamente se está comprometido con la noción de identificación, dichos postulados tratan, hablando lógicamente, los problemas de asimetría. Pero la falta de cualquier otro motivo para postular esos procesos me parece más una racionalización de la identificación que una defensa de ella. De hecho, postular este proceso de identificación viola el principio ontológico de economía; no está motivado por ningún dato que pueda distinguir.