4. ¿POR QUÉ EL TERROR?
¿Por qué el terror?
Hay una pregunta teórica acerca del terror que, aunque no es exclusiva del terror, no obstante se plantea fácilmente con respecto a otros géneros populares como el misterio, las historias de amor, la comedia, el thriller, el relato de aventuras y el western. La pregunta es la siguiente: para empezar, ¿por qué habría de interesarse alguien por este género? ¿Por qué persiste el género? He escrito mucho acerca de los elementos internos del género, pero muchos lectores pueden considerar que con ello se ha desviado su atención de la cuestión central del terror, a saber, cómo podemos explicar su existencia misma, pues ¿por qué querría alguien que le aterren, aunque sea arte-aterren?
Esta pregunta, además, se hace especialmente intrigante si se acepta mi análisis de la naturaleza del terror, puesto que hemos visto que un elemento clave en la emoción del terror-arte es la repulsión o el asco. Pero —y esta es la pregunta de «¿por qué el terror?» en su forma primaria— si el terror tiene necesariamente algo repulsivo en sí, ¿cómo puede atraer al público? De hecho, podríamos considerarnos justificados a pedir una explicación acerca de qué es lo que motivaría a la gente a buscar el género aunque el terror sólo causara miedo. Pero ahí donde el miedo se combina con la repulsión, la apuesta, por así decirlo, aumenta.
En orden común de las cosas la gente rehúye lo que le repugna. Experimentar repugnancia ante algo que uno encuentra asqueroso e impuro es una experiencia desagradable. Así no intentamos, por ejemplo, añadir algún placer a una tarde aburrida abriendo la tapa de un cubo de la basura húmedo para saborear su indeseable mezcla de restos de carne, frutas y vegetales en descomposición y aglomerados irreconocibles y nocivos totalmente llenos por toda suerte de cosas en movimiento. Normalmente, examinar bolsas de deshechos hospitalarios tampoco es nuestra idea de pasar un buen rato. Pero, por otro lado, mucha gente —tanta, de hecho, que tenemos que conceder que son gente normal, al menos en sentido estadístico— busca las ficciones de terror con objeto de obtener placer de imágenes y descripciones que de ordinario les repulsan.
En pocas palabras, parece haber algo paradójico en el género de terror. Obviamente, atrae consumidores; pero parece hacerlo mediante lo expresamente repulsivo. Además, el género de terror da evidencias sobradas de ser placentero para su público, pero lo es por medio del uso del género de cosas que causan inquietud, angustia y desagrado. Así, diferentes maneras de clarificar la cuestión acerca de por qué el terror son preguntas «¿Por qué el público del género de terror es atraído por lo que habitualmente (en la vida cotidiana) debería repelerle (y le repelaría)?», o bien «¿cómo puede el público del género de terror encontrar un placer en lo que por naturaleza es angustioso y desagradable?».
En lo que sigue intentaré encontrar una respuesta comprehensiva o general a la pregunta acerca de lo que atrae al público del género de terror. Esto es, ensayaré la elaboración de un conjunto de hipótesis que proporcionen una explicación plausible del poder de atracción del terror en sus múltiples manifestaciones a lo largo y ancho de diferentes siglos y décadas, de diferentes subgéneros y diferentes medios en los que se ha dado el terror. Sin embargo, al respecto es importante subrayar que, aunque se pueda avanzar una explicación general del genero de terror, ello no excluye la posibilidad de que pueda complementarse con explicaciones adicionales de por qué una novela o una película particulares, un subgénero de terror particular o un ciclo particular en el que la historia de terror también tiene niveles especiales de atracción aparte de los que caracterizan de modo genérico al terror. Esto es, una explicación de los placeres o atracciones básicos del género de terror es compatible con explicaciones suplementarias acerca de por qué La semilla del diablo ejerce su particular fascinación; de cómo los relatos de hombres lobo, aunque comparten todos los alicientes de los relatos de fantasmas y otros cuentos de terror, tienen encantos propios; y de por qué los ciclos del terror, como el ciclo de películas de Hollywood de los años treinta, ganan poder de atracción desarrollando temáticamente preocupaciones especialmente adecuadas para el período en el que se hicieron.
Una teoría general del terror dirá algo acerca de las raíces probables de la atracción y el placer en todo el genus del terror, pero ello no niega que varias especies y especímenes del género tengan fuentes ulteriores de atracción y placer que correspondientemente requieran explicaciones suplementarias. En la mayor parte de los casos dichas explicaciones (suplementarias) serán desarrolladas por los críticos del género. Sin embargo, me gustaría tratar un caso particular aquí que es especialmente relevante para los lectores de este libro. Para concluir intentaré ofrecer una explicación de por qué en el presente el terror es tan irresistible, es decir, una explicación de por qué el ciclo de terror en el que nos encontramos ejerce una impresión tan dominante en su público constante y ávido, o sea en nosotros (o al menos en muchos de nosotros).
La paradoja del terror
En una sección anterior he explorado con relación al terror lo que se podría denominar la paradoja de la ficción, la pregunta de cómo puede ser que la gente sea afectada (es decir, se aterre) por lo que saben que no existe. En esta sección voy a examinar otra aparente paradoja propia del género: lo que se podría denominar la paradoja del terror. Esta paradoja tiene que ver con la pregunta de cómo es posible que la gente se sienta atraída por lo repulsivo. Es decir, la imaginería de la ficción de terror parece ser necesariamente repulsiva y, sin embargo, al género no parece que le falten seguidores. Además, no parece plausible considerar a estos seguidores —dado su gran número— como anormales o perversos sin caer en una petición de principio. No obstante, parecen buscar lo que, en ciertas descripciones, parecería natural que evitasen. ¿Cómo resolver este aparente acertijo?
Que las obras de terror sean en algún sentido al tiempo atractivas y repulsivas es esencial para la comprensión del género. Con demasiada frecuencia quienes escriben acerca del terror sólo subrayan un lado de esta oposición. Muchos periodistas, al tratar sobre una novela o una película de terror, sólo ponen el acento en los aspectos repelentes de la obra rechazándolos como repugnantes, indecentes y sucios. Sin embargo, por esta vía no se consigue ofrecer ninguna explicación de por qué la gente se interesa en participar en tales ejercicios. En realidad, convierte en inexplicable la popularidad del género.
Por otra parte, los defensores del género de terror o de un ejemplo específico del mismo suelen complacerse en lecturas alegóricas que hacen aparecer sus objetos como totalmente atractivos y que no reconocen sus aspectos repelentes. Así, se nos dice que el mito de Frankenstein es en realidad una parábola sobre el hombre arrojado-al-mundo, un «solitario ser sufriente»[1]. Pero, ¿dónde podemos encontrar en esta formulación alegórica una explicación de la finalidad del efecto inquietante de la imaginería de morgue? Esto es, si Frankenstein es en parte La náusea, también es en parte nauseabunda.
Los peligros de esta tendencia alegorizadora/valorizadora se pueden ver en alguna de las obras de Robin Wood, el mayor campeón del cine de terror contemporáneo. Acerca de Sisters escribe:
Sisters analiza las formas en las que se oprime a las mujeres en la sociedad patriarcal, que se pueden definir como la forma profesional (Grace) y la psicosexual (Danielle/Dominique)[2].
Habría que decir «quizás, pero…». En concreto, ¿qué hay de los asesinos desconcertantes y sangrientos y de los lazos salobres y fecales que atan a las hermanas siamesas? En general, la estrategia de Wood consiste es caracterizar a monstruos como héroes porque para él representan lo que la sociedad, en nombre de la normalidad (y a menudo de la familia nuclear), reprime inconscientemente. Sin embargo, al examinar lo que Wood tiene por aspectos emancipatorios y edificantes de los monstruos pierde de vista su naturaleza esencialmente repulsiva. Por supuesto que Wood no dice que sus monstruos cinematográficos no sean repulsivos; sin embargo, en sus explicaciones acerca de la poderosa fascinación que ejercen por la recurrente saga del retorno de lo reprimido sus rasgos terroríficos más repugnantes —aunque esenciales— se olvidan del todo.
No obstante, las obras de terror no se pueden describir ni como enteramente repelentes ni como enteramente atrayentes. Estas dos formas de verlas pasan por alto la esencia del género. La aparente paradoja no puede ser simplemente ignorada tratando el género de terror como si contuviera una curiosa combinación de atracción y repulsión.
La necesidad de explicar la peculiar naturaleza del terror ya empezó a ser experimentada por escritores del siglo dieciocho. John y Anna Laetitia Aikin, en su ensayo «On the Pleasure Derived From Objects of Terror», escriben que «… el aparente deleite con el que nos demoramos en los objetos de puro terror, en el que nuestros sentimientos morales no se ven afectados en lo más mínimo y ninguna pasión parece excitarse salvo la depresiva pasión del miedo, es una paradoja del corazón… difícil de resolver»[3]. Por supuesto, esta cuestión no se planteaba exclusivamente ante los cuentos de miedo y de terror. Y con referencia a lo sublime y los objetos de terror, aproximadamente por la misma época, Hume publicó su escrito «Of Tragedy» en el que persigue explicar cómo el público de tales dramas «encuentra un placer proporcional a su aflicción»[4]. Hume, a su vez, cita a Jean-Baptiste Dubos y a Bernard Le Bovier Fontenelle como teóricos anteriores que se ocuparon del problema acerca de cómo se deriva placer de lo angustiante, mientras que los Aikins abordan este problema general en su escrito «An Enquiry into those Kinds of Distress which excite agreeable Sensations»[5]. Y con referencia a lo sublime y los objetos de terror, Edmund Burke intenta explicar la forma en que el dolor puede dar lugar al placer en la parte IV, sección V, de su libro A Philosophical Enquiry into the Origin of our Ideas of the Sublime and the Beautiful[6]. Así, pues, la paradoja del terror es un caso de un problema más amplio, a saber, el de explicar el modo en que la presentación artística de acontecimientos y objetos que normalmente producen aversión puede dar lugar al placer o puede despertar nuestro interés.
Sin embargo, antes de considerar algunas de las soluciones dadas a este enigma en el siglo dieciocho —algunas de las cuales, creo, todavía pueden sugerir respuestas genéricas útiles al problema del terror— será instructivo recordar algunas de las diversas respuestas al problema más recientes y conocidas, aunque sólo sea para conseguir una idea del perfil y las limitaciones existentes para dar con una explicación general del atractivo del género de terror.
Pavor cósmico, experiencia religiosa y terror
Una autoridad a menudo citada en las explicaciones ensayadas del terror es H. P. Lovecraft, un estimado autor del género que también escribió un influyente tratado titulado Supernatural Horror in Literature[7]. Según Lovecraft, el terror sobrenatural evoca temor y lo que denomina «miedo cósmico». Que una obra de terror evoque miedo cósmico es para Lovecraft, de hecho, la marca identificativa del género. Así escribe:
Una prueba de lo realmente misterioso es simplemente ésta: si ha excitado o no en el lector un sentido profundo de pavor y de contacto con esferas y poderes desconocidos; una sutil actitud de escucha atemorizada, como del batir de unas alas negras o como el arañar de unas formas del otro lado del límite último del universo conocido[8].
El miedo cósmico para Lovecraft es una potente mezcla de miedo, repulsión moral y asombro. Dice de él: «Cuando a este sentido del miedo y del mal se le añade la inevitable fascinación del asombro y la curiosidad es que ha nacido un compuesto de emoción aguda y provocación imaginativa cuya vitalidad por necesidad tiene que perdurar tanto como la raza humana misma»[9]. La capacidad para esta sensación de miedo, que Lovecraft considera paralela al sentimiento religioso, es instintiva. Los seres humanos, al parecer, nacen con un tipo de miedo a lo desconocido que raya en el pavor. Así, la atracción del terror sobrenatural es que provoca una sensación de pavor que confirma la convicción humana profundamente asentada acerca del mundo, a saber, que contiene vastas fuerzas desconocidas[10].
Esta capacidad para el pavor, presumiblemente en detrimento de nuestra cultura, se degrada por lo que se denomina «sofisticación materialista». No obstante, la gente sensible, dotada de imaginación y con la capacidad de distanciarse de la vida cotidiana, puede ser llevada a tomar conciencia de ella, conciencia que equivale a la aprehensión de «una suspensión o derrota maligna y particular de aquellas leyes fijas de la Naturaleza que son nuestra única salvaguardia contra los asaltos del caos y de los demonios del espacio insondable»[11].
Aunque es difícil conjuntar todo esto, lo esencial de la teoría de Lovecraft parece ser que la literatura de miedos cósmicos atrae porque confirma alguna intuición instintiva acerca de la realidad, una intuición negada por la cultura de la sofisticación materialista. Esto es algo análogo al sentimiento religioso de pavor, una aprehensión de lo desconocido cargada de asombro.
Personalmente encuentro difícil decir si esto se supone que es importante desde un punto de vista principalmente objetivo o principalmente subjetivo. La interpretación objetiva sería que la literatura de terror sobrenatural despierta emocionalmente nuestro sentido de que realmente hay cosas en el cielo y en la tierra no sancionadas por el materialismo sofisticado. La interpretación subjetiva se mantendría neutral acerca de lo que existe, pero sostendría que la literatura sobre terror sobrenatural mantiene vivo el sentimiento instintivo de pavor ante lo desconocido. Si esta última interpretación es lo que Lovecraft tiene en mente, debemos admitir que no dice por qué es importante conservar este sentimiento de pavor o miedo cósmico. Tal vez cree que es parte esencial de aquello en que consiste ser un ser humano (es decir, responder humanamente al mundo), o, atendiendo a otro aspecto relacionado con éste, porque es un correctivo indispensable de la marea deshumanizadora de la sofisticación materialista.
Pero, en cualquier caso, está claro que el terror sobrenatural literario —que por medio de lo antinatural morboso (lo repulsivo) evoca un miedo cósmico— es atrayente porque este tipo de pavor responde a algún tipo de intuición humana primordial o instintiva acerca del mundo o la restaura. El hecho de que Lovecraft responda a la cuestión de cómo algo angustiante, como el miedo, pueda ser positivamente irresistible en términos de miedo cósmico puede que no sea tan circular como suena. El miedo es desagradable y de modo natural se evitaría; pero el miedo cósmico no es simple miedo, sino pavor, miedo combinado con alguna clase de dimensión visionaria que se siente intensa y vitalmente. Así, el miedo cósmico o pavor, si hay tal cosa, podría ser deseable en una forma en la que el miedo simpliciter no lo es.
La relación en el género de terror entre lo repulsivo y este sentido del pavor es que lo antinatural morboso es lo que lo desencadena. Así, buscamos lo morboso antinatural en la literatura de terror para poder experimentar pavor, un miedo cósmico con una dimensión visionaria que se corresponde con visiones instintivas humanas del universo. Lo antinatural morboso es un medio para el pavor y se le persigue no por sí mismo sino por el estado que induce en el público. Formulado de un modo menos abstracto: Lovecraft parece pensar que la literatura sobrenatural proporciona algo parecido a la experiencia religiosa así como la reacción correspondiente contra alguna concepción del mundo disecadora y positivista. Por esta razón las personas «sensibles» la buscan[12].
En las pocas páginas en las que Lovecraft trata del origen y la fuerza irresistible del terror sobrenatural consigue sugerir un sorprendente número de supuestos de toda clase —algunos psicológicos, algunos sociológicos y otros metafíisicos—, al tiempo que también hace un gran número de afirmaciones, aunque más bien vagas. Sin duda necesitaríamos mucho espacio para desmantelar estos puntos de vista, en parte porque requeriría mucho tiempo elaborarlos interpretativamente hasta el punto de que se pudieran utilizar provechosamente en la argumentación. Sin embargo, se puede apuntar brevemente contra el procedimiento de Lovecraft que no sólo revela sus defectos, sino que también evidencia un problema recurrente a la hora de responder a la paradoja del terror.
Anteriormente observé que Lovecraft no sólo localiza lo positivamente irresistible del género en lo que provoca miedo cósmico; también considera que el miedo cósmico es definitorio del género de terror sobrenatural. En otras palabras, Lovecraft clasifica y a la vez elogia las obras de terror mediante el mismo estándar. De este modo, cualquier candidato a la clase de terror sobrenatural no será incluido en dicha clase si no logra realizar el elogiado servicio de provocar miedo cósmico.
Pero seguramente hay muchos relatos de terror que no logran despertar miedo cósmico, un sentimiento que va ligado a una visión del mundo y que limita con la experiencia religiosa. En realidad, muchos relatos de terror parecen ser totalmente ajenas al gran proyecto (¿filosófico?) de provocar pavor cósmico. Examinando mi biblioteca doy con Crabs on the Rampage, de Guy N. Smith (autor de The Origin of the Crabs, Crabs’ Moon, y demás). Supongo que es un ejemplo incuestionable del género de terror, pero no evoca ni miedo cósmico ni pavor. Los cangrejos provocan lo que llamamos terror-arte, pero el terror-arte no es necesariamente la confirmación de una concepción del mundo (una concepción paralela a la religión) ni la negación de otra (la de la sofisticación materialista)[13].
Como consecuencia, sin duda Lovecraft estaría tentado de rechazar Crabs on the Rampage como miembro de la clase de la literatura de terror sobrenatural. Pero eso es arbitrario. El pavor es (tal vez) efecto de una relativamente elevada perfección del género, pero no su mismo signo. Esto es, un relato de terror que provoca pavor (probablemente) será un relato de terror muy bueno; será recomendable; pero la bondad, como admite cualquiera que conoce el género, no es una de sus cartas de presentación invariables. El estándar clasificatorio de Lovecraft para la inclusión en el género es demasiado estrecho; en realidad, privilegia una forma de bondad, de mérito o de perfección en el género.
Mi sospecha es que, en realidad, el pavor, el miedo cósmico y las experiencias cuasi-religiosas son efectos raros de la ficción de terror sobrenatural. Pueden darse en algunas de las obras de Charles Williams en las que hay elementos propicios para ello. Pero en la mayor parte de la literatura de terror ni se evocan ni parece que se pretenda evocarlos. La fijación de Lovecraft con el miedo cósmico como característica definitoria de la literatura de terror parece ser de hecho un asunto de tomar sus propias preferencias por un tipo de propiedad como criterio para la pertenencia al género. Es decir, Lovecraft confunde lo que él considera como un nivel de perfección en el género con lo que lo identifica.
El acento de Lovecraft en el miedo cósmico y el pavor encajan bastante bien con candidatos como «Willow», de Algernon Blackwood, porque en ese relato se afirman directamente los sentimientos de pavor y la intuición cósmicos. No es ningún misterio que Lovecraft encuentre en él uno de los mejores cuentos de terror sobrenatural. Lo es en parte por las razones que Lovecraft da. Sin embargo, lo que le convierte en un cuento de terror particularmente recomendable no debería transformarse en algo exigible a cualquier obra del género.
Además, si ello es correcto, entonces tiene consecuencias inmediatas para lo que Lovecraft dice con respecto a la atracción irresistible que el género tiene para su público, pues si el pavor no es el efecto común del género, entonces el atractivo del género en su conjunto —aparte de aquellos especímenes del mismo que tratan del miedo cósmico— no se puede explicar por referencia a él. Así pues, las nociones de miedo cósmico, pavor y sentimiento cuasi-religioso no son lo suficientemente abarcadoras o generales para describir lo irresistible de las obras comunes del género. No resuelven la paradoja del terror para el caso típico.
El miedo cósmico puede ser relevante para explicar por qué algunas obras de terror atraen a su público (aunque sospecho que no tantas como las que Lovecraft pensaba); pero no es suficientemente fundamental para explicar el atractivo del terror en general. Esta cuestión puede que no se vea claramente al leer a Lovecraft, ya que, dado el esquema clasificatorio de las cosas que supone, el género se identifica en términos del miedo cósmico; pero una vez que hemos visto que su esquema clasificatorio representa en realidad una preferencia encubierta por un tipo de efecto aterrador recomendable (posible), nos damos cuenta que el miedo cósmico es una fuente especial de interés, que tiene lugar sólo en algunas obras de terror, y que no es lo suficientemente general para dar cuenta de la fascinación genérica del género.
La analogía entre nuestra respuesta al terror y el sentimiento religioso así como la referencia a alguna clase de sentimientos instintivos —especialmente desde el punto de vista de lo que está ausente o es negado en una cultura materialista o positivista— está presente no sólo en Lovecraft sino que suele citarse en otras explicaciones del terror. El espacio del que disponemos no nos permite una discusión de todas las formas en las que estos factores son elaborados para convertirlos en explicaciones del terror. Pero en este punto pueden ser útiles algunas observaciones sobre las limitaciones de referirse a estas nociones.
En primer lugar, la experiencia del terror sobrenatural en las artes se compara con frecuencia por analogía con la experiencia religiosa. Hay que suponer que si esta analogía fuera convincente, entonces ir tras el terror-arte no sería más ininteligible que ir tras la experiencia religiosa, con todos los costes que ello tiene. Tal vez ambas satisfacen una convicción instintiva en algo más allá de nuestros conceptos ordinarios; tal vez estimular dicha convicción compensa todos los displaceres y ansiedades que puede implicar, particularmente, habría que añadir, en tiempos materialistas y/o positivistas.
Hay aquí muchas afirmaciones sustantivas cuya discusión nos llevaría fuera del ámbito de este libro. Sin embargo, podemos evitar muchas de ellas muy legítimamente preguntando simplemente si la analogía entre la experiencia del terror-arte y la experiencia religiosa es adecuada. Porque si no lo es, entonces las explicaciones fallan, no importa cuán verdaderos sean nuestros anhelos instintivos (si es que los tenemos).
La analogía entre el terror y la experiencia religiosa se suele establecer, implícita o explícitamente, en términos del análisis de la experiencia religiosa o numinosa desarrollado por Rudolf Otto en su extremadamente influyente muy leída obra protofenomenológica clásica, Lo santo[14]. Ignoro si ese análisis de la experiencia religiosa es correcto; sin embargo, es un análisis al que los estudiosos recurren, a sabiendas o no, cuando establecen una correlación entre el terror y la experiencia religiosa. Así, pues, parece pertinente preguntar si la experiencia del terror en la literatura es paralela a la experiencia religiosa o numinosa tal como Otto la conceptualiza.
Para Otto la religión tiene un elemento irracional, un objeto inefable al que se refiere con el término numen. Este es el objeto de la experiencia religiosa o experiencia numinosa. Los términos en los que se caracteriza dicha experiencia, como es bien sabido, son mysterium tremendum fascinans et augustum. Es decir, el objeto de la experiencia religiosa —y en este caso ayuda estar pensando en algo como Dios— es tremendo, causa miedo en el sujeto, una sensación paralizante de ser abrumadoramente sobrepasado, de ser dependiente, de no ser nada, de no valer nada. El numen es pavosoro, da lugar a un sentimiento de pavor[15]. El numen es también misterioso; es lo totalmente otro, más allá de la esfera de lo corriente, de lo inteligible y lo familiar hasta el punto de que produce estupor, un sentimiento de maravilla, una estupefacción que deja sin habla, una suerte de asombro absoluto[16]. Este encuentro con lo totalmente otro no aterra simplemente al sujeto, también lo fascina. En realidad, su tremenda energía y perentoridad (tremendum) excita también nuestra reverencia (de ahí que sea augustum).
Ahora bien, si leemos esta fórmula de modo vago y descontextualizado es fácil establecer correlaciones entre la mayor parte (aunque no toda) de ella y lo que podría decirse de los objetos de terror-arte. Los objetos de terror-arte tienen poder, es decir, son temibles, y generan una sensación paralizante de ser abrumadoramente sobrepasado; son misteriosos en la manera en que asombran, dejándole a uno sin habla y estupefacto por la aparición de lo otro, si la ficción es ingeniosa. Al mismo tiempo, ello fascina al público, y quizás incluso fascina a los personajes de ficción[17], lo cual puede explicar la parálisis que con frecuencia los atenaza.
Pero éstas sólo son correlaciones extremadamente oblicuas. El numen de Otto es enteramente distinto. Se resiste a la aplicación de predicados e incluso a la predicabilidad misma[18]. Pero éste no es el caso con los monstruos de terror, porque aunque no puedan nombrarse sin vacilaciones, desde el punto de vista de los conceptos establecidos de la cultura se pueden situar en términos de conceptos tales como combinaciones, magnificaciones, etc., de lo que ya existe. Esto es, los monstruos no son totalmente distintos, sino que derivan su aspecto repulsivo de ser, por así decirlo, deformaciones realizadas sobre lo conocido. Los monstruos no desafían la predicación, sino que mezclan propiedades en formas no corrientes. No son totalmente desconocidos, y ello es probablemente lo que explica su característico efecto: el asco. Uno tampoco se siente sin valor ante los monstruos de terror (o dependiente de ellos) como podría ocurrir ante una deidad.
Como es tremendum, el numen provoca no sólo fascinación, sino que también es augusto, objetivamente valioso, y merece ser reverenciado. Realmente esto no encaja en absoluto en el caso del terror. Las más de las veces no nos sentimos impulsados a honrar al monstruo. Es cierto que hay algunas tramas argumentales de terror en las que honrar al monstruo —Satán, Rawhead Rex, Drácula, los Grandes Primordiales, etc.— puede ser parte de la historia. Pero esto es verdad sólo en algunos casos —y, por consiguiente, no es una característica del género de terror—; e incluso en dichos casos se presenta sólo en algunos de los personajes del relato y no en el público. Es decir, la lectura del aquelarre de «Secret Worship», de Blackwood, no nos empuja a convertirnos en hierofantes de Lucifer. Además, sospecho que el propio Otto no habría aprobado que su caracterización de la experiencia numinosa fuera extrapolada en el terror; en su opinión, el terror a los demonios y el miedo a los fantasmas representa un estadio inferior de desarrollo que el de la experiencia religiosa[19]. Así pues, intentar explicar el poder de atracción del terror sobre la base de una analogía con el poder de atracción de la experiencia religiosa parece arbitrario porque no está claro que la analogía entre la experiencia religiosa y la experiencia del terror-arte sea fiable[20].
De modo semejante, hay algo forzado en la hipótesis de que el terror funciona algo así como tener sentimientos religiosos en una época materialista o positivista, pues la religión, incluso la religión extática, está con facilidad al alcance de la gente en culturas irreligiosas como la de Estados Unidos donde prospera el género de terror (aunque los presidentes son aficionados a la astrología). Si la experiencia religiosa es realmente lo que la gente desea puede conseguirla directamente sin tener que echar mano de sustitutos como la ficción de terror.
Tampoco parece útil relacionar el terror con alguna clase de instintos atávicos. Supongamos que la imaginería del terror proviniera de antiguas indicaciones del animismo y de alguna clase de pensamiento totémico literal que forma parte de la especie. Sin embargo, eso culturalmente sin restaurar nociones de una memoria de la raza. Además, si el instinto en este caso es alguna clase de miedo instintivo, entonces evocarlo no resolverá la paradoja del terror, porque hemos de seguir suponiendo que el miedo instintivo, como el simple miedo de siempre, es algo que comúnmente queremos evitar.
Por supuesto, frases como «miedo instintivo» pueden ser en realidad una especie de taquigrafía para la complicada idea de que en la cultura positivista, materialista y burguesa en la que vivimos ciertas emociones y miedos que eran comunes entre nuestros ancestros de las cavernas ahora son raros, y que esas emociones pueden recuperarse en alguna medida en la recepción de ficciones de terror. Podríamos decir que emocionarse, incluso atemorizarse (aunque sea estéticamente), alivia la suavidad emocional de algo llamado la vida moderna[21].
El supuesto implícito en este caso es que encontrarse en un estado emocional es algo revitalizante y, si no tenemos que pagar el precio del estado emocional (a la manera, por ejemplo, en que el miedo común exige peligro), entonces consideraremos que estar en dicho estado merece la pena[22]. Ahora bien, puede ser cierto que algunos estados emocionales sean revitalizantes (esto es, que proporcionen una fuente de adrenalina) y que los busquemos por esa razón si no hay riesgo en ello. Puede parecer también que esto nos dé parte de las razones que reclama la ficción de terror. Pero puede ser igualmente cierto que esa es la razón por la que resulta atractiva la ficción de aventuras, la de amor, el melodrama, etc. Es decir, si la cuestión es que encontrarse en un estado emocional distanciado (sea lo que sea lo que ello signifique) —instintivo o de otra clase— es parte de lo que explica nuestra atracción por el género de terror, entonces no tenemos una explicación muy específica porque ello probablemente desempeñará un papel (si es que en algún sitio desempeña un papel explicativo) en la explicación de la atracción experimentada por el público de cualquier género popular[23].
Otra forma de explicar la atracción por el terror —una forma que puede conectarse con elementos de la explicación religiosa—, consiste en decir que los seres terroríficos —como divinidades y demonios— nos atraen a causa de su poder. Inducen pavor. Por decirlo así, podríamos decir que nos identificamos con los monstruos a causa del poder que poseen, los monstruos son figuras que satisfacen deseos. En secciones anteriores de este libro he sido cauteloso con la noción de identificación. Sin embargo, puede formularse neutralmente este punto de vista en términos de admiración. Podría argumentarse que admiramos tanto el poder que tienen los monstruos que pesa más que el asco que provocan.
Esta explicación encaja muy bien con algunos casos. Con figuras como Melmoth el Errabundo, Drácula y Lord Ruthven (en El vampiro de John Polidori) la entidad del monstruo es seductora y parte de su carácter seductor tiene que ver con su fuerza. Pero nos encontramos de nuevo con que los zombis de La noche de los muertos vivientes no son seductores ni tampoco es una fuente de admiración su poder ineludible; de su lado está sólo el número. De este modo, la —llamémosla así— explicación del terror que apela a la admiración por el mal no sirve como explicación del género en su conjunto. Aunque es útil para explicar algunos aspectos de la atracción de alguno de los subgéneros del terror, no abarca todo el terror en general[24].
El psicoanálisis del terror
Hasta ahora en mi examen de las tentativas más conocidas de explicar el atractivo del terror no he mencionado al psicoanálisis. Hoy en día ésta es la vía indudablemente más popular para explicar el terror. Además, aunque resulte —como argumentaré— que el psicoanálisis no ofrece una explicación completa del terror, el psicoanálisis puede tener mucho que decir acerca de obras particulares, subgéneros y ciclos del género el terror, aunque sólo sea porque varios mitos, imágenes e interpretaciones[25] psicoanalíticas han sido objeto de una apropiación continuada y creciente por parte del género a lo largo de todo el siglo XX Esto es, si el psicoanálisis no proporciona una teoría del terror exhaustiva, sigue siendo el caso que la imaginería psicoanalítica suele informar reflexivamente las obras del género, lo cual convierte al psicoanálisis en imprescindible para la interpretación de casos específicos del género. En otras palabras, el psicoanálisis puede aún ser inevitable al examinar el género —o, más concretamente, ciertos ejemplos del género— tanto si ofrece como si no ofrece una adecuada teoría general del género y de su poder de atracción.
No hace falta decir que hay muchas formas en las que se ha integrado o puede integrarse el psicoanálisis en explicaciones del género. La falta de espacio, y tal vez de paciencia, no nos permite un examen detallado de todas ellas, ni siquiera de un número sustancial. En lo que sigue repasaré algunas de las que entiendo que son las afirmaciones más potentes del psicoanálisis por lo que hace a lo que he denominado la paradoja del terror. Y aunque sospecho que no proporcionan una respuesta completa a las preguntas que aquí planteamos, no negaré que para ciertos casos —determinadas ficciones, subgéneros o ciclos— la perspectiva psicoanalítica puede sumarse a nuestra comprensión del material. Este será el caso menos controvertido allí donde los ejemplos concretos de terror estén influidos por los mitos psicoanalíticos o donde la imaginería psicoanalítica misma converge con mitos culturales significativos (y, por tanto, coincide con mitos análogos en determinadas ficciones de terror).
Cuando empecé por primera vez a estudiar seriamente el terror me vi atraído por el modelo psicoanalítico de explicación[26], específicamente el desarrollado por Ernest Jones en su obra La pesadilla[27]. Este enfoque me pareció especialmente fecundo porque era sensible a la esencial ambivalencia que el terror parece presentar: la de despertar a un tiempo atracción y repulsión. Así, el modelo psicoanalítico desarrollado por Jones parecía particularmente adecuado para la tarea de analizar el terror, pues permitía avanzar en lo que he llamado la paradoja del terror.
En La pesadilla, Jones hace un análisis de cuño freudiano —es decir, basado en el cumplimiento de los deseos— de las pesadillas para desentrañar el significado simbólico y la estructura de figuras de la superstición medieval como el íncubo, el vampiro, el hombre lobo, el demonio y la bruja. Un concepto central en el tratamiento que Jones da a la imaginería de las pesadillas es el conflicto o la ambivalencia. Los productos del sueño suelen ser simultáneamente atractivos y repulsivos en la medida que funcionan para enunciar tanto un deseo como su inhibición. Jones escribe:
La razón de por qué el objeto visto en una pesadilla es temible u horrible es simplemente que la representación del deseo subyacente no está permitida en forma desnuda, de manera que el sueño es, de un lado, un compromiso del deseo y, de otro, del miedo intenso correspondiente a la inhibición[28].
Según Jones, los vampiros de la superstición, por ejemplo, tienen dos atributos constitutivos fundamentales: vuelven de la muerte y beben sangre. El vampiro mítico, en la medida que se opone al vampiro contemporáneo del cine y de la pulp fiction, primero visita a sus parientes. Para Jones ello tiene que ver con el anhelo de los parientes de que el ser amado regrese de la muerte. Pero se carga a la figura de terror. Lo que produce miedo es chupar la sangre, cosa que Jones asocia con la seducción. Dicho brevemente, el deseo de un encuentro incestuoso con el pariente muerto se transforma, mediante una forma de negación, en un asalto; y atracción y amor se transforman en repulsión y sadismo. Al mismo tiempo, por una proyección, los vivos se retratan a sí mismos como víctimas pasivas, atribuyendo a los muertos una dimensión activa que permite el placer sin culpa. Es decir, los muertos se presentan como agresores culpables mientras que los vivos son víctimas supuestamente desgraciadas (y, por tanto, «inocentes»). Finalmente, Jones no sólo relaciona el chupar la sangre con el abrazo agotador del íncubo, sino también con una combinación regresiva del chupar y morder característica de la fase oral de desarrollo psicosexual. Por negación —la transformación del amor en odio—, por proyección —mediante la cual el muerto deseado se convierte en activo y el vivo deseante en pasivo—, y por regresión —de la sexualidad genital a la oral— la leyenda del vampiro satisface deseos incestuosos y necrofílicos amalgamándolos en una iconografía que produce miedo.
Es decir, para Jones las pesadillas y las figuras de pesadilla como los vampiros —o sea, la estofa misma de la ficción de terror— nos atraen porque manifiestan deseos, especialmente deseos sexuales. Pero estos deseos están prohibidos o son reprimidos. No pueden ser reconocidos abiertamente. Aquí es donde entra en juego la imaginería terrorífica y repulsiva. Disfraza o enmascara los deseos que no se pueden reconocer. Funciona como un camuflaje; quien sueña no puede ser culpabilizado por estas imágenes por su censor interior ya que éstas le acosan; le producen miedo y las encuentra repulsivas, de manera que no se puede decir que disfrute con ellas (aunque en realidad goza de ellas en tanto en cuanto expresan deseos psicosexuales profundos, aunque travestidos). La repulsión y el asco que provoca la imaginería de terror es el precio que paga el que sueña por haber realizado su sueño.
Jones desarrolló esta hipótesis para analizar cierta clase de sueños, a saber, las pesadillas, y lo aplicó a las que había observado que eran figuras recurrentes en ellas. Sin embargo, no es difícil extender este tipo de análisis a las ficciones de terror, especialmente si, como Freud, se está dispuesto a mirar la ficción popular como una forma de satisfacción de los deseos[29]. En esta ampliación las imágenes de terror de este género representan formaciones de compromiso. Su aspecto repulsivo enmascara y hace posibles varios tipos de satisfacción del deseo, especialmente los de tipo sexual. El aparente carácter seductor de Drácula no es resultado de una percepción errónea; Drácula encarna un deseo, de hecho un deseo incestuoso. El público puede negarlo ante su censor alegando en su defensa que está aterrado ante el vampiro. Pero se trata en realidad de un truco. La repulsión es el billete que permite que se realice el placentero cumplimiento del deseo.
De este modo, la paradoja del terror puede explicarse extrapolando las tesis de Jones, sosteniendo que la ambivalencia experimentada ante los objetos de terror se deriva de una ambivalencia más profunda acerca de nuestros deseos psicosexuales más firmes y duraderos. Las dimensiones repulsivas de los seres terroríficos funcionan para satisfacer al censor; pero, en realidad, son un mecanismo engañoso que hace posible ese placer más profundo que produce la satisfacción de deseos psicosexuales. Nos sentimos atraídos por la imaginería de terror porque, a pesar de las apariencias, dicha imaginería permite la satisfacción de deseos psicosexuales profundos. Tales deseos no podrían satisfacerse si no se pagara un peaje al censor. Esto es, la repulsión que provocan las criaturas del terror es de hecho el medio a través del cual —dado un punto de vista freudiano acerca de cómo funciona la economía del individuo— se asegura el placer.
En consecuencia, no hay en realidad y en el fondo una paradoja del terror porque el carácter repulsivo de sus monstruos es lo que los hace atractivos para la astuta y tortuosa psique. Lo que parece ser displacer y, hablando figuradamente, dolor, en las ficciones de terror es en realidad un camino hacia el placer, dada la estructura de la represión.
Con su acento en la ambivalencia, una teoría psicoanalítica del terror de corte jonesiano tiene la estructura correcta para nuestros objetivos. Explica cómo el público puede sentirse atraído por el terror a pesar de la manifiesta repulsión que lleva consigo. Este asco, por supuesto, no es ilusorio; el público siente repugnancia. Pero lo importante es que este asco es funcional. Impone un poco de incomodidad a cambio de un placer mayor. Y el placer tampoco estaría asegurado a menos que esta incomodidad no fuera impuesta.
Las desventajas obvias de esta teoría, sin embargo, son que requiere 1) un vivo deseo que, a su vez, 2) pueda calificarse de sexual, aunque sólo en el sentido amplio del concepto de sexualidad que autoriza la psicología freudiana. Con relación al segundo de estos requerimientos, al menos no resulta fácil discernir un deseo sexual latente detrás de todos y cada uno de los monstruos de la galería de la ficción de terror.
Es claro que algunos seres terroríficos parecen encajar en esta caracterización bastante bien. Los vampiros son tal vez los mejores ejemplos: seducen, pero tanto los personajes como el público se comportan como si encontraran estas criaturas insoportablemente repulsivas y temibles. Y puede verse en una película como Cat People, de Val Lewton (que, por supuesto, está influido por ideas freudianas), cómo tanto Irena como el público consideran su yo abiertamente atroz y metamorfoseable como el coste de su sexualidad. No querría negar tampoco que ciertos relatos, como «Oh Whistle and I’ll Come to You My Lad», podría interpretarse coherentemente como la presentación del deseo homosexual reprimido, en este caso particular por medio de la intervención del espíritu en la cama[30]. Pero es mucho más difícil ver de qué manera los seres humanos atrapados por grandes gorilas o emulsionados por la halitosis mortal de Godzilla pueden satisfacer un deseo sexual.
En este punto, el intérprete psicoanalítico ingenioso puede intentar desplegar una cadena de asociaciones que nos lleve de cosas como seres humanos poseídos por vegetales hasta un deseo sexual. No obstante, tendremos todo el derecho a sospechar de las hipótesis forzadas y las hipótesis ad hoc que probablemente no son mucho más que un intento de hacer que los datos encajen en la teoría del deseo satisfecho.
En tanto que freudiano de línea dura, la teoría de Jones adolece del mal de la exageración en el grado en que los deseos incestuosos conforman los conflictos de las pesadillas (y, por extensión, respecto a la formación de los seres monstruosos de la ficción de terror), porque afirma que éstos siempre se relacionan con el acto sexual[31]. Mi suposición es que esto no puede constituir una perspectiva lo bastante amplia para acomodar un gran número de criaturas del género de terror.
Sin embargo, si nos inclinamos por esta forma de análisis, puede intentarse recuperar la situación mitigando los requerimientos para que dichas figuras encarnen cumplimientos del deseo de naturaleza sexual. Podría afirmarse, en un gesto de apertura, que tales figuras también pueden ser manifestaciones de miedos reprimidos (en lugar de deseos irreductibles) que, a su vez, pueden ser no sólo de naturaleza sexual. Con relación a las pesadillas, John Mack ha argumentado que la posición freudiana estricta es demasiado estrecha y que «el análisis de las pesadillas regularmente nos lleva a los miedos y conflictos más primarios, profundos e ineludibles a los que están atados los seres humanos: aquellos que tienen que ver con la agresión destructiva, la castración, la separación y el abandono, el devorar y ser devorado, y el miedo ante la pérdida de identidad y la fusión con la madre»[32].
Ampliar así el ámbito de todo aquello que está reprimido y, pues, de lo que puede expresarse, obviamente mejora el alcance del modelo psicoanalítico. Las criaturas terroríficas y su hacer no necesitan retrotraerse a un carácter simple de manifestación de deseos sexuales, sino que pueden vincularse con toda una panoplia de represiones: desde miedos y fantasías infantiles hasta deseos sexuales. De este modo, la reciente popularidad de la peligrosa telekinesia en películas y novelas como El exorcista, Carrie, La furia y Patrick podría explicarse como un medio de satisfacer la convicción infantil del poder ilimitado de la rabia reprimida —la creencia en la omnipotencia del pensamiento— al tiempo que disfraza esta fantasía reprimida con un vestuario de terror.
Es decir, el lector trata a Carrie y a toda su furia imparable como un monstruo al mismo tiempo que Carrie realiza o representa una fantasía infantil de venganza en la que, cómodamente, la mirada puede matar. En tanto que monstruo, Carrie es aterradora; pero al mismo tiempo proporciona una oportunidad para que una fantasía culpable —una fantasía teñida de miedo— salga a la superficie. Así, el aspecto terrorífico de Carrie permite el disfrute de un placer más profundo, a saber, la manifestación de la fantasía infantil de la omnipotencia de la voluntad[33].
Es evidente que cuantas más fuentes psíquicas suprimidas —más allá de los deseos sexuales reprimidos— tenga en cuenta el psicoanalista como posibles manifestaciones encubiertas (y presumiblemente gratificantes), más figuras de terror será capaz de explicar por esta vía. Si esta hipótesis funciona, toda figura de terror se podrá relacionar con algún miedo, alguna fantasía, deseo (sexual o de otra índole), trauma, etc., de la infancia. Además, puede suponerse que la manifestación de cualquier forma de material reprimido proporciona placer y que el aspecto aterrador de los monstruos es el coste para levantar o descargar esta represión.
Sin embargo, me pregunto si todos los monstruos de la ficción de terror son retrotraíbles a una represión. Como vimos al examinar las maneras en que se construye a los monstruos, hay ciertas manipulaciones rutinarias que pueden realizarse sobre categorías culturales que dan lugar a lo que denominé seres terroríficos. Seres, esto es, que parecen poderse producir por lo que cabe considerar como operaciones casi formales sobre categorías culturales.
Tomemos una cabeza de insecto, pongámosla en un tronco humano, añadámosle unos pies de rana y tenemos un monstruo; puede aterrar si lo situamos en una estructura dramática adecuada, aunque no intente comerse a alguien o secuestrarlo. No me parece claro que los monstruos confeccionados de este modo tengan que tocar necesariamente traumas, deseos reprimidos o miedos de la infancia.
O, por ejemplo, tómese cualquier tipo de insecto —salvo tal vez las mariposas y las luciérnagas— concédaseles inteligencia, el gusto por el «gran juego» y póngaseles en marcha y probablemente se habrán diseñado los antagonistas de una ficción de terror. Pero, de nuevo, en oposición a la hipótesis psicoanalítica ampliada que hemos presentado en párrafos anteriores, no es obvio que el simbolismo de estos monstruos tenga una significación psicoanalítica en el marco del contexto de las ficciones que sometemos a examen. Tampoco estoy imaginándome sólo contraejemplos; monstruos que abusan del psicoanálisis —también del tipo ampliado que estamos examinando— se multiplican en las ficciones de terror.
Un contraejemplo pertinente pude encontrarse en el cefalópodo antropófago —llamado Haploteuthis— del relato breve de H. G. Wells «The Sea Raiders». El descubrimiento de estos seres aterradores rápidamente se convierte en un enfrentamiento seguido por informaciones ulteriores acerca de nuevas apariciones de estos voraces seres de las profundidades marinas. El relato es principalmente un relato de acción y, secundariamente, presenta algo de razonamiento sobre la causa de los ataques del cefalópodo. Pero eso nunca se relaciona en el relato con el tipo de cadenas asociativas que podrían remontarse hasta traumas o conflictos tempranos. Ningún personaje se desarrolla de forma que nos permita considerar a los cefalópodos como correlativo objetivo de sus conflictos psíquicos reprimidos y tampoco son descritos de un modo que nos induzca a invocar formas estándar del simbolismo psicoanalítico.
Es cierto que los cefalópodos provienen de las profundidades, pero resulta difícil glosar esto como represión de material psíquico, puesto que no puede especificarse el contenido del material reprimido que se supone que representan. Podría decirse que dado que los cefalópodos devoran seres humanos representan miedos infantiles reprimidos acerca de ser devorados. Pero, por otro lado, puesto que algunas criaturas de las profundidades marinas devoran seres humanos, puesto que ser devorado literalmente es un miedo legítimo de adultos, y puesto que no hay nada en este relato que sugiera una relación con el supuesto miedo infantil a ser devorado por los padres o por un sustituto de los mismos, entonces no hay fuerza real para afirmar que los cefalópodos son alguna clase de figura parental y que el relato ponga de manifiesto un profundo miedo infantil a ser engullido por Mami y Papi.
Este caso debería servir como contraejemplo tanto de la tentativa del psicoanálisis estricto de reducir las figuras del terror a ilusiones sexuales reprimidas como del enfoque ampliado que reduce dichas figuras a miedos y deseos que pueden ser sexuales o que movilizan otros materiales latentes y arcaicos.
Además, si este contraejemplo resulta convincente entonces es fácil ver que hay muchos otros lugares de donde provenir (y no sólo de la superficie del mar). Al igual que los cefalópodos, innumerables dinosaurios congelados en icebergs o hallados en continentes perdidos, insectos gigantes de las junglas y pulpos del espacio exterior no son necesariamente emblemas de conflictos psíquicos. Por consiguiente, la reducción psicoanalítica de las criaturas del terror a objetos de represión no abarca todo el género; no todas las criaturas terroríficas anuncian un conflicto psíquico o un deseo. Por consiguiente, la disolución psicoanalítica del terror —en términos del salario del retorno de lo reprimido— no es perfectamente general[34].
Para avanzar mi argumento no he puesto en cuestión la viabilidad del psicoanálisis como modo de interpretación o explicación. Un cuestionamiento semejante tampoco sería adecuado en un libro como éste. Ello requeriría un libro de por sí. Sin embargo, para mis objetivos resulta imposible permanecer neutral acerca de la cuestión de la omnipresencia epistémica del psicoanálisis sea como ciencia sea como hermenéutica, ya que hemos visto que, aun cuando estuviera bien fundado, seguiría fallando a la hora de ofrecer una explicación general de las figuras del género de terror y, consecuentemente, de la paradoja del terror.
Puede haber ficciones de terror que concuerden con los modelos psicoanalíticos. Obviamente, eso es más probable allí donde las ficciones han sido visiblemente influenciadas por el psicoanálisis. Pero también puede haber ficciones de terror que, sin intención de su autor, toquen el género de traumas, deseos y conflictos de los que trata el psicoanálisis.
Y con tales relatos, si el psicoanálisis es verdadero, o lo es alguna forma del mismo (dicho con un gran condicional), entonces los atractivos del psicoanálisis en los casos en cuestión pueden ser una fuente de fuerza añadida a la fuente aún no identificada del atractivo del género en general. Que la fuerza que añade es suplementaria en los casos generales es algo que, por supuesto, se sigue del reconocimiento de que la psicoanalítica no es una explicación general del género, esto es, que no abarca todas las clases de casos evidentes.
Antes de dejar el tema del psicoanálisis y el terror, puede resultarnos útil un comentario ulterior acerca de la relevancia de la noción de represión. La mayor parte de las teorías psicoanalíticas del terror emplearán alguna noción de represión en la discusión del terror y de los géneros de fantasía relacionados con él. Los objetos de esos géneros se considerarán figuras de un material reprimido y su aparición en la ficción se pensará como una descarga de la represión de un modo que resulte placentero. Así, la mayor parte de los enfoques psicoanalíticos supondrán, de modo prácticamente axiomático, que si una criatura terrorífica puede ser designada como figura de un material psíquico reprimido, eso apoyará, a su vez, una explicación acerca del modo en que la figura produce placer mediante la manifestación de lo reprimido. Un paso posterior sería considerar transgresoras o subversivas dichas manifestaciones de lo reprimido, conceptos que también en su uso corriente parecen tener conexión con el placer, es decir, con un sentido de liberación.
La correlación psicoanalítica entre la represión y cosas como monstruos y fantasmas encuentra un influyente precedente en el ensayo de Freud «Lo siniestro». Aunque sospecho que los objetos en los que piensa Freud bajo el término de lo siniestro son más numerosos y variados de lo que yo considero objetos del terror-arte, parece justo suponer que Freud piensa que estos últimos objetos se incluyen en la clase de las cosas siniestras (junto a muchas otras).
De la experiencia de lo siniestro Freud escribe que «tiene lugar o bien cuando los complejos infantiles reprimidos han sido despertados por alguna impresión o bien cuando las creencias primitivas que hemos superado parecen confirmadas de nuevo»[35]. Experimentar lo siniestro, pues, es experimentar algo conocido, pero algo cuyo conocimiento ha sido ocultado o reprimido. Freud considera que esa es una condición necesaria, aunque no suficiente, de la experiencia de lo siniestro: «… lo siniestro no es otra cosa que algo oculto y familiar que ha sido reprimido y ha retornado de la represión, y todo lo que es siniestro cumple esta condición»[36].
Ahora bien, muchos teóricos contemporáneos como Rosemary Jackson, piensan en las categorías culturales como esquematizaciones represivas de lo que hay[37]. Desde esta perspectiva, las criaturas del terror-arte son manifestaciones de lo reprimido por las esquematizaciones de la cultura. Jackson escribe que:
… la literatura fantástica apunta a, o indica, la base en la que descansa el orden cultural, porque se abre por un momento breve al desorden, a la ilegalidad, a lo que está fuera del sistema de valores dominante. Lo fantástico nos remonta a lo no dicho y a lo no visto de la cultura: lo que se ha silenciado, hecho invisible, ocultado y eliminado[38].
Y
Los temas de lo fantástico en la literatura giran en torno al problema de hacer visible lo invisible articulando lo no dicho. La fantasía establece o descubre una ausencia de distinción separadora que viola la perspectiva “normal” o el sentido común que representa la realidad como constituida por unidades discretas pero relacionadas entre sí. La fantasía se preocupa de los límites, de los límites categoriales y de su proyectada disolución. Subvierte los supuestos filosóficos que confirman como “realidad” una entidad coherente y tomada unilateralmente… Es posible ver los elementos temáticos de la fantasía como derivados de la misma fuente: una disolución de categorías separadoras, un traer al primer plano aquellos espacios ocultos y arrojados a la/como oscuridad, al situar y nombrar lo “real” mediante las estructuras cronológicas temporales y la organización espacial tridimensional[39].
Para Jackson la fantasía, y hay que suponer que el terror (como subcategoría de la fantasía), expone los límites del esquema definitorio de una cultura acerca de lo que hay. La fantasía problematiza categorías de forma que muestra lo que la cultura reprime. En este sentido, es posible ver una función subversiva en el género. Al invertir o revolver las categorías conceptuales de la cultura, la literatura fantástica subvierte los esquemas culturales represivos de categorización. Una categoría supuestamente represiva y de central importancia subvertida así es la idea de persona: «Las fantasías de identidades deconstruidas, demolidas o divididas y de cuerpos desintegrados se oponen a las categorías tradicionales de yoes unitarios».
Aunque Jackson no apunta al problema de la paradoja del terror directamente, es fácil ver cuál sería su respuesta implícita a ella. Los objetos del terror-arte violan los conceptos y categorías culturales vigentes; presentan figuras que no pueden ser (no pueden existir) según los esquemas dominantes. En la medida que el esquema cultural de las cosas es represivo aquellas presentaciones de las cosas que desafían dicha esquematización liberan o descargan represión, aunque sólo sea momentáneamente. Y se supone que ello resulta placentero. Además, Jackson sugiere que todo eso tiene algún vago valor político, es decir, que es «subversivo» en el campo de fuerzas de la política cultural.
Hasta cierto punto, la concepción que tiene Jackson de la naturaleza de los seres terroríficos se corresponde con las caracterizaciones realizadas en capítulos anteriores de este libro. Los objetos de terror, en mi explicación, son impuros y esa impureza hay que entenderla en términos de las varias maneras en que los seres terroríficos problematizan las categorías sociales vigentes en términos de intersticialidad, fusiones que recombinan tipos categoriales discretos, etc. Así, puedo estar de acuerdo con la idea de Jackson de que dichos objetos son lo invisible y lo silenciado de la cultura. Sin embargo, a diferencia de Jackson, no veo razón alguna para pensar que estas permutaciones categoriales sean necesariamente y en todos los casos reprimidas. En la medida que dichas permutaciones categoriales no son parte de las categorías vigentes de la cultura puede que simplemente no hayan sido pensadas (hasta que la ficción lo hace), y puesto que se hallan fuera de nuestro repertorio estándar de conceptos, representan posibilidades que en general pasan desapercibidas, son ignoradas, no son reconocidas, etc. En cambio la represión implica más cosas que la falta de conciencia. Implica la supresión de la conciencia con una finalidad psíquica determinada.
Pero un gran número de seres terroríficos no son figuras represivas de este tipo. No estamos preparados con una categoría cultural para los grandes insectos-esclavos de la película This Island Earth. Son en parte insecto y en parte hombre, y al mismo tiempo confunden las expectativas normales acerca de lo interior y de lo exterior ya que sus cerebros están expuestos a la vista. La posibilidad de semejante ser recombinado no es algo que nuestras categorías culturales nos permitan esperar; la mayoría tal vez nunca han soñado en la posibilidad de semejante criatura hasta que han visto This Island Earth o un cartel de ella. Pero eso no se debe a que hayamos reprimido la posibilidad de estos monstruos.
Pienso que hay dos razones que sostienen esta afirmación: primero, que de muchos de los monstruos de la ficción de terror no tenemos una conciencia antecedente que estemos reprimiendo, simplemente no han sido pensados; segundo, que en ejemplos como éste, que puede considerarse como resultante de operaciones casi formales sobre nuestras categorías culturales, es difícil especificar el valor psíquico que tendría su represión. Es decir, las criaturas de la ficción de terror se pueden confeccionar por medio de deformaciones, recombinaciones, eliminaciones, etc., rutinarias realizadas sobre los paradigmas de nuestras categorías culturales. Pero no hay razones para predecir que dichas operaciones formales tengan que ver, en ningún caso, con material reprimido. De hecho he propuesto algunos casos —como los cefalópodos de Wells y las criaturas esclavas de This Island Earth— en los que la idea de represión está fuera de lugar. Así pues, si este argumento resulta convincente, la hipótesis de la represión defendida por Jackson y otros no proporciona una explicación global del género de terror[40].
La exposición que hace Jackson de la hipótesis de la represión resulta a veces desconcertante. Un modo de interpretarla es que lo que ella denomina lo invisible y lo silenciado de la cultura —aquello que la categorización de la cultura convierte en imperceptible, oculto, etc.— implica alguna negación, quizás con un propósito ideológico, de la realidad. Sin duda, una concepción cultural permite pensar en algunas posibilidades con menor probabilidad que pensar en otras. Sin embargo, eso no implica ninguna negación de la realidad. Nuestras categorías culturales pueden hacer improbable (improbable, no imposible) que pensemos en medusas del tamaño de una casa viniendo de Marte para conquistar la Tierra. Sin embargo, eso no es ningún insulto contra la realidad. No hay semejantes medusas. Ni estoy siendo en modo alguno etnocéntrico, antropocéntrico o desobediente cuando digo tal cosa.
Por otra parte, las extremas sospechas de Jackson ante los esquemas categoriales de la cultura resultan paranoides. La cultura es presentada como algo que nos impide la interacción con la realidad. Por el contrario, deberíamos ver la cultura —especialmente desde el punto de vista de la forma en que los conceptos organizan nuestro trato con el mundo— como un medio gracias al cual llegamos a conocer la realidad.
También debo decir que hay que destacar la idea de Jackson de que la fantasía es por naturaleza inherentemente subversiva política o culturalmente. La idea parece consistir en que dado que el género afirma que aquello cuya existencia niega la cultura es contracultural y quizá utópico, celebra posibles estados de cosas que están más allá de los límites de la imaginación cultural.
Esta línea argumentativa presenta algunas similitudes formales con los argumentos radicales que sostienen que la ficción —porque representa lo que no existe— y el arte en general —porque es autónomo respecto al ámbito de lo práctico y lo instrumental— son emancipatorios de por sí. Dado que la ficción y el arte (según Herbert Marcuse, por ejemplo) celebran las posibilidades o bien de que la realidad sea de otro modo o bien de ser de otro modo que la cultura dice que es, fomentan la sensibilidad respecto a la posibilidad de cambiar la realidad (especialmente la realidad social). La fantasía, la ficción y el arte, por su misma naturaleza y según estas concepciones, se considera que son automáticamente emancipatorias en virtud de sus precondiciones ontológicas. El contenido de un relato, una ficción o una obra de arte de fantasía particular no cancela la inherente dimensión utópica de la forma en cuestión.
Pero yo pienso que estos argumentos son muy sospechosos. Hipostatizan la ficción, el arte y la fantasía de forma tal que ven su carácter emancipatorio como una función de su esencia misma. La ficción, el arte y la fantasía son consideradas como moralmente buenas en virtud de su estatus ontológico. Lo cual no sólo parece francamente sentimental sino que pienso que choca de frente con los hechos. Seguramente puede haber ficciones, obras de arte y fantasías moralmente y, peor aún, políticamente nocivas.
Y que las ficciones representen lo que no el caso no implica ni fomenta automáticamente nada acerca de reconstrucciones socialmente relevantes. Que Robinson Crusoe nunca existiera no dice nada acerca de si se puede derrotar al capitalismo. De modo parecido, la mera representación de hombres lobo no es un acto político ni un acto político-cultural. Leer ficciones acerca de criaturas que no están de acuerdo con la concepción cultural de lo que hay ni desafía el statu quo cognitivo ni, menos aún, el statu quo.
Pueden describirse las criaturas del terror y la fantasía como seres que subvierten categorías culturales en el sentido de que no encajan con ellas; pero ver en este sentido del término subversión un significado político es cometer un error. Eso no quiere decir que una ficción de terror o fantasía determinada no pueda estar motivada políticamente. El plan original de El gabinete del Dr. Caligari, como es bien sabido, era hacer una alegoría de carácter político. Sin embargo, que una ficción de fantasía sea políticamente subversiva depende de su estructura interna y del contexto en el que se hace, no de su estatus ontológico.
Una concepción cultural que Jackson tiene por objeto especial del efecto subversivo del género de la fantasía es la de la persona como un yo unitario. El género está poblado, por ejemplo, de seres constituidos por múltiples yoes o criaturas que están experimentando un proceso de desintegración. Jackson interpreta esto como un asalto a la concepción cultural del yo. Sin embargo, esta caracterización apenas resiste un examen. Muchos de los yoes divididos y en desintegración de la ficción de fantasía —el Dr. Jekyll, Dorian Gray, los hombres lobo, etc.— en realidad presentan literalmente concepciones religiosas y filosóficas de la persona (en tanto que dividida entre el bien y el mal, entre la razón y los apetitos, entre el humano y la bestia). Así, tales criaturas no subvierten las concepciones culturales de la personalidad, sino que más bien las articulan o, al menos, articulan algunas de ellas. El error de Jackson, como el de tantos otros teóricos contemporáneos, es suponer que nuestra cultura tiene sólo un concepto de persona y que siempre es de un yo unitario. Dichas concepciones son trágicas en el sentido en que Herbert Spencer consideraba que la tragedia era una teoría asesinada por un hecho.
La teoría general y la teoría universal del atractivo del terror
Hasta ahora hemos relacionado intentos fallidos de lograr una forma exhaustiva de arreglar las cuentas con la paradoja del terror. Las analogías religiosas y las teorías psicoanalíticas han sido rechazadas por igual como insuficientemente generales. Según la hipótesis religiosa, no todos los objetos de terror-arte producen pavor, mientras que en el caso del psicoanálisis, no todos son necesariamente objetos de represión. Al descartar estas aproximaciones más familiares a la paradoja del terror, me toca ahora a mí proponer una teoría.
Anteriormente he mencionado que la conciencia de la paradoja del terror ya había planeado sobre los teóricos del siglo dieciocho. La pregunta que planteaban ante los cuentos de terror, como se dijo, era en realidad parte de la cuestión estética más general acerca de cómo es posible que al público le resulte placentero cualquier género —incluyendo no sólo el terror sino también la tragedia— de objetos que de ordinario causan inquietud y desconcierto. Es decir, toparse con cosas tales como fantasmas o el estrangulamiento de Desdémona en la «vida real» sería algo angustiante antes que entretenido. Y, por supuesto, lo repugnante en la pantalla o en el papel es auténticamente repugnante. Es algo que normalmente querríamos evitar. Entonces, ¿por qué lo buscamos en el arte y en la ficción? ¿Cómo nos produce placer o por qué nos interesa?
Para responder estas preguntas pienso que es bastante útil volver sobre alguno de los autores que se plantearon por primera vez estas preguntas —concretamente Hume y Ai-kins— para ver que tienen que decir. Sin duda tendré que modificar y ampliar sus explicaciones. Sin embargo, una revisión de sus ideas servirá para orientarnos hacia lo que considero que al menos es parte de una respuesta completa a la paradoja del terror.
Para ver en qué forma las observaciones de Hume sobre la tragedia pueden contribuir a responder la paradoja del terror es importante no perder de vista que el género de terror, al igual que la tragedia, toma las más de las veces una forma narrativa. De hecho, dediqué el capítulo tercero a intentar examinar un gran número de elementos narrativos del género de terror. Que el terror suela ser narrativo indica que en muchos casos el interés que tenemos y el placer que experimentamos puede que no esté primariamente en el objeto de terror-arte como tal, esto es, en el monstruo en sí mismo. Puede que, por el contrario, la narración sea el lugar crucial de nuestro interés y placer. Porque lo atractivo —lo que despierta nuestro interés y produce placer— en el género de terror no tiene por qué ser ni primero ni principalmente la simple manifestación del objeto de terror-arte, sino la forma en que la manifestación o la revelación se sitúa como elemento funcional en una estructura narrativa total.
Esto es, para lograr una explicación acerca de qué sea lo irresistible del género de terror puede que sea una equivocación preguntar sólo qué hay en el monstruo que nos produce placer, pues el interés y el placer que nos producen el monstruo y su revelación puede ser más bien una función de la forma en que figura en una estructura narrativa más amplia.
Hablando de la presentación de acontecimientos melancólicos por parte de los oradores, Hume observa que el placer derivado de ellos no es una respuesta a los acontecimientos como tales, sino a su marco retórico. El interés que mostramos por las muertes de Hamlet, Gertrude, Claudio y demás no es un interés sádico, sino que es un interés generado por la trama argumental acerca de cómo ciertas fuerzas, una vez puestas en movimiento, actuarán por sí mismas. El placer se deriva del hecho de satisfacer nuestro interés en el resultado de tales preguntas.
Según Hume:
Si tenéis la intención de conmover en extremo a una persona con la narración de algún suceso, el mejor método de agrandar sus efectos sería retardar artísticamente su exposición y excitar primero su curiosidad e impaciencia antes de introducirle en el secreto. Éste es el sacrificio practicado por Yago en la famosa escena de Shakespeare, y todo espectador es consciente de que los celos de Otelo adquieren fuerza adicional de la impaciencia que los precede, y que la pasión subordinada se transforma aquí rápidamente en la predominante[41].
La idea de Hume es que una vez que un acontecimiento trágico y angustiante se enmarca en un contexto estético, con un impulso propio, el sentimiento predominante en la respuesta, desde el punto de vista del placer y el interés, va sujeto a la presentación como función de la estructura narrativa total. Como observa Hume:
Estos ejemplos (y se pueden recoger muchos más) son suficientes para proporcionarnos una cierta comprensión de la analogía de la naturaleza, y para mostrarnos que el placer que nos proporcionan los poetas, los oradores y los músicos al excitar nuestra pesadumbre, nuestro dolor, nuestra indignación y compasión no es tan extraordinario o paradójico como pueda parecer a primera vista. La fuerza de la imaginación, la energía de la expresión, el poder de la medida, los encantos de la imitación, son todos ellos de manera natural, por sí mismos, agradables para la mente. Y cuando el objeto presentado se adueña de algún afecto, el placer se incrementa más por la conversión de este movimiento subordinado hacia el predominante. Aun cuando la pasión pueda ser dolorosa por naturaleza al ser excitada por la simple presencia de un objeto real, está sin embargo tan suavizada, atenuada y aliviada cuando es producida por las bellas artes, que proporciona el más elevado entretenimiento[42].
En la tragedia el «afecto» que Hume cree que nos atrapa es la expectación narrativa, lo cual ciertamente nos recuerda las observaciones de Aristóteles acerca de la anticipación del reconocimiento y la inversión por parte del público en obras dramáticas de este género. Así, no es el acontecimiento trágico en sí mismo el que produce placer, sino más bien el modo en que es elaborado en la trama argumental.
De modo parecido los Aikin miran en buena medida la trama argumental para explicar el interés y el placer que nos producen los objetos de terror[43]. Ellos piensan que la cuestión se plantea mal si intentamos dar una explicación del placer derivado de las ficciones de terror solamente desde el punto de vista de decir cómo los objetos —monstruos, en este caso— son de por sí atractivos o placenteros. En primera persona del singular escriben:
¿Cómo tenemos, pues, que explicar el placer derivado de tales objetos? A menudo me he visto llevado a imaginar que en estos casos se produce una decepción, y que la avidez con que atendemos no es una prueba de que recibamos un placer real. El malestar por el suspense y el irresistible deseo de satisfacer nuestra curiosidad, una vez se han despertado, explican nuestra impaciencia por seguir toda una aventura, aunque suframos dolor real durante el desarrollo de la misma. Elegimos antes sufrir la inteligente punzada de una emoción violenta que el ansia inquieta de un deseo insatisfecho. Que este principio, en muchos casos, es el que nos conduce a través de lo que nos desagrada, es algo de lo que estoy convencido por experiencia[44].
No es necesario aceptar todo cuanto afirman Hume y los Aikin. Personalmente, dudo que el suspense sea descrito adecuadamente como causante de dolor, y la mecánica defendida por Hume acerca de la transición de una pasión subordinada a una predominante es algo oscuro, si no erróneo (porque la tragedia del acontecimiento y nuestra previsible reacción inquieta ante el mismo me parece que es un elemento inseparable de la narración). Sin embargo, la idea que comparten acerca de que el dispositivo estético con acontecimientos normalmente angustiantes depende de su contextualización en estructuras como la narración es particularmente sugerente por lo que hace a la paradoja del terror.
Pues, como se ha observado, una gran parte del género de terror es narrativo. De hecho creo que es correcto decir que en nuestra cultura el terror aparece ante todo como una forma narrativa. Así, para explicar el interés que despierta y el placer que produce podemos plantear la hipótesis de que fundamentalmente el lugar de nuestra satisfacción no es el monstruo como tal sino la estructura narrativa entera en la que se escenifica la presentación del monstruo. Esto no es lo mismo, desde luego, que decir que el monstruo sea irrelevante para el género, o que el interés y el placer en el género puedan satisfacerse por cualquier vieja narrativa y/o sustituirse por ella. Porque, como he argumentado con anterioridad, el monstruo es un ingrediente funcional en el tipo de narraciones que encontramos en los relatos de terror y no todas las narraciones funcionan exactamente como las de terror.
Como vimos en mi análisis de las narraciones de terror, estos relatos con mucha frecuencia giran en torno a probar, revelar, descubrir y confirmar la existencia de algo imposible, algo que desafía los esquemas conceptuales vigentes. Forma parte de dichas historias —contrarias a nuestras creencias cotidianas acerca de la naturaleza de las cosas— que tales monstruos existan. Y como consecuencia, las expectativas del público giran en torno a si dicha existencia se confirmará en el relato.
Esto se consigue con frecuencia, como Hume dice de los «secretos» narrativos en general, mediante el aplazamiento de la información concluyente acerca de la existencia del monstruo durante mucho tiempo. A veces esta información puede retrasarse hasta el final mismo de la ficción. Y aun cuando dicha información se le dé al público de repente, todavía suele ocurrir que los personajes humanos de la historia tienen que pasar por un proceso de descubrimiento de la existencia del monstruo, lo cual, a su vez, puede conducir a un posterior proceso de confirmación del descubrimiento en una escena siguiente o una serie de escenas. Esto es, la cuestión de si el monstruo existe o no puede transformarse en la cuestión de si y cuando los personajes humanos de la historia establecerán la existencia del monstruo. Los relatos de terror suelen ser prolongadas series de descubrimientos: primero el lector se entera de la existencia del monstruo, luego se enteran algunos personajes, luego algunos personajes más, etc.; el drama de la revelación repetida —aunque a partes diferentes— subyace a gran parte de la ficción de terror[45].
También en las tramas del transgresor se plantea la cuestión de si los monstruos existen, es decir, de si se pueden invocar, en el caso de los demonios, o de si pueden ser creados por científicos locos y nigromantes. Por lo demás, incluso tras la revelación de la existencia del monstruo el público continúa pidiendo información sobre su naturaleza, su identidad, su origen, sus propósitos y sus sorprendentes poderes y capacidades, incluyendo, en fin, aquellas relativas a sus debilidades que pueden permitir acabar con él a la humanidad.
Así, en gran medida, el relato de terror es impulsado explícitamente por la curiosidad. Agarra a su público implicándolo en un proceso de revelación, descubrimiento, prueba, explicación, hipótesis y confirmación. La duda, el escepticismo y el miedo a que la creencia en el monstruo sea una forma de demencia son la contrapartida previsible de la revelación (al público, a los personajes o a ambos) de la existencia del monstruo.
Los relatos de terror, en un significativo número de casos, son dramas de la prueba de la existencia del monstruo y de la revelación (en general gradual) de su origen, identidad, propósitos y poderes. Asimismo, los monstruos son obviamente un vehículo para generar curiosidad y para sostener el drama de la prueba, porque los monstruos son (físicamente, aunque en general no lógicamente) seres imposibles. Despiertan interés y atención por ser supuestamente inexplicables o muy inusuales en relación con nuestras categorías culturales vigentes, con lo que inducen el deseo de saber acerca de ellos y de conocerlos. Y como también están fuera de las definiciones prevalecientes (justificadas) de lo que hay, comprensiblemente fomentan la necesidad de una prueba (o la ficción de una prueba) frente al escepticismo. Los monstruos son, pues, objetos naturales de la curiosidad y apoyan directamente las energías del raciocinio que la trama argumental pone en ellos.
Puede considerarse que todas las narraciones implican el deseo de conocer, al menos el deseo de conocer el resultado de la interacción de las fuerzas destacadas de la trama argumental. Sin embargo, la ficción de terror es una variación especial de esta motivación narrativa general porque el centro lo ocupa algo dado en principio como incognoscible, algo que ex hypothesi, dada la estructura de nuestros esquemas conceptuales, no puede existir y no puede tener las propiedades que tiene. Esa es la razón de por qué con tanta frecuencia el drama real en un relato de terror reside en el proceso de establecer la existencia del monstruo, revelar sus propiedades terroríficas. Una vez que se ha establecido su existencia, el monstruo, en general, es objeto de enfrentamiento y la narración es impulsada por la pregunta acerca de si la criatura puede ser destruida. Sin embargo, incluso en este punto, el drama del razonamiento puede proseguir a medida que ulteriores descubrimientos —acompañados de argumentos, explicaciones e hipótesis— revelan rasgos del monstruo que facilitarán o impedirán la destrucción de la criatura.
Para ilustrar esto brevemente, tomemos la novela de Colin Wilson The Mind Parasites. El relato se presenta como una compilación de la crónica del enfrentamiento humano con parásitos de la mente. Dicha crónica ha sido obtenida de un cierto número de fuentes. Así, desde la perspectiva del orden de la presentación de la ficción, ésta comienza con el supuesto de que los parásitos de la mente —denominados Tsathogguans— existen. Pero la exposición avanza poniendo uno tras otro sucesivos descubrimientos de la existencia de estas criaturas, entre otras cosas (como el descubrimiento de las ruinas de una antigua ciudad que resulta ser una pista falsa). El principal personaje, Gilbert Austin, descubre primero el descubrimiento que hace su amigo Karen Weissman de los Tsathogguans, el cual comprende de por sí una narración de descubrimiento. Austin pasa entonces por su propio proceso de descubrimiento. En el curso de ambos descubrimientos tiene que plantearse la posibilidad de que el descubrimiento sea en realidad una locura. Austin entonces procede a convencer a su colega Reich de la existencia de los parásitos de la mente. Eso no resulta difícil, pero permite ampliar el razonamiento y reunir unas pocas pruebas más.
Austin y Reich comunican entonces sus descubrimientos a un selecto grupo de científicos, muchos de los cuales mueren a manos de los parásitos de la mente. Pero sobrevive el número suficiente de ellos para compartir sus descubrimientos finalmente con el presidente de los Estados Unidos. La trama argumental, en otras palabras, procede por medio de la revelación de la existencia de los Tsathogguans a grupos de personas cada vez mayores. Pero aun cuando Austin se ha asegurado una ayuda gubernamental suficiente para enfrentarse a la amenaza, el relato impone nuevos descubrimientos. Dice Austin:
Fue demencialmente frustrante. Poseíamos el mayor secreto; habíamos advertido al mundo. Y, sin embargo, en un sentido fundamental éramos tan ignorantes como siempre. ¿Quiénes eran esas criaturas? ¿De dónde venían? ¿Cuál era su fin último? ¿Eran realmente inteligentes, o tenían tan poca inteligencia como los gusanos de un trozo de queso?
El lector, por supuesto, también quiere saber las respuestas a estas preguntas y nos quedamos metidos en el relato hasta el final de la historia. Además, hasta entonces no nos enteramos de las propiedades de los Tsathogguans (y sus relaciones con la Luna) que posibilitan su destrucción final.
The Mind Parasites contiene mucha más «filosofía» que la mayoría de las ficciones de terror, incluso emplea algo de fenomenología mística como arma contra los Tsathogguans de una forma que provocaría que Husserl se levantase de su tumba. Pero por ser lo que se podría denominar una narración de revelación continua es representativa de un gran número de ficciones de terror.
Lo revelado, desde luego, son monstruos y sus propiedades. Estos son objetos de descubrimiento y revelación apropiados precisamente porque son desconocidos no sólo en el sentido de que el asesino en una ficción de terror es desconocido, también porque están fuera de los límites de lo conocido, esto es, fuera de nuestros esquemas conceptuales vigentes. Asimismo, ello explica por qué la revelación y descubrimiento de sus propiedades va con tanta frecuencia ligada a procesos de prueba, hipótesis, argumentación, explicación (incluyendo vuelos de ciencia ficción y sabiduría mágica acerca de reinos mitológicos, pociones y encantamientos), y confirmación. Es decir, como las ficciones de terror están basadas en la revelación de seres imposibles desconocidos e incognoscibles —increíbles e inconcebibles—, suelen adquirir la forma de narraciones de descubrimiento y prueba, ya que cosas desconocidas en forma de monstruos son objetos naturales de prueba.
Aplicadas a la paradoja del terror estas observaciones sugieren que el placer que se deriva de la ficción de terror y la fuente de nuestros intereses en él reside, en primer lugar y principalmente, en el proceso de descubrimiento, prueba y confirmación que a menudo emplean dichas ficciones. La revelación de la existencia del ser terrorífico y de sus propiedades es la fuente central del placer en el género. Una vez que el proceso de revelación se ha consumado, seguimos planteándonos preguntas acerca de si esa criatura puede ser combatida, y esta pregunta narrativa nos guía hasta el final del relato. Es revelador que Hobbes concibiera la curiosidad como un apetito de la mente. En la ficción de terror, este apetito es estimulado por la perspectiva de conocer lo supuestamente incognoscible, y luego se satisface mediante un proceso continuo de revelación, alimentado por imitaciones de pruebas, hipótesis, falsificaciones de razonamientos causales y explicaciones (reconocidamente simplistas) cuyos detalles y movimientos intrigan la mente de modo análogo a como lo hacen las auténticas[46].
Por otro lado, debería estar claro que estos placeres cognitivos particulares, en la medida que se ponen en movimiento por una clase de seres incognoscible, resultan especialmente bien servidos por los monstruos de terror. Así, hay una relación funcional especial entre los seres que caracterizan el género de terror y el placer e interés que fomentan muchas ficciones de terror. Dicho interés y dicho placer se derivan de la revelación de seres desconocidos e imposibles, precisamente la clase de seres que parecen pedir una prueba, descubrimiento y una confirmación. Por consiguiente, el asco que dichos seres despiertan podría considerarse parte del precio que hay que pagar por el placer de su revelación. Esto es, las expectativas narrativas que el género de terror pone en juego son que el ser cuya existencia está en cuestión sea algo que desafía las categorías culturales vigentes. De modo que el asco, por decirlo así, resulta más o menos impuesto por la clase de curiosidad que la narración de terror pone en juego. La narración de terror no podría dar una respuesta afirmativa y lograda a su pregunta principal a menos que la revelación del monstruo genere de hecho asco, o que sea de tal suerte que sea un objeto muy probable de asco.
Es decir, hay una estrecha relación entre los objetos del terror-arte, por un lado, y las tramas argumentales, de otro. El tipo de tramas y los objetos de revelación terrorífica no son meramente compatibles, sino que encajan entre sí o se acoplan de una forma muy apropiada. Que el público sea de modo natural inquisitivo en relación con lo desconocido se ajusta a las tramas argumentales que buscan volver cognoscible lo desconocido mediante procesos de descubrimiento, explicación, prueba, hipótesis, confirmación y demás.
Por supuesto, en este caso decir que el ser terrorífico es «desconocido» significa que no se ajusta a los esquemas conceptuales vigentes. Además, si la explicación que da Mary Douglas de la impureza es correcta, las cosas que violan nuestro esquema conceptual, al ser (por ejemplo) intersticiales, son cosas que nos sentimos inclinados a encontrar perturbadoras. Así, que los seres de terror sean previsiblemente objetos de repugnancia y repulsión es una función del modo en que violan nuestro esquema clasificatorio.
Si lo más importante en relación con las criaturas de terror es que su imposibilidad misma según nuestras categorías conceptuales las hace funcionar de un modo tan irresistible en los dramas de descubrimiento y confirmación, entonces su revelación, en la medida que es una violación categorial, va asociada a alguna sensación de perturbación, inquietud y asco. En consecuencia, el papel de la criatura terrorífica en dichas narraciones —en las que su revelación atrapa nuestro interés y produce placer— impondrá simultáneamente una probable repulsión. Es decir, a fin de recompensar nuestro interés por la revelación de los seres supuestamente imposibles de la trama argumental, dichos seres deben ser perturbadores, angustiantes y repulsivos al estilo de lo que teóricos como Douglas predicen que serán los fenómenos que no encajan en las clasificaciones culturales.
Así, pues, como primera aproximación para resolver la paradoja del terror, podemos conjeturar que nos sentimos atraídos por la mayoría de las ficciones de terror a causa del modo en que las tramas del descubrimiento y los dramas de la prueba pican nuestra curiosidad y despiertan nuestro interés, satisfaciéndolos idealmente en una forma placentera[47]. Pero si hay que satisfacer la curiosidad narrativa por seres imposibles mediante revelación, este proceso ha de requerir algún elemento de probable asco porque tales seres imposibles son, ex hypotheisi, perturbadores, angustiantes y repulsivos.
Un modo de hacer ver esto es decir que los monstruos en las historias de revelación tienen que ser perturbadores, angustiantes y repulsivos para que el proceso de descubrimiento sea gratificante de un modo placentero. Otro modo de decirlo es afirmar que el placer primario de las narraciones de revelación —es decir, el interés que tenemos en ellas y la fuente de su atractivo— reside en el proceso de descubrimiento, el drama de la prueba y los dramas del razonamiento que incluyen. No es que ansiemos el asco, sino que el asco es un elemento concomitante previsible de la revelación de lo desconocido, y su revelación es un deseo que la narración infunde en el público y que sigue hasta que se satisface. Dicho deseo tampoco se satisfaría a menos que el monstruo desafíe nuestra concepción de la naturaleza, lo cual pide que cause algún grado de repulsión.
En esta interpretación de las narraciones de terror, la mayoría de las cuales parecen explotar los atractivos cognitivos del drama de la revelación, experimentar la emoción del terror-arte no es nuestro objetivo absolutamente principal al consumir ficciones de terror, aunque se trate de un rasgo determinante para la identificación de la pertenencia al género. El terror-arte es más bien el precio que estamos dispuestos a pagar por la revelación de aquello que es imposible y desconocido, de aquello que viola nuestro esquema conceptual. Los seres imposibles repugnan; pero esta repugnancia es parte de un discurso narrativo global que no sólo es placentero sino cuyo potencial placer depende de la confirmación de la existencia del monstruo como un ser que viola, desafía o problematiza las clasificaciones culturales vigentes. De este modo, nos sentimos atraídos por este tipo de ficciones de terror y muchos las buscamos a pesar del hecho de que provocan repugnancia, puesto que este asco es requisito del placer que implica tener atrapada la curiosidad por lo desconocido e irlo obteniendo en los procesos de revelación, razonamiento, etc.
Una objeción a esta línea de hipótesis es apuntar que muchos de los tipos de estructuras argumentales que encontramos en la ficción de terror se pueden encontrar en otros géneros. El drama del descubrimiento y la confirmación apoyados en el razonamiento se pueden encontrar en los thrillers de detectives. Y las tramas argumentales de las películas de catástrofes de la primera mitad de los setenta suelen parecerse a las tramas del terror, pero en lugar de demonios necrófagos y vampiros pidiendo descubrimiento y confirmación, los elementos responsables son potenciales terremotos, avalanchas, inundaciones y sistemas eléctricos a punto de estallar.
Es claro que en los relatos de detectives y las películas de catástrofes el mal revelado no resulta imposible ni, en principio, desconocido. Ello no sólo significa que esas narraciones no causen sistemáticamente asco, sino que hay una diferencia cualitativa en el tipo de curiosidad al que invitan y que recompensan. Mi idea no es aquí que una clase de curiosidad sea superior o inferior a otra, sino que puede haber diferentes clases de curiosidad despertadas por estructuras argumentales que a un cierto nivel de descripción abstracta parecen formalmente equivalentes desde el punto de vista de sus movimientos. Sin embargo, una cosa es ser curioso ante lo desconocido pero natural y otra cosa es ser curioso ante lo imposible. Y es esta última forma de curiosidad con la que comercian normalmente las ficciones de terror.
Hay dos objeciones más, creo, y más serias, a las anteriores hipótesis acerca de la paradoja del terror:
1. Hasta aquí la hipótesis sólo trata de narraciones de terror, en realidad de narraciones de terror de un determinado tipo, a saber, aquellas que incluyen elementos como el descubrimiento, la confirmación, la revelación, la explicación, la hipótesis, el razonamiento, etc. Pero hay ejemplos del género de terror, pinturas, pongamos por caso, que no tienen por qué incluir una narrativa; y hay, según mi examen de las tramas argumentales características, narraciones de terror que no implican tales elementos. Puede haber, por ejemplo, argumentos de pura presentación o de puro enfrentamiento. Además, rechazamos otras hipótesis acerca de la paradoja del terror porque no resultaban suficientemente exhaustivas. Pero dado que hay ejemplos de terror que no son narrativos y dado que puede haber narraciones de terror que no despliegan los elementos de la revelación que hemos identificado como la fuente central de la atracción que tiene el género, esta hipótesis tiene que ser rechazada porque no satisface sus propios estándares de generalidad.
2. Esta hipótesis parece convertir la experiencia de estar aterrado en algo demasiado alejado de la experiencia característica del género. La repulsión que sentimos ante el ser terrorífico está demasiado distanciada de la fuente de atracción que encontramos en el género, lo cual resulta extraño ya que se trata de la emoción del terror-arte es lo que distingue al género. De hecho, suele ocurrir que lo que nos lleva a elegir una ficción determinada frente a otras candidatas de otros géneros sea la expectativa de que esté definida por esa emoción. Así, parece justificado suponer que lo que convierte al género en especial tiene que tener alguna conexión íntima con lo que atrae al público concretamente. Pero hasta aquí la explicación falla en este punto.
La primera crítica da absolutamente en el blanco de las limitaciones de mi hipótesis en su estado actual. Mi concepción no es suficientemente abarcadora todavía. El género de terror incluye ejemplos como la fotografía y la pintura que no implican una narración sostenida, en particular el tipo de narración sostenida sobre la que he puesto el acento. Y hay narraciones de terror de la variedad de la pura presentación o del puro enfrentamiento que no ofrecen al público las estratagemas de revelación a veces articuladas intrincadamente a las que nos referimos con anterioridad. Sin embargo, no considero estas observaciones como decisivas para mi planteamiento, sino más bien como una oportunidad para profundizarlo y ampliarlo de manera que de hecho también me permita enfrentarme a la segunda objeción mientras ajusto mi posición para escapar a la primera de ellas.
Creo que la mejor explicación que puede darse de la paradoja del terror para la mayoría de las obras de arte de terror será muy parecida a la que ya he ofrecido. Sin embargo, es cierto que no logra explicar el terror no narrativo y las ficciones de terror poco preocupadas por el drama de la revelación. Para tratar con estos casos hay que decir algo más; pero ese algo más encaja con lo que ya se ha dicho en una forma que enriquece a la vez que amplía la teoría desarrollada hasta ahora.
En mi planteamiento ha sido central la idea de que los objetos del terror están fundamentalmente vinculados con intereses cognitivos, muy especialmente con la curiosidad. Los gambitos argumentales de las narraciones de revelación y descubrimiento juegan con, amplían, sostienen y desarrollan esta apetencia cognitiva inicial en muchas direcciones.
Y esta es también la forma en que funcionan habitualmente las ficciones de terror.
Pero sería un error pensar que esta curiosidad es únicamente una función de la trama argumental, aun cuando la trama de ciertos tipos de ficciones —a saber, aquellas que tratan de la revelación— la llevan a su tono superior. Pues los objetos del terror-arte en y por sí mismos también provocan curiosidad. Esta es la razón de por qué pueden apoyar las tramas de revelación a las que nos hemos referido. En consecuencia, aun cuando sea cierto que la curiosidad del terror se desenvuelve mejor en tramas de revelación, y que en los casos más frecuentes y pregnantes moviliza dichas tramas argumentales, es cierto también que se la puede incitar y satisfacer sin la contextualización narrativa de las tramas de revelación y descubrimiento. Así, pues, puede ocurrir que aunque el terror se desarrolle con mayor frecuencia y principalmente en contextos narrativos de revelación, también puede darse en contextos no narrativos y ajenos a la revelación por la misma razón, a saber, por el poder de los objetos de terror-arte de despertar la curiosidad.
Recordemos de nuevo que los objetos del terror-arte son, por definición, impuros. Esto debe entenderse en el sentido de que son anómalos. Obviamente, la naturaleza anómala de estos objetos es lo que los convierte en perturbadores, angustiantes y repugnantes. Son violaciones de nuestras formas de clasificar las cosas y tales frustraciones de una concepción del mundo tienen que resultar perturbadoras.
Sin embargo, las anomalías también son interesantes. El hecho mismo de que sean anomalías nos fascina. Que se desvíen de los paradigmas de nuestro esquema clasificatorio atrae nuestra atención inmediatamente. Nos deja sin palabras. Domina y retiene nuestra atención. Son una fuerza de atracción. Atraen nuestra curiosidad, es decir, nos hacen curiosos, nos invitan a indagar sus sorprendentes propiedades. Queremos curiosear en lo inusual, aun cuando sea simultáneamente repelente.
Si estas observaciones abiertamente pedestres son convincentes, podemos sugerir tres conclusiones interesantes. Primero, la atracción de las narraciones de tipo no narrativo y que no se centran en un proceso de revelación es explicable, como en las narraciones que sí lo son, fundamentalmente en virtud de la curiosidad, un rasgo de los seres terroríficos que se sigue de su estatus anómalo en tanto que violaciones de los esquemas culturales vigentes. Segundo, las criaturas terroríficas pueden contribuir también a sustentar el interés en tramas de revelación en un grado importante precisamente porque al ser anómalos pueden ser irresistiblemente interesantes. Y, finalmente, con especial referencia a la paradoja del terror, los monstruos, los objetos del terror-arte, son ellos mismos fuente de respuestas ambivalentes porque en tanto que violaciones de las categorías culturales vigentes son perturbadores y repugnantes, pero, al mismo tiempo, son objetos fascinantes precisamente porque transgreden las categorías vigentes del pensamiento. Es decir, la ambigüedad que impregna la paradoja del terror se encuentra ya en los objetos mismos del terror-arte porque son repugnantes y fascinantes, repelentes y atractivos debido a su naturaleza anómala[48].
He identificado la impureza como un rasgo esencial del terror-arte. Concretamente los objetos de terror-arte son, en parte, seres impuros, monstruos reconocidos como ajenos al orden natural de las cosas tal como las definen nuestros esquemas conceptuales. Esta afirmación puede ponerse a prueba observando la frecuencia verdaderamente impresionante con la que la aparición de esos monstruos en las ficciones de terror va acompañada explícitamente en estos textos de alusiones a la repulsión, el asco, la repugnancia, la náusea, el aborrecimiento, etc. La fuente de esta actitud, además, parece remontarse al hecho de que, como sostiene David Pole, los monstruos «se podrían calificar en cierto sentido de confusos; desafían o confunden categorías existentes… Lo que en principio nos perturba es las más de las veces meramente un revoltijo [u ofuscación] de clases»[49].
Pero al mismo tiempo que la quiebra de nuestras categorías conceptuales nos perturba, también llama nuestra atención. Estimula nuestras apetencias cognitivas con la perspectiva de algo previamente inconcebible.
La fascinación por el ser terrorífico va de la mano de la perturbación. Y, de hecho, hay que suponer que para quienes se sienten atraídos por el género la fascinación al menos compensa la perturbación. Esto puede explicarse en cierta medida por referencia a la teoría del pensamiento de la emoción ficcional examinada en un capítulo anterior. Según este punto de vista, el público sabe que el objeto de terror-arte no existe frente a él. El público sólo reacciona ante el pensamiento de que tal o cual ser impuro pueda existir. Esto acalla, sin eliminarlo, el aspecto perturbador del objeto de terror-arte y permite más oportunidades para que cuaje a la fascinación por el monstruo[50].
Hay que suponer que esta fascinación sería un lujo demasiado grande para que dure si, contra todo pronóstico, fuéramos a encontrar un monstruo terrorífico en la «vida real». Al igual que los personajes de las ficciones de terror, nos sentiríamos angustiosamente impotentes, pues esas criaturas, en la medida que desafían nuestros esquemas conceptuales, nos dejarían sin saber cómo tratar con ellos, impedirían nuestra respuesta práctica paralizándonos de terror (como en general hacen los personajes de las ficciones de terror por la misma razón). Sin embargo, en el terror-arte es sólo el pensamiento en la criatura lo que está funcionando; sabemos que no existe; no estamos literalmente abrumados por las cuestiones prácticas acerca de lo que hay que hacer. Así, los aspectos atemorizantes y repugnantes de los monstruos no nos afectan con la misma urgencia práctica, permitiendo un espacio para que la fascinación eche raíces. Así pues, como segunda aproximación a la solución de la paradoja del terror, podemos explicar cómo es que lo que, por hipótesis, normalmente inquieta, perturba y repugna, también puede ser fuente de placer, interés y atracción. Por lo que hace al terror-arte la respuesta es que el monstruo —en tanto que violación categorial— fascina por la misma razón que repugna y, puesto que sabemos que el monstruo no es más que un producto de la ficción, alienta nuestra curiosidad.
Esta posición nos permite dar una respuesta a la justificada objeción a nuestra primera respuesta a la paradoja del terror, una respuesta que estaba muy atada a las narraciones de revelación. Los ejemplos no narrativos de terror-arte como los que hallamos en las artes plásticas y en las ficciones de terror narrativas que no despliegan estrategias de revelación, atraen al público en la medida que los objetos de terror-arte fomentan la fascinación al tiempo que inquietan; en realidad, ambas respuestas dimanan de los mismos aspectos de los seres terroríficos. Las dos respuestas son, como cuestión de hecho (contingente), inseparables en el género de terror. Además esta fascinación puede saborearse, porque la inquietud en cuestión no presiona sobre la conducta; es una respuesta al pensamiento sobre el monstruo, no a la presencia efectiva de algo repugnante o temible.
Si es cierto que la fascinación es la clave del atractivo que experimentamos ante el terror-arte en general, entonces también es cierto que la curiosidad y la fascinación básica en el género se amplifican también en lo que he denominado narrativas de revelación y descubrimiento. En ellas la curiosidad, la fascinación y nuestra inclinación a saber se hallan envueltas, orientadas y mantenidas por una forma altamente articulada mediante lo que he denominado drama de la prueba y procesos continuos de razonamiento, descubrimiento, formación de hipótesis, confirmación, etc.
En este punto, pues, me encuentro en situación de resumir mi aproximación a la paradoja del terror. Se trata de una teoría doble a cuyos elementos me referiré como la teoría universal y la teoría general. La teoría universal acerca de nuestra atracción por el terror-arte —que abarca el terror no narrativo, las narraciones ajenas a la revelación y las narraciones de revelación— mantiene que lo que lleva a la gente a buscar el terror es la fascinación tal como se la ha caracterizado anteriormente. Esta es la característica básica y genérica del género.
Al mismo tiempo, también debo plantear lo que llamaré teoría general —en lugar de universal— del atractivo del terror-arte. Los ejercicios más corrientemente recurrentes del género de terror —es decir, los que se encuentran más generalmente— parecen ser narraciones de terror centradas en una revelación. La atracción de estos ejemplos, al igual que otros paradigmas del género, tiene que explicarse en términos de fascinación y curiosidad. Sin embargo, en estos casos, la curiosidad y la fascinación inicial hallada en el género se desarrollan en una gran medida mediante mecanismos que estimulan y mantienen la curiosidad. Si el género empieza, por así decirlo, con la curiosidad, ésta es estimulada por las estructuras de las tramas argumentales centradas en la revelación. En dichos casos, pues, lo que nos atrae en esta clase de terror —que parece ser el más generalizado—[51] es la estructura en su conjunto y la escenificación de la curiosidad en la narración, en razón de la experiencia del juego prolongado de la fascinación que proporciona. Es decir, como Hume observaba respecto a la tragedia, la fuente del placer estético en dichos ejemplos de terror es principalmente la estructura narrativa en su conjunto, en la cual, desde luego, la aparición del ser terrorífico es esencial, y, como muestra la teoría universal, es un elemento catalizador.
Una objeción que anteriormente he realizado a mi primera aproximación al atractivo del terror-arte sostenía que la fuente de dicho atractivo está demasiado alejada de la emoción que caracteriza al género. Parecía limitar nuestro placer a una relación exclusiva con la trama argumental, lo cual, por supuesto, también podía hacer parecer que tramas parecidas pero sin seres terroríficos —como los thrillers de detectives y las películas de catástrofes— pudieran funcionar como sustitutos del terror-arte. Pero ahora estoy en disposición de explicar por qué no es el caso que explicar el atractivo del género en términos de curiosidad y fascinación tenga que alejar dicho atractivo de la emoción central del terror-arte.
He argumentado que los objetos del terror-arte son al tiempo repugnantes y fascinantes, angustiantes e interesantes, porque son abortos desde el punto de vista de las clasificaciones. La relación entre fascinación y terror es aquí contingente antes que necesaria. Es decir, los objetos del terror-arte son esencialmente violaciones categoriales y, de hecho, las violaciones categoriales son el tipo de cosas que regularmente llaman nuestra atención. La fascinación y el terror no están relacionados por definición. No todo lo que fascina aterra ni todo lo que aterra fascina. Sin embargo, dado el contexto específico de la ficción de terror, existe una fuerte correlación entre fascinación y terror debido al hecho de que los monstruos de terror son seres anómalos. Esto es, tanto la fascinación como el terror-arte convergen en el mismo tipo de objetos precisamente porque son violaciones categoriales. Allí donde hay terror-arte probablemente habrá la posibilidad de la fascinación. La fascinación no es algo lejano al terror-arte, sino que se relaciona con él como un probable elemento concomitante recurrente. Lo es, además, porque el género está especializado en seres imposibles y, en principio, incognoscibles. Ésa es la atracción del género. Los thrillers de detectives y las películas de catástrofes que movilizan estructuras argumentales parecidas no proporcionan el mismo tipo de satisfacción y, por tanto, no son sustitutos exactos de las ficciones de terror. Buscamos las ficciones de terror porque la específica fascinación que despiertan va ligada al hecho de que está animada por el mismo tipo de objeto que da lugar al terror-arte.
Una cuestión planteada por esta explicación de la paradoja del terror —desde el punto de vista de la relación contingente entre el terror-arte y la fascinación— es cómo se entiende, de modo preciso, la relación entre estos dos estados. Siguiendo a Gary Iseminger, podemos considerar dos posibles relaciones entre las emociones angustiosas provocadas por una ficción (por ejemplo, el terror-arte), por un lado, y el placer derivado de la ficción (por ejemplo, la fascinación), por el otro, a saber: el punto de vista integracionista y el punto de vista coexistencialista[52]. Según el punto de vista integracionista, cuando se deriva placer de un melodrama se está entristecido por los acontecimientos descritos y la tristeza misma contribuye al placer que nos produce la ficción. Desde el punto de vista coexistencialista, el sentimiento de placer en relación con la ficción angustiante es un caso de sentirse suficientemente fuerte para superar el uno al otro, como en el caso de «reír entre lágrimas». En el caso del melodrama, la explicación coexistencialista dice que la tristeza y el placer existen simultáneamente y que el placer compensa a la tristeza.
Puede que no sea posible resolver la disputa entre las hipótesis coexistencialista e integracionista de modo que se aplique a todos los géneros. Un género puede ser más susceptible a una explicación integracionista y otro a la coexistencialista. Y, de hecho, dentro de un mismo género, puede haber explicaciones coexistencialistas e integracionistas dependiendo del segmento de público al que uno se refiera. En relación al terror-arte, la explicación precedente en términos de la relación contingente entre la fascinación y el miedo y el asco se inclina más en dirección a la concepción coexistencialista[53]. Esta explicación apunta al receptor medio de terror (a diferencia de cierto público especializado del que hablaremos luego). En el caso del receptor medio de terror-arte, la tesis es que el terror-arte que sentimos es finalmente superado por la fascinación por el monstruo, así como, en la mayoría de los casos, por la fascinación generada por la trama argumental en el proceso de escenificación de la manifestación y revelación del monstruo.
Sin embargo, un crítico de esta solución probablemente respondería diciendo que si estamos de acuerdo aquí con la estrategia de pensamiento coexistencialista, entonces parecería seguirse que si los lectores pueden satisfacer su ansia de fascinación mediante descripciones de monstruos no aterradores, probablemente les satisfarán relatos —como cuentos de hadas y mitos— en los que los monstruos no son aterradores. Además, si eso es así, entonces el placer a obtener del terror no es un placer único que distinga al género. Es más, por otro lado, si se puede lograr la fascinación sin estar aterrado, esto es, optando por un género que proporciona el mismo placer sin, por ejemplo, repugnancia, ¿no tendría sentido elegir siempre el cuento de hadas?
Hasta cierto punto estoy dispuesto a aceptar parte de estas afirmaciones, pero al mismo tiempo no las encuentro totalmente irrecusables. Me parece que los receptores de terror suelen ser a la vez también receptores de otras clases de fantasías de monstruos[54]. El público de una película ajena al terror como Jason y los Argonautas y el de la película Un hombre lobo americano en Londres es probablemente el mismo, y el placer que experimenta de la manifestación de los monstruos en cada una de ellas es comparable. Hasta un cierto punto, dicho público puede sentir que con respecto al placer una película puede ser tan buena como otra una tarde cualquiera. Sin embargo, es también compatible con esto que los placeres obtenidos de muchas películas de terror, especialmente las que incluyen ciertas estructuras argumentales distintivas, todavía pueden igualar o sobrepasar el placer suscitable por cuentos de hadas y mitos comparables, incluso restando el peaje por estar aterrado. De este modo, aunque los placeres a obtener de estas alternativas son del mismo tipo, no hay garantía de que un ejemplo del género proporcione un mayor grado que otro. En consecuencia, no tendría siempre sentido elegir cuentos de hadas y odiseas frente a las ficciones de terror. Además, que ciertos géneros que obviamente pertenecen a la misma familia —tales como las fantasías sobrenaturales o de monstruos—, no me parece que sea un problema para la teoría propuesta en este libro, todos ellos proporcionan placeres comparables. Pero admitir esto no indica, por ejemplo, que no podamos diferenciar estos géneros junto a otras dimensiones.
En general, creo que podemos explicar el placer que los receptores medios experimentan con la ficción de terror por referencia a las formas en que la imaginería y, en la mayor parte de los casos, las estructuras argumentales despiertan la fascinación. Sea cual sea la angustia que el terror cause, en tanto que probable peaje para nuestra satisfacción, es compensado para el receptor medio por el placer que obtenemos por la estimulación y la gratificación de nuestra curiosidad. Sin embargo, aunque éste sea el caso de la mayor parte de los receptores del terror, no puede negarse que puede haber cierto público que busca las ficciones de terror simplemente para aterrase. Se puede sospechar que alguna parte del público de las series Viernes 13 puede ser de ésta; gente que va a por lo grueso. Las películas de terror que tienen monstruos fascinantes pero que no son muy, muy repugnantes o repulsivos pueden ser considerados como inferiores por esos aficionados al gore.
Si esta es una descripción adecuada de algunos receptores del terror, la explicación coexistencialista no parece que se les aplique. Pues en este caso el asco generado por la ficción parece estar relacionado esencialmente, y no contingentemente, con el placer del público relevante. Así, puede apelarse a alguna clase de explicación integracionista del terror. Siguiendo a Marcia Eaton, una forma de desarrollar una explicación integracionista para estos casos consistiría en extrapolar de la explicación de Susan Feagin lo que ésta denomina metarrespuesta a la tragedia[55]. Según Feagin la respuesta placentera a la tragedia es realmente una respuesta a una respuesta. Esto es, en un movimiento que recuerda a los Aikin, Feagin piensa que el placer que obtenemos al responder con simpatía a los acontecimientos trágicos en la ficción es una respuesta placentera por encontrar que somos esa suerte de gente preocupada moral y humanamente. Del mismo modo puede ocurrir que aquellos que gustan de la repulsión en el terror-arte —pero no por la fascinación— estén dando una metarrespuesta a su propia repulsión.
¿En qué podría consistir esta respuesta? Tal vez incluye una suerte de satisfacción en el hecho de que se es capaz de resistir grandes dosis de asco y shock. En este caso, por supuesto, hay que recordar que el público de las ficciones de terror suelen ser varones adolescentes, algunos de los cuales pueden estar usando las ficciones como ritos de paso para machos. Para ellos, las ficciones de terror pueden ser pruebas de resistencia. Sin duda, éste no es el aspecto más amplio del género de terror, ni las ficciones de terror están hechas exclusivamente para servir a este saludable objetivo. Sin embargo, tenemos que admitir que el fenómeno existe, y que, en este caso particular, puede ser necesaria una explicación integracionista equipada con la idea de metarrespuesta.
Sin embargo, para la mayor parte de los consumidores de terror, y, juzgadas por su construcción, para la mayor parte de las ficciones de terror, la hipótesis coexistencialista parece la más ajustada. Sostiene que los placeres derivados del terror-arte están en función de la fascinación, fascinación que compensa las emociones negativas generadas por la ficción. Esta tesis puede aplicarse a la manifestación del monstruo pura y simple (la teoría universal sobre la atracción del terror), o puede aplicarse a la manifestación del monstruo inserta en un contexto narrativo, de forma que todo el proceso de escenificación narrativa sea la fuente primaria del placer (la teoría general sobre la atracción del terror). Como anteriormente se ha dicho, esta última aplicación me parece la más relevante y la más cercana al mayor número de casos, así como a los más irresistibles, de terror-arte que se han producido hasta la fecha.
Una ventaja de este enfoque teórico sobre algunas de las teorías rivales como el psicoanálisis es que da cabida a nuestro interés por aquellos seres terroríficos cuya imaginería no parece ni directa ni indirectamente enraizada en fenómenos como la represión. Esto es, la explicación por recurso al pavor religioso y la explicación psicoanalítica del terror se enfrentan a contraejemplos en aquellos casos en los que los monstruos parecen ser producto de lo que podría describirse como procesos formales de «confusión categorial». Los cefalópodos de Wells no provocan ni miedo cósmico ni están suficientemente perfilados en el texto para relacionarlos con algún material reprimido identificable. Así, las explicaciones de esta suerte no resultan suficientemente exhaustivas, ya que no pueden asimilar lo que podríamos denominar formalmente (o formulariamente) seres terroríficos construidos.
Mi enfoque, por otra parte, no tiene problemas con los seres terroríficos generados únicamente mediante confusión categorial, puesto que hago remontar la fascinación que ejercen (así como su naturaleza angustiante) al revoltijo categorial. Así, la exhaustividad de mi teoría ante tales contraejemplos es un fuerte argumento a su favor.
En este punto, puede ser útil recordarle al lector que he estado intentando encontrar una explicación exhaustiva del atractivo del terror, esto es, una explicación del terror que aclare su atractivo a lo largo de períodos de tiempo, de subgéneros y de obras particulares, tanto si se trata de obras maestras como si no. En este sentido, en parte estoy considerando el terror como lo que Frederic Jameson ha llamado «modo». Escribe Jameson:
Cuando hablamos de modo, qué podemos querer decir si no que este particular tipo de discurso literario no está atado a las convenciones de una época dada, ni indisolublemente vinculado a un determinado tipo de artefacto verbal, sino que más bien persiste como una tentación y un modo de expresión que permanece durante una serie de períodos históricos pareciendo ofrecerse, aunque sea intermitentemente, como una posibilidad formal que puede ser revivida y renovada[56].
Preguntar qué hay de irresistible en el terror en tanto que modo es preguntar por las «tentaciones» más básicas y recurrentes proporcionadas por el género para el supuesto de un público promedio. Mi respuesta es la explicación detallada de la fascinación y la curiosidad que se encuentra en las anteriores páginas. Dicha respuesta parece más exhaustiva que las explicaciones psicoanalíticas y religiosas en tanto que modo, esto es, abarca un espectro más amplio de casos recurrentes[57].
Una vez dicho esto, sin embargo, no quiero negar que las explicaciones psicoanalíticas y religiosas puedan ofrecer perspectivas suplementarias acerca de las razones por las que determinadas obras de terror, determinados ciclos periódicos o ciertos subgéneros pueden ejercer una atracción especial además de la atracción genérica del modo. Si dichas explicaciones son convincentes y hasta qué punto lo son es algo que depende del análisis crítico e interpretativo de los subgéneros, ciclos y obras individuales. No tengo ninguna razón teórica para anunciar que en el futuro ese trabajo crítico no pueda informarnos de los mecanismos de atracción que ciertos ciclos, subgéneros y obras individuales despliegan más allá del atractivo genérico del modo. Que ese trabajo crítico sea o no persuasivo habrá de juzgarse caso por caso. A mí sólo me interesaba desarrollar una concepción de la fuerza genérica del terror y no quiero expresar aquí y ahora ninguna reserva de principio a la posibilidad de la crítica religiosa, la crítica mítica, la psicoanalítica, la del terror cósmico o cualquier otra para ciertos ciclos, subgéneros y obras de terror.
Mi impresión es que la solución basada en la curiosidad y la fascinación que he ofrecido a la paradoja del terror es muy obvia, a pesar de su dependencia de ciertas nociones técnicas como las de violación categorial y coexistencialismo. Ciertamente no es tan llamativa como muchas teorías psicoanalíticas reduccionistas. De hecho, a algunos puede parecerles que no es en absoluto una teoría, sino un simple e interminable ejercicio de sentido común.
Yo pienso que este enfoque es explicativo, especialmente por el modo en que elabora el juego de fuerzas de atracción y repulsión, aunque puedo ver por qué cuando se formula en forma abreviada —el terror atrae porque las anomalías nos llaman la atención y despiertan la curiosidad— puede sonar como un resumen de lugares comunes. Tres observaciones me parecen apropiadas: primero, la buscada exhaustividad misma de la explicación de los fenómenos puede tender a hacer que la solución parezca un lugar común y trivialmente amplia, aunque no lo sea; segundo, que la teoría parezca de sentido común no es algo que pese en su contra, pues no hay ninguna razón para pensar que el sentido común no pueda contribuir a la inteligencia de las cosas; por último, tal vez como corolario a esta última observación, el recurso a fuentes arcanas por parte de las explicaciones alternativas no es necesariamente una virtud favor suyo.
Terror e ideología
Comencé mi discusión con la pregunta acerca de por qué persiste el género de terror, pregunta que transformé en una acerca de cuál sea la causa posible de que la gente busque lo que evidentemente es angustiante. El problema de la existencia continuada del género de terror se redujo a la cuestión de por qué no evitamos simplemente el género de terror en bloque puesto que, en mi explicación, fomenta miedo y asco auténticos. He intentado explicarlo por medio de las teorías universal y general del terror desde el punto de vista de la forma en que los seres terroríficos que definen el género dominan nuestro interés, fascinación y curiosidad, placeres éstos que sobrepasan todos los sentimientos negativos que dichas criaturas anómalas hacen probable. Estos rasgos del género —interés, fascinación y curiosidad—, especialmente como se intensifican en las principales formaciones narrativas del género, explican por qué las ficciones de terror continúan consumiendo y produciéndose, a menudo cíclicamente.
Un crítico de mentalidad política, sin embargo, puede rechazar este modo de tratar la persistencia del género de terror. Puede denunciar que tiende a ser demasiado individualista, mientras que una explicación verdaderamente efectiva de la existencia del género de terror debería poner de relieve los factores sociopolíticos pertinentes que dan lugar al mismo. En este caso, el acento hoy se pondría en el papel ideológico que desempeñan las ficciones de terror. El argumento sería que el terror existe porque siempre está al servicio del statu quo, es decir, que el terror es invariablemente un agente del orden establecido. Ello supone que las creaciones del género de terror siempre son políticamente represivas, lo que contradice la concepción (igualmente incorrecta) discutida más arriba de que las ficciones de terror siempre son emancipadoras (es decir, políticamente subversivas).
Un modo de intentar relacionar el género de terror con los objetivos de órdenes sociales políticamente represivos sería el temático. Esto es, intentar mostrar que hay ciertos temas políticamente represivos que siempre se encuentran en el género y que éste tiende a reforzar. Por ejemplo, se podría argumentar que el género de terror es esencialmente xenófobo: los monstruos, dada su actitud inherentemente hostil hacia la humanidad, representan al Otro depredador y movilizan, reforzándola interactivamente, el imaginario negativo de las entidades político-sociales que amenazan el orden social establecido al nivel de la nación, la clase, la raza o el género.
Obviamente hay algunas evidencias a favor de quienes sostienen esta hipótesis: el racismo de H. P. Lovecraft; las películas de ciencia-ficción de los cincuenta que describen a los invasores alienígenas como iconos trasparentes del comunismo; la descripción sifilítica de la sexualidad femenina agresiva de películas de Cronenberg como They Came from Within y Rabid.
En una perspectiva relacionada con esta última, las ficciones de terror podrían entenderse desde la función de amedrentar a la gente para que asuman sumisamente sus roles sociales. De nuevo tenemos ciertas evidencias sugerentes para ello. Las feministas han apuntado que en muchas ficciones de terror recientes las víctimas del espeluznante ataque del monstruo son mujeres adolescentes sexualmente activas. Una interpretación es que se les está enseñando una lección: «Haz el tonto y esto es lo que puedes esperar/merecer». Además, la víctima femenina ha sido un elemento esencial del género de terror desde los tiempos de la novela gótica. El secuestro de mujeres —normalmente como un eufemismo apenas velado de la violación— podría considerarse como la articulación de una constante advertencia sexista de que en una sociedad patriarcal las mujeres deben someterse, porque siempre están y deben estar a las órdenes de los machos.
Sin duda, las interpretaciones temáticas de este género pueden aplicarse a algunas ficciones de terror en ciertos contextos sociales. Esto es, no hay ninguna razón para pensar que las ficciones de terror no puedan ser vehículos para temas ideológicamente represivos. Las películas de terror de los cincuenta probablemente tuvieron una influencia en la forma en que muchos norteamericanos pensaban acerca del comunismo. Sin embargo, hay dos problemas iniciales que contrarían la tentativa de explicar la persistencia del terror por medio de la propagación de temas ideológicos.
Primero, ninguno de los temas ideológicos aducidos por los críticos parece ser suficientemente general. Hay ficciones de terror sexistas, racistas, anticomunistas y xenófobas, pero no toda ficción de terror puede clasificarse en alguna de estas categorías ni tampoco en alguna disyunción de las mismas. Que haya ficciones de terror que no pertenezcan a alguna de estas categorías específicas puede observarse en el ejemplo de que hay ficciones de terror que eluden la acusación de sexismo en la medida que no tienen ni personajes femeninos ni los monstruos están caracterizados mediante imaginería femenina (culturalmente derivada), ni la ausencia de personajes femeninos está tratada en dirección a la derogación de las mujeres. Y, por supuesto, la mayor parte de las ficciones de terror no tiene nada que ver con el anticomunismo, en tanto que muchos relatos británicos de fantasmas se ocupan de fantasmas británicos, lo cual cuestiona las acusaciones de racismo y xenofobia. En realidad, muchas ficciones de terror resultan demasiado indeterminadas desde un punto de vista político para relacionarlas con ningún tema ideológico concreto[58].
No se puede rechazar la posibilidad de que alguien algún día descubra un tema ideológico presente en toda la ficción de terror. Pero hasta que eso se confirme es justo suponer que las explicaciones ideológicas temáticas ofrecidas hasta ahora no son lo suficientemente generales para abarcar el género como un todo (por más útiles que puedan ser para analizar ficciones individuales, subgéneros y ciclos)[59].
Una segunda razón para dudar de la afirmación de que todas las ficciones de terror, desde el punto de vista temático, son represivas es simplemente que parecen ser ejemplos de ficciones de terror progresistas. Uno de los temas del Frankenstein de Mary Shelley es que ilustra la idea de que una persona no es innatamente mala sino que es empujada a lo que conocemos como comportamiento antisocial como resultado de la forma en que es tratada por la sociedad. La criatura apoya esta idea a lo largo de toda la novela y nada en el texto lo desmiente. Esa era y considero que sigue siendo una concepción políticamente ilustrada.
También hay un gran número de novelas de terror que celebran la revuelta contra la tiranía (a menudo aristocrática), como las series Caspack y Pellucidar de Edgar Rice Burrough. Una buena parte de las ficciones de terror se oponen a la esclavitud y a la opresión racial. La dominación de un grupo de seres en el género de terror por parte de una especie supuestamente superior casi siempre anuncia una revuelta en la que la especie dominadora (o la raza dominadora) recibe su merecido.
El ciclo de George Romero La noche de los muertos vivientes es explícitamente antirracista, así como crítica del consumismo y los vicios de la sociedad norteamericana[60], en tanto que ciertas películas de la marca Hammer como La venganza de Frankenstein estigmatizan el clasismo mostrando que el villano es en realidad el Barón mismo, que pertenece a la clase dominante, quien obtiene los órganos y miembros que necesita para su experimento la clase inferior (que previsiblemente se subleva).
Durante la catástrofe de Vietnam hubo ficciones de terror antibelicistas hechas, por ejemplo, por cineastas como Bob Clark. Y muchas ficciones de terror se oponen al daño realizado a nuestra ecología por los negocios y el gobierno, en tanto que otras se oponen a la «medicalización» de la vida cotidiana, etc. Los ejemplos se pueden multiplicar infinitamente, pero esta posición es general. Del mismo modo que Karl Marx llamaba a los capitalistas vampiros y hombres lobo, utilizando la iconografía del terror con fines progresistas, así también los creadores de ficciones de terror pueden aplicar la imaginería del miedo y el asco contra las fuerzas de la represión política o social.
No doy por supuesto que todo el mundo esté de acuerdo con todos estos contraejemplos. Sin embargo, creo que la cuestión general es inevitable: la imaginería de terror puede ser empleada, y lo ha sido, al servicio de temas políticamente progresistas en determinados contextos sociales. Si alguien rechaza mis ejemplos concretos hay suficientes casos problemáticos como para que deje cómodamente al lector que elija los suyos propios.
Así, pues, la idea de que el género de terror persiste porque proporciona el útil servicio de proyectar temas ideológicamente represivos puede cuestionarse en primera instancia observando que las ficciones de terror no siempre realizan esta función y, por tanto, no son fiables, porque 1) muchas no proyectan ningún tema ideológico, represivo o de otro tipo, y 2) porque con frecuencia proyectan temas significativamente progresistas.
Si la respuesta a esto es que las ficciones de terror inevitablemente siempre proyectan temas represivos, entonces pediremos una explicación de dicha inevitabilidad. Si el fundamento de la inevitabilidad es que toda actividad simbólica en la sociedad capitalista moderna inevitablemente proyecta temas represivos, podemos a) preguntar si eso es así, pero, en cualquier caso, b) señalar que eso hace inoperante la idea de que la represión política proporciona una explicación de la persistencia del terror, puesto que en tal explicación la represión estaría presente en toda actividad simbólica y muchas de dichas actividades no han sobrevivido.
Hasta aquí hemos contestado la idea de que el terror persiste porque siempre difunde temas políticamente represivos. El rechazo de esta hipótesis se ha llevado a cabo señalando, de un lado, lugares en los que parece muy difícil especificar el tema ideológico de varias ficciones de terror y, de otro, a otros lugares donde el tema políticamente significativo en la ficción de terror es abiertamente progresista. En este punto, quien proponga una concepción basada en la represión para explicar la persistencia del terror puede que quiera cambiar de marcha para argumentar que el trabajo ideológico que la ficción de terror realiza a favor del statu quo no es en el nivel de temas manifiestos —concebidos como mensajes propagandísticos— sino en el nivel de la forma básica del género. Esto es, hay algo en la estructura profunda de la ficción de terror que la pone al servicio del orden establecido de modo que dicho orden, en consecuencia, garantiza su persistencia (presumiblemente mediante la producción continuada de entretenimiento de terror en lugar de entretenimientos emancipadores).
Stephen King ha articulado brillantemente la relación entre la estructura de la ficción de terror y el orden establecido en varias ocasiones:
… la ficción de terror es en realidad tan republicana como un banquero en un traje con chaleco. Desde el punto de vista del desarrollo, la historia es siempre la misma. Hay una incursión en territorios tabú, hay un lugar a donde no se debe ir, pero se va, del mismo modo que tu madre te dice que la barraca de los monstruos es un lugar donde no debes ir pero vas. Y dentro ocurren las mismas cosas: ves al tipo con tres ojos, o a la mujer gorda o al hombre esqueleto o a Mr. Eléctrico o lo que sea que haya. Y cuando sales dices: «Bueno, no soy tan malo. Estoy bien. Mucho mejor de lo que pensaba». Tiene el efecto de reafirmar valores, reafirmar la propia imagen y nuestros buenos sentimientos acerca de nosotros mismos[61].
Y, en otro lugar:
La monstruosidad nos fascina porque llama al republicano conservador en traje con chaleco que todos llevamos dentro. Amamos y necesitamos el concepto de monstruosidad porque es una reafirmación del orden que todos ansiamos como seres humanos…, y permítanme sugerir además que no es la aberración física o mental en sí misma la que nos aterra, sino más bien la falta de orden que esas situaciones parecen implicar[62].
… el creador de ficciones de terror es por encima de todo un agente de la norma[63].
Lo que King puede tener en mente aquí —y que ha sido desarrollado en un lenguaje menos coloquial por teóricos contemporáneos[64]— es que la narrativa de terror parece actuar introduciendo algo anormal —un monstruo— en el mundo normal con el propósito expreso de eliminarlo. Es decir, el relato de terror es siempre una lucha entre lo normal y lo anormal en la que lo normal se restaura y, por consiguiente, reafirma. El relato de terror se puede concebir como una defensa simbólica de unos estándares culturales de normalidad. El género de terror emplea lo anormal sólo con el fin de mostrarlo vencido por las fuerzas de lo normal. A lo anormal se le permite ocupar el centro del escenario sólo como contraste con el orden cultural que en última instancia será reivindicado al final de la ficción.
En mi filosofía del terror he sostenido que los monstruos han de entenderse como violaciones de categorías culturales vigentes. Desde este punto de vista, el enfrentamiento y la derrota del monstruo en las ficciones de terror podría leerse sistemáticamente como una restauración y defensa de la concepción del mundo establecida que se halla en los esquemas culturales existentes. Además, la concepción del mundo cuestionada no es sólo epistémica sino que está vinculada a valores o impregnada por ellos. Lo que queda fuera del mapa cognitivo de una cultura no es simplemente inconcebible sino antinatural en un sentido tanto ontológico como valorativo.
Esto es, los seres anómalos que he estado examinando no sólo son ontológicamente transgresores. Las más de las veces también hacen cosas moralmente transgresoras. Dentro del género hay una concordancia entre el hecho de ser desconocidos y que hagan lo prohibido: chupar sangre, secuestrar bebés para misas negras, secuestrar muchachas, destruir rascacielos, etc. En realidad, esa concordancia parece ser a menudo incluso más íntima que una mera conjunción constante, porque aunque carezca de una preparación científica o filosófica la gente ha sido imbuida de las estructuras categoriales de su sociedad con urgencia evaluativa. Lo que permanece fuera de su sistema clasificatorio es tabú, anormal o, más genéricamente, malo. Así, cuando un monstruo interrumpe lo cotidiano y es combatido y destruido en una ficción de terror, puede pensarse que simultáneamente se reafirma la rectitud de un orden clasificatorio moralmente cargado y culturalmente enraizado.
En esta concepción, la estructura profunda de la ficción de terror es un movimiento en tres partes: 1) de la normalidad (un estado de cosas en el que nuestro esquema ontológico-valorativo permanece intacto); 2) a la interrupción (aparece un monstruo que sacude los fundamentos mismos del mapa cognitivo de la cultura, una ofensa que puede percibirse como inmoral/anormal, y, previsiblemente, el monstruo también hace cosas prohibidas como comer personas)[65]; 3) hasta el enfrentamiento y derrota final del ser anormal (con lo que se restaura el esquema cultural mediante la eliminación de la anomalía y el castigo de sus violaciones del orden moral). En esta constelación asociativa, el orden se restaura no sólo en el sentido de que ya no hay más matanzas sino que, supuestamente, está funcionando de nuevo el orden cultural establecido que reinaba con anterioridad a los trastornos introducidos en la ficción.
Para formarnos una opinión de este tipo de explicación puede ser de utilidad establecer una breve analogía entre ella y las explicaciones antropológicas populares en el pasado de los «rituales de rebelión», esto es, rituales como las antiguas saturnalias o el actual día de Carnaval, que proporcionan un «espacio» delimitado, por así decirlo, en el que el decoro, la moralidad y los tabúes habituales pueden relajarse, y en el que los esquemas conceptuales, por ejemplo de las relaciones entre las especies, pueden invertirse, permutarse o trastocarse. Dichos rituales, por supuesto, terminan normalmente con la reinstauración del orden social y a veces se los interpreta como válvulas sociales de seguridad que permiten descargar tensiones generadas por la organización cultural de la experiencia. Aunque tales rituales obviamente incluyen alguna crítica del orden social, contienen esta protesta de forma que lo preservan y refuerzan[66].
Aplicada al género de terror, esta analogía podría funcionar del siguiente modo: con la presentación del monstruo en una ficción de terror, se abre un espacio cultural en el que los valores y los conceptos de la cultura pueden invertirse, permutarse y trastocarse. Ello probablemente resulta catártico para el público; le permite la oportunidad de que tomen forma pensamientos y deseos fuera de las nociones aceptables de la cultura. Pero la condición que permite esta transgresión de la norma es que, cuando todo se haya dicho y hecho y la narración haya llegado al final, la norma se restaure, el monstruo ontológicamente ofensivo haya sido eliminado y sus horribles actos hayan sido castigados. De este modo, la norma regresa más fuerte que antes; por así decirlo, ha sido sometida a prueba; su superioridad frente a lo anormal es reivindicada, y pensamientos y deseos supuestamente rebeldes, quizá siniestros —desde la perspectiva del punto de vista cultural dominante— han sido, hablando figuradamente, zaheridos.
Desde este punto de vista, las modernas ficciones de terror podrían considerarse como rituales de inversión para la sociedad de masas. La función de estos rituales —tal como se representan literalmente en su estructura argumental— es celebrar el punto de vista cultural dominante y su concepción de la norma. Las normas relevantes aquí hay que considerarlas políticas y su valoración como ideológicamente cargada. Así, la constante repetición del escenario fundamental de las ficciones de terror inevitablemente refuerza el statu quo.
Si esta explicación fuera válida podría proporcionarnos razones para pensar que el género de terror inevitablemente sirve a la ideología, lo cual, a su vez, podría parecer que ofrece una explicación de por qué el género de terror permanece. Sin embargo, esta teoría no me parece convincente. En primer lugar, no ofrece una explicación exhaustiva del género de terror. En realidad se aplica a las narraciones de terror que, aunque como he subrayado, son la manifestación principal del género, no son, sin embargo, la totalidad del mismo. El terror en las artes visuales puede ser no narrativo y, por tanto, no ejemplificar el escenario normal/anormal/normal. Esta concepción del terror no tiene nada que decir acerca de estos casos[67]. Así, permanece sin demostrar que el terror no narrativo —y, por consiguiente, el terror en su conjunto— sea ideológicamente subversivo debido al tipo de estructura subyacente sobre el que la teoría llama la atención.
En segundo lugar, una variante estándar del género de terror es aquella en la que el ser terrorífico no es expulsado o eliminado al final del relato. A veces la casa toma posesión de su víctima (como en la novela de Marasco Burnt Offerings); a veces Satanás nace (como en la novela de Levin Rosemary’s Baby [La semilla del diablo]) a veces los invasores del espacio exterior nos conquistan (como en el remake que hiciera Philip Kaufman de La invasión de los ladrones de cuerpos) o quedan sin derrotar (como en Lifeforce [Fuerza vital], de Tobe Hooper). Por otro lado, al final de una ficción de terror el público puede preguntarse si el monstruo ha sido eliminado de la faz de la tierra (como en el remake de La cosa que hizo John Carpenter o la primera entrega de la serie Pesadilla en Elm Street, de Wes Craven). Y el brazo amputado es todavía una amenaza al final del relato breve «Julian’s Hand», de Gary Brender, como lo son los zombis en Pet Sematary, de King, o el medievalista poseído en Next, After Lucifer, de Daniel Rhodes.
Tampoco es el caso que esto ocurra sólo en la ficción de terror contemporánea. La ciudad de los felinos todavía está en pie al final de «Ancient Sorceries», de Blackwood; Mr. Meldrum se ha transformado en Thoth al final de «Mr. Meldum’s Mania», de John Metcalfe; el «beckoning fair one» en el relato de Oliver Onions con el mismo título toma posesión de Oleron; no está claro si la mano de «The Beast with Five Fingers», de Harvey, ha sido destruida; los seres de razas antiguas y alienígenas de Lovecraft generalmente sobreviven al descubrimiento; etc., etc.
Así si hemos de interpretar la estructura argumental normal/anormal/normal como una alegoría de la restauración del statu quo, ¿qué habremos de decir de las desviaciones estándar de esta tríada que se mueve de lo normal a lo anormal y se queda en este último? ¿Son estas tramas argumentales más bien familiares jugadas antiestablishment? ¿Cuestionan el statu quo? Esta conclusión es dudosa, pero, ¿cómo puede evitarla la teoría que examinamos? Además, ¿cómo funcionará la catarsis (que para empezar es una noción dudosa) en estos casos? Porque si la restauración de lo normal es el elemento clave para cerrar la válvula de escape, ¿qué hace cerrar la llave cuando lo anormal no acaba expulsado?[68]
En respuesta a estos contraejemplos se podría intentar reconstruir la teoría afirmando que se orienta a caracterizar sólo aquellos casos de terror en los que opera el modelo de narración normal/anormal/normal. Esa no sería una teoría exhaustiva del terror, pero abarcaría un terreno muy amplio. Sin embargo, dudo que esta teoría redimensionada a la baja sobre la persistencia del terror tuviera éxito.
Pues esta teoría recoge o asocia muy diversos conceptos que creo que sería mejor mantener separados. Por ejemplo, la teoría más o menos iguala lo normal —en el sentido de las categorías clasificatorias y morales— con el statu quo de un orden político dado. Cuando estas normas son contestadas se contesta el orden político; cuando son reafirmadas se reafirma el orden político.
¿Pero se siguen tan fácilmente estas normas a partir de elementos de un orden político? Recordemos el tipo de normas que se violan: del lado conceptual, las distinciones entre animal y vegetal y entre humano y mosca; del lado moral, las prohibiciones de comer carne humana, de matar a capricho, de secuestrar, etc. Si hay un orden político dominante que considere estas normas como fijas, también es cierto que los movimientos no dominantes, de oposición y emancipatorios de esa sociedad también apostarán por dichas normas.
Los seres terroríficos no contravienen las normas culturales a ningún nivel que marque una diferencia política entre el statu quo dominante y aquél que supuestamente reprime. Ni comer carne humana ni negar la diferencia entre insectos y humanos son cosas que estén en el programa político de ningún movimiento de liberación del que tenga noticia. El desafío de las normas culturales, pues, a este nivel de abstracción, no afecta a los fundamentos políticos de un orden social, y, por consiguiente, la reafirmación de dichas normas[69] no tendría significación política en relación con el reforzamiento del statu quo político.
Otra forma de llegar a esta conclusión es observar que en esa explicación puede haber un deslizamiento entre dos nociones de lo «normal». Por un lado, «normal» puede entenderse en la acepción referirse a las normas de nuestros esquemas clasificatorios y morales. Por otro lado, «normal» puede referirse al ethos y al comportamiento de quienes conforman sin cuestionarla cierta visión (cultural, moral, política) de la clase media bienpensante, es decir, del hombre de la organización, de la mayoría moral, de la mayoría silenciosa, etc. La explicación ideológica del terror que estamos examinando parece desplazarse de la observación de que los monstruos terroríficos son anormales en el primer sentido del término a la concepción de que su derrota reafirma la normalidad en el segundo sentido del término, sentido que, por supuesto, sería relevante para ciertos aspectos de la política cultural contemporánea. Pero esto seguramente resulta de una simple equivocación de ciertos significados del término normalidad.
Es cierto que los trolls tienen malas maneras en la mesa y no votan al partido republicano; si se interesaran por la política podrían ser comunistas. Pero este no es el nivel de normalidad que normalmente se rompe en las ficciones de terror, ni es la clase de normalidad que está en peligro en los enfrentamientos con los monstruos, salvo en aquellos textos en los que dichas asociaciones se movilizan de forma evidente en la presentación.
Otro concepto equivocado en la explicación estructural de la orientación ideológica del género de terror es el de orden. Los órdenes conceptual y moral —y los esquemas culturales de los mismos— se tratan como equivalentes a órdenes sociales represivos. Pero las distinciones entre insectos y humanos y la prohibición de saquear pueblos no van ligadas necesariamente a fuerzas sociales represivas. Son principios culturales generalmente aceptados y muy probablemente sean compartidos por grupos políticos opuestos en cualquier comunidad. Así, pues, reafirmarlos no significa reafirmar el dominio de algún grupo social, excepto en aquellas ficciones en las que la amenaza de desorden va explícitamente ligada a la permanencia de un grupo social dominante.
Al mismo tiempo, sin embargo, el uso de la imaginería del orden restaurado puede ser apropiado en el contexto de una determinada ficción de terror para dar valor a sentimientos de la oposición. Es decir, puesto que la clase de orden que se restaura en las ficciones de terror (cuando se restaura) es reconocida como deseable por todas las orientaciones sociopolíticas de la cultura, si una ficción de terror crítica fuera empleada para estigmatizar la clase social dominante como anormal, la reafirmación de la norma al final de la ficción valdría como una afirmación de la superioridad normativa del grupo de oposición. Esto es, el patrón de secuencias normal/anormal/normal puede extenderse homólogamente partiendo en su posición inicial tanto del statu quo como de su antítesis.
Sin embargo, si admitimos que el sentido del orden que contempla la destrucción del monstruo en ciertas ficciones de terror puede emplearse asociativamente, en los contextos de las ficciones concretas, tanto para mantener como para cuestionar (incluso puede desplegarse para no hacer ninguna de estas dos cosas) el statu quo existente, entonces hemos abandonado la explicación estructural que sostiene que la ficción de terror siempre sirve a los intereses de la clase social dominante.
El sentido del orden introducido en dichas narraciones no es inherentemente represivo o conservador. En casos concretos puede ser puesto al servicio del statu quo. O puede que no lo sea. Además, el determinar la forma en que se despliega el sentido del orden en una ficción determinada es algo que habría que hacer caso por caso. Así, pues, la explicación estructural de la naturaleza en general reaccionaria del terror, cuando se la somete a prueba, se convierte en un asunto no de estructura per se, sino del modo en que determinadas obras pueden emplear ciertas posibilidades estructurales —como el sentido del orden— para proyectar ciertos temas.
Sin embargo, como he argumentado, estos compromisos temáticos podrían ir en cualquier dirección respecto al statu quo. En realidad, yo diría que una ficción de terror podría emplear el sentido del orden en discusión y no presentar ningún compromiso político o ideológico detectable con el statu quo. La cuestión es aquí, por supuesto, teórica. No niego que una obra de ficción de terror determinada no pueda ser usada retóricamente para apoyar un orden dominante represivo en determinadas circunstancias. Y en dichos casos no dudo que un crítico de orientación ideológica no pueda mostrar cómo una obra o un grupo de obras determinadas pueden promover un punto de vista ideológicamente pernicioso. Lo que niego es que la ficción de terror siempre o necesariamente opere de este modo. También cuestiono que su servicio a la ideología dominante sea totalmente omnipresente, no porque piense que la mayoría de las ficciones de terror sean emancipadoras sino porque mi sospecha es que muchas de ellas pueden ser políticamente vagas o triviales[70]. En cualquier caso, la cuestión de cuáles, cuántas o qué proporción de las ficciones de terror son reaccionarias no puede determinarse a priori como sugieren los defensores de las hipótesis estructural, sino que requiere una investigación empírica.
Dicha investigación, por supuesto, puede mostrar que un gran número de ficciones son reaccionarias. Puedo pensar en una buena cantidad de ejemplos que lo son. Sin embargo, eso no mostrará que la explicación ideológica de la persistencia del género de terror sea superior a la explicación que yo he ofrecido. La razón de ello es que aun cuando fuera cierto que las ficciones de terror sirven a la ideología dominante ello no explicaría por qué persiste el género, pues para servir a la ideología dominante tendría que haber algo en dichas ficciones que atrajera al público. En el mejor de los casos, la tesis de la ideología explicaría por qué un orden social dominante permite la existencia de ficciones de terror y, posiblemente, en parte, por qué las produce (en forma de empresas capitalistas). Pero no explicaría por qué el público es receptivo a las mismas, por qué va a verlas y por qué tantos las buscan.
Es decir, la gente no lee ficciones de terror ni va a ver espectáculos de terror a punta de pistola. Tampoco obtiene reducciones de impuestos (como dolorosamente he tenido que aprender) o apoyo gubernamental por consumir terror. El género tiene cierto atractivo y dicho atractivo requiere una teoría también para quienes sostienen la hipótesis de que sirve al statu quo. Pues para servir al statu quo en primer lugar tendría que ser capaz de atraer al público. Y las teorías general y universal sobre la atracción ejercida por el terror desarrolladas anteriormente nos dan una explicación de dicho atractivo genérico.
La teoría ideológica de la persistencia del terror, tanto si se plantea en términos de temas como de estructura, en realidad ni siquiera es una competidora de la teoría que he propuesto, puesto que aquélla requeriría una explicación al nivel del análisis de mi teoría para explicar por qué aunque todas las ficciones de terror son cómplices del statu quo son capaces de llamar nuestra atención. Tiene que haber algo más allá de su lealtad ideológica que las convierta en atractivas, puesto que la lealtad ideológica al statu quo no es ninguna garantía de que una forma de arte o de entretenimiento resulte atractiva para el público y, por tanto, ninguna garantía de que la forma vaya a permanecer.
Así pues, aun cuando fuera verdad que el statu quo tuviera interés en el terror, queda en pie la cuestión de por qué el terror puede ser un vehículo viable para implementar dicho interés. Esto es, si las ficciones de terror siempre realizan algún servicio para el statu quo todavía tenemos que aprender por qué son atractivas para su público, ya que sin una respuesta a dicha cuestión no entenderíamos cómo podrían explotarse con fines ideológicos.
No tengo dudas, y lo digo de nuevo, acerca de que una determinada obra de terror pueda servir a los intereses del statu quo o que un crítico pueda mostrar cómo lo hace una determinada obra o grupo de obras. Lo que creo que no puede demostrarse es que la ficción de terror sea necesariamente cómplice ideológico del statu quo. Incluso dudo que se pueda demostrar en general que todas las obras de terror existentes sean irremisiblemente represivas desde el punto de vista político. Y, en cualquier caso, mostrar que el terror es ideológicamente útil para las fuerzas de la represión política o cultural no explicaría tampoco la persistencia del atractivo del género, porque éste ya debería tener algún atractivo de por sí para ser puesto al servicio del statu quo. Lo que yo he intentado formular es una explicación de dicho atractivo previo.
Anteriormente he rechazado otra concepción politizada del poder de atracción de la ficción de terror, a saber, la de que siempre es emancipadora. Esta concepción, desde luego, es la contraria a la concepción según la cual el terror es siempre reaccionario, aunque resulta interesante que cada una de ellas pueda intentar plantear sus tesis sobre la base de lo que puede considerarse como una lectura alegórica de ciertas estructuras profundas del género. He intentado mostrar en detalle qué hay respectivamente de erróneo en cada una de estas concepciones. Que su fracaso dual sirva como admonición contra tales alegorizaciones «apriorísticas» de las estructuras de ficción.
El terror en la actualidad
Me he empeñado en proporcionar una teoría exhaustiva de por qué el género de terror persiste a lo largo de los años, esto es, durante décadas y generaciones. He planteado este problema como la cuestión de por qué la gente se entretiene y busca lo que, visto superficialmente, podríamos esperar que fuera considerado angustiante y como algo a evitar. He propuesto una solución exhaustiva que intenta utilizar hallazgos de los capítulos anteriores acerca de la naturaleza del terror y acerca de las tramas argumentales características del género.
El argumento ha sido que si el terror, en gran medida, se identifica con la manifestación de seres categorialmente imposibles, las obras de terror, ceteris paribus, despertarán nuestra atención, nuestra curiosidad y nuestra fascinación, y que dicha curiosidad, asimismo, puede ser ulteriormente estimulada y orquestada por las estructuras narrativas que aparecen con tanta frecuencia en el género. Además, que la fascinación con el ser imposible compense la angustia que genera es algo que puede hacerse inteligible gracias a lo que llamo teoría del pensamiento acerca de nuestra respuesta emocional a la ficción, teoría que sostiene que el público sabe que los seres terroríficos no están presentes y que, en realidad, no existen y, por tanto, su descripción o representación en las ficciones de terror puede ser causa de interés en lugar de huida o de otra iniciativa profiláctica.
Esta teoría da cuenta de la atracción básica que ejerce el género de terror, del rasgo fundamental del género consistente en ser potencialmente atractivo para un amplio espectro de sus variedades. Es decir, he intentado aislar el mayor denominador común de la apreciación del público medio con respecto al terror. Lo cual no excluye la posibilidad de que obras individuales, subgéneros o ciclos de terror no puedan tener otras fuentes de atracción a parte del atractivo fundamental o general del género. Una determinada obra puede poseer mérito literario, puede hacer agudas observaciones sociales, puede tener humor negro, un argumento vigoroso, etc. Y estos atributos, ceteris paribus, incrementarán su atractivo más allá del que el género tiene de por sí. Para algunos públicos interesados por los tests de duración como ritos de paso el terror puede realizar también un servicio muy especial.
Por lo demás, muchas de las concepciones que he rechazado como explicaciones exhaustivas del mayor denominador común del género pueden, de hecho, dar cuenta de la fuerza de determinadas obras, subgéneros y ciclos de terror. Es decir, algunas obras de terror, debido a la interacción entre su estructura interna y su contexto de producción y recepción, también pueden atraer al público, además de por estimular la clase de fascinación que he examinado, porque fomentan el «pavor cósmico», porque liberan la represión psicosexual, porque transgreden órdenes culturales opresivos o porque confirman el statu quo para públicos de mentalidad conservadora, etc. Que estas fuentes de atracción no parezcan estar presentes en todo el género no significa que no puedan ser relevantes para la explicación del atractivo que ejercen ciertas obras de terror, determinados subgéneros o ciclos concretos. Si estas nociones contribuyen a nuestro conocimiento de parte del género de terror y en qué medida lo hacen son cuestiones para la investigación futura, que probablemente realizarán mejor quienes (a diferencia de mi caso) ya tengan alguna fe en estas hipótesis.
Entre las muchas cosas que una teoría exhaustiva del terror deja por explicar está la de por qué el terror parece tener una especial popularidad en un período de tiempo y no en otro. Una teoría exhaustiva, tal como he empleado este concepto, nos dice qué fuentes de atractivo tiene el género en el conjunto de los distintos tiempos y lugares en los que posee algunos seguidores. Pero decir cuál es la fuerza genérica del terror no significa decir por qué exactamente el terror atrae a tantos seguidores y por qué en otras épocas su público es leal pero reducido. Esto es, mi teoría no explica por qué en ciertas coyunturas históricas, como la nuestra, el terror se convierte en un género popular celebrado, aunque tampoco está claro que el terror tienda a desarrollarse cíclicamente.
No voy a intentar construir aquí una teoría de los ciclos del terror. Sin embargo, dado que este libro es una respuesta al hecho de que de algún modo nos encontramos en medio de uno de tales ciclos, parece apropiado en el presente contexto que complementemos nuestra exposición acerca del atractivo genérico del terror con alguna especulación sobre las causas de su actual popularidad y atractivo.
Comencé este libro observando que desde mediados de los años setenta el terror ha sido un género popular de gran éxito. En algún momento de 1987 se rumoreó en el mundo de la edición que uno de cada cuatro libros impresos llevaba el nombre de Stephen King en la portada[71]. Y este libro probablemente no habría encontrado un editor si no fuera por el hecho que el terror arrastra hoy en día un número de seguidores sin precedentes. De modo que al concluir este tratado sobre el terror vale la pena esbozar algunas ideas acerca del atractivo del terror hoy, es decir, sobre el atractivo del terror en el presente ciclo. Se trata, claro es, de una aventura muy especulativa, incluso más especulativa que lo que la ha precedido, como ocurre en todo intento de escribir explicaciones históricas de los tiempos y circunstancias de todo presente. Así que léanse estas conjeturas de un sociólogo aficionado cum grano salis (no sangre) a mano.
Se ha indicado con frecuencia que los ciclos de terror aparecen en tiempos de tensión social y que el género es un medio a través del cual pueden expresarse los miedos de una época. Que el género de terror sea funcional en este sentido no es ninguna sorpresa puesto que su especialidad es el miedo y la ansiedad. Lo que previsiblemente ocurre en ciertas circunstancias históricas es que el género de terror es capaz de incorporar o asimilar miedos sociales generales en su iconografía de miedo y angustia.
La historia del cine suministra varios ejemplos conocidos. Las películas de terror del estilo de lo que se llama expresionismo alemán se produjeron en medio de la crisis de la República de Weimar; el ciclo de clásicos de la Universal, en Estados Unidos, tuvo lugar durante la Gran Depresión; el ciclo de ciencia-ficción/terror de principios de los cincuenta en Norteamérica se corresponde con la fase temprana de la Guerra Fría. Además, estos diferentes ciclos tendieron a usar su imaginería terrorífica para expresar ciertos miedos relacionados con el desasosegado talante de su tiempo.
En el ciclo de películas de principios de los treinta encontramos cierta simpatía recurrente por el monstruo. La creación de Frankenstein, King Kong, el Hombre Lobo de Londres e incluso Drácula, que llega a anhelar en un momento de desconsuelo una verdadera muerte, generan un tipo de preocupación y tristeza, aunque alterne con sentimientos de terror ante ellos. Esta preocupación parece una respuesta al reconocimiento de que esos seres están alienados, suelen ser víctimas de circunstancias fuera de su control. La criatura de Frankenstein y King Kong, en particular, aparecen en ciertos momentos como extraños perseguidos[72]. Por otro lado, el miedo a quedarse fuera de la sociedad civil sin ninguna culpa es comprensiblemente inquietante en tiempos como los de la Gran Depresión, cuando tanta gente se sintió amenazada por la perspectiva del desempleo. Esto no es lo mismo que decir que esas películas subvertían o confirmaban el orden social existente, sino sólo que expresaban miedos reconocidos, miedos en modo alguno reprimidos, y suministraban imágenes para pensar acerca de ellos (o, al menos, para hacer hincapié en ellos).
La simpatía hacia el monstruo, por otra parte, no es una posibilidad explotada en las películas de monstruos de los cincuenta. Insectos gigantes, vegetales carnívoros y alienígenas con ojos de bicho no generan tristeza. Es difícil imaginar extender una mano de auxilio a una tarántula del tamaño de un tractor. Estos monstruos son extraños y, sin duda, no pertenecen a nuestro mundo. El único modo que tienen de entrar en él, por así decirlo, es mediante una invasión por la fuerza. Y, claro, la invasión es la preocupación principal del ciclo de cine de ciencia ficción de los cincuenta. Por lo demás, está bien claro que esos invasores eran realmente sustitutos de la AMENAZA COMUNISTA INTERNACIONAL[73].
Al final de una de las películas inaugurales de este ciclo, La cosa, el público sale de la sala de proyección advertido de que esté vigilante y observe los cielos, obviamente para estar listo para ver platillos volantes. Pero en una época de ejercicios de ataque aéreo cabría sospechar que también para ver bombarderos soviéticos. Los monstruos de esos filmes solían ser insectos o vegetales, desprovistos de las emociones humanas normales (igual que esos malditos rojos) y dispuestos a conquistar el mundo (lo dicho).
En este ciclo, la inteligencia pura (el intelectualismo marxista y el cientifismo) se solía contraponer a los sentimientos en la lucha de la inhumanidad contra la humanidad. Los invasores del espacio acostumbraban a ser colectivistas y antiindividualistas. La infiltración de quinta columnistas extraterrestres suplantando a Papá y Mamá era uno de los trucos más repugnantes. Es cierto que, a diferencia de las películas de terror de los treinta que eran más amorfas políticamente, el vocabulario de la sospecha motivada ideológicamente, avivado por las fuerzas del anticomunismo, ayudó a formar el lenguaje del miedo empleado en esas películas al mismo tiempo que las estructuras narrativas del género de terror suministraban más que amplios pretextos para dar cabida a la paranoia.
El modelo del miedo también ha sido aplicado a la literatura. Escribiendo acerca de la eclosión de la ficción de terror entre 1872 y 1919, Jack Sullivan afirma:
… la cualidad oscura y apocalíptica de la ficción de terror moderna temprana es absolutamente congruente con el espíritu de inquietud y malestar que algunos historiadores, citando las obras de Freud, Huysmans, Schöenberg y otros, ven como una clave emocional de la época y como premonición de la I Guerra Mundial.
Stephen Spender, T. S. Eliot y muchos otros han escrito elocuentemente acerca de la atmósfera de trauma que oscureció aquel período y que se manifestó en modos de expresión cada vez más extraños y subjetivos. Fue una época de transición caracterizada por los cambios sociales convulsivos, por las terribles repercusiones de una guerra impopular, por la inestabilidad económica, por un cinismo lleno de desprecio hacia el gobierno y el orden establecido, y por una fascinación con las contraculturas y las sociedades ocultas. Puesto que ese es el clima de catástrofe en el que parece florecer el cuento de terror, tal vez no sea un accidente que el período de Vietnam y Watergate también presenciase un renacimiento espectacular del género[74].
De modo parecido, al teorizar acerca del subgénero literario actualmente pujante que denomina «terror familiar», Ann Douglas afirma:
El género de «terror familiar» recuerda las extrañas formas y transformaciones en las que cae la familia de clase media contemporánea: su tema es la ruptura del átomo de la familia nuclear. Esta familia de ficción es doblemente nuclear. Consiste en los ahora clásicos pequeños núcleos de padres y uno o dos hijos. Representa las primeras familias norteamericanas en las que los padres son jóvenes adultos nacidos justo antes y después de la inauguración oficial de la era nuclear en Hiroshima el 6 de agosto de 1945, y que están trayendo niños conscientemente a un mundo atómico. En esos thrillers, los personajes de los padres, como muchos de los autores que los crearon, son baby-boomers, criaturas de los sesenta, dramatizados e imaginados cuando empiezan a formar sus familias en los setenta y ochenta; en otras palabras, son protagonistas de contradicciones culturalmente fuertes, acuciantes e intrincadas[75].
Así, Douglas relaciona la aparición de los bebés demoníacos con el duro advenimiento de una era de estancamiento demográfico, de una generación de posguerra institucionalmente rupturista que intenta negociar las presiones de un mercado crecientemente precario sin los recursos de una familia extensa.
Como estos ejemplos indican, al menos es plausible plantear la hipótesis de que los ciclos de terror probablemente tienen lugar en períodos de tensión social pronunciada en los que las ficciones de terror sirven para dramatizar o para expresar el malestar dominante. No es necesario ir más lejos y decir aquí que dichas ficciones descargan o alivian los miedos por medio de algún proceso cuestionable como la catarsis. Basta decir que en dichos períodos despiertan un interés especial en la medida que proyectan representaciones que casan con esos miedos y, por consiguiente, se dirigen a preocupaciones acuciantes, aunque sólo mediante una imaginaría galvanizadora. Así, pues, si en el presente nos encontramos en un ciclo de terror, por hipótesis, podríamos intentar explicar su procedencia y su persistencia aislando las fuentes de la tensión social y de los miedos correlativos del ciclo[76].
Ann Douglas sugiere que algunos de los miedos o sentimientos que se articulan en el subgénero del terror familiar, un subgénero que desde el punto de vista literario comenzó con títulos como The Other, de Tryon, La semilla del diablo, de Levin y, el más significativo, El exorcista, de Blatty, cuya versión cinematográfica también inauguró el ciclo de películas que ha generado epiciclos como la serie de La profecía y la de It’s Alive. Otros subgéneros contemporáneos también explotan el cultivo de los miedos predominantes, a menudo médicos: la iconografía del cáncer por medio del deterioro físico gráfico; el miedo a las enfermedades de transmisión sexual; el miedo a la tecnología médica; los miedos al envenenamiento; etc. Pero el problema que tenemos delante no es que los subgéneros contemporáneos casen con los miedos actuales ad seriatum, sino el de intentar sugerir un conjunto de miedos y sentimientos destacados por el ciclo en su conjunto que, a su vez, puedan explicar la actual obsesión por el terror.
Al organizar mis ideas acerca de la persistencia del terror contemporáneo, me parece útil esbozar una analogía entre este género y otra obsesión contemporánea cuyo lapso de vida cultural (iniciado a mediados de los setenta) coincide a grandes rasgos con el del presente ciclo de terror. Lo que tengo en mente aquí es el postmodernismo. Lo que quisiera sugerir es que el género de terror contemporáneo es la expresión exotérica de los mismos sentimientos expresados en las discusiones esotéricas de los intelectuales acerca del postmodernismo.
He argumentado que, en general, las obras de terror representan transgresiones de las categorías conceptuales culturales vigentes. En las ficciones de terror las normas clasificatorias vigentes se dislocan. Los criterios culturales acerca de qué es se problematizan. Correlativamente, el postmodernismo está marcado por una fuerte atracción por el relativismo cultural. Esto es, en las diversas articulaciones del postmodernismo un tema recurrente es no sólo el relativismo moral sino también el relativismo conceptual, es decir, la convicción de que nuestras formas vigentes de articular el mundo son en algún sentido arbitrarias. Pueden deconstruirse. No se refieren realmente al mundo. Dichas concepciones acostumbran a acompañarse de la sospecha de que no lograr ver este supuesto hecho acerca de nuestros conceptos representa un problema, a veces llamado logocentrismo.
Personalmente no me convencen los argumentos filosóficos defendidos por los postmodernos, pero al mismo tiempo no se puede ignorar su capacidad para fascinar a una generación de intelectuales. En la medida que dicha fascinación descanse en sospechar la inadecuación de nuestros esquemas conceptuales, refleja un sentimiento por parte de los intelectuales que viene representado por las ficciones de terror contemporáneas consumidas en masa por el público.
Bien mirado, se observa que el género de terror contemporáneo también se diferencia de anteriores ciclos en ciertos aspectos que también admiten comparación con los temas del postmodernismo. En primer lugar, las obras de terror contemporáneas suelen referirse a la historia del género bastante explícitamente. It, de King, reanima una galería de monstruos clásicos; la película Creepshow, de King y Romero, es un homenaje a los cómics de terror de EC [Entertainement Comics] de los años cincuenta; las películas de terror hoy en día hacen con frecuencia alusiones a otras películas y Fright Night incluye como personaje un invitado al show de la ficción de terror; los escritores de terror se refieren libremente a otros escritores y a otros ejemplos del género, especialmente hacen referencia a películas y personajes de terror clásicos.
En el presente el género es particularmente reflexivo y autoconsciente, aunque no de una forma alarmante. Concretamente, es muy intertextual de un modo abiertamente autodeclamatorio[77]. Los creadores y los receptores de ficciones de terror son conscientes de que están operando en el marco de una tradición compartida, y esto se reconoce abiertamente, con gran frecuencia y de buena gana. Ello, desde luego, es también un rasgo de los artistas postmodernistas de la alta cultura. Sea con fines de crítica política, sea por nostalgia, el arte postmoderno vive de su herencia, por así decirlo. Actúa recombinando elementos reconocidos del pasado de modo que sugiere que la raíz de la creatividad se encuentra mirando hacia atrás. La ficción de terror del presente, aunque no carece de energía, también se refiere a tiempos anteriores, a los monstruos y mitos clásicos, como en un gesto de nostalgia.
Otra forma en la que el género contemporáneo de terror difiere de los ciclos precedentes es en el grado de violencia gráfica. Las ficciones de terror permanentemente gravitan en torno a la violencia. Pero las variaciones contemporáneas ofrecen regularmente descripciones y representaciones gore que van mucho más allá de lo que se encontraba en la tradición. En el caso de ciertos artistas de terror como Clive Barker éste es un elemento de especial orgullo. La violencia del terror contemporáneo puede que no difiera de la del pasado en cuanto a la clase, pero difiere mucho en el grado.
Una dimensión particular de esta violencia es la extrema y cruda furia que cae sobre el cuerpo humano cuando éste revienta, estalla, se rompe y despedaza, cuando se desintegra o transforma, cuando se desmiembra y disecciona, cuando es devorado desde dentro. Y, por supuesto, la última década ha visto la perfección de lo que se denomina splatter film y en literatura lo que Meter Haining, el más prolífico de los antólogos de terror vivos, llama (con desaprobación y, tal vez, en algunos casos, con desprecio) «terror de carnicería»[78].
En el género de terror contemporáneo la persona es con mucha frecuencia reducida a mera carne; en realidad, la «persona-como-carne» podría servir de etiqueta para esta tendencia. A su vez, esta reducción de la persona es correlativa en ciertos aspectos de lo que los postmodernos anuncian como la «muerte del hombre». En la ficción de terror del presente una persona no es un miembro de alguna categoría ontológica privilegiada sino más bien siempre material para los molinos satánicos del género[79]. Incluso quienes identificamos como héroes y heroínas pueden terminar bajo la cuchilla.
El actual ciclo de terror y el postmodernismo se relacionan en la medida que ambos articulan un miedo acerca de categorías culturales; ambos miran al pasado, en muchos casos con una pronunciada nostalgia; ambos retratan la persona en los términos menos sagrados. Por otra parte, este conjunto de temas se hace inteligible cuando uno se apercibe de que tanto el género de terror como el postmodernismo han surgido a las puertas del evidente colapso de la Pax Americana. Esto es, el género de terror con su miedo a la inestabilidad de las normas culturales y los relativismos postmodernistas de toda suerte, junto a sus recíprocas inclinaciones a la nostalgia, surge precisamente en el momento histórico en el que el orden establecido al final de la II Guerra Mundial inquietantemente parece haberse desmoronado.
Este desmoronamiento incluye no sólo el hundimiento del poder global de los Estados Unidos, ilustrado por la pérdida de la Guerra del Vietnam, las crisis del petróleo, el ascenso de la industria y el comercio japoneses (por no mencionar Alemania Occidental, Corea, Taiwán, etc.), la incapacidad de los Estados Unidos para asegurar sus fines en el exterior a voluntad, sino también tensiones internas que, por lo que hace a EE.UU. por lo menos, comprenden inacabables espectáculos de escándalos políticos, estafas en los negocios con amplia publicidad, altercados económicos de toda clase incluyendo las crisis del petróleo y las recesiones, la crisis de la deuda, las exigencias de liberación de grupos hasta ahora privados de derechos como las mujeres y las minorías. Previsiblemente, a medida que las verdades del Imperio Norteamericano se empañan, una irresistible sensación de inestabilidad se apodera de la imaginación hasta el punto de que todo parece en peligro o se ofrece a quien lo quiera, incluso todo aquello que en una reflexión sobria parece intacto todavía. El relativismo, tanto conceptual como moral, es una respuesta probable a este nivel de pensamiento ante dicha inestabilidad social, mientras que el terror, con sus compromisos estructurales ante la fragilidad o inestabilidad de las normas culturales vigentes, se convierte en un símbolo artístico popular listo para el sentimiento de que «el centro no se sostiene».
La nostalgia aparente en la intertextualidad de buena parte de la ficción de terror y que al menos parece subrayar buena parte de lo que se llama postmoderno (es decir, «después-de-lo-moderno») mira hacia atrás, a un tiempo que parecía, tal vez falsamente, más sólido en sus convicciones de lo que hoy en día resulta posible. Asimismo, la concepción del mundo de la Pax Americana que hizo de una clase de individualismo extravagante su elemento ideológico central fue una fantasía más fácil de sostener en el contexto de una productividad creciente y de una hegemonía internacional que reafirmaba el bienestar de una mayoría de clase media, así como su fe en las panaceas de la eficacia personal y una moralidad secular de la prosperidad y el conformismo. El socavamiento de este sentido de la seguridad puede simbolizarse en la iconografía extrema de la vulnerabilidad personal, apoyada en el género de terror en la degradación corporal, de un lado, y en la excesiva negación (o el defensivo rebajamiento de expectativas) de la categoría de personalidad por parte de los postmodernos, de otro lado.
A medida que las sacudidas de finales de los sesenta y de los setenta golpearon (y continúan golpeando) el orden Americano en su conjunto, la debilidad del credo individualista se hace cada vez más aparente. La confianza es sustituida por un sentido de vulnerabilidad, impotencia y contingencia de las vidas individuales. Tampoco puede sostenerse el sentido de que se es parte de un gran proyecto nacional con un destino manifiesto. Y es este sentido de pérdida lo que creo que convierte en emblema la degradación de la persona en la ficción de terror contemporánea y a lo que se refieren los eslóganes postmodernos acerca de «la muerte del hombre». Lo que desaparece, y a lo que apuntan los sentimientos de miedo, es el mito del individualista «americano»[80], que en el caso del terror está representado en espectáculos de indignidad dirigidos al cuerpo y que, en otro registro, está articulado en manifiestos de postmodernos nihilistas, con mayor frecuencia de disciplina literaria.
Ai caracterizar así la deconstrucción del cuerpo en la ficción de terror contemporánea no pretendo negar que también suela relacionarse con la movilización de miedos médicos y fobias del día, pero proyectar esos miedos también encaja perfectamente como expresión de un sentido general de vulnerabilidad que parece ser una función del colapso del Imperio Americano y la cultura del individuo indómito que supuestamente garantizaba.
La ficción contemporánea de terror, pues, articula los miedos relacionados con la transición del Siglo de Norteamérica a «no se sabe qué» para el público, de manera análoga a la forma en que el postmodernismo articula sentimientos de inestabilidad para los intelectuales. En ambos casos, las reacciones pueden ser extremas. Las normas profundas de la cultura precisan no ser consideradas en peligro, aunque la hegemonía norteamericana lo sea. Sin embargo, las reacciones excesivas en tiempos de tensión social son seguramente comprensibles. Supongo que la innegable popularidad de la ficción de terror y del postmodernismo es una respuesta a sentimientos de inestabilidad fomentados por el reconocimiento de que el orden posterior a la II Guerra Mundial y su cultura está en crisis.
Por supuesto, aunque la analogía con el postmodernismo sea inadecuada, todavía podría ser que estuviéramos sobre la pista de algo de relevancia contemporánea en relación con la ficción de terror. Pues, aunque el postmodernismo no sea un tipo de respuesta nihilista al fracaso de la Pax Americana, puede que la ficción de terror contemporánea encarne tales miedos culturales. Su apología de la inestabilidad de las normas tanto clasificatorias como morales, sus alusiones nostálgicas, el sentido de impotencia y parálisis que transmiten sus personajes, el tema de la persona-como-carne, la paranoia de sus estructuras narrativas, todo ello parece apuntar a la incertidumbre de la vida en el mundo contemporáneo en el que se ha hecho más urgente porque en la memoria, o en la ilusión de memoria, hay la creencia de que hubo un tiempo, no hace tanto, en el que las cosas parecían más estables y prevalecía un sentido de certidumbre.
Puesto que el género de terror se fundamenta, digámoslo así, en el trastorno de las normas culturales tanto conceptuales como morales, proporciona un repertorio simbólico para aquellos tiempos en los que el orden cultural —aunque a un menor nivel de generalidad— se ha hundido o se percibe en estado de desmoronamiento. Así, pues, el terror, un género que normalmente puede atraer a un número limitado de seguidores —debido a su fuerza básica de atracción— puede despertar la atención de las masas cuando su iconografía y sus estructuras se despliegan de forma que articulen los miedos extendidos en tiempos de tensión.
Como consecuencia de la Guerra del Vietnam y de la sucesión de desilusiones que la siguieron, los norteamericanos en los últimos tiempos se han desengañado continuadamente y a menudo por buenas razones de su Sueño. Comprensiblemente, los estudiosos han jugado con la sugerente sustitución verbal de los términos del Sueño Americano por los de la Pesadilla Americana. La sensación de parálisis generada no sólo por sacudidas históricas de gran impacto, sino por la inexorable incapacidad de adaptarse de modo práctico a situaciones que parecen persistentemente inconcebibles e increíbles encuentra su análogo ya listo, aunque no total, en la recurrente desmoralización psíquica de las víctimas de la ficción que los monstruos terroríficos han dejado sin habla. Para bien o para mal, los norteamericanos han sido sacudidos por acontecimientos y cambios «increíbles» durante casi dos décadas[81]. Y el terror ha sido su género.