32
Creí haberte oído reír. Creí escucharte cantar.
Creo que pensaba que te había visto intentarlo.
Pero eso solo era un sueño.
REM, Losing My Religion
Darío y Elías esperaban en la entrada de la comisaría a que Minia acabara de gestionar los pagos y Ariel y su compañera, Lulú, fueran liberadas.
Durante el trayecto la vieja loca les había explicado, más o menos, lo que había sucedido el sábado y, de paso, había aprovechado para interrogarles. Y Darío estaba francamente cabreado. Ariel vivía en una pensión de putas, se había peleado con una panda de borrachos que la tomaron por prostituta y estaba desde la madrugada del domingo en el calabozo, esperando a que alguien pagara su fianza. Y ese alguien había resultado ser la madame de la pensión… Menos mal que esta había preferido ahorrarse la pasta y les había llamado a ellos. Así al menos Ariel se encontraría con amigos al salir de allí, y no con una… proxeneta.
No daba crédito. ¿Dónde cojones se habían metido los padres de Ariel, esos tan buenos y cariñosos de los que siempre hablaba? Porque si de algo estaba seguro era de que estos habrían recibido la llamada de la policía y, por lo visto, habían ignorado dicha llamada. Si alguna vez se los encontraba cara a cara, iban a tener que darle muchas explicaciones.
—¡Lulú! —gritó en ese momento Minia.
Darío se irguió en toda su estatura y observó cómo la vieja loca abrazaba impetuosa a la mujer más explosiva que había visto en su vida.
—¡Minia, por Dios! ¿Cómo has tardado tanto? —le regañó Lulú.
Darío se tensó al escuchar el vozarrón varonil de la… mujer.
—¿Tú eres Lulú? —preguntó sin poder evitarlo.
—¿Y tú quién coño eres?
—Es el novio de la niña —le informó Minia.
—¡¿De Ariel?! —chilló Lulú—. ¡Pero te has vuelto loca! ¿Por qué lo has traído?
—Ha pagado la fianza de Ariel.
—¡Joder, Minia! ¡Te dije que cogieras mi dinero! Dime cuánto te debo —increpó a Darío.
—Métete tu dinero por el culo —replicó el hombre, harto de todo.
—Tranquila, Lulú —la sujetó Minia—. Es un buen muchacho —le informó sonriendo.
—Y una mierda. ¡Tú no sabes lo que le hizo este cabrón!
—¡No le hice nada! —resopló Darío.
—Ni tú tampoco —replicó Minia a Lulú, ignorando el bramido del joven.
—Pero me lo imagino. ¡Es un hombre! —dijo Lulú como si eso lo explicara todo.
—¡Y tú también lo eres! —exclamó Darío, colérico.
—¡Vete a la mierda, gilipollas! —replicó Lulú indignada.
—Lulú, has visto lo que ha pasado —la interrumpió Minia—. ¿Cuánto tiempo crees que podremos protegerla? —susurró—. Él es la mejor opción que tenemos.
—Te va a matar cuando lo vea —afirmó Lulú. La chiquilla no estaba bien con ellas, pero de ahí a lanzarla a los brazos del tipo que la había hecho sufrir iba un mundo.
—¡Mi niña! —exclamó Minia en ese instante. Ariel acababa de aparecer en escena—. ¿Qué tal lo has pasado?
—Joder —siseó Darío al escuchar la pregunta de la vieja loca—, ni que hubiera estado de vacaciones en un hotel de cinco estrellas.
—Bien. Vámonos a la pensión —respondió Ariel dejándose abrazar por Minia sin levantar la mirada del suelo.
—¡Ni lo sueñes! No vas a volver allí.
Ariel palideció al escuchar la conocida voz. Alzó la mirada y lo vio. Frente a ella. Imponente, enfadado… Decepcionado.
—¿Qué haces tú aquí?
—Minia lo trajo —explicó Lulú.
—¡Chivata! —le increpó Minia.
—¡Basta! —estalló Ariel.
Miró a su alrededor buscando la salida y se encontró con la mirada apenada de Elías. Volvió a mirar al frente para esquivar la compasión impresa en el rostro de su amigo, y se encontró de nuevo con Darío, con sus ojos desencantados. ¡Oh, Dios! ¡Ojalá se abriera la Tierra y se la tragase en ese mismo instante! ¿Cuánta gente iba a ser testigo de su humillación?
—¿Has traído a todo el puñetero gimnasio, Minia?
—No. Solo a estos dos.
—¡Genial! ¡Muchas gracias! Ha sido todo un detalle —dijo Ariel irónica.
Sin prestar atención a los hombres que la observaban sin perder detalle, irguió la espalda, alzó la barbilla y abandonó con zancadas rápidas la comisaría. Al llegar a la calle se detuvo para respirar aire fresco y buscar una ruta de escape. Tenía que largarse de ahí, ¡ya!
A Darío se le cayó el alma a los pies al ver a su sirenita; la luz del sol mostraba lo que había ocultado la turbia luz artificial de la comisaría. Había adelgazado, mucho. Estaba pálida y tenía oscuras ojeras, amén de un ojo morado. Su hermoso cabello caía, sucio y lacio, sobre su frente, casi ocultando sus preciosos ojos grises. Vestía de nuevo como la primera vez que se encontraron: unos pantalones tres tallas más grandes, una camisa raída y unas botas de montaña. Salió de su estupor al ver que se dirigía hacia una boca de metro cercana.
—¿Adónde crees que vas? —la increpó.
—Y a ti qué coño te importa.
—No vas a volver a esa… pensión de putas.
—Lo que tú digas, chaval. —Ariel se giró ignorándole de nuevo.
—Por supuesto que sí —dijo él aferrándola por la muñeca y tirando de ella.
—¿Pero quién coño te crees que eres? —siseó.
—Alguien que te quiere y está decidido a cuidar de ti, a pesar de todas tus locuras —afirmó Darío con seriedad.
—No hace falta que nadie me cuide —replicó Ariel enfadada.
—Ya lo veo. Te las apañas genial tú solita. Vives en una casa de putas y has pasado todo el fin de semana en el calabozo. Mejor, imposible. —Ariel gruñó al escuchar las palabras e intentó zafarse de su mano, pero él no se lo permitió—. Estoy harto de discutir contigo. Te vienes conmigo, y punto.
—No eres mi padre para darme órdenes —refutó ella, dando un tirón y soltándose, por fin, de su agarre.
—No. No soy tu padre. Y menos mal que no tengo el dudoso placer de conocerlo, porque sería capaz de matarlo con mis propias manos.
—¡No digas eso! —gritó Ariel. Pero Darío estaba indignado por todo lo que había visto durante esos últimos meses, y lo de ese día… Esa era la gota que colmaba el vaso.
—Si yo fuera tu padre, no estarías durmiendo en esa pensión, ni comiendo bocadillos de pan con pan día tras día, medio muerta de hambre.
—No nombres a mi padre —siseó Ariel palideciendo.
—Ni te dejaría gastarte el poco dinero que tienes en las piezas de ese coche de mierda que te regaló y que no sirve para nada.
—¡Cállate! —rugió dolida Ariel—. Mis padres son los mejores padres del mundo, no tienes ni puta idea de lo que estás diciendo.
—¿Los mejores padres del mundo? Abre los ojos, Ariel. ¿Dónde estaban cuando te quedaste sin trabajo, y sin un duro, y el único sitio que encontraste para dormir fue junto a putas y proxenetas?
—Ellos no pudieron evitarlo —susurró ella casi sin voz.
—¿No pudieron evitarlo? ¿Acaso se han molestado en saber dónde vives, o les da exactamente lo mismo? —inquirió acercándose a ella hasta casi rozarla.
—Basta…
—Dime, ¿dónde estaban mientras tú te pudrías en el calabozo? ¿Dónde están ahora mismo? ¿Por qué no te llevan con ellos a su maravilloso y feliz hogar? —ironizó.
—¡Porqué están muertos, cabrón! —aulló Ariel en un grito desgarrado a la vez que le golpeaba el pecho con los puños—. ¡Oh, Dios! ¡Mira lo que me has hecho decir! —sollozó tapándose la boca con manos temblorosas.
Darío se quedó petrificado al escuchar la espeluznante confesión. Era lo último que hubiera podido esperarse.
—Ariel… lo siento, no sabía…
Ariel no le escuchó. Retrocedió tambaleante un par de pasos y, al dar el tercero, se dobló por la cintura y vomitó sobre la acera el contenido de su estómago.
Darío se apresuró a abrazarla, pero ella se zafó girando sobre sí misma. Cayó de rodillas, volvió a levantarse y echó a correr sin importarle hacia dónde.
—¡Ariel, espera! —gritó Darío yendo tras ella.
Ariel aceleró el ritmo de su alocada carrera, se metió sin dudar en mitad del tráfico, saltó sobre el capó de un coche que frenó en seco al verla abalanzarse sobre él, y continuó corriendo sin mirar atrás.
Darío intentó perseguirla, saltó a la carretera sin pensar y solo los fuertes brazos de Elías agarrándole por la cintura y haciéndole retroceder le libraron de ser embestido por un taxi que apenas si logró esquivarle.
—¡Suéltame! ¡La voy a perder!
—Ya la has perdido —refutó Elías observando cómo Ariel desaparecía al doblar una esquina.
—¡Joder! —Escupió Darío al comprender que por mucho que hubiera corrido no la habría alcanzado. Ariel era una gacela, y conocía Madrid como la palma de su mano. Podía ocultarse en cualquier lado.
—Volvamos a la pensión. Seguro que regresa allí.
Cinco horas más tarde la muchacha seguía sin dar señales de vida.
Darío y Elías esperaban impacientes en la habitación de Ariel y Lulú. Tras mucho discutir con el compañero de la sirenita, habían conseguido convencerle de que les dejara esperarla allí. Era eso, o montar guardia a la entrada de la pensión, y Minia se había negado en rotundo, alegando que no solo provocarían jaleos con las chicas y sus clientes, sino que además, si Ariel les veía, daría media vuelta y desaparecería de nuevo.
Durante esas horas, Darío había modificado un poco su opinión sobre las compañías con las que se juntaba Ariel. Minia, a pesar de estar un poco loca, apreciaba sinceramente a la muchacha, a su manera extraña y descabellada, y la intentaba proteger. Lulú, sin embargo, era harina de otro costal. Tan pronto se quejaba amargamente porque por culpa de la inconsciente chiquilla había perdido todo el trabajo del fin de semana, como bajaba a la calle, e interrogaba una y otra vez a sus compañeras de profesión, para averiguar si alguna de ellas tenía idea de dónde se había podido esconder. Por supuesto, nadie tenía ni la más remota idea de nada. Ariel hablaba mucho de sus padres, sí, pero jamás contaba nada actual de ellos. Y Darío no se había dado cuenta de eso, hasta esa misma tarde.
Se levantó de la cama en la que estaba sentado y comenzó a dar vueltas por la diminuta habitación, exasperado. Se pasó las manos una y otra vez por la cabeza, frotándose las sienes, intentando recordar algo que le diera una pista, el nombre de algún amigo que Ariel hubiera mencionado, de alguien a quien hubiera podido recurrir, pero no se le ocurría nadie, aparte del tipo de Desguaces La Torre.
Había buscado el teléfono del desguace nada más llegar a la pensión y le había llamado, pero el hombre no tenía ni idea de dónde podría estar su amiga. Darío le dejó su número de móvil por si se le ocurría algo, o veía a Ariel, aunque no contaba con ello. También se había puesto en contacto con Héctor y Sandra para contarles lo que había ocurrido. No creía posible que Ariel se dirigiera al gimnasio o a su casa, pero prefería dejar todos los cabos atados.
Lulú observaba al joven que se paseaba nervioso por su habitación y luego miró al otro hombre, algo mayor que el novio de Ariel, que permanecía sentado en la vieja silla, mirándose las manos. Ambos estaban muy preocupados, y llamaban una y otra vez a sus familias, que también estaban alarmadas por Ariel. Y viéndolos y escuchándolos, Lulú fue consciente de todo lo que estaba esperando a Ariel. Una familia. Personas que la querían y se preocupaban de ella. Estabilidad, cariño, apoyo… Nada de eso podrían proporcionárselo nunca ni ella ni Minia. Observó de nuevo al tipo que decía ser el novio de su niña. Había dejado de caminar y apoyaba ambas manos en la pared, como empujándola, mientras no dejaba de insultarse a sí mismo en voz muy baja. Lulú estaba seguro de que, si ese tal Darío estuviera solo, estaría dando puñetazos a la pared.
Elías miró a su alumno, se levantó de la silla y se dirigió a él.
—Tranquilo, Da. Si alguien sabe cuidarse sola es Ariel. —Elías posó las manos sobre los hombros de Darío, dándole su apoyo—. No creo que tarde mucho en regresar.
—No va a volver, y yo no aguanto más tiempo aquí encerrado —objetó este irguiéndose y dirigiéndose hacia la ventana—. Pero tampoco sé dónde cojones buscarla.
Lulú se levantó de un salto de la cama al escuchar la desesperación en la voz del hombre. Acababa de tomar una decisión. Abrió el desvencijado armario, sacó la mochila de su pupila y la colocó sobre la cama. Un segundo después comenzó a llenarla con las escasas pertenencias de Ariel: su ropa interior, un par de leggings, dos camisas y un jersey viejo, un pantalón deportivo, la camisa nueva de cuadros rojos y negros, un vestido y tres camisetas de tirantes. Eso era todo.
—¡Qué coño estás haciendo! —la increpó Darío al verla sacar las ropas de su novia.
—La maleta. No quiero a Ariel aquí nunca más, solo trae problemas —explicó con fingido enfado—. Me han metido en el calabozo por su culpa y estoy perdiendo toda una tarde de trabajo por la vuestra. ¡Se acabó! Tú te consideras su novio, ¿no? Pues tú cargas con ella —dijo tirando la mochila a los pies de Darío y dando una patada al maletín de Sexy y Juguetona—. En cuanto regrese la pondré de patitas en la calle y no tendrá otra opción que largarse contigo —dijo con los ojos extrañamente brillantes—. ¡Fuera de aquí! —exclamó al ver cómo la miraban los dos hombres—. ¡Largaos un rato abajo a dar por culo a Minia! —Abrió la puerta, apretó los labios y desvió la mirada hacia la ventana.
No quería que aquellos tipos la miraran, por tanto no se percató de que Darío se había acercado a ella hasta que notó sus labios posándose sobre su mejilla.
—Gracias —susurró el hombre en su oído.
Minia no pareció sorprenderse al verlos bajar la escalera ni tampoco cuando comprobó satisfecha que Darío portaba la mochila y el maletín de Ariel.
—Lulú puede ser una puta avariciosa e interesada, pero también es buena gente —afirmó asintiendo con la cabeza—. ¿Os ha dado los paquetes secretos de Ariel?
—¿Qué paquetes? —inquirió Darío confuso.
Minia no contestó, solo sonrió y se fue con paso ligero a la habitación de su amiga. Abrió la puerta sin llamar, y Darío y Elías pudieron escuchar sin problemas el chillido indignado de Lulú.
—No me grites, que no es la primera vez que te veo llorar. Mira que eres histérica, hija —le restó importancia Minia—. ¿Les has dado a los muchachos los secretos de Ariel?
—¿De qué secretos hablas, loca?
Minia se carcajeó lanzando salivazos a diestro y siniestro y, sin decir palabra, abrió el armario, colocó la silla frente a este y se subió. Tiró al suelo las mantas apolilladas del maletero, los edredones pasto de la carcoma, y, por fin, sacó con mucho cuidado un par de paquetes envueltos en papel de periódico y se los entregó a Darío.
—Ten mucho cuidado de no perderlos. Si Ariel los tiene tan escondidos es porque son especiales para ella. —Al ver la mirada extrañada de los hombres y Lulú, se apresuró a abrir los paquetes—. Esta gargantilla me da a mí que es la típica joya que regala un padre a su hija en un momento especial —dijo enseñándoles un precioso colgante de oro con la forma de dos manos unidas— y este es el jabón que Ariel usa —comentó sacando una diminuta y heterogénea pastilla del otro paquete.
—¿El jabón que le enseñó a hacer su madre? ¿Cómo lo has conseguido, bruja? —le increpó Lulú alucinada—. Ariel ni siquiera me lo ha dejado a mí… Y se lo he pedido cientos de veces.
—Pero es que yo soy más lista que tú y, cuando Ariel se va a Correos, investigo en el cuarto… —contestó risueña Minia—. Vamos, metedlo todo en la mochila y guardadla bien en el coche. Así cuando Ariel venga no podrá hacer nada —instó a los hombres.
Darío palideció al escuchar la orden de la mujer mayor y casi dejó caer el colgante y el jabón que Minia le había puesto en las manos.
—¡Joder! ¡Cómo he podido ser tan estúpido! —exclamó—. Ya sé dónde está Ariel.