25

He pasado mil años viendo cómo mi madre

trabajaba y llegaba a casa siempre tarde,

una vez, y otra vez, treinta días al mes.

Cada noche, después de estar yo acostado,

la sentía abrir la puerta de mi cuarto.

REVÓLVER, El Dorado

—¡Mamá, ya ha llegado tío Darío! —gritó una niña de cabellos de ébano y ojos de mar cuando el ascensor abrió sus puertas.

—¡Iris! Entra en casa ahora mismo y compórtate como Dios manda —susurró una mujer idéntica a la niña, solo que, obviamente, de mayor edad y con los ojos color ámbar.

—Dios no manda nada —replicó Iris entrando—. Si lo hiciera, no habría tantas guerras ni tanta gente muriéndose de hambre. Lo dice papá.

—¿Marcos? —preguntó la mujer a un hombre de larguísimo cabello rubio.

—Ya ha llegado la invitada. No la hagas esperar en la puerta, cariño —se zafó él. Ariel imaginó que era Marcos, el futuro cuñado de Darío.

—Hola, soy Ruth —se presentó la mujer, tomando las manos de Ariel e instándola a entrar en casa, donde la esperaban impacientes la niña, el rubio, un tipo bajito con la cara llena de piercings, Héctor, Ricardo y una señora mayor vestida de… ¿época?—. No sabes las ganas que teníamos de conocerte.

—Me las estoy imaginando… —musitó Ariel dando un paso atrás.

Se chocó contra el torso amplio y duro de Darío. Sus musculados brazos se posaron sutilmente sobre sus hombros, sujetándola. Luego él bajó la cabeza y le dio un ligero beso en la frente.

—Tranquila, no muerden —le susurró al oído.

—¿Seguro? Entre todos tienen más dientes que una caja de cambios… —afirmó pegándose más contra el pecho masculino a la vez que miraba con melancolía la puerta, su única vía de escape.

—Seguro —aseveró él riéndose entre dientes. Cuando Ariel estaba nerviosa, decía cosas rarísimas.

Ariel intentó zafarse de su abrazo, pero él no lo consintió. Iris aún no había cerrado la puerta y corría el peligro de que se le escapase.

—Suéltame —siseó Ariel dando un tirón.

La joven se calló al escuchar una tos que intentaba disimular, sin conseguirlo, una risita.

—Hola, soy Marcos, el futuro marido de Ruth —se presentó el rubio—. Y el chiquitín que se está riendo es Jorge, el Enano de los Anillos —comentó señalando al hombre con la cara llena de piercings. Este puso los ojos en blanco y suspiró. Marcos siempre estaba con lo mismo.

—Hay quienes son bajitos, y hay quienes son más asquerosos que una cuchara de mocos —replicó Darío mirando con una sonrisa satisfecha a su futuro difunto excuñado.

—¡Darío! —exclamó Ruth.

—Hijo, pide disculpas. Ahora mismo —le regañó Ricardo—. Yo te he enseñado otros modales.

—Déjalo, cariño —contestó Marcos abrazando a Ruth y dándole un beso en la clavícula para hacer rabiar a Darío—. El pobre es así. Un action man frustrado que no tiene otra cosa que hacer que amargar a los que tenemos más suerte —comentó volviendo a besar a su futura mujer, esta vez en los labios. Y, para causar más estragos en su futuro cuñado, aprovechó que estaba más o menos seguro rodeado por la familia, y le acarició el abdomen subiendo despacio hacia… el cuello.

—Sé de uno que está a punto de quedarse manco —gruñó Darío.

—¡Marcos! —gritó Ruth enfadada dándole un manotazo—. Como empecéis así, os castigo —amenazó mirando a los dos hombres.

—¿Voy preparando las sillas, mamá? —preguntó Iris, voluntariosa.

—¿Las sillas? —musitó Ariel mirando a la niña, confusa.

—Sí, unas muy duras que tiene mamá para cuando el tío y papá se portan mal. Las coloca en habitaciones separadas, y ellos se sientan en ellas para recapacitar sobre sus malos modales —explicó la niña—. A mí también me castiga mamá, pero menos. Yo me porto mejor que ellos —aseveró señalando a Darío y a Marcos.

Ariel miró alternativamente a los dos hombres abochornados y la morena que permanecía erguida entre ellos con el ceño fruncido. Una risita escapó por entre sus labios, la hermana de Darío era una mujer de armas tomar.

—No sé, Iris. Tú tampoco eres una santa —comentó el hombrecillo de los piercings, Jorge, posando una mano sobre el hombro de Ruth y consiguiendo que esta se relajara, Darío sonriera y Marcos gruñera sonoramente—. Así que tú eres Ariel —dijo observándola con los ojos entornados y la cabeza inclinada—. Darío me contó que eras pelirroja, pero no me dijo que fuera un rojo tan explosivo, es… divino —suspiró extasiado—. ¿Es natural? Oh, por supuesto que sí, qué tonterías pregunto —se regañó a sí mismo a la vez que alzaba una mano y acariciaba uno de los ígneos mechones de Ariel; esta dio un respingo y se alejó de él—. Perdona mi atrevimiento, pero no me he podido resistir; es tan… prodigioso. Imagino que tendrás el mismo tono de rojo en todo el cuerpo, ¿verdad? —indagó Jorge frotándose las manos. Esta vez fue Darío quien gruñó—. Verás —dijo acercándose a la joven y bajando la voz—. Me dedico al diseño de… «interiores». No sé si me entiendes —dijo arqueando las cejas—. Creo hermosos dibujos en el pubis y…

—¡Jorge! No es el momento —le advirtió Ruth señalándole con la mirada a Darío, que estaba a punto de echar humo por las orejas.

—Diseños púbicos…, sillas de castigo…, vestidos de época… —musitó Ariel sin salir de su asombro—. Estáis más locos que un rebaño de cabras fumadas.

En el silencio que siguió al comentario de Ariel, se escuchó una tos, un par de carraspeos y, por fin, la risa clara y sincera de Héctor, que, apoyando la frente contra la pared, intentaba no reír a base de darse ligeros cabezazos. Un segundo después le acompañó la risa dulce de Jorge, que intentaba por todos los medios silenciarla tapándose la boca con las manos, y, tras esta, la desvergonzada y sensual de Marcos. Ariel y Ruth se miraron indecisas y, al final, acabaron estallando en musicales carcajadas, mientras Iris preguntaba a voz en grito de qué se reía todo el mundo.

Darío contempló hechizado la hermosa sonrisa de la mujer que se había convertido en el centro de su existencia.

—¿Por qué no pasamos al salón? —preguntó Ricardo confundido. No sabía por qué había tanta gente en su casa, pero, fuera como fuese, era de pésima educación dejarles allí, en el recibidor.

—Tienes razón, papá. Id sentándoos mientras voy poniendo la mesa —indicó Ruth a su familia.

—Te ayudo —dijo Ariel.

—Oh, no. Eres nuestra invitada, no tienes que hacer nada.

—Mi madre siempre dice que, allá donde fueres, haz lo que vieres… Si tú pones la mesa, yo también.

—Como quieras —aceptó Ruth observando a la joven pelirroja. No era exactamente como había imaginado.

Era mejor. Mucho mejor.

Héctor tenía razón, era el más intuitivo de la familia y no se había equivocado en absoluto sobre el tipo de mujer del que se enamoraría Darío.

Ariel no era frágil ni dulce, pero era justo lo que necesitaba su hermano. Una mujer de armas tomar, que no se achantaba ante nada y que parecía estar encantada de formar parte de esa cena familiar en la que la habían atrapado a traición.

Ruth no salía de su asombro. Darío les había advertido que trataran a Ariel con mucho cariño y cuidado, ya que ella vivía sola en una pensión, era muy independiente y no parecía tener contacto con sus padres, por lo que intuía que se sentiría incómoda rodeada de toda su familia. Pero parecía exactamente lo contrario. Mientras colocaban la vajilla y comprobaban que toda la comida estuviera en su punto, Ariel no había dejado de comentarle, con cierta melancolía, los guisos que hacía su madre para las ocasiones especiales, la manera en que su padre decoraba la casa, y lo bien que se lo pasaba ella misma trasteando en la cocina.

Ariel no hablaba de su familia como si estuviera disgustada con ellos, o como si no los viera a menudo. Todo lo contrario. Parecían estar muy unidos.

Averiguó, sin proponérselo, que su madre, María, trabajaba limpiando urbanizaciones, que les encantaba salir el fin de semana a la Casa de Campo y a la Pedriza, y que, cuando Arturo, su padre, que trabajaba de chatarrero, conseguía un buen precio por el cobre, siempre se daban algún capricho yendo al cine, al parque de atracciones o al zoo, y que incluso una vez fueron al Vicente Calderón a ver un partido de primera, dijo Ariel exultante. También supo que María era una excelente cocinera, y que de ella había aprendido Ariel a hacer el jabón de miel, canela y almendras con el que se duchaba cada día, aquel que tenía loco a su hermano.

En definitiva, Ariel pertenecía a una familia entrañable en la que todos los miembros se adoraban.

Tanto se entretuvieron las chicas en la cocina que al final Darío fue a buscarlas, preocupado por si había pasado algo con la cena. Y no, no había pasado nada. Solo se había quedado fría. La calentaron rápidamente en el microondas y la llevaron al comedor sin perder más tiempo. Allí, los hombres habían retirado la mesita de centro a otra habitación y habían colocado en su lugar unas borriquetas y, sobre estas, una larga tabla de madera, que, en cuanto tuvo puesto el mantel, se convirtió en la mesa perfecta para una cena informal.

—Ariel es un nombre poco común —comentó Luisa durante el primer plato—. Siempre he pensado que era nombre de chico.

—¿Perdón? —Se sorprendió Ariel ante las palabras de la madre de Marcos.

Cuando era pequeña, los niños, y más tarde sus compañeros de curro, siempre se habían burlado de que se llamara como un detergente, o se habían divertido llamándola sirenita, pero jamás le habían dicho que fuera un nombre masculino.

—Ni caso, mi madre y sus cosas —desestimó Marcos.

—No, al contrario. Luisa lleva toda la razón —replicó Ruth a su futuro marido—. Tengo entendido que Ariel era un ángel de la naturaleza y la tierra, aunque también es cierto que la etimología del nombre nos enseña que es asexuado, de origen hebreo… —explicó dejando a todos los presentes asombrados—. ¿Cómo es que tus padres eligieron este nombre? Si no me equivoco significa «león de Dios».

—Bueno… La verdad es que me llamo Raquel —comentó Ariel aturdida ante la explicación—. La primera vez que mis padres me llevaron al cine, fue para ver La sirenita y a mamá le gustó tanto el nombre que papá decidió llamarme así a partir de ese instante.

—Vaya, no tenía ni idea de que Ariel no era tu nombre —comentó Darío curioso.

—Nadie me llama nunca Raquel, de hecho averigüé que ese era mi nombre cuando entré en el colegio y los profes se empeñaron en llamarme así. Puf, a veces se ponían de un pesadito…

—¡A que sí! Los profes son un incordio, no hacen más que molestar —asintió Iris, poniéndose sin dudar del lado de la pelirroja. Le caía bien la novia de su tío, era una tía estupenda y con las ideas muy claras.

—Iris, no deberías hablar así de tus maestros, y menos ante nuestra insigne invitada. Va a pensar que la academia de señoritas a la que te llevamos no tiene categoría, cuando es todo lo contrario —comentó Luisa muy seria, erguida bajo las capas y capas de tela de su vestido de época—. Tus profesores destacan por sus impecables modales y su buena educación. Por eso están dando clase a la alta sociedad, entre la que tú te encuentras —dijo acariciando las mejillas de la niña.

Ariel parpadeó confusa.

—La futura suegra de tu hermana está más colgada que un alpinista en el Everest —susurró al oído de Darío—. Ruth no va a tener tiempo de aburrirse con ella.

Darío miró a su chica, luego a la madre de Marcos y por último a su hermana y, sin poder evitarlo, estalló en sonoras carcajadas.

Al acabar de cenar fueron los hombres los que se ocuparon de recoger la improvisada mesa, colocar la mesita de centro y preparar el café mientras las mujeres y el abuelo se acomodaban en el sillón.

Cuando Darío entró en el comedor con la bandeja del café en las manos, contempló patidifuso la estampa que acontecía ante sus ojos. Luisa, Marcos y Ruth estaban sentados en el sofá de tres plazas y Ricardo en el sillón orejero, mientras que Iris y Ariel permanecían sentadas en el suelo, muy cerca del anciano, contándole batallitas de escuela.

—¿Qué haces ahí? —preguntó enfadado a Ariel, desviando la mirada de ella a Marcos.

En su casa, las mujeres se sentaban en el sillón y, si no había sitio para los hombres, estos, como los caballeros que se suponía que eran, se sentaban en sillas o se quedaban de pie.

—¡Eh, a mí no me mires así! Que no tengo nada que ver. No ha habido forma de convencerla para que se siente en el sofá —explicó Marcos con rapidez. Una cosa era lanzar pullas contra su futuro cuñado, y otra muy distinta que Darío pensase que le había hecho un feo a Ariel. No quería volver a experimentar los puños del hermano de Ruth en su cara. ¡Ni loco!

—¿Ariel? —interrogó Darío a su sirenita con la mirada.

—¿¡Qué!? Estoy más a gusto en el suelo, ¿pasa algo? —replicó molesta, al ser convertida por obra y gracia de Darío en el centro de atención. Por nada del mundo se sentaría en el sofá familiar. Era una extraña en esa casa, y no iba a quitar el sitio a uno de los miembros de la familia. No estaría bien…

—No. No pasa nada, solo que no eres una cría para estar sentada con Iris en el suelo —reprendió Darío a su hada, enfadado por su respuesta cortante.

—Deja a la muchacha en paz, Darío —le regañó Ricardo, acariciando los mechones pelirrojos de la chica. No tenía ni idea de quién era, pero intuía que era una buena muchacha y no quería que su hijo la hiciera sufrir—. Está sentada en el suelo por un buen motivo… —De repente se calló intentando recordar cuál era ese motivo.

—Di que sí, abuelo. Ariel y yo te estamos contando todas las cosas que nos obligan a hacer en el cole… Y son terribles —explicó Iris estrechando los ojos, poniendo morritos y moviendo muy rápido la mano izquierda de arriba abajo.

—Ves como tengo razón, ese es un buen motivo —coincidió Ricardo divertido al ver el gesto de la niña, que imaginó sería hija de la pelirroja—. Tú sigue con tus cosas, hijo, que nosotros seguiremos con las nuestras —dijo mirando con cariño a la mujer y la niña y esperando a que continuaran sus batallitas.

Darío observó con la boca abierta cómo Ariel dedicaba la más hermosa y sincera de sus sonrisas a su padre, a la vez que descansaba la cabeza en el reposabrazos, junto a la mano de Ricardo, y miraba al anciano con adoración.

—Parece que papá y Ariel se llevan bien —susurró Héctor desde la puerta del comedor—. Papá no ha preguntado ni una sola vez quién es ella.

Ruth asintió con la cabeza mirando a Darío. Había escuchado la frase de Héctor y era testigo de ello.

El enfado de Darío se evaporó de golpe, dando paso a una profunda satisfacción y una felicidad que apenas se había atrevido a soñar. Cuando su padre no preguntaba reiteradamente por la identidad de alguien, era porque su subconsciente reconocía a esa persona como alguien que le agradaba y en quien podía confiar. Aunque no supiera su nombre, ni recordara su cara al segundo siguiente. A Luisa le había costado casi dos semanas conseguir que Ricardo no preguntase por ella. Mientras que nunca, jamás, el anciano había preguntado por la identidad de Iris.

Héctor, Jorge y Darío se acomodaron en las sillas que habían traído de la cocina y, una vez estuvo toda la familia al completo, comenzaron a hablar del tema más importante del mundo mundial para Iris. La boda de sus papás.

La niña estaba entusiasmada. Había elegido ella solita la ropa de boda de su mamá, y no podía decir nada porque su papá no tenía que saberlo, pero era un traje de chaqueta y falda de color blanco roto y una camisa… Justo cuando iba a describir la prenda, Ariel le tapó la boca con ambas manos y la llamó chivata entre risas. Iris se ofendió un poco con su nueva amiga, pero en cuanto esta le enseñó a hacer un encantamiento se le pasó el enfado.

—¡Hala! ¡Sabes hacer magia! —exclamó asombrada al ver que Ariel sacaba una moneda de su oreja.

—Sí. Me enseñó mi padre.

—¡Es mago! —gritó la niña total y absolutamente arrebatada.

—No —respondió Ariel entre risas—. Era chatarrero, pero se le daba genial la magia.

—¿Era chatarrero? —preguntó Marcos incrédulo.

—Sí. ¿Te molesta? —preguntó Ariel alzando la barbilla y asesinándole con la mirada.

—No, no… es que nunca he conocido a ningún chatarrero y me ha extrañado. Nada más —se apresuró a explicar Marcos. Por nada del mundo quería hacer enfadar a la sirenita. Estaba claro que Darío y ella eran tal para cual. Los dos igual de fieros.

—Si quieres le atizo un poco —propuso Darío a su chica—. Un par de golpes aquí y allá y listo.

—Bah, déjalo —contestó burlona Ariel—. Me cae bien tu hermana, no quiero que su futuro marido aparezca el día de la boda con la cara desfigurada.

—Si le pegas en la tripa, no le dejas marcas, tío —aconsejó Iris a Darío.

—¡Pero bueno, mocosa! ¿Tú de parte de quién estás? —dijo Marcos levantándose raudo y veloz de su sitio, acercándose a su hija y cogiéndola en brazos para luego lanzarla por los aires entre risas.

—Ni se te ocurra, Darío —censuró Ruth a su hermano, al ver la mirada calculadora que se dibujaba en sus ojos—. Ni en la tripa ni en ningún sitio. Lo quiero sano y salvo, antes, durante y después de la boda.

Marcos dejó de nuevo a su hija en el suelo, se sentó junto a Ruth, le dio un beso en el lóbulo de la oreja y, a continuación, sacó discretamente la lengua a Darío. Este, en respuesta, hizo crujir los nudillos.

Ariel miró a uno y a otro y no pudo evitar reírse.

—Estos dos tienen más peligro que un miura buscando novia en mitad de un encierro —comentó risueña.

—¡No lo sabes tú bien! —exclamó Ruth—. Miedo me da el día de la boda. Me alegra mucho que vayas a estar con nosotros en ese día tan señalado, así me ayudarás a vigilarlos —comentó sonriendo.

—¿¡Qué!? Pero… No estoy invitada —rechazó horrorizada.

—Claro que sí, Ariel. ¿No te lo ha comentado Darío? —preguntó Ruth mirando al susodicho. Este negaba espasmódicamente con la cabeza—. Ya veo que el zopenco de mi hermano no te lo ha dicho. Piénsatelo, me encantaría que vinieras.

—Además, te servirá como ensayo para la tuya —comentó Héctor burlón, guiñándole un ojo a su hermano mayor.

—¡Ni de coña me caso! —exclamó Ariel totalmente alerta.

—Mujer… No digo ahora mismo, pero dentro de unos cuantos meses… —replicó Héctor, divertido al ver la cara de horror de Darío, y la expresión alterada de su novia.

—No me voy a casar, ni ahora ni nunca —declaró Ariel con seguridad.

—¿No crees en el matrimonio? —interrogó Ricardo extrañado. No sabía bien de dónde venía la conversación, pero la afirmación de la joven le hizo fruncir el ceño.

—Claro que creo. El matrimonio es algo maravilloso —contestó Ariel pensando en sus padres.

—Entonces, ¿por qué dices esa chorrada? —increpó Darío irritado. ¡¿Qué era eso de que no se iba a casar nunca?!

—¡Darío! —le regañaron Ruth y Ricardo a la vez.

—¡¿Qué?!

—No es ninguna chorrada —objetó Ariel—. Es la verdad, no pienso casarme.

—¿Por qué? —siseó Darío con los ojos entornados.

—Porque le prometí a mi padre que él sería el padrino y, como no lo va a ser, no me caso —explicó la joven.

—¿Por qué no? Si tu padre no quiere ser el padrino, te buscas otro y ya está —dijo Héctor alucinado. Al final iba a tener razón Darío en que la pelirroja no se llevaba bien con su familia—. A mí me encantaría llevarte al altar —afirmó sin ninguna duda.

—No tengo por qué buscar otro padrino —comentó Ariel indignada con Héctor por decir tal cosa.

—¿Cuál es el problema entonces? —inquirió Darío, cruzando los brazos sobre el pecho en un intento por controlar el mal genio que estaba haciendo mella en él.

—No hay ningún problema —indicó Ariel con rabia—. Hice una promesa, y pienso cumplirla.

—¡No fastidies! Eso es una estupidez. Dame un buen motivo para cumplir esa promesa —exigió Darío levantándose enfadado de la silla.

—¡Porque las promesas no se rompen! —gritó Ariel poniéndose en pie y enfrentándose al hombre que la miraba como si quisiera matarla. ¡Que lo intentara!

—Darío, no insistas. Una promesa es una promesa, no puedes pedirle a nadie que la rompa —sentenció Ricardo, que, de todo lo dicho anteriormente, solo recordaba las últimas frases—. No te preocupes, jovencita. Mi hijo a veces puede parecer una mala bestia, pero en el fondo es buen chico.

El silencio reinó en el pequeño comedor durante unos segundos, los necesarios para que Darío tranquilizara su mal genio mientras toda su familia le miraba esperando uno de sus arrebatos.

Ariel respiró profundamente, se sentó de nuevo en el suelo y apoyó la cabeza sobre el reposabrazos del sillón orejero, junto a Ricardo. Este sonrió al ver a la muchacha a su lado. No tenía ni idea de quién era, pero, bajo su apariencia hostil, veía una mirada desolada. Se propuso animarla. Al fin y al cabo la chica parecía perdida y él era el mejor para hacer que se encontrara.

—No sé si mis hijos te han contado que soy el mejor zapatero remendón del mundo mundial —comentó, usando sin saberlo, una de las frases favoritas de su nieta.

Varias horas después, los sonoros bostezos de Iris y los más sutiles de Ricardo y Luisa convencieron a los demás miembros de la familia de que había llegado la hora de dar por finalizada la reunión.

Jorge fue el primero en despedirse, tenía que conducir un buen trecho hasta su casa y ya era muy tarde. Los siguientes fueron Ruth, Marcos y Luisa, que en contra de los llantos y quejidos de Iris comenzaron a recoger sus abrigos. La niña se negaba en rotundo a irse.

—Que no, que no y que no. No tengo sueño —refunfuñó indignada en medio de un bostezo. Se lo estaba pasando de miedo con la novia de su tío y se negaba a marcharse.

—Yo también me voy, todavía me queda coger el búho y llegar a Madrid, así que, cuanto antes me largue, antes llegaré a la pensión —comentó Ariel intentando consolar a la niña con un beso.

Ruth frunció el ceño al recordar que Ariel no tenía coche para regresar a su casa; no le hacía ni pizca de gracia que la muchacha paseara por las calles a esas horas.

Luisa por su parte entornó los ojos, tramando.

—¡No es justo! —gritó Iris exasperada. Todos los mayores se ponían en su contra—. Quédate un poquito más, porfaplease —suplicó a su amiga pelirroja.

—No puedo, mi niña. Mañana quiero levantarme pronto para ir a Desguaces La Torre y, si no duermo, luego estoy de mala leche —argumentó Ariel para calmar a la pequeña, que cada vez estaba más enfurruñada.

—¿Vas a ir mañana a Desguaces La Torre? —preguntó Darío extrañado. ¿Qué se le habría perdido allí?

—Sí, quiero ver si encuentro una junta de culata.

—Ah, para el 124.

—Exacto.

—¿Cómo vas a ir hasta el desguace? —preguntó en ese momento Marcos—. Si tu coche no tiene junta de culata, no creo que ande, y en transporte público lo vas a llevar fatal.

—Ya me las apañaré —desestimó Ariel.

—¿Por qué no la llevas tú, Darío? Es lo mínimo que un caballero debe hacer por su dama —instó Luisa poniéndose el sombrero.

—Mamá, nadie duda de que Darío está cachas. Pero aun así me parece un poco exagerado pedirle que lleve a Ariel en brazos, como un caballero, hasta Torrejón de la Calzada —replicó Marcos entre risas, colocando bien el sombrero a su madre.

—No, Marcos, tu madre tiene toda la razón —afirmó Ruth dejando a todos con la boca abierta, en especial a su futuro marido—. Ariel, quédate a dormir en mi cuarto, y mañana por la mañana, ya descansados, que Darío te lleve en mi coche hasta el desguace. Así matáis dos pájaros de un tiro.

—¿Por qué van a matar a los pájaros, mamá? A mí me gustan mucho, les pongo miguitas para que coman todas las mañanas —dijo Iris con los ojos llenos de lágrimas. Los mayores eran muy malos si querían matar a sus pajaritos.

—No, cariño, no vamos a matar a nadie. Es solo una manera de hablar —negó Ruth arrodillándose para quedar a la altura de su hija—. Si Ariel se queda a dormir en casa, el tío no tiene que llevarla ahora a Madrid. —Ariel fue a protestar por esa afirmación—. No, Ariel —le impidió decir nada—. No voy a permitir que pasees sola por las calles a estas horas. Por tanto, tienes dos opciones: te lleva Darío a casa con mi coche ahora, y no me parece seguro porque es muy tarde y hay mucho ebrio suelto por la carretera, o te quedas a dormir y mañana vais juntos al desguace —sentenció con su voz de madre.

—¡Sí! —gritó Iris—. Y yo me quedo contigo. Tú duermes en la litera de arriba y yo en la de abajo. Verás qué bien nos lo pasamos, ¡vamos a hacer una fiesta de pijamas!

—No hace falta que nadie me lleve a mi casa ni al desguace, puedo ir yo sola —rechazó Ariel la propuesta. ¡Qué perra con acompañarla a todas partes tenían todos!

—Por supuesto —coincidió Darío—, eres totalmente capaz de ir tú sola a todos lados, pero… son las cuatro y diez —dijo mirando el reloj— y el búho no pasará hasta dentro de tres cuartos de hora. Llegarás a tu pensión tan tarde que apenas te dará tiempo de dormir. —Ariel abrió la boca para contestar, pero Darío continuó hablando—. Ya sé que no pasa nada, que estás acostumbrada a dormir poco, pero… Luego irás al desguace, tú sola —especificó para que ella no tuviera oportunidad de quejarse—, y, si consigues la junta de culata, ¿cómo vas a llevarla hasta tu coche? —comentó como quien no quiere la cosa.

—Pero… —comenzó a decir Ariel.

—Darío tiene razón, sería lo más cómodo para todos —apoyó Héctor a su hermano, era un plan estupendo—. Yo me encargo mañana de abrir la zapatería, y así vosotros tenéis todo el día libre para hacer vuestras cosas, hasta que tengáis que traer el coche por la noche a Ruth para que lleve a Marcos a Barajas —argumentó. Su futuro cuñado había cogido un par de días libres para la celebración, pero tenía que regresar a Canarias para seguir con el reportaje que se traía entre manos.

—¡Pues ya está! —gritó Iris eufórica—. Te quedas a dormir conmigo, luego el tío te lleva a desaguar y después vamos a llevar a papá. ¿Te quedas? ¿Sí, sí, sí?

—Me encantaría, de verdad de la buena —contestó Ariel a la pequeña—, pero Lulú me está esperando y se va a enfadar si no voy… Y tiene muy mal genio, uf —se excusó Ariel.

—¿Quién es Lulú? —interrogó Darío, recordando que la última vez también había mencionado ese nombre… Como si fuera un hombre.

—Mi compañero de piso —respondió Ariel sin pensar mientras buscaba una ruta de escape. No quería molestar a la familia de Darío, y la idea de Ruth los iba a trastornar a todos. Y por si eso no fuera poco, corría un riesgo enorme quedándose a dormir allí, con Darío tan cerca. No se fiaba de ella misma.

—¿Compañero o compañera? —indagó Darío. Que él supiera, Lulú era nombre de mujer.

—Compañera.

—Deberías quedarte, vas a dar un disgusto tremendo a Iris, y eso por no hablar de que Ruth y mi madre no van a dormir en toda la noche, pensando que te ha pasado algo —dijo Marcos, agarrando la oportunidad al vuelo. Por culpa del maldito reportaje no había podido dormir con su futura mujer desde que le propuso matrimonio. Había llegado esa misma mañana y se iba a ir al día siguiente por la tarde, y no volvería hasta la próxima semana. Si Iris quería quedarse con su tía, él no pensaba desaprovechar la oportunidad para estar con Ruth a solas durante esa noche.

—¡Papá ha dicho que te quedes! —gritó Iris encantada, dando saltos por toda la sala.

—Pero, cielo, Lulú me está esperando. Se puede asustar si ve que no llego —aseveró Ariel aterrorizada, al ver cómo todas sus excusas se convertían en humo.

—¡Pues llámala por teléfono! Toma, marca —ordenó Iris, encantada de la vida, tendiendo el teléfono a su futura tía.

—Si la llamo a estas horas, se asustará igualmente —mintió Ariel a la niña acariciándole el pelo.

—Mándale un mensaje al móvil. Si está dormida no se enterará y, si está despierta, lo verá y no se preocupará —resolvió Darío.

—No sé mandar mensajes, listillo —resopló Ariel, enfadada con él por acorralarla.

—Yo lo mando por ti, dime el número de teléfono —afirmó satisfecho Darío sacando su móvil del bolsillo. Por fin iba a tener un teléfono en el que localizar a su chica.

Ariel le miró indignada. ¿Quería que se quedara a dormir? Bien, pues él se lo había buscado. Le arrancó el teléfono de las manos, marcó el número de la pensión y se lo puso en la oreja esperando respuesta.

—Ariel, es tardísimo, vas a asustar a tu amiga —comentó Ruth al ver que no mandaba un mensaje, sino que llamaba directamente.

—Que va —contestó Ariel todavía enfadada por la encerrona—. A estas horas Lulú ya habrá despachado al último y estará esperándome.

—Pero… —farfulló Ruth aturullada—. Son casi las cuatro y media…

—Lulú trabaja de noche —explicó Ariel—. Minia, pásame con Lulú… —dijo al móvil—. Sí, estoy bien; no, no ha ocurrido nada. ¡Minia! No me des la barrila y pásame con Lulú —exclamó poniendo los ojos en blanco. Un instante después, frunció el ceño a la vez que una voz grave comenzó a escucharse a través del auricular. Parecía que el interlocutor estaba muy, pero que muy enfadado—. No seas pesada, estoy bien —se excusó. Los gritos aumentaron el tono—. Me he quedado con unos amigos a cenar, y voy a pasar la noche con ellos… —Ariel frunció el ceño, irritada, ante lo que escuchaba a través del auricular—. No te importa un carajo con quien. ¡No! ¡No he hecho nada! —siseó roja como la grana colgando el teléfono.

Un coro de miradas extrañadas la observaba atentamente. Ariel se encogió de hombros y chasqueó la lengua.

—Me quedo a dormir. Tendremos nuestra fiesta de pijamas —afirmó guiñando un ojo a Iris.

La niña dio un tremendo alarido de felicidad y saltó sobre su nueva «muy mejor amiga».