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No hay mejor medida de lo que una persona es

que lo que hace cuando tiene completa libertad de elegir.

WILLIAM M. BULGER

—Llevan ahí dentro más de dos horas —refunfuñó Elías por enésima vez.

—Eso mismo indicaste hace… —Darío miró el reloj de su muñeca— diez minutos. En honor a la verdad, he de reconocer que esta vez solo te faltan cinco minutos para tener toda la razón.

—Está graciosillo hoy el niño —gruñó el profesor—. Aprieta más el pecho, no me seas blandengue —ordenó.

Darío resopló. Estaba de pie, en la máquina de cruce de poleas, ejercitando pectorales y deltoides. Y lo estaba haciendo bien. Perfectamente, de hecho. Cerró los ojos, inspiró, exhaló y movió los hombros, decidido a relajarse y continuar su trabajo en las poleas, con la sana intención de tener las manos ocupadas en algo más útil y menos peligroso que el cuello de su «amigo», a quien según pasaban los minutos y las quejas se sentía cada vez más tentado de estrangular lenta y agónicamente.

Se colocó de nuevo en posición erguida bajo el aparato, la pierna izquierda adelantada, el cuerpo ligeramente inclinado hacia delante, la cabeza mirando al suelo y los brazos en cruz con los codos flexionados. Aferró los manerales[6] con fuerza, tensó los músculos y tiró hasta que ambas manos se juntaron frente a sus muslos.

—Mete la barriga —ordenó Elías dándole una palmadita amistosa en el estómago. Darío gruñó, él no tenía barriga—. Vamos, hombre de hojalata. ¿Te falta aceite? Estás demasiado rígido, esos codos ¡flexiónalos! ¡Las manos más bajas, a la altura del cinturón! No tienes que rascarte la tripa, tienes que ejercitar los pectorales.

—Sí, bwana —siseó Darío molesto. Su posición era perfecta.

—Mantén ahí la postura, tensa bien el deltoides —exigió Elías—. Quieto. —Esperó unos segundos, manteniendo inmóvil a su alumno hasta que el cuerpo de este empezó a temblar—. Regresa las poleas lentamente. —Darío obedeció—. ¿Qué pasa, tienes prisa? —Darío negó con la cabeza—. Pues lo parece, lo has ejecutado de manera apresurada. Vuelve a empezar y esta vez hazlo des-pa-ci-to —marcó cada sílaba.

Darío soltó los manerales, dejando que las poleas colgaran inertes, apoyó las manos en las caderas y miró fijamente a su maestro. Se estaba empezando a cansar de tanta tontería.

—¿Tienes algún problema? —preguntó Elías arqueando una ceja y cruzándose de brazos.

—Solo uno. Tú.

—¡Yo! —exclamó su compañero atónito.

—Sí, tú y tu actitud pedante. Llevas toda la tarde distraído, pendiente de… otra cosa, y ahora te atreves a sugerir que no ejecuto los ejercicios perfectamente.

—No lo sugiero, lo asevero. Los has hecho apresuradamente.

—No es cierto.

—¿Insinúas que miento? —inquirió Elías acercándose un poco más al otro hombre.

—No lo insinúo. Lo asevero. —Le devolvió la respuesta—. Estás impaciente y frustrado porque Ariel tarda demasiado, y lo estás pagando conmigo.

—¿Qué? No lo dirás en serio.

—Y lo que no entiendo es… ¿Por qué cojines tienes tanto interés en ella? —le imprecó Darío—. Me estás tocando las pelotas con tanta preguntita… «¿No tarda demasiado?». «¿Qué hace ahí encerrada dos horas?» —dijo con voz de falsete—. «¿Por qué llega tarde?».

—¿Estás celoso? —Elías entornó los ojos.

—Tú te pinchas —le respondió el joven metiendo las manos en los bolsillos del pantalón. Le estaban entrando unas ganas casi incontenibles de atizar a su (ex)mejor amigo.

—Lo estás.

—Paso de ti —contestó Darío a modo de despedida antes de darse la vuelta y dirigirse a otra parte del gimnasio donde no estuviera el petardo del profe.

—Quién me lo iba a decir, el hombre impasible ha dejado de serlo —chinchó Elías siguiéndolo.

Darío se dio la vuelta con la sana intención —al menos para su salud mental— de callarlo por las buenas o por las malas. Estaba hasta las narices de oír su voz.

—Por supuesto que estoy de acuerdo contigo, pero tal y como lo hemos hecho parece muy fácil —comentó Bri en ese preciso instante saliendo de la sala de baile—. Con un hombre, seguro que es radicalmente distinto —aseveró.

—No tiene por qué serlo. —Ariel caminó tras Bri con cara de desaliento.

Darío, Elías y el resto de la rama masculina de la especie que habitaba en el gimnasio dejaron ipso facto de hacer lo que estaban haciendo para dedicarse a labores más gratas: la observación de la especie femenina iniciando una ¿discusión?

—Debes reconocer que no es lo mismo. Los hombres son más fuertes y más altos que nosotras —rebatió Sofía—, o que casi todas nosotras —rectificó observando la altura de Ariel.

—¿Y qué? Eso no tiene nada que ver. Tenemos que buscar el factor sorpresa. ¡Son hombres! —exclamó como si con esas dos únicas palabras explicase todo lo que tenían que saber—. Van a lo que van. Si piensan que lo han conseguido, estarán más pendientes de meter que de otra cosa y en ese momento, ¡zas! —dio una fuerte palmada—, hacemos lo que hemos practicado.

El público masculino asintió con la cabeza. Ellos entendían esa estrategia estupendamente, sobre todo la parte de «meter».

—Pero es que… no sé, tal y como lo hemos ensayado parecía una coreografía —objetó Nines—. En la vida real no será tan sencillo.

—Por supuesto que no. Será jodidísimo. Lo más difícil que hayáis hecho jamás —aseveró Ariel—, pero, si practicáis los movimientos hasta que os salgan de manera espontánea, las posibilidades de salir vencedoras se multiplicarán por mil.

La rama masculina del gimnasio se tensó al oír la palabra «practicar» unida a la palabra «movimientos». Todos pensaron lo mismo: mujeres encerradas dos horas en una sala con juguetes eróticos. Mujeres que debían practicar movimientos.

La imaginación es muy activa, pone imágenes donde no debe, y eso acaba repercutiendo en el tiro de los pantalones.

—Si no te quito la razón… Pero practicar entre nosotras no es lo mismo que con un tío —observó Sofía mordiéndose los labios. Ariel no le tenía miedo a nada, pero mujeres como ella solo existía una, Ariel. Nadie más.

—Vale —asintió la pelirroja frotándose la frente. Las mujeres eran muy complicadas. Requerían paciencia, explicaciones interminables, información exhaustiva; lo miraban todo desde cualquier ángulo posible y, si no había tal ángulo, se lo inventaban. Uf. Necesitaría miles de horas para hacerse entender, aunque, a lo mejor, solo hacía falta una pequeña lección—. ¿Cuál de todos los tipos que están aquí ahora mismo te impone más respeto? —le preguntó a Sofía.

—¿Más respeto?

—Sí, ¿a quién te daría más miedo enfrentarte? El más bruto, el más borde…

—Ah… mmm… a Darío, es el más grandote —dijo Sofía señalándole con un gesto.

Darío se quedó estupefacto ¿Él era el que más respeto imponía? ¿Desde cuándo? ¿Y por qué su familia no se había enterado de eso todavía?

—¿Darío? —cuestionó Ariel atónita—. Pero si es como un osito de peluche… muy grande, pero peluche al fin y al cabo. En fin, si es el que más te asusta —Sofía asintió—, entonces con él será.

—¿Conmigo será qué? —Darío miró a las dos mujeres alucinado.

De dar miedo, había pasado a convertirse en ¿un osito? No sabía qué prefería, imponer respeto, o ser tomado por un juguete, aunque… se imaginó a Ariel achuchándolo por las noches. Sí, mejor ser un peluche. Pero única y exclusivamente para ella, para el resto del mundo eso de imponer respeto sonaba mucho mejor.

—Acompáñame al tatami —le ordenó Ariel.

—¿Para qué?

—Vas a ayudarme a demostrarles una cosa.

—¿El qué? —preguntó él quitándose las deportivas.

—Cómo responder a un intento de agresión sexual.

Todos los hombres inhalaron aire a la vez al oír las palabras de Ariel. Las risitas disimuladas, las miradas de reojo y la imaginación maliciosa se convirtieron en colérica indignación, helada repulsión y negra furia.

—¿Cómo… qué? —Darío estaba petrificado con un pie en el aire y los cordones a medio desabrochar. En su defensa cabe decir que gozaba de un sentido del equilibrio estupendo.

—¿Tienes problemas en los oídos?

—No.

—Pues vamos.

—Pero… ¿Qué pretendes que haga exactamente? —preguntó entrando en el tatami a la pata coja. Los cordones se le estaban resistiendo, o quizás eran sus dedos los que padecían un ataque repentino de histeria y no dejaban de temblarle. ¿Qué cojines pretendía esa mujer?

—Quiero que me ataques e intentes violarme —Darío abrió los ojos como platos—, hipotéticamente —especificó Ariel al ver su mirada, que no dejaba lugar a dudas de que la consideraba más loca que a una cabra esquizofrénica.

—Hipotéticamente. Claro.

Ariel se dio la vuelta, dando la espalda a Darío y comenzó a alejarse.

—¿Qué haces?

—Esperar a que me ataques.

—¿Esperar a que te ataque?

—Sí.

—¿Sí?

—¿Tienes complejo de loro?

—¿Complejo de loro? —preguntó sin entender. ¿Qué tenían que ver los loros con toda esta locura?

—Darío. —Ariel se acercó hasta él y bajó la voz hasta convertirla en un susurro que únicamente él pudiera oír—. Ayúdame. Las chicas y yo hemos estado hablando de agresiones, me han preguntado cómo reaccionar ante un ataque, y les he comentado algunas cosas, pero no lo ven claro y no sé qué más hacer para explicárselo. Necesitan un ejemplo.

—¿Y por qué no practicáis entre vosotras? No me gusta nada este juego. Lo odio —aseveró Darío.

—No lo odias más que yo. Y ya lo hemos practicado entre nosotras, pero necesitan verlo con alguien que las supere en tamaño, peso y fuerza… y tú has sido el afortunado —dijo poniendo una mano sobre el pecho de su amigo.

—¿Qué quieres que haga? —Claudicó él posando su mano grande y morena sobre la nívea y delicada de la joven.

—Atácame.

—¿Cómo? —preguntó inhalando su esencia, intentando descubrir cuál era el aroma que se le escapaba; miel, canela y…

—Como prefieras. No quiero hacer nada «coreografiado» porque eso es justo lo que no se tragan. Tiene que ser algo espontáneo.

—Yo practico con katas; nunca, jamás, ataco a nadie. No sé cómo hacerlo de manera espontánea —respondió acercándose a ella, a su cara blanca como la luz de la luna.

—Improvisa —sugirió separándose de él, alejando su mano pálida y suave, su aroma acogedor y dulce.

Darío sacudió la cabeza para intentar apartar de sí el hechizo en que había caído. Cuando lo consiguió, comprobó que la sirenita le había dado la espalda y se alejaba caminando sobre el tatami. Apretó los nudillos hasta hacerlos crujir y se dispuso a ocuparse de tan ingrata tarea.