Epílogo
Todavía no he encontrado
lo que estoy buscando.
U2, I Still Haven’t Found What I’m Looking For
Madrugada del 31 de diciembre al 1 de enero de 2011
Darío observó embelesado a su princesita que dormía en la cunita, ajena a la mirada emocionada de su papá. Con solo cuatro meses se había convertido en el centro de la vida de su padre. Todo cuanto él hacía giraba en torno a ella.
Ariel se apoyó en el marco de la puerta, observó a su marido y pensó, no por primera vez, que tendría que comprarle un babero. Jamás había imaginado que Darío cayera rendido tan total y absolutamente ante Livia.
Desde el momento en que se había enterado de su embarazo, se había vuelto todavía más protector. Y más asustadizo. Había pasado los meses de gestación temiendo por ella, por su salud, por el bebé… Por todo. Cada vez que la veía vomitar o la escuchaba quejarse, acudía presuroso y la obligaba a ir al médico. Al principio Ariel se había enfadado mucho con él por ser tan pesado e hipocondríaco. Pero luego, Ruth había hablado con ella, le había contado lo mal que lo habían pasado durante el embarazo de Iris y Ariel entendió. Asumió que el miedo que Darío sentía no podía ser ignorado ni contenido, por tanto se armó de paciencia y aceptó con una sonrisa cada una de sus infundadas preocupaciones. Y, durante el parto, le consoló y calmó, ya que él lo pasó bastante peor que ella. Al fin y al cabo la epidural alivió sus dolores, pero los temores de su marido, solo podía tranquilizarlos ella.
Ahora, cuatro meses después, ese hombretón moreno pasaba las noches en vela mirando absorto a su pequeña y preciosa princesita.
Ariel salió de sus pensamientos al sentir la puerta de la calle abrirse y los pasos de Héctor adentrándose en la casa. Se giró para saludar a su cuñado y lo que vio le hizo llamar a Darío. Este dejó de observar a su hija, se acercó presuroso a su mujer y parpadeó, sorprendido por la escena que se mostraba ante sus ojos.
Su hermano pequeño estaba en la entrada, tambaleándose, borracho como una cuba, algo que no sucedía desde hacía años.
—¡Héctor! —Le sujetó cuando este comenzó a caer hacia delante—. ¿Qué te pasa?
—¿Da? —Héctor intentó centrar la mirada en su hermano, pero todo le daba vueltas—. Creo que he bebido una copa de más.
—¿Una solo?
—Voy a vomitar —le advirtió dejando caer la cabeza sobre el hombro de Darío.
—Ah, no. Ni se te ocurra. No pienso limpiar tu vómito. Espera hasta llegar al váter.
Darío pasó los brazos por debajo de las axilas de su hermano, lo levantó como pudo y le llevó hasta el baño. Y durante el trayecto Héctor no dejó de quejarse.
—No tenía que haberme ido con la rubia, pero no pude follarme a la morena, me recordaba a Sara… así que intenté follar con la rubia, y mira lo que ha pasado… —balbuceó—. Da, no me aprietes la tripa, voy a vomitar.
—Aguanta un par de metros, ya casi estamos.
Pero no aguantó. Expulsó todas y cada una de las copas que había tomado sobre la alfombrilla del lavabo. A medio metro escaso del retrete.
—¡Miércoles! —Gruñó Darío—. ¿No podías haber esperado un segundo?
—Da, no le regañes —le reconvino Ariel—. ¿No ves como está?
—Claro que lo veo, por eso justo le estoy regañando.
—Hola sirenita —dijo Héctor al ver a su cuñada—. Qué guapa estás… y tu princesita también es preciosa. Yo también tengo una sirena, pero no me quiere. Por eso me he buscado otra, pero me equivoqué…
—Héctor, estás como una cuba.
—No. Estoy como un botijo. Si estuviera como una cuba, me la habría follado, pero no estoy lo suficiente borracho y no la he podido olvidar… —afirmó cerrando los ojos.
—¡No se te ocurra dormirte! No pienso llevarte en brazos hasta la cama.
—No lo hagas, aquí estoy bien —contestó acurrucándose entre el lavabo y el bidé, a punto de posar la cabeza sobre el vómito apestoso.
—¡Héctor, levanta! —gritó cogiéndole las manos y tirando de él—. Vamos, hermano, no te voy a dejar aquí tirado, aunque lo merezcas.
—Me da lo mismo si lo haces, estoy acostumbrado.
—Héctor, ¿quién te ha dejado tirado? —preguntó con dulzura Ariel.
—Mi sirena.
—¿Tu sirena? —interrogó Darío cargándose a su hermano en los hombros.
—Sí. Es tan guapa como la tuya, pero morena. Y canta como los ángeles. Pero no me hace caso. Dice que soy un niño. ¿Soy un niño, Da?
—En estos momentos, prefiero no decir lo que pienso —contestó el interpelado.
—No seas tonto, Da —reconvino Ariel a su marido dándole una colleja—. Claro que no eres un niño, Héctor. Eres un hombre muy guapo y cariñoso.
—¿Entonces por qué no me quiere?
—Porque es tonta —afirmó Darío.
—¡No! Ella no es tonta. Es demasiado lista —replicó Héctor cayendo en la litera que ocupaba cuando estaba en la casa familiar—. Yo soy el tonto por haber intentado follarme a otra. ¿Sabes cuánto tiempo llevo sin mojar? —le preguntó de repente a Darío.
—Ni idea, y tampoco quiero saberlo.
—Mucho, mucho tiempo. Un hombre tiene sus necesidades, y yo, el que más. Pero cada vez que me acerco a una chica, pienso en ella, y no puedo hacer nada. Hoy me he emborrachado, decidido a quitármela de la cabeza, y mira como he acabado. Sabes, Da, estar enamorado es un asco —dijo cerrando los ojos y comenzando a roncar.
Fin