28

Esta noche tengo más de lo normal

y tu cuerpo se me antoja el eslabón

entre la tierra y el cielo, lo real de lo irreal.

REVÓLVER, Esta noche tengo más de lo normal

Una voz dulce y cariñosa se abrió paso entre las brumas del deseo hasta llegar a los oídos de Ariel. La muchacha abrió los ojos, perdida todavía en la maraña de sensaciones que apenas entendía pero que la habían dejado sin capacidad de reacción.

—Ariel, Darío… son más de las doce, tenemos que cerrar —susurraba Sandra sobre sus cabezas, en la oscuridad fantasmagórica del gimnasio.

—¿Cerrar? —preguntó Ariel sin saber a qué se refería su amiga.

—¡Miércoles! —musitó Darío a la vez que parpadeaba para centrar sus pensamientos.

Estaban en el gimnasio, a oscuras. Seguramente Elías y Sandra habían apagado las luces para cerrar… y les estaban esperando a ellos. Giró sobre sí mismo hasta quedar sentado en el suelo del tatami, miró a su alrededor y se encontró con la sonrisa divertida de Elías y la circunspecta de Sandra. Un sonoro «¡Joder!» le advirtió de que Ariel se acababa de percatar de dónde estaban, con quiénes estaban, y que lo que estaban haciendo había sido observado. ¡Cojines!

Observó asombrado cómo la lánguida sirenita que había gemido bajo sus manos se convertía en una gacela que se levantaba resuelta, se disculpaba, se ponía las botas sin atar y salía corriendo del local. «¡Miércoles!». Se levantó, dio dos zancadas hasta sus deportivas, metió en ellas los pies y sin molestarse en anudar los cordones, salió disparado tras ella, sin siquiera despedirse de sus amigos. Había cosas más importantes en esta vida que decir «adiós». Que se escapara su novia era una de ellas.

Atrapó a Ariel cuando estaba a punto de alcanzar las escaleras, aferró su muñeca y tiró de ella hasta el ascensor, cuyas puertas, gracias a un golpe de suerte, estaban abiertas y dispuestas a acogerlos en su interior.

—¿Qué haces? —preguntó ella cuando él la hizo entrar—. ¡No seas vago!

—Chis.

La empujó contra la pared del elevador y comenzó a besarla ansioso, mientras sus dedos buscaban como locos en el cuadro de mandos el botón que les llevaría al garaje. Lo encontró y pulsó sin dilación.

—Pero…

—Solo quiero un beso más, uno solo —jadeó él contra sus labios, e intentó explicarse al ver que ella se removía entre sus brazos—. El supermercado está cerrado, nadie va a bajar al aparcamiento, nos dejarán tranquilos.

Sin perder un segundo, comenzó a besarla de nuevo a la vez que pasaba sus manos bajo las nalgas de la muchacha. Las amasó brevemente y la alzó hasta su ingle.

Ariel, al sentirle de nuevo ahí, gimió desarmada y, sin poder evitarlo, se aferró a sus hombros y le envolvió la cintura con las piernas.

En esa indecorosa postura los encontraron Elías y Sandra cinco minutos después, cuando llamaron al ascensor para bajar al garaje a por su coche.

—Lo siento, tío, pero el coche está… —comenzó a disculparse Elías ante la mirada de odio de Darío.

Este no le dejó continuar, cogió la mano de Ariel y tiró de ella. Bajaron las escaleras, ella colorada como un tomate por haber sido pillada in fraganti, no una, sino dos veces. Él enfadado por no obtener siquiera un minuto de intimidad. ¡Miércoles!

Caminaron rápido y en silencio unos pocos metros, y al llegar a la esquina del edificio, donde una de las farolas estaba fundida, Darío aprovechó la coyuntura, la atrajo hacia sí y volvió a besarla. Ariel pensó apartarle, pero ni su cuerpo ni su piel querían separarse del calor de su amigo.

La farola fundida aprovechó ese preciso instante para hacer un último esfuerzo, parpadear un par de veces y lucir con fuerza, iluminándolos.

—Maldita traidora —siseó él, enfadado.

Volvió a coger de la mano a su amiga y caminó deprisa, casi corriendo, hasta entrar en el parque. Buscó algún lugar a oscuras en el que poder besarla y cuando lo encontró no se lo pensó un momento.

Ariel lo siguió aturdida. Le escocían los pezones de lo duros que los tenía, le ardía la piel, tenía las braguitas empapadas y, cada vez que daba un paso, el roce de estas sobre su sexo la hacía jadear. ¿Qué narices le estaba pasando?

Darío se sentó en el banco e instó a Ariel a que se acomodara a horcajadas sobre su regazo; esta no se lo pensó dos veces. Las manos fuertes y poderosas de Darío le aferraron el trasero, haciéndola abrirse para él y colocar su entrepierna justo sobre su erección. Ambos jadearon a la vez cuando sus sexos se tocaron. Sin poder contenerse, Darío asió la cintura de su hada, y la obligó a acunar su dolorida polla.

Ariel gimió al sentir contra su clítoris la verga endurecida; su cabeza cayó hasta posarse sobre la frente del hombre, a la vez que cualquier pensamiento racional que aún pudiera albergar escapó volando en las alas de la pasión. Estaba al borde de algo grande.

Las voces desafinadas de unos adolescentes cantando una canción de Shakira les hizo volver en sí. Darío levantó la cabeza y se los encontró sentados en un banco, a pocos metros del suyo. Ariel, por su parte, jadeó una palabrota y se levantó presurosa de su regazo.

—¡Joder! —exclamó enfurecido—. Esto es inconcebible. ¡Es que no nos pueden dejar tranquilos!

Volvió a asir la mano de su sirenita y la condujo hacia el final del parque. Al llegar al semáforo, paró un segundo para besarla, pero el maldito trasto eligió ese preciso instante para ponerse en rojo, y cómo no, un par de coches pararon a esperar a que cambiara a verde… y, mientras esperaban, observaron sin pudor a la pareja de enamorados.

—¿Qué coño están mirando? —Ladró Darío a los conductores. Acababa de perder la escasa paciencia que le quedaba.

Asió a una confusa Ariel de la mano y tiró de ella en dirección a la estación de Renfe.

Ariel lo miró aturdida; era la primera vez que le escuchaba usar una palabrota para dirigirse a otras personas.

—¿Crees que es mucho pedir que nos dejen en paz? —preguntó en ese momento Darío. Ariel negó con la cabeza. Él asintió complacido y continuó hablando—. Son las doce y pico de la noche, mañana hay que currar o ir al instituto. ¿Por qué no están en la camita dormiditos? —dijo mirando a los chicos del parque, los coches, y el mundo en general. Ariel fue a abrir la boca, pero él no la dejó—. Te voy a decir por qué, para darme por culo a mí. Para una puñetera noche que tengo para estar contigo ¡y no hay modo de que nos dejen en paz! ¡No es justo! —clamó una de las frases favoritas de su sobrina.

—Hace muy buena noche… —comentó Ariel divertida al ver su enfado—. Por eso está todo el mundo en la calle.

—Ah, claro. Y como hace buena noche, se entretienen metiendo las narices donde nadie les llama —gruñó Darío—. ¡No es justo! Yo no me meto con nadie, ni hago nada malo. Solo quiero darte un beso, nada más que un jodido beso.

—¿Jodido beso? —repitió estupefacta. ¿Qué le pasaba a Darío para hablar así? Él no decía tacos nunca.

—Sí, un beso. Nada del otro mundo. No voy a atracar un banco ni a matar a nadie. ¡Solo quiero darle un beso a mi novia! Pero no, no me dejan. Tienen que mirarnos, reírse y tocar el puñetero claxon. ¡No es justo!

—¿¡A tu novia!? —Se detuvo Ariel asombrada al escuchar esa palabra. No podía estar refiriéndose a ella… ¿O sí?

—Sí, a mi novia. A ti —especificó él por si acaso la sirenita no se daba por aludida—. Todas las parejas se besan. No es ningún pecado, ¿verdad?

—Eh, no… y yo no soy tu…

—Pues, entonces, ¿¡por qué yo no puedo hacerlo!? —la interrumpió él, volviendo a tirar de ella para que caminara.

—Yo no soy… —Intentó hablar Ariel, pero no lo consiguió.

—Porque no me dejan en paz. Por eso. Es alucinante. Todo el mundo puede besar a su novia en la calle sin que nadie diga nada, menos yo —aseveró besándola hasta aturdirla. Los adolescentes que les seguían risueños por la acera comenzaron a silbarles—. ¡Lo ves! ¡No me dejan! —protestó asesinándolos con la mirada, estos rieron entre dientes y cruzaron al parque—. ¡Se acabó, esto ya pasa de castaño oscuro! —Giró al llegar a la esquina del bloque y se metió sin dudar en la plaza en la que estaba su casa y su trabajo.

—¿Adónde vamos? —preguntó Ariel tirando de él en sentido contrario, hacia la parada del autobús.

—Al único sitio donde ni Elías ni Sandra ni Bri… —Frunció el ceño al recordar otra ocasión en que también les interrumpieron— ni Héctor van a poder molestarnos. Un sitio donde no hay farolas traicioneras, coches ruidosos ni adolescentes imbéciles —aseveró enfadado—. A la zapatería.

Sacó la llave del bolsillo exterior de su mochila sin soltar la mano de Ariel en ningún momento, no fuera a ser que se le escapara. Abrió la puerta con nervios de acero, la cerró de una patada, volvió a colocar la llave en la cerradura y la giró, asegurándose de que nadie pudiera interrumpirles. Con la suerte que tenía, seguro que a algún idiota se le ocurría bajar a la zapatería a la una de la madrugada solo para fastidiarle.

Respiró profundamente para calmar los nervios y miró a su sirenita. Esta tenía los ojos entornados, y miraba a su alrededor sin ver. Darío suspiró; realmente estaba oscuro en el local, pero no pensaba encender la luz y dar pistas a posibles porculeros de que estaban allí. Por tanto, hizo lo único que podía hacer. Tomó de la mano a su novia, la guio a ciegas hasta la trastienda y, una vez allí, encendió la luz y cerró la puerta.

Ariel parpadeó cuando la luz la deslumbró; abrió la boca para quejarse, pero no le dio tiempo… Darío la acorraló contra la puerta y devoró sus labios. Un segundo después todas las sensaciones que habían ido diluyéndose con el aire fresco de la noche volvieron a rugir en su cuerpo. No se quejó cuando sintió las manos del hombre quitándole la camisa de leñador, y tampoco cuando le quitó la camiseta de tirantes, dejándola vestida solo con el sujetador de algodón y los leggings negros. No se le ocurrió protestar cuando él la empujó hasta que las corvas de sus rodillas chocaron contra el ajado sillón de tres plazas, y mucho menos cuando la tumbó sobre este, y la observó maravillado.

—Eres la mujer más hermosa que he visto nunca —afirmó él con voz ronca antes de quitarse la chaqueta del chándal y la camiseta, dejando su poderoso y musculado torso desnudo.

—¿Qué… qué haces? —farfulló Ariel, estupefacta ante la impresionante visión.

Era la primera vez que le veía desnudo de cintura para arriba, y era… magnífico. Todos esos abdominales ondulantes, los pectorales marcados, las duras tetillas… y todo ello cubierto por una ligera capa de vello oscuro que ansiaba acariciar. Se le secó la boca al imaginar cómo sería tocarle.

—Necesito sentir tu piel contra la mía —afirmó Darío colocándose sobre ella.

Lo hizo con cuidado de no asustarla ni atosigarla. Se instaló entre sus preciosas piernas, abriéndoselas. Apoyó el antebrazo sobre el sillón para mantenerse alejado de su tentador cuerpo y no agobiarla con su peso. Bajó la cabeza muy despacio, hasta que sus labios quedaron solo a un suspiro de distancia y después… La besó. La besó como llevaba toda la noche deseando hacerlo. Con pasión, con ternura. Aprendiendo cada rincón de su boca, peleando contra cada centímetro de su lengua. Y mientras profundizaba en ella, colocó con lentitud insoportable la mano que tenía libre sobre la piel desnuda del vientre femenino y se recreó en su tacto.

—Eres suave como la seda —dijo entre caricias y besos.

Ariel se arqueó ante el calor que la abrasó cuando comenzó a tocarla. Abrió más los muslos, permitiéndole pegarse por completo a ella. ¡Dios! Eso seguía duro como una piedra, y ardía. Ardía quemándola con su pasión. Jadeó cuando sintió sus dedos rebasar la tela del sujetador y colarse por debajo. Intentó escabullirse cuando los notó sobre uno de sus pezones, pero él los retiró inmediatamente al sentir su rechazo y volvió a besarla hasta que la hizo olvidarse de todo lo que no fueran las sensaciones estremecedoras que recorrían su cuerpo.

Cuando Darío volvió a deslizar las yemas de los dedos sobre los pechos de Ariel, esta se encogió ligeramente, pero no se resistió. Envalentonado por el tímido avance, acarició con el pulgar uno de los pezones. La muchacha dio un respingo y echó la cabeza hacia atrás. Sin pensarlo un momento, Darío bajó hasta su cuello y comenzó a lamerlo mientras atrapaba el pezón entre dos dedos, y apretaba con cuidado. Ariel se aferró a sus hombros y pegó más su ingle a la del hombre. Él comenzó a mecerse lentamente contra ella, frotando su rígida polla contra la tibia humedad femenina, atento a los jadeos y gemidos que escapaban de los labios de su sirenita. Pendiente de cada uno de sus movimientos, de su lenguaje corporal, de si le estaba proporcionando el mismo placer que ella le daba a él.

Darío era consciente de las muchas lagunas que tenía su seducción. De hecho, no tenía ni la más remota idea de cómo conquistar a una mujer en la cama. No estaba acostumbrado a esos menesteres, y le aterrorizaba no hacerlo bien, no ser capaz de trasmitir a Ariel no solo placer, sino todos aquellos sentimientos que su corazón rugía cuando estaba con ella.

Las tímidas caricias del hombre desarmaban a la muchacha. Ariel se sentía al borde del colapso; todo su cuerpo clamaba por algo más, pero no tenía ni idea de qué era ese «algo más». Negaba con la cabeza, incapaz de expresar lo que necesitaba con palabras. Ella no podía permitirse actuar así, no les llevaría a ningún lado, no conseguiría «terminar», y Darío se daría cuenta de que no era la mujer que él pensaba que era. Posó sus manos sobre el pecho de su amigo, con la intención de apartarle de ella, pero el ondular de sus músculos al tensarse bajo sus palmas le hizo olvidar su propósito inicial. Era tan… masculino, tan excitante, tan… En ese momento él deslizó la boca hacia sus pechos y atrapó entre sus labios el pezón que había torturado con los dedos. Lo succionó con fuerza y luego lo calmó con un beso, para a continuación atraparlo entre los dientes a la vez que jugaba con la lengua sobre él. Un ramalazo de placer recorrió el cuerpo de la muchacha, hasta instalarse implacable en su vagina, haciéndola temblar y anhelar más.

Darío escuchó el resuello alterado de Ariel, y jadeó a su vez cuando ella alzó las caderas y frotó con fuerza su pubis contra su polla. Repitió la caricia hasta que la joven tembló sin control bajo él y en ese momento paró y alzó la vista para observarla.

Ariel tenía la mirada vidriosa, los labios abiertos y todo su cuerpo luchaba por tomar un poco de aire. Empujó sin fuerza los hombros de su amigo; necesitaba alejarle y reflexionar sobre lo que estaba sintiendo. Pero él no se lo permitió. Volvió a bajar la cabeza y continuó dedicándose sin compasión a sus pechos, alternando cada una de las cimas sonrosadas, esperando a que ella temblara para detenerse y continuar con la otra. ¡La estaba volviendo loca! Ella no podía sentir eso, no podía excitarse, no así. No era posible que estuviera temblando casi sin respiración bajo sus caricias. Y aunque jamás había sentido nada igual; eso no significaba que esa vez fuera a ser diferente de las ocasiones en las que se tocaba. Estaba segura de que antes o después él se daría cuenta de que era incapaz de llegar al orgasmo, se aburriría de acariciarla, la miraría con lástima y… ¡No! No podía permitírselo. No con él. No quería que su amigo, su único amigo, la compadeciera.

Levantó sin apenas fuerzas la mano y agarró un mechón de su sedoso pelo moreno, intentando obligarle a que alzara la cabeza y la liberara de esa excitante tortura.

Pero él lo debió interpretar mal. Redobló las caricias de sus dientes, labios y lengua, y deslizó la mano por el vientre femenino hasta posarla sobre la entrepierna de los leggings, en el punto en que se juntaban cada uno de los nervios de la muchacha.

Ariel abrió los ojos, aterrorizada al sentirlo ahí. ¡Se daría cuenta de que estaba empapada! Pero volvió a cerrarlos al sentir la palma de Darío abarcando sus labios vaginales, frotando con la palma de la mano su clítoris hinchado y presionando con los dedos la entrada a su vagina. Un estremecimiento como no había sentido nunca recorrió sus músculos. Tembló, gimió y se revolvió, intentando escapar y a la vez acercarse a él. Respiró profundamente hasta que consiguió calmarse, y volver a razonar. Si continuaba así, él se daría cuenta de que ella tardaba demasiado en tener un orgasmo, y eso le llevaría a descubrir que no podía tenerlo. No podía decepcionarle. Usando cada pizca de fuerza de voluntad que aún le quedaba en el cuerpo, tomó la mano del hombre y tiró de ella hasta dejarla posada de nuevo sobre su vientre.

Por fin estaba a salvo, segura.

Darío permitió que ella le dirigiera, hasta que se dio cuenta de que le estaba llevando hasta su abdomen, justo a la altura de la cinturilla del pantalón. Incapaz de pensar, coló los dedos bajo la tela, y los deslizó veloz hasta el lugar donde deseaba estar. Cuando tocó los pliegues vaginales, todo su sólido y masculino cuerpo se tensó al notar el rocío que los anegaba. La suavidad de su tacto. La resbaladiza superficie que le tentaba. Su sirenita jadeó asustada e intentó cerrar las piernas hundiéndose en el sillón, pero él no se lo permitió. Escaló hasta sus labios y sin dejar de besarla susurró contra ellos.

—Tranquila, no pasa nada, no voy a hacer nada —gimió una y otra vez contra el oído de la muchacha—. Solo quiero tocarte, solo eso, solo una caricia más. Solo una.

Y mientras no cesaba de susurrar en su oído, sus dedos iban adentrándose bajo el algodón de las braguitas, investigando cada uno de los pliegues de la vulva, introduciéndose más y más bajo su ropa, abarcando cada centímetro de piel mojada. Cuando la sintió relajarse bajo su cuerpo, trazó círculos con el pulgar sobre el clítoris inflamado, abrió los pliegues de la vagina con dos dedos e introdujo con lentitud uno en su interior. La muchacha arqueó la espalda y alzó las caderas con un gemido sordo, dejándolo al borde del orgasmo.

Darío respiró profundamente para contener el inminente éxtasis. Observó el rostro amado sin dejar de acariciarla y, cuando la vio cerrar los ojos, comenzó a mover el dedo con lentitud, atento a cada uno de sus gestos. Entrando y saliendo de ella con cuidado.

Era muy estrecha, apenas le entraba el índice, y, cada vez que la penetraba, se cerraba sobre este, absorbiéndole con fuerza. Continuó penetrándola despacio, frotando las paredes de su prieta vagina hasta que esta cedió, dejándose invadir por dos dedos.

Ariel se quedó sin respiración al sentir la presión en su interior. Era demasiado, pensó negando con la cabeza. El placer era tan intenso que estaba a punto de romperse en pedazos… Pero no lo conseguía. No podía. Levantó el trasero, pegándose más a la mano que la atormentaba, intentando llegar a donde nunca había llegado.

Darío observó a su hada negar con la cabeza y sonrió satisfecho, parecía que no lo estaba haciendo tan mal. Bajó hasta tocar con los labios los hermosos pechos de Ariel y comenzó a mordisquear sus pezones sin dejar de jugar con sus dedos en la vagina y el clítoris. Ella volvió a levantar las caderas, haciéndole entrar más profundamente en su interior. Y entonces, él lo notó. Levantó la cabeza y parpadeó confuso, incapaz de creer lo que estaba sintiendo contra las yemas de sus dedos.

Empujó con cuidado dentro de ella, hasta volver a topar con la fina y flexible barrera. Presionó contra la dúctil membrana. ¡Dios! Volvió a repetir el movimiento, esta vez con un poco más de fuerza, más profundamente. La barrera seguía ahí, no se la había imaginado. Se detuvo estupefacto, mirándola maravillado. Nunca se lo habría imaginado. La inocencia que Ariel mostraba cuando estaban juntos era… absoluta.

Su sirenita era virgen. ¡Virgen! Nadie la había tocado antes. Y nadie más lo haría, pensó en un arranque de posesividad. Ariel era suya. Solo suya.

Ariel abrió los ojos cuando Darío se detuvo, aletargada por las caricias, excitada como nunca lo había estado, e incapaz de pensar. Observó el amado rostro masculino y vio en él incredulidad.

¡Oh, Dios! ¡Se había dado cuenta! Lo sabía.

Sabía que no era como el resto de las mujeres, que no era femenina, que algo fallaba en ella. Aterrorizada, desvió la vista, perdiéndose la mirada de posesión que destellaba en los ojos del hombre. Le aferró la muñeca con los dedos como garras intentando que él quitara la mano de allí… Buscando la manera de disimular su incapacidad de sentir, de obtener placer donde otras mujeres lo conseguían sin problemas.

Darío no se lo permitió. Volvió a hundir los dedos en ella a la vez que con un movimiento inesperado enterraba su rostro en el grácil cuello femenino, y lo mordía, succionándolo con fuerza, dejando en él la marca indeleble de su pasión.

¡Ni siquiera quiere mirarme! Estuvo a punto de aullar Ariel al ver que él bajaba la cabeza. Al borde de las lágrimas por haberle decepcionado, intentó de nuevo que sacara la mano de su ropa interior. Pero no lo consiguió.

Darío notó cómo las paredes vaginales se cerraban alrededor de sus dedos, intentando expulsarlos. La dócil humedad se tornó en árida rigidez. Colocó el pulgar sobre el clítoris y comenzó a masajearlo.

Ariel cerró los labios para no dejar escapar el gemido de desesperación que pugnaba por escapar de ellos. Los dedos que tanto placer le habían dado ahora la molestaban. Todo volvía a ser como siempre. Cuando estaba al borde del orgasmo, su cuerpo se rebelaba y le mostraba a las claras que había cosas que jamás podría tener. Pero su amigo seguía empeñado en darle lo que no podía tener. Sus dedos continuaban perdiendo el tiempo en su vagina, sin conseguir arrancarle nada más que una molesta sensación de intrusión. «Darío no se merece esto» —pensó. Se merece más, mucho más…—. Sin meditar lo que hacía, deslizó su mano bajo la cinturilla del pantalón deportivo y los bóxers del hombre, y posó la palma sobre la polla dura y ardiente que allí se ocultaba.

Darío jadeó al sentirse acogido por los dedos de la muchacha y, cuando comenzó a subir y bajar desde el tronco hasta la corona, olvidó todos sus propósitos y se dejó llevar por el deseo.

Ariel respiró tranquila al notar que el hombre dejaba de penetrarla, parecía que había conseguido distraerle. Algo más relajada al comprobar que el peligro había pasado, decidió inspeccionar aquello que tenía en la mano. Jamás había imaginado que el pene de un hombre tuviera esa suavidad sedosa. Ni que fuera tan duro y sólido. Ni que las venas se marcaran en el tronco. Ni mucho menos que la piel que lo recubría fuera tan flexible, que pudiera deslizar sus dedos sobre ella y esta se adaptara a cada movimiento.

—Está muy duro, pero a la vez es suave como la seda —musitó para sí sin dejar de recorrerlo con los dedos.

—Dios… —jadeó Darío incapaz de responder nada coherente. Le estaba matando.

Ariel lo exploró hasta llegar al glande y se detuvo allí, dubitativa. De la apertura que lo coronaba emanaba un líquido tibio y pastoso. Presionó con el pulgar sobre ese punto y Darío se tensó a la vez que un sonoro gemido escapaba de sus labios.

—Parece de goma… —susurró Ariel alucinada.

Sus dedos se entretuvieron jugando una y otra vez con el extraño descubrimiento. Esparcieron las gotas preseminales por la corona, alisaron la piel del frenillo, bajaron por el tallo hasta llegar al escroto, y allí acariciaron curiosos los testículos, sopesándolos en la palma de la mano, juntándolos y soltándolos hasta que Darío no pudo más.

—¿Es la primera vez que tocas… a un hombre? —le preguntó incrédulo.

—Sí. Es muy… raro.

Darío asintió cerrando los ojos y respirando profundamente. Había estado a punto de correrse al escuchar su afirmación. Una única palabra rugía en su mente.

Mía, mía. Solo mía.

Movió la mano que tenía libre y la colocó sobre la de Ariel. Esta dio un respingo al sentir que él la obligaba a cerrar los dedos sobre su pene.

¡Mierda!, pensó Ariel enfadada consigo misma por ser tan tonta. Había estado tan obnubilada con la rígida y dúctil suavidad de su polla que se le había olvidado por completo que esas caricias no eran para disfrutarlas ella, sino él. Sabía perfectamente lo que tenía que hacer, había practicado mil veces con los falos de látex que vendía. Aunque el pene de Darío fuera radicalmente diferente a los vibradores, los movimientos serían los mismos. No hacía falta que él la guiara.

Lo rodeó con los dedos firmemente, y comenzó a subir y bajar, desde la base hasta el glande. Al principio fueron movimientos mecánicos, pero, al escuchar los jadeos y gemidos del hombre, el calor que había sentido antes volvió a instalarse en su sexo.

Darío abrió la mano, dejando escapar la de Ariel. El placer fulgurante que le recorría le estaba dejando sin fuerzas. El brazo que le sostenía comenzó a temblar. Apoyó la mano que tenía libre junto al ígneo cabello de su adorada hada y dejó caer la cabeza hasta que quedó alojada entre los pechos de su sirenita.

Ariel se sintió poderosa y femenina al notar que Darío se derrumbaba y comenzaba a temblar contra ella. Imprimió un ritmo más rápido a sus movimientos, sin atreverse a apretarle más entre sus dedos por temor a hacerle daño.

—Más fuerte —ordenó el hombre entre jadeos.

Ariel obedeció, ciñó los dedos en torno al pene y gimió al darse cuenta de que todo el cuerpo de Darío se ponía en tensión. Por ella. Por su mano. Por sus caricias.

—Más rápido —la instó él.

Ariel aumentó el ritmo, a la vez que deslizaba la mano que tenía libre bajo el pantalón y los bóxers de su amigo y le tocaba tímidamente los testículos.

Darío no lo pudo soportar más. Incapaz de continuar inmóvil, comenzó a mecerse contra ella, a rozar sus labios y mejillas contra los preciosos senos de su hada, a apretarse más y más contra las manos que le estaban arrebatando la razón, la cordura y la vida misma.

—No pares —suplicó—, por favor, no pares, por favor… Aaahhhh.

Cada músculo del hombre se tornó rígido y su cabeza se alzó en un ángulo casi imposible cuando el demoledor orgasmo lo recorrió.

Ariel observó aturdida a su amigo. Parecía a punto de romperse en pedazos de tan tenso como estaba. En el mismo momento en que se derrumbó sobre ella, un líquido tibio cayó sobre la parte interior de su muñeca y resbaló hasta su mano. Ariel frotó las yemas de los dedos contra la palma, recogiendo el cálido y denso fluido. Era semen.

—¿Te has corrido? —musitó estupefacta para sí, antes de darse cuenta de que había formulado la pregunta en voz alta.

Darío rio sin fuerza ante el ingenuo comentario. Por supuesto que se había corrido. De hecho, acababa de experimentar el orgasmo más impactante de su vida.

Ariel parpadeó atónita. Se había corrido en su mano, pensó frotando los dedos.

Había sido ella quien le había llevado al éxtasis. ¡Ella! ¡Solo ella!

Él se había corrido sobre sus manos…

Darío se removió inquieto; ahora que las brumas del placer se disipaban, era consciente de que se había derrumbado sobre Ariel, y que probablemente la estaría agobiando con su cuerpo. Se apoyó sobre los codos, y miró a la mujer que le había robado el corazón.

Ariel frotaba sus manos una y otra vez entre sí, perpleja y orgullosa. Sonreía con los ojos entornados, risueña, satisfecha con ella misma por ser, de alguna manera, capaz de proporcionar placer al hombre que la hacía sentir como una princesa de cuento de hadas.

—¿Nunca habías tocado a un hombre? —reiteró Darío la pregunta, que casi le llevó al paroxismo sexual. Sabía la respuesta, pero necesitaba escucharla otra vez.

—No. ¿Tan mal lo he hecho? —preguntó ella dudando ante su insistencia.

—Ha sido perfecto. Nadie me ha hecho sentir como tú lo has hecho —afirmó él bajando la cabeza y besándola arrebatado.

Ariel le abrazó feliz, recibiendo sus besos y caricias como si fueran lo más preciado del mundo, y de hecho lo eran. Se extrañó ante la intensidad con que él besaba y succionaba su cuello, pero esa sensación era tan agradable que no se planteó el motivo de tal interés.

Darío sabía que se estaba comportando como un crío, peor aún, como una bestia en celo, pero no podía evitarlo. Necesitaba marcarla de alguna manera, hacer saber al resto del mundo que esa mujer le pertenecía, que tenía dueño y la única manera que se le ocurría era esa. «Mía», pensó cuando observó satisfecho el tono rojizo de la primera marca. «Mía para siempre», fueron las palabras que se instalaron en su cerebro al observar la que le había hecho en ese mismo momento. «Soy el primero. El primero y el único. Mía, solo mía», repetía irracionalmente en cada succión. Subió de nuevo hasta los labios tentadores de Ariel y los devoró con intensidad salvaje. Sus manos comenzaron a recorrerla el cuerpo, ávidas de aprenderse cada recodo de su piel. Se posaron sobre los pechos de la muchacha. Volvía a estar poseído por un deseo tan intenso que no lo podía soslayar.

Ariel se revolvió incómoda y asustada cuando notó que el flácido pene volvía a la vida, y que las poderosas manos se acomodaban sobre sus senos, a la vez que los besos de su amigo se volvían más y más intensos, posesivos incluso.

—¿Qué haces? —inquirió, sorprendida por la marea de sensaciones que amenazaban con desbordar su cuerpo. Si se dejaba llevar otra vez, no podría contenerlas. Y él descubriría su tara.

—Devorarte —gimió él contra sus labios.

—¡No! —exclamó ella, apartándole. No podía permitirse caer de nuevo. ¡No podía!

—¿Qué? —Darío se alzó sobre sus codos y la miró aturdido. No entendía su negativa. Ariel era una mujer apasionada, sus gemidos y temblores cuando la había tocado así lo demostraban.

—Te has corrido —señaló Ariel, nerviosa—. Ya está. Hemos terminado.

—No. Acabamos de empezar —refutó él, incrédulo. ¿Qué estaba pensando su atolondrada sirenita?

—Ni de coña —se negó asustada. Si volvía a tocarla, se daría cuenta de que ella tardaba demasiado, de que no podía correrse.

—¿Cómo que ni de coña? —preguntó confuso Darío—. Tú no…

—Yo estoy perfectamente, gracias —dijo zafándose de debajo de él, cayendo al suelo y poniéndose en pie al instante.

—Pero tú…

—Yo nada. Ya está. Zanjado. —Volvió a insistir Ariel a la vez que buscaba su ropa. Localizó la camisa, pero la camiseta no aparecía por ningún lado.

—Ni lo sueñes. —Darío se levantó de un salto, la aferró por el codo y la atrajo hacia sí—. No te vas a ir así como así. No hemos terminado, ahora es tu turno —afirmó besándola enfadado.

Sí, se había dejado llevar, se había olvidado de las necesidades de Ariel cuando ella comenzó a masturbarle, pero eso no significaba que fuera a pasar de nuevo; esta vez tendría cuidado, estaría atento a sus señales y lo haría mejor. Él era casi tan inexperto en el sexo como ella, pero que hubiera metido la pata una vez no significaba que fuera a meterla de nuevo. Esta vez pensaría en su sirenita por encima de todas las cosas. Además, era su novia. Solo él podía tocarla y, ahora que tenía la oportunidad de hacerlo sin interrupciones, no pensaba dejarla escapar.

—Suéltame —siseó Ariel, entornando los ojos al ver que él no la soltaba. No era su turno. Nunca sería su turno, no podía ser. Y punto.

—Eres mi novia, no puedo dejar que te vayas así…

—¿Así, cómo? ¡Y no soy tu novia! —Rechazó Ariel cuando la frase completa penetró en su mente. ¡Ay, Señor! Lo había olvidado por completo, Darío se lo había dicho durante el apresurado paseo hasta la zapatería, pero ella no lo había tomado en serio.

—Sí lo eres.

—¡Y una mierda, no soy la novia de nadie! —exclamó intentando zafarse de su agarre, pero sin conseguirlo. Decidió provocar una discusión. Prefería que él se enfadara y olvidara sus propósitos antes que ver cómo la miraba con lástima al descubrir que ella no sentía como las demás mujeres.

—¡Claro que sí! ¡Eres mi novia! —«Esto no me puede estar pasando», pensó Darío totalmente perdido ante el inusitado giro que había dado el encuentro.

—Enséñame los papeles —exigió dando un nuevo tirón. Pero los dedos del hombre no cedieron. Seguía teniéndola presa.

—¿Qué papeles? —preguntó Darío sin soltarla.

—Los que demuestran que soy tu novia. A ver, ¿dónde está mi firma diciendo que lo soy? —requirió Ariel a la desesperada. Era consciente de la estupidez que estaba diciendo, pero le daba lo mismo. No conseguía escaparse de él.

—No digas chorradas —siseó volviendo a besarla.

Ariel sintió cómo todo su cuerpo respondía al beso. Se le erizó el vello de los brazos, la respiración se le aceleró y el estómago se le encogió. Esto no podía estar pasándole. Otra vez no.

Darío se separó satisfecho al ver los ojos brillantes de su sirenita, al escuchar su respiración agitada y ver sus manos temblar. Ella tenía que entender que no volvería a hacerlo mal. Le haría ver las estrellas, podía hacerlo. No volvería a dejarse llevar, ella era lo primero. Siempre.

—No vuelvas a besarme —siseó Ariel, dejándole pasmado—. Si lo haces te juro que te doy tal puñetazo que te dejo sin dientes —advirtió a la defensiva. Tenía que separarse de él, salir a la calle y respirar aire fresco. Estaba peligrosamente cerca de volver a caer en sus redes.

—Eres increíble —susurró Darío dolido, dando un paso atrás, malinterpretando por completo el motivo de la renuencia de Ariel. Estaba seguro de que ella se había enfadado porque no había sabido complacerla, y que por eso le negaba ahora la oportunidad de redimirse—. No hay un ápice de dulzura en ti —afirmó, sin pensar en lo erróneo de sus palabras—. Eres la mujer menos femenina que conozco, ni siquiera amenazas con un bofetón. No. Tú lo haces con un puñetazo —atacó con rabia.

—¡Sí! ¡Soy un puto marimacho! —gritó ella con el corazón hecho trizas, al final Darío se había dado cuenta de la puñetera verdad—. ¡Que te den por culo! —dijo aceptando su desafío y propinándole un sonoro bofetón que hizo sangrar el labio del hombre.

Acto seguido se dio media vuelta, con la camisa todavía en su mano, y corrió hacia la salida sorteando a duras penas el mostrador. Tanteó con los dedos la puerta de la calle hasta encontrar la llave, y la giró, abriéndola.

—¡Espera! —bramó Darío tras ella.

Ariel se giró hacia él, aferrando las llaves en su puño; lo miró con los ojos anegados en lágrimas.

—Este marimacho no quiere volver a verte en lo que le queda de vida —dijo con voz quebrada. Luego lanzó las llaves con todas sus fuerzas hacia la plaza y salió corriendo como alma que lleva el diablo.

Darío fue tras ella, pero se detuvo pocos segundos después. Se giró y observó su zapatería. La puerta permanecía abierta, y no tenía ni la más remota idea de adónde habían ido a caer las llaves. No podía irse, sin más, dejando su medio de vida abierto a cualquiera que quisiera entrar y robar sus escasas máquinas y herramientas. Le dio un puñetazo a un árbol, enfadado por tener que dejar escapar a su novia, y comenzó a buscar las jodidas llaves.

Media hora después entró en su casa, cabreado, frustrado e indignado. Había tenido tiempo de pensar en todo lo que había ocurrido, y no entendía nada. No sabía por qué Ariel había reaccionado de esa manera. Sí, él había actuado como un hombre de Neandertal, lo reconocía, pero ella tampoco se había quedado atrás. Ariel se había comportado de manera irracional, arisca y borde, tal y como lo hacía siempre que estaba a la defensiva. Pero cuando había mencionado que no era femenina, entonces algo se había roto en el interior de los ojos de su hada. Habían dejado de brillar desafiantes para llenarse de lágrimas. Su rostro había palidecido y sus labios habían temblado al denominarse a sí misma «marimacho». No. Algo había ocurrido. Tenían que hablar y solucionarlo. Las cosas no podían quedarse así. Ariel iba a tener que explicarle lo que había pasado por su alocada cabecita cuando volvieran a verse el viernes en el gimnasio.

—Llegas muy tarde, hermanito —comentó Héctor desde el salón al oír abrirse la puerta—. Eso es que te ha ido bien, ¿o me estoy equivocando? —preguntó burlón levantándose del sillón y yendo hacía la puerta—. Joder, ¿qué te ha pasado? —inquirió preocupado al ver el aspecto de Darío—. ¿Os ha atacado alguien? ¿Cómo está Ariel?

—Ariel está de puta madre —respondió el interpelado dirigiéndose al cuarto de baño.

—¿Pero… qué te ha pasado?

Héctor siguió a su hermano, asustado. Darío jamás decía palabrotas a no ser que estuviera al límite de su paciencia. Y por si eso no fuera suficiente para asustarle, su aspecto era horroroso. Iba vestido únicamente con el pantalón de deporte, estaba despeinado, tenía sangre reseca en el labio y los nudillos magullados e hinchados.

—Vete a dormir, Héctor. Es muy tarde —ordenó Darío, furioso, mientras se lavaba. Se quejó entre dientes cuando el agua fría le tocó la mano golpeada.

Héctor asintió con la cabeza, se dio media vuelta y se encaminó hacia su habitación. Cuando su hermano mayor tenía esa mirada significaba que estaba a punto de estallar, y que era mejor no acercarse a él. Y Héctor apreciaba demasiado su cara como para exponerse a un puñetazo o, peor todavía, a escuchar uno de los aburridos alegatos que soltaba Darío cuando se sentía frustrado. Ya se le pasaría el cabreo antes o después.

Se detuvo en mitad del pasillo al darse cuenta de su último pensamiento. Su hermano jamás se había dado la vuelta cuando le había contado alguno de sus múltiples desengaños amorosos, nunca le había ignorado cuando llegaba borracho como una cuba y apenas podía tenerse en pie, tampoco cuando no conseguía aprender el temario de la universidad. Darío siempre estaba allí, contra viento y marea, para lo bueno y para lo malo. Y él no iba a ser menos.

Rehízo sus pasos, y entró en el baño, decidido a averiguar qué había pasado. Lo que encontró ante él hizo que se le cayera el alma al suelo.

Darío estaba sentado sobre el retrete, con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza entre las manos. Sollozando.

—Da…

Darío jadeó al sentirse descubierto, giró todo el cuerpo hasta quedar de espaldas a Héctor y levantó una mano, indicándole que se marchara.

—No me pienso ir, Da. Dime qué ha pasado. —Darío negó con la cabeza—. Tío, soy tu hermano. Estoy aquí, joder; úsame como paño de lágrimas si quieres. Incluso te dejo que me llenes de mocos —le increpó Héctor logrando que el mayor riera.

—He metido la pata hasta el fondo… Y no sé cómo ni por qué —susurró Darío.

—La pata no lo sé, pero la mano la has clavado en algo muy duro… —comentó Héctor cogiéndole por la muñeca y comenzando a curarle los nudillos. Darío aún no se había girado, pero al menos le estaba hablando.

—He golpeado un árbol.

—Ah, vaya, ¿qué te hizo el pobre? ¿Se plantó en tu camino impidiéndote pasar? —bromeó Héctor—. Y la cara… Qué te ha pasado en el labio. ¿También el árbol?

—No. Ariel se enfadó conmigo —dijo a modo de explicación.

—Da, ¿qué ha pasado? —preguntó posando las manos sobre los hombros de su hermano y obligándole a mirarle.

Darío fue consciente en ese momento del aspecto que presentaba, desnudo de cintura para arriba, con el labio partido, los nudillos ensangrentados y el pelo revuelto.

—Le dije que no era femenina. —Al ver que su hermano le recorría con la mirada, se apresuró a explicarse.

El amanecer encontró a dos hombres jóvenes sentados en el sofá de una humilde casa. Uno de ellos hablaba sin cesar, abriendo su corazón sin reservas a su hermano menor, permitiéndose exponer ante otra persona todos sus miedos y dudas, apoyándose por primera vez en su vida en el hombro de alguien.

Los rayos solares de ese mismo amanecer entraron sigilosos en un cochambroso garaje del centro de Madrid. Allí encontraron a una muchacha solitaria, abrazada a un ajado osito de peluche como si fuera su tabla de salvación. Estaba sentada con las piernas encogidas sobre el asiento del copiloto de un antiguo y brillante coche cuyo motor estaba fragmentado sobre los asientos traseros. Tan fragmentado como los pensamientos y sentimientos de su joven dueña.

—He sido una idiota, Chocolate. Mamá siempre dice que cada persona tiene su lugar en el mundo, y yo he querido ocupar el que no me corresponde —confesó besando la naricilla de su adorado osito—. Papá me advirtió mil veces que cada uno es como es, y que de nada sirve fingir ser otra persona… y yo, como siempre, no lo he escuchado. He intentado ser alguien distinto y mira lo que ha pasado. De nada sirve quejarse —afirmó sintiendo la mirada enfadada del osito sobre ella—. Acuérdate de lo que decía papá cuando mamá se empeñaba en vestirme como a una princesita: «aunque la mona se vista de seda, mona se queda». Mírame, Chocolate, vestida de chica, con estos estúpidos pantalones ajustados y la ridícula camisa a modo de vestido —susurró comenzando a llorar de nuevo.

El osito frunció el ceño y recordó las ocasiones en que Arturo había dicho esa frase a su hija. No lo había hecho con mala intención, sino sonriendo divertido a la vez que advertía a su mujer que su niña era preciosa tal cual era, sin necesidad de adornos innecesarios. Arturo y María adoraban a su pequeña, no les gustaría nada enterarse de que estaba sufriendo. Chocolate pensó, no por primera vez, cómo podría un osito viejo como él hacerles saber que su hija les necesitaba, que era imprescindible que acudieran para abrazarla y besarla. Para recordarle una y mil veces lo mucho que la querían y lo orgullosos que se sentían de ella. Pero… Él era solo un trozo de felpa marrón relleno de lana vieja, un simple peluche… y los peluches no sentían, ¿verdad?

—No necesitamos a nadie, ¿verdad, Chocolate? —preguntó Ariel a su más antiguo y querido amigo—. Nunca lo hemos necesitado. Estamos muy bien solos —afirmó sorbiendo por la nariz y limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano—. No pienso volver a verle. Ni de coña. Cada cual tiene su lugar en el mundo y yo tengo muy claro cuál es el mío.