23
¿Le importa si me acuesto un ratito con usted?
Somos amigos, eso es todo.
Porque somos amigos, ¿no?
Desayuno con diamantes
«No ha salido exactamente como tenía previsto», pensó Darío. Estaba tumbado en el suelo del tatami, con Ariel sentada alegremente sobre su espalda mientras le retorcía un brazo en un kata improvisado y lleno de trampas. Podría quitársela de encima sin mucho problema, al fin y al cabo su masa muscular sobrepasaba con creces la de la muchacha, pero, si lo hacía, la sirenita continuaría atacándole hasta que él se rindiera o la inmovilizara. Y eso era lo complicado. No pensaba rendirse, su orgullo se lo impedía, pero tampoco podía inmovilizarla, porque, para eso, debía usar su cuerpo, pegarlo al de ella, y entonces ella notaría su tremenda erección, se pondría alerta, y saldría corriendo como una gacela asustada tal y como venía haciendo cada vez que él intentaba ir más allá de un beso.
No.
Nada había salido como pensaba.
Estaba más frustrado que nunca, le ardían los testículos con un dolor seco que no era capaz de obviar, y tenía la polla tan dura que podría hacer taladros con ella en una pared de hormigón. Llevaba una hora haciendo katas con Ariel o, más bien, él hacía katas y ella hacía trampas. Debía reconocer que al principio se había divertido de lo lindo, pero entonces el roce de piel con piel comenzó a ser más frecuente. Ella intentaba inmovilizarle una y otra vez sentándose sobre él. Sobre su estómago. Sobre su ingle. Sobre sus muslos… Había dejado de ser divertido para tornarse erótico. Y ya no podía soportarlo más. Estaba a punto de tumbarla de espaldas en el tatami, ponerse sobre ella y besarla hasta que perdiera el sentido, costara lo que costara. Se giró bruscamente, con la intención de derribarla y hacer exactamente lo que estaba pensando, cuando ella se puso en pie, profirió un sonoro «¡mierda!» y salió disparada hacia la salida, parándose antes un segundo, para ponerse las deportivas, recoger su abrigo, la mochila y el maletín.
—¡Miércoles! —exclamó Darío a nadie en particular—. ¿Qué narices he hecho para que salga corriendo?
—Ni idea. La verdad es que lo estabas llevando muy bien —comentó Elías a su espalda—, yo en tu lugar ya hubiera tumbado a Sandra en el tatami y le habría enseñado un par de movimientos —explicó arqueando un par de veces las cejas—. Lo mismo se ha sentido decepcionada por tu templanza y por eso se ha largado.
—No digas tonterías, Elías. Ariel ha mirado el reloj, ni más ni menos —replicó Sandra.
Darío no se molestó en poner a su amigo en su sitio, de hecho ni siquiera alcanzó a oír el comentario de Sandra. En el momento en que Ariel abría la puerta del gimnasio él ya estaba corriendo hacia los vestuarios para recoger sus cosas. Cuando ella bajó como un rayo las escaleras, él estaba saltando la barandilla y acortando distancias.
—¡Espera! —gritó corriendo tras ella—. ¿A qué viene tanta prisa?
—Son las doce menos cuarto —le indicó Ariel sin mirar atrás—. Si no corro, perderé el tren.
—¡Detente! —exclamó Darío al ver que se le escapaba de entre los dedos. Él era más fuerte, pero ella más ágil y rápida.
—Nos vemos el viernes que viene —se despidió Ariel sin parar su carrera.
Un deje de amargura asomó a su voz. Había pasado toda la semana soñando con volver a verle y hablar con él y, cuando por fin había llegado el día, había pasado con una rapidez pasmosa.
—¡Para un momento! —ordenó Darío haciendo un último esfuerzo y acelerando el paso más allá de sus posibilidades—. Has olvidado algo muy importante…
—¿Qué? —Ariel se detuvo por fin, intrigada ante el tono apremiante de su amigo.
Darío llegó hasta ella, la abrazó y la besó con ímpetu, demostrándole sin darle tiempo a respirar cuánto la había echado de menos esa semana.
—Has olvidado darme mi beso de despedida —declaró cuando se permitió separarse de ella.
Ariel parpadeó aturdida, con la mente perdida en las sensaciones que recorrían su cuerpo. Apoyó la cabeza en el hombro de Darío y se apretó con fuerza contra su pecho. Ella también le había echado mucho de menos. Darío bajó la cabeza de nuevo, y volvió a besarla, esta vez con lánguida suavidad, lentamente, saboreándola. Ariel apretó la camiseta del hombre entre sus puños y se alzó de puntillas para llegar mejor a sus labios.
Se separaron poco después, sin aliento y arrobados por la intensidad del momento vivido.
—Tengo que irme… Voy a perder el tren. —Ariel dio un paso atrás, recuperando la sensatez. No podía dejarse llevar por los besos de Darío, no podía ir más allá, porque entonces él descubriría que ella no era una mujer en todos los sentidos. Que su cuerpo no respondía como el de las demás mujeres.
—Ya lo has perdido —susurró Darío dando el paso que le separaba de ella—. Ven a mi casa —propuso a la desesperada.
—¿A tu casa? —Ariel entornó los ojos y apoyó las manos en las caderas—. Claro, hombre. Ahora mismo. ¿Me dejo las bragas puestas o me las voy quitando para no perder el tiempo? —Gruñó enseñando los dientes.
Darío se apresuró a inventar un motivo honorable que explicara su propuesta, no fuera a ser que la sirenita comenzara a lanzar mordiscos a diestro y siniestro contra su persona.
—No, no me has entendido. Te estoy invitando a cenar —improvisó.
—Claro, y hoy es el día de los inocentes —siseó clavándole el índice en el pecho.
Darío suspiró, asió la mano de la muchacha con la suya, pasó la que tenía libre por su estrecha cintura y le dio un beso en la frente, desarmándola.
—Quiero que vengas conmigo a casa para presentarte a mi padre —declaró, centrando su mirada en los ojos grises de su amiga.
Aunque su intención inicial no había sido esa, una vez que las palabras salieron de sus labios, se dio cuenta de que ansiaba que su padre conociera a Ariel y… opinara sobre ella. Aunque la olvidara un segundo después.
—¿Quieres presentarme a quién? —farfulló la joven, aturullada.
—A mi padre. Él es… especial. Quiero que lo conozcas y… Solo que lo conozcas, nada más. —Hizo una pausa antes de expresar en palabras sus anhelos.
Quería constatar que Ariel era como él pensaba que era: una mujer cariñosa y afable capaz de comportarse con ternura con un anciano «especial». Su padre era y sería siempre una constante en su vida y, si ella no le iba a respetar por culpa de su enfermedad, más valía descubrirlo ahora y no permitir a su corazón seguir suspirando por la muchacha.
—¿Por qué? —preguntó Ariel totalmente perdida.
Conocer al padre de su amigo era una gran responsabilidad. Era el hombre que había educado a Darío, quien le había formado en sus principios y su manera de ser. Si el anciano se parecía en algo a su hijo, sería una persona maravillosa… y ella iba hecha unos zorros. Su ropa estaba sudada después de pasar toda la tarde en el gimnasio, y eso por no hablar de que nunca vestía de manera normal, como una mujer, y, en esa ocasión, tampoco. Su pelo era ingobernable ahora que lo había dejado crecer un poco, además se le había deshecho la trencita de la nuca y el flequillo caía rebelde sobre sus ojos. Y por si fuera poco, llevaba a cuestas el maletín de Sexy y Juguetona… ¡No podía presentarse así ante el padre de Darío! ¿Qué pensaría de ella? Seguro que obligaría a su hijo a alejarse de tan mala compañía.
—Ruth está pasando todo el mes en casa del capullito de alelí de su novio y se ha llevado a Iris con ella —comenzó a explicar Darío ajeno al terror que empezaba a emanar del cuerpo de la sirenita—, y Héctor está esperando a que yo llegue para irse de marcha con sus amigos. Por tanto, no vas a tener que soportar el interrogatorio de mis hermanos; estaremos los dos solos con mi padre.
—Pero… ¿tú has visto qué pintas tengo? —inquirió Ariel asustada señalándose.
—Sí. Estás preciosa. Vamos, te prometo que voy a hacerte la cena más rica que has probado en la vida —zanjó el tema dándole un ligero beso en los labios. No quiso ahondar más, no fuera a ser que Ariel volviera a pensar que sus intenciones no eran honorables… Y no lo eran.
Héctor negó con la cabeza, irritado, al sentir abrirse la puerta de su casa. Apenas eran las doce y cuarto de la noche; si Darío llegaba tan pronto, era porque la pelirroja había vuelto a dejarle tirado frente a la Renfe. Estaba tentado de darle alguna clase de seducción al inútil de su hermano, pero claro, eso supondría exponerse a su mal genio, y bastante tenía ya con la mala leche que gastaba desde que la irascible joven no le hacía todo el caso que él quería. En fin… Cogió la camisa vaquera que pensaba ponerse esa noche y salió de su habitación dispuesto a soportar los gruñidos frustrados de Darío.
—¿Otra vez te ha dado calabazas tu sirenita, Da? —preguntó burlón desde el umbral de su cuarto.
—Yo no soy la sirenita de nadie —contestó Ariel cruzándose de brazos en mitad del recibidor.
—Te doy permiso para atizarle —susurró Darío a su chica con voz suficientemente alta para que le oyera Héctor—. Hola, hermanito —saludó guasón.
—Ah, hola… No esperaba que vinieras acompañado —acertó a decir el interpelado.
—Ya se nota —comentó Ariel recorriéndole con la mirada.
Héctor la miró sin saber bien a qué se refería. Darío por su parte carraspeó sonoramente y entornó los ojos, crispado. En ese momento, Héctor fue consciente de que no llevaba la camisa puesta, y su torso estaba expuesto a la vista de la supuesta novia de su hermano. Sonrió a Darío, rotó los hombros y se pasó la camisa de una mano a otra a la vez que aprovechaba para tensar los músculos de sus brazos y abdomen. Si de él dependía, la sirenita iba a disfrutar de una buena panorámica, pensó con una sonrisa artera. Sonrisa que desapareció de sus labios apenas un segundo después.
Ariel no estaba ni impresionada ni arrobada por la visión de su escultural torso. Para nada. Ni siquiera se había fijado en él. Tenía la cabeza girada y se mordía los labios, nerviosa. Toda su atención se centraba en la figura del anciano que había salido del comedor al oír las voces de sus hijos.
—Hola —saludó el hombre al ver que sus chicos no decían nada—, soy Ricardo, el padre de estos dos muchachos, y tú eres…
—Soy Ariel, una amiga de Darío… y de Héctor —se apresuró a añadir.
—Encantado de conocerte. Pasa al comedor, no te quedes ahí parada —la instó Ricardo—. Mis hijos tienen menos modales que una mula —comentó entre dientes mirando a sus vástagos—. ¿Quieres tomar algo? —le preguntó guiándola hasta el salón—. Darío, trae una Coca-Cola para tu amiga. Héctor, haz el favor de vestirte adecuadamente.
Los dos hermanos se miraron durante unos segundos, luego Darío irguió la espalda y se dirigió a la cocina a obedecer la orden de su padre.
—Da… —le llamó Héctor—. No te preocupes, seguro que hacen buenas migas.
Darío se encogió de hombros, entró en la cocina y preparó un par de refrescos. Cuando volvió al comedor se encontró a su padre y Ariel sentados uno al lado del otro en el sofá, y a su hermano, completamente vestido, apoyado en la pared.
—Papá ya ha cenado —le susurró Héctor. Arqueó las cejas, preguntándole en silencio si quería que se quedara, o si mejor se iba.
—Saluda a tus amigos de mi parte —le despidió Darío.
Héctor cabeceó asintiendo, cogió su cazadora, se despidió de su padre y de Ariel y salió del comedor.
—Voy a ver qué hay en la nevera para cenar —dijo Darío mirando a su sirenita. Esta se cogió las manos, nerviosa, a la vez que asentía en silencio—. Os dejo que os conozcáis tranquilamente.
Salió de la estancia y se apoyó en la pared del pasillo cerrando los ojos. Ariel sabía que su padre era incapaz de recordar nada que hubiera pasado un segundo antes. Ella sabía a qué atenerse, no se asustaría ante Ricardo. Aun así, se sentía como un miserable por dejarles a solas, pero en esos momentos no se sentía capaz de permanecer impasible ante la reacción de Ariel cuando su padre olvidara una y otra vez quién era ella. ¿Cómo reaccionaría? ¿Se enfadaría, se asustaría, o simplemente ignoraría al viejo loco sentado a su lado? Inspiró con fuerza para calmar los latidos desacompasados de su corazón. Estaba aterrorizado. Si ella no aceptaba a su padre… no quería ni pensarlo.
—Tranquilo, Da —susurró Héctor posando las manos sobre los hombros de su hermano mayor—. Todo va a ir como la seda. Cuando has ido a por los refrescos, he entrado en el comedor y Ariel miraba a papá casi con… adoración —le explicó dándole una cariñosa palmada en las mejillas—. No sé qué le habrá dicho papá, pero, sea lo que sea, se la ha ganado por completo.
—Tú siempre tan optimista —sonrió Darío—. Anda, lárgate, que tus amigas no te van a esperar eternamente.
—Tienes razón —comentó Héctor yendo hacia la salida. Asió el pomo de la puerta, se giró y centró su mirada en Darío—. Volveré tarde —advirtió—. Si la puerta de nuestra habitación está cerrada, me iré a dormir al cuarto de Ruth sin decir esta boca es mía —afirmó guiñando un ojo a su hermano.
—Lo tendré en cuenta —comprendió Darío. Alzó una mano y revolvió el pelo del pequeño de la familia—. Vamos, lárgate de una vez.
Observó cómo su hermano salía de la casa y se dirigió a la cocina, no sin antes echar un rápido vistazo al comedor. Ariel estaba de pie, cogiendo un álbum de fotos de la estantería mientras la mirada de Ricardo se dirigía al televisor y un segundo después regresaba a la muchacha, tornándose dubitativa al intentar recordar, sin conseguirlo, quién era esa chica y qué hacía en su casa.
—¿Este es el que me decía? —preguntó ella.
—¿Perdón? —respondió Ricardo confuso.
Ariel se lamió los labios, caviló durante un segundo y luego esbozó la más preciosa de sus sonrisas.
—Oh, espero que no se tome a mal mi descaro, es que Darío, mi amigo —especificó Ariel—, me ha hablado tanto de su familia que al entrar y ver el álbum de fotos no he podido resistir la tentación de cogerlo, y no me he dado cuenta de que estaba usted aquí —explicó, resolviendo con una sola frase todas las dudas de Ricardo.
—¡Vaya! Pues es increíble, porque fíjate que están todos descolocados en la librería, y has ido a coger el de cuando eran pequeños —respondió el anciano feliz—. Siéntate a mi lado, y te lo voy enseñando.
—¡Genial! —exclamó Ariel, acomodándose al lado del anciano.
Darío observó fascinado cómo Ariel y su padre procedían a revisar una a una las fotos de cuando era un niño. Se le hizo un nudo en la garganta al ver sus cabezas juntas, al escuchar sus risas, y al comprobar cómo Ariel respondía, con pericia, cariño e inteligencia, a las miradas extrañadas de Ricardo cuando olvidaba quién era ella y qué hacía en su casa.
Bajó los párpados e inspiró profundamente, aturdido al comprobar que las lágrimas habían acudido a sus ojos sin que pudiera hacer nada por evitarlo. Podía contar con los dedos de las manos las personas que mantenían una conversación con su padre sin aturullarse, aburrirse o incomodarse, y aún eran menos las que se molestaban en estar pendientes de sus miradas y responder a sus preguntas antes de que las hiciera. Sus hermanos, Iris, Marcos, la madre de este y Ariel.
Se pasó las manos por el abdomen para intentar relajar las mariposas que golpeaban las paredes de su estómago y continuó su camino hacia la cocina. Si seguía entreteniéndose, no cenarían nunca.
Cuando Darío entró en el comedor con una bandeja entre las manos, a Ariel se le hizo la boca agua. Tras un cuarto de hora deleitándose con los olores que salían de la cocina, comprobar con sus propios ojos lo que había cocinado su amigo, casi la hizo entrar en shock.
Darío depositó su preciada carga sobre la mesita de centro del comedor y esperó a que Ariel fuera capaz de hablar, aunque su mirada extasiada le había dejado bien claro que aprobaba todos y cada uno de los platos que había preparado.
—Hijo, ¿no pretenderás dejar la comida así, verdad? —preguntó Ricardo muy ofendido.
—Eh… Bueno… —farfulló Darío sin saber qué decir.
—Pues claro que no. ¡Qué cosas tiene, Ricardo! —Acudió Ariel en su ayuda—. Darío, mi amigo, me dijo que pusiera el mantel, pero, uf, se me olvidó por completo —explicó levantándose del sillón—. ¿Dónde guarda los manteles?
Ricardo observó a la chica pelirroja y entornó los ojos, pensativo. Un segundo después sonrió y le indicó el primer cajón del mueble.
Darío dejó de contener la respiración al ver que su padre, aunque no reconocía, ni reconocería nunca a Ariel, aceptaba en lo profundo de su subconsciente su presencia.
Ricardo no podía crear recuerdos, todo lo que vivía era borrado de su cerebro un segundo después. Pero su subconsciente sí podía almacenar sentimientos, percepciones y emociones. Y aunque nunca supiera quién era la chica pelirroja, sí sabría que era alguien en quien podía confiar y, por tanto, no se mostraría suspicaz ante ella. Le permitiría una cercanía, que, aunque desconocida, sería entrañable, tal y como hacía con su nieta Iris, con Marcos y con los amigos de la residencia de día a la que acudía.
Ariel estiró el mantel sobre la mesa de centro y esperó a que Darío dejara la bandeja. Se mordió los labios al ver lo que había preparado su amigo: pan tostado con jamón serrano y tomate, tostaditas de queso manchego y pimiento rojo de lata, lacón con limón, un trozo de tortilla de patatas que había sobrado de la comida, y solomillitos de cerdo con salsa a la pimienta, de sobre, por supuesto. La sapiencia culinaria de Darío no daba para más, comentó entre risas Ricardo. Unos manjares tan apetecibles que Ariel casi olvidó sus modales y se lanzó sobre ellos en menos que canta un gallo.
Padre e hijo observaron complacidos a la muchacha; si sus «hum» y sus «ahhh» no fueran suficientes para indicarles que le gustaba la comida, sus ojos cerrados cuando saboreaba cada alimento sí eran indicativo de cuánto estaba disfrutando.
En el momento en que se terminó la última miga de la bandeja y comenzó a chuparse los dedos, Ariel fue consciente de que se lo había zampado todo sin dejar nada para nadie. Un inclemente rubor ascendió por su rostro a la vez que miraba a los dos hombres avergonzada. ¡Menuda tragona estaba hecha! Se mordió los labios, compungida, y buscó una excusa para su glotonería. No quería que Ricardo pensara mal de ella, aunque lo olvidara un segundo después. Cada instante contaba en la vida, y ella no quería decepcionar al afable anciano.
—¡Así me gustan las muchachas! Con buen apetito. Tu hermana debería aprender de… —Hizo una pausa Ricardo intentando recordar quién era la pelirroja.
—De mi amiga Ariel —explicó Darío con una mueca. Su hermana nunca había comido demasiado, pero, si su padre pudiera recordarla cómo era ahora mismo, se indignaría al verla tan extremadamente delgada.
—Encantado de conocerte, Ariel —saludó Ricardo—. ¿Te ha enseñado el ceporro de mi hijo la casa? —preguntó, habiendo olvidado ya que la muchacha llevaba por lo menos una hora allí.
—No.
—Estos muchachos de hoy en día tienen los modales en los pies. Ven, ven, que te la enseño yo. Darío, haz el favor de recoger la mesa. No quiero ni imaginar qué pensará tu amiga de nosotros, con todo sin recoger a estas horas de… —comentó mirando por la ventana— la noche.
El pequeño piso le recordó a Ariel la casa en la que había vivido con sus padres. La entrada daba a un largo pasillo con seis puertas correlativas en uno de los lados. La primera puerta correspondía a la habitación de Darío y Héctor y en ella reinaba un cierto desorden. Estaba ocupada por dos camas de noventa centímetros, una mesilla entre ambas, y un armario empotrado en la pared libre. Sobre una de las camas, los pantalones y camisas de hombre impedían ver el color del edredón. Ariel supuso que era la de Héctor al oír renegar a Ricardo de su hijo menor. Sonrió. Su padre también se enfurruñaba con ella por el desorden de su cuarto. La siguiente puerta correspondía al comedor; no era lo que se dice grande, pero sí era muy acogedor. Constaba de dos sillones, uno de tres plazas y otro de una, orejero; una mesita baja frente a ellos, y un mueble de cerezo que ocupaba toda una pared. El mueble tenía cada una de sus estanterías ocupada por libros y fotografías de la familia, y en las paredes colgaban retratos de los hermanos, los padres y una preciosa niña de pelo negro y ojos claros, que supuso que sería Iris. La siguiente estancia era la cocina, tan diminuta que apenas cabían dos personas en ella. Después el cuarto de baño, más minúsculo aún que la cocina. Una ducha, un lavabo, un váter y un bidé… y dando gracias. La penúltima puerta daba a una coqueta alcoba con una litera y pósteres infantiles colgados en las paredes: la de Ruth e Iris, supuso. Y la última era la habitación de matrimonio. Era la más grande de toda la casa, y también la más sencilla. El aparador, la cama de matrimonio y las dos mesillas a juego en tonos pastel, un gran armario de espejos y un pequeño portarretratos de una mujer muy parecida a Héctor sobre la coqueta.
—Te presento a mi esposa —comentó Ricardo cogiendo el retrato—. Héctor es su viva imagen. Era la mujer más hermosa del mundo, tanto por fuera como por dentro.
—Es muy guapa —coincidió Ariel.
Ricardo se giró ante el sonido de la voz femenina y miró a la muchacha con curiosidad. Ariel le sonrió. Durante la visita guiada a la casa, el anciano había olvidado varias veces quién era ella y qué estaba haciendo él.
—Le estoy muy agradecida por haberme enseñado su hogar mientras Darío, mi amigo, está ocupado recogiendo la cocina.
—Ah, sí. Darío es un buen muchacho, ¿te he contado ya que me ayuda en la zapatería? Siempre le ha gustado trabajar, así que ahora en verano, como no hay clases, se viene conmigo y me echa una mano. Es un chaval estupendo —dijo Ricardo, pasando un brazo por los hombros de Ariel y guiándola hacia el comedor.
Ariel se dejó arropar por el delgado cuerpo del anciano, y caminó a su lado mirándole con cariño. Su propio padre también adoraba a su madre y aprovechaba cualquier oportunidad para gritar a los cuatro vientos lo hermosa y buena que era. Lo único que diferenciaba a ambos progenitores era que papá ya no vivía con ella, y que Ricardo, aunque estaba con sus hijos, no podía recordar sus vidas.
Darío le había contado que su padre perdió la memoria un verano hacía ya varios años, y que, desde entonces, vivía en ese estío eterno, ya que no recordaba el paso del tiempo ni el cambio de estaciones, ni mucho menos que sus hijos habían continuado creciendo. Ni siquiera sabía que el retrato de la niña en el comedor correspondía a su única nieta.
Darío salió de la cocina y se encontró frente a una estampa que le hizo encoger el corazón. Su padre abrazando a su chica, y esta permitiéndoselo sin poner mala cara o soltar sapos y culebras por la boca. Parpadeó sorprendido. ¿Quién era esa mujer y dónde estaba Ariel? Era la primera vez que la veía dejarse tocar por alguien que no fuera él mismo, sin tirarle al suelo, retorcerle el brazo o poner mal gesto. Su cara mostraba a todo aquel que la viera que se sentía arropada, cómoda… Miraba con tanto cariño al anciano que Darío no daba crédito a sus ojos.
—¿Qué haces en la cocina, hijo? —preguntó Ricardo soltando a Ariel y mirando extrañado a Darío.
—Dar un último repaso a los platos, papá. Se ha hecho muy tarde, ¿no tienes sueño?
—Mmm, sí, ahora que lo dices, estoy algo cansado. Creo que ya es hora de que nos vayamos a la cama.
Ariel vio cómo Darío abrazaba a su padre y lo llevaba hasta la habitación. Decidió ir al comedor para no interrumpir la familiar escena; al fin y al cabo, aunque había disfrutado enormemente hablando con Ricardo, ella no era nada para él, y no tenía derecho a acompañarle a la cama y darle un beso de buenas noches, aunque lo deseara con toda su alma.
Cuando Darío regresó al salón encontró a Ariel de pie, mirando por el cristal de la terraza.
—Son casi las dos de la mañana, hora de largarse —comentó chasqueando los dedos para a continuación pasar las palmas de las manos por encima de sus pantalones de deporte.
—¿Qué prisa tienes? —preguntó Darío aproximándose hasta quedar frente a ella.
—Ninguna, pero ya es tarde, tu padre se ha acostado, y tú tendrás sueño —respondió mirando a todas partes menos al hombre que estaba a un suspiro de distancia.
—En absoluto, estoy más despierto que nunca. —Darío dio el paso que le separaba de la muchacha y le cogió las manos. Su pulgar comenzó a trazar círculos sobre sus nudillos, haciendo que Ariel diera un respingo—. Incluso me atrevería a decir que esta noche me va a ser imposible dormir —susurró en su oído antes de besarle el cuello.
—Siempre puedes ver la tele —replicó Ariel dando un paso atrás, temiendo caer bajo las redes que tan hábilmente tejía el hombre.
—No digas tonterías —rechazó Darío tirando de sus manos, obligándola a abrazarle por la cintura.
Ariel observó, casi a cámara lenta, cómo la cabeza de su amigo descendía, en un aviso irrefutable de lo que iba a pasar a continuación. Su única reacción fue alzar el rostro y entornar los párpados, expectante ante el futuro roce.
Darío posó sus labios sobre los de la muchacha, los acarició con la lengua hasta que ella los separó y a continuación se hundió en la dulce profundidad de su boca. Saboreó la miel de su paladar, bebió sus suspiros, y se dejó llevar por las húmedas caricias que ella le regalaba.
Ariel fue consciente de que Darío la guiaba sutilmente hasta el sillón orejero, pero no le importó; disfrutaba demasiado de su contacto. Se percató del momento en que él se sentó y la acomodó sobre su regazo, pero no intentó impedirlo; se sentía femenina y especial acoplada en sus muslos. Mimada por sus manos y acurrucada sobre su duro cuerpo.
Darío respiró de nuevo al ver que ella no se oponía a sentarse sobre sus piernas. Se recordó una y mil veces que debía ser cuidadoso y no dejarse llevar por el impulso que le acuciaba a tumbarla sobre el suelo y hacerle el amor hasta gritar. Sabía, sin lugar a dudas, que debía ir poco a poco, o Ariel se asustaría y desaparecería como la Cenicienta del cuento. Su sirenita, tan independiente y resuelta, se estremecía ante cada una de sus caricias y suspiraba con cada uno de sus roces, como si fuera inocente ante la intimidad entre dos personas, como si la unión, ya no solo sexual, sino cariñosa de dos cuerpos fuera algo ajeno a ella.
Ariel sintió los dedos de Darío recorriendo su estómago, internándose con sutileza bajo la camiseta y acariciando en círculos su vientre desnudo. Se tensó ante ese primer roce de piel con piel, pero, al ver que él no intentaba ir más allá de su ombligo, se relajó y decidió investigar por su cuenta. Posó sus manos sobre el pecho de su amigo, lo recorrió con lentitud, aprendiendo cada hendidura y cada saliente de sus abdominales, y, cuando encontró el final de la tela que lo cubría, ni siquiera pensó en lo que estaba haciendo. Coló las manos por debajo de la camiseta e inició el recorrido por su piel sin la molesta prenda.
Darío jadeó asombrado al sentir las caricias de Ariel. Cada uno de sus músculos se tensaron, y su respiración se volvió agitada. Ni en sus mejores sueños había imaginado que ella haría eso. Gimió al sentirla juguetear con sus tetillas y, cuando pasó una uña sobre ellas, se olvidó de cualquier precaución autoimpuesta. Su mano voló hacia arriba hasta tocar el sujetador, y siguió subiendo hasta que encontró el comienzo de las copas y sus nudillos acariciaron la sedosa piel que había bajo ellas. Ariel tensó la espalda e intentó alejarse de él. Darío colocó la mano libre en la delicada nuca de la mujer, enrolló la fina coletilla pelirroja en su puño, obligó a su hada a acercarse a su rostro y la besó con toda la pasión que sentía.
Ariel se estremeció ante los desafiantes movimientos de la lengua que penetraba su boca, se acopló a ellos, los rebatió exaltada, y olvidó la astuta mano que acariciaba su pecho. O al menos lo intentó. Cuando las yemas callosas de Darío se posaron sobre un pezón, una corriente eléctrica recorrió todo su cuerpo desembocando en un punto exacto entre sus piernas. Las juntó con fuerza buscando alivio y comprobó aturullada que su sexo se humedecía sin que ella pudiera evitarlo. Empujó con sus manos el pecho del hombre, intentando con ahínco alejarse de él.
—Chis, tranquila —susurró Darío dejando resbalar la mano que le causaba tal desasosiego hasta su tirante abdomen.
Comprobó que su sirenita se relajaba poco a poco bajo su tacto y continuó dibujando corazones sobre el tierno estómago, esperando el momento en que ella bajara las defensas y se dejara llevar por sus caricias.
Ninguno de los dos fue consciente del paso del tiempo. Estaban centrados en sentir cada roce, en respirar cada suspiro, en vibrar con cada estremecimiento. Las murallas fueron resquebrajándose, los dedos masculinos ascendieron una y otra vez hasta los suaves pechos, inaccesibles al desaliento, las manos de ambos se colaron tímidamente bajo las prendas que ocultaban la pasión de los amantes.
Darío estuvo a punto de gritar cuando sintió el indeciso toque de Ariel sobre la cinturilla de sus pantalones deportivos. Respiró profundamente, intentando tranquilizarse, y se atrevió a deslizar de nuevo sus caricias hasta los pechos de la muchacha. Tocó el cielo cuando ella le consintió acariciar las cimas rosadas de sus pezones. Jugó con ellas hasta endurecerlas y aprendió con las yemas su tacto rugoso. Olvidó hasta su nombre al advertir que ella jugaba con los cordones que colgaban de la cinturilla de su pantalón y dejó de lado toda mesura al sentir un asustadizo dedo colándose bajo la tela, sobre el algodón de su bóxer. Desplazó con rapidez una de sus manos hasta la de Ariel, la envolvió entre sus dedos, y la obligó a posarse por encima de la tela, sobre su polla erecta.
Ariel intentó alejarse de esa cosa dura y tersa que le quemaba la palma como si fuera fuego, pero Darío se lo impidió. La sujetó implacable y la obligó a moverse arriba y abajo a lo largo del enorme pene sin dejar de susurrar palabras ininteligibles en su oído. Le acariciaba la nuca con sus hábiles dedos a la vez que mordía y succionaba el lóbulo de su oreja, haciéndola estremecer de placer con cada aliento, con cada roce.
Darío intentó controlar el temblor de su cuerpo, normalizar su respiración y templar el fuego que recorría sus venas. Lo consiguió con un gran esfuerzo, estaba al borde del precipicio, y le asustaba terriblemente la reacción de Ariel si él explotaba antes de que ella se acostumbrara a tocar y ser tocada. Por otro lado, estaba convencido de que, si no se controlaba y se corría sobre la mano de su sirenita, esta le consideraría un egoísta por no haberle proporcionado el mismo placer. Y eso era lo último que deseaba; bastante le costaba llegar a ella como para meter la pata haciéndole pensar que era un aprovechado que solo pensaba en sí mismo.
Cuando notó que Ariel continuaba acariciándole la verga sin que él la instara a ello, la dejó hacer a su antojo y volvió a colocar la mano sobre el espacio mágico, voluptuoso y sensual que ocultaba la sencilla camiseta gris de tirantes de su sirenita.
Ariel estaba perdida en un mundo de sensaciones. Los labios masculinos besaban, mordisqueaban y succionaban los suyos, entumeciéndolos de gozo. La mano posada sobre su nuca le hacía vibrar con deleite. Los dedos que acariciaban y pellizcaban sus pezones la estremecían de placer. Estaba encandilada con el poder y vigor del rígido pene que intentaba escapar de los confines del bóxer. Todo su cuerpo temblaba anticipando algo… Algo que estaba segura no iba a ocurrir, pero no se veía capaz de parar al hombre que le transmitía tal cúmulo de sensaciones. Quizá con él fuera diferente. Quizá con él fuera la mujer que debería ser. Quizá con él pudiera…
Héctor se quitó los zapatos en el descansillo de la escalera y, con ellos en la mano, sacó la llave del bolsillo de su cazadora, la metió con cuidado en la cerradura, y la giró. Entró con sigilo en casa y desvió la mirada hacia la puerta de la habitación que compartía con su hermano. Estaba abierta. Se asomó y comprobó que la cama estaba vacía. Echó un vistazo al pasillo y frunció el ceño al ver la luz del comedor encendida y oír los susurros de la tele.
Su querido hermano mayor no solo había vuelto a cagarla, sino que encima le estaba esperando, dormido en el sillón, como de costumbre. ¿Cuándo aprendería Da que él no necesitaba niñera, y que más le valía ocuparse de cazar a su escurridiza sirenita?
«Te vas a enterar», pensó para sus adentros. Una sonrisa taimada se dibujó en sus labios.
—¡Sorpresa! —gritó dando un salto que le colocó en el umbral del comedor.
La sorpresa la recibió él.
Darío y su chica se estaban dando el lote, y menudo lote, en el sillón orejero. Ella estaba en el regazo de su hermano, con una de sus manos oculta bajo los pantalones del chándal, mientras que la de Darío se internaba bajo la camiseta de la sirenita. Entre ellos no pasaba ni el aire de lo pegados que estaban.
—¡Joder! —chilló Ariel asustada, sacando la mano de donde la tenía y saltando en un giro imposible hasta quedar acuclillada en posición de defensa en el suelo.
—¡Mierda! —Darío se levantó de un salto al ver a su hermano.
—Lo siento —susurró avergonzado Héctor ante la colosal metedura de pata.
—Tengo que… irme. Es… es supertarde… —balbució Ariel, sofocada. Cogió el abrigo, la mochila y el maletín y se dirigió veloz hacia la puerta de entrada, no sin antes empujar a Héctor en sus prisas por escapar.
—¡Espera! —la llamó Darío, sin obtener ningún resultado.
—Da… No tenía ni idea de… —musitó Héctor.
—¡Cállate! —bramó Darío pasando al lado de su hermano, corriendo tras Ariel.
Al llegar al descansillo comprobó enfadado que Ariel bajaba por el ascensor y no se lo pensó dos veces, se lanzó por las escaleras a velocidad vertiginosa y logró alcanzar a la muchacha cuando esta ya desaparecía por la esquina del bloque.
—¡Espera! —gritó.
Ella detuvo su loca carrera, se giró y le miró sin saber qué decir.
—No te preocupes por el imbécil de mi hermano; en cuanto suba lo mataré lentamente y, si quieres, te permito que le pegues hasta cansarte, pero, eso sí, yo me ocupo del golpe de gracia —declaró Darío haciendo que las comisuras de los labios de Ariel se levantaran en una tímida sonrisa.
—No te tires el rollo, serías incapaz de ponerle un dedo encima —bromeó ella azorada.
—¿Te apuestas algo? —preguntó Darío llegando hasta Ariel y abrazándola—. No te preocupes por lo que ha pasado —susurró besándola en la frente—. Héctor pedirá disculpas de rodillas.
—No tiene por qué —afirmó Ariel dando un paso atrás y separándose de él—. Es su casa, su comedor, su sillón… Yo no debería haber estado ahí.
—No te equivoques —replicó Darío—. También es mi casa.
—Es la casa de tu padre… ¡Joder! ¡Podía habernos pillado morreándonos! —exclamó dirigiéndose hacia la parada del autobús.
—Mi padre duerme como un lirón —aseveró Darío acompañándola—. Vamos, vuelve conmigo. No irás a permitir que Héctor se vaya de rositas, ¿verdad? Tenemos que darle un escarmiento —bromeó, intentando disimular el enfado que le corroía por dentro—. Te cedo la primera patada.
—No, es muy tarde, me largo.
Darío frunció el ceño y metió las manos en los bolsillos del pantalón, no se le ocurría nada que hiciera cambiar de opinión a la testaruda pelirroja. Miró alrededor buscando inspiración y siseó un exabrupto al ver acercarse el búho.
—No tienes por qué irte tan pronto —afirmó asiéndola por los hombros.
—Es supertarde —refutó Ariel zafándose de su agarre—. Lulú me va a matar —dijo sin pensarlo dos veces al ver acercarse el autobús.
—¿Lulú?
—Mi jefa. El tipo con el que comparto mi cuarto.
—¿Tu jefa? ¿El tipo? ¿Qué es, hombre o mujer? —preguntó Darío asiéndola de nuevo por los hombros, y entornando los ojos ante el súbito ataque de celos que se instaló en su estómago.
—Sí. No. ¡Qué más da! —Ariel dio un tirón al ver que se abrían las puertas del transporte público, se escapó de sus cálidas manos y subió al búho.
Darío subió tras ella. El conductor le pidió el billete, o el dinero para pagarlo en caso de no tener el abono de transporte. Darío miró a Ariel suplicante. No tenía billete ni dinero. Había salido de casa con lo puesto.
Ariel se encogió de hombros, le dio un tímido beso en los labios y se despidió.
El conductor le miró con cara de pocos amigos y a Darío no le quedó más remedio que darse por vencido. Observó con los puños apretados cómo su hada se escapaba sin que él pudiera hacer nada por evitarlo.
Cuando entró en su casa, Héctor le estaba esperando de pie en la entrada.
—Lo siento, Da. No tenía ni idea… Cómo iba a imaginar… Habíamos quedado en que te meterías en el cuarto y cerrarías la puerta —intentó disculparse el muchacho.
—Héctor… Déjame en paz —siseó Darío entrando en la habitación que compartían.
El portazo que dio se escuchó en todo el bloque.
Ricardo se despertó asustado; Héctor consiguió tranquilizarle y, acto seguido, se metió en el cuarto de su hermana y se preparó para pasar una amarga noche llena de remordimientos.