13
Si lo que quieres es vivir cien años
vacúnate contra el azar
deja pasar la tentación
dile a esa chica que no llame más
y si protesta el corazón, en la farmacia puedes preguntar:
¿tiene pastillas para no soñar?
JOAQUÍN SABINA, Pastillas para no soñar
—Canela —susurró.
Canela, a eso olía Ariel, pensó Darío acercándose a ella mientras paseaban por el silencioso y solitario parque. Era una cálida noche de verano; la luna, redonda e inmensa en el cielo despejado, iluminaba con suavidad su cuerpo desnudo, convirtiendo su piel en nácar vivo y sedoso.
Canela con un toque de… Se le escapaba. Algo dulce y excitante a la vez. Cerró los ojos concentrado, intentando dar con el elemento que faltaba, pero fue incapaz. Cuando volvió a abrirlos la muchacha se había sentado en un banco, de lado, de igual manera que esa misma tarde, una pierna en cada lado del asiento, la espalda echada hacia atrás y los codos apoyados en el reposabrazos.
Él sonrió y se sentó de la misma manera. Frente a ella.
Ariel se descalzó, mirándolo maliciosamente, y posó con exasperante lentitud su pie desnudo sobre el muslo masculino. Darío lo cogió con cuidado, temiendo hacerle daño, pero las heridas habían desaparecido por arte de magia. En su mano tenía una obra de arte de la genética; un pie fino y delicado, níveo y sutil. Lo recorrió lentamente con las yemas de los dedos, acariciándolo desde el empeine hasta el tobillo y más allá.
Recorrió con la mirada sus formas etéreas. Sus pálidas y perfectas piernas en contraste con la madera áspera y oscura del banco. Su cara de hada, infantil y pícara, sus brazos delgados y bien definidos. Anhelaba con toda su alma poder ver y tocar sus pechos pequeños, su vientre liso y acogedor y su pubis de rizos rojizos, pero las sombras de la noche se lo impedían. No podía entenderlo. La luna iluminaba todo su cuerpo menos aquello que él más deseaba observar. ¿Por qué?
Ariel rio cuando los dedos morenos subieron por su pantorrilla, dio una pequeña patada apartándolos y posó su pie sobre el torso masculino. Otra vez. Pero en esta ocasión no presionó para alejarlo, sino que le recorrió sensualmente el pecho, le acarició las sensibles tetillas y siguió bajando hasta llegar al ombligo. Piel con piel.
Darío pensó, en un arrebato de claridad mental, que era extraño que estuvieran allí, en el parque, en verano, ella desnuda, él sin camisa… Pero luego sintió la caricia descender sobre su piel hacia su entrepierna y el raciocinio se escapó junto a la cordura.
El pie bajó lentamente sobre la abultada cremallera del pantalón hasta que la planta quedó posada sobre el pene erecto, separada de él por la tela vaquera. Tentó y apretó con cuidado, fluyó sobre toda su longitud en un roce cadencioso que consiguió volverle loco de deseo.
Él gimió y ella paró. Se apartó lentamente y comenzó el recorrido inverso, subió por su abdomen, se deslizó por su pecho y jugueteó de nuevo con los pezones cubiertos de vello oscuro y rizado.
No lo aguantó más. La aferró del tobillo y lo subió hasta sus labios, lamió cada milímetro de piel y mordisqueó con cuidado el empeine. Inhaló profundamente hasta que el aroma dulce y erótico se quedó impregnado en su cerebro.
—Miel —susurró—, estás hecha de miel y canela.
Ariel volvió a reír y su risa fue como un murmullo de cascabeles sobre el agua de un arroyo.
Fresca, musical, adorable.
Darío sonrió mientras asentía satisfecho. Había encontrado dos de los ingredientes del aroma que lo volvía loco, pero aún se le escapaba uno. Decidió saborearla un poco más, lo justo para dar con el misterio.
Deslizó sus manos por la suave pantorrilla femenina, alzándola para dejarla al alcance de sus labios. Besó cada retazo de piel. Sus manos descendieron despacio hacia el interior de los muslos de alabastro de su hada, buscando aquello que las sombras le ocultaban pérfidamente. En el momento en que las yemas de sus dedos tocaron el primer rizo rojizo, ella se apartó de golpe, o al menos lo intentó, ya que él no se lo permitió. Le agarró los tobillos y tiró hasta que la muchacha quedó sentada a horcajadas sobre su regazo, con aquellos rizos enigmáticos pegados a su pene desnudo.
—Eres mía —afirmó en voz baja.
Se echó hacia atrás hasta quedar tumbado sobre la fresca hierba de primavera. Las gotitas de rocío humedecieron y refrescaron su espalda. Finas briznas verdes y flexibles le acariciaron los muslos y le hicieron cosquillas en los testículos. El aroma a canela y miel que emanaba del cuerpo de sirena tendido sobre él inundó sus fosas nasales.
No se preguntó cómo era posible que estuvieran en primavera cuando segundos antes era pleno verano, ni por qué estaba desnudo cuando antes tenía los pantalones puestos ni mucho menos a dónde había ido a parar el banco sobre el que estaban sentados. Era imposible cuestionar nada con ella sobre él, mirándolo con sensualidad. El resto del mundo podía desaparecer en ese momento, y él no lo notaría.
Observó a la muchacha lamerse los labios y perdió por completo la noción de la realidad. Se abalanzó sobre la boca roja y carnosa y bebió de ella, sediento de degustar el sabor de su paladar.
Recorrió con sus enormes y morenas manos las delicadas costillas hasta llegar a los pequeños pechos, tan suaves como un suspiro. Alcanzó con ternura los pezones duros y erguidos y los apretó entre sus dedos. Ella gimió. Él se bebió su gemido.
Ariel se aferró a los fuertes hombros cuando él tomó entre sus labios la areola rosada, succionándola con fuerza, haciendo que el placer recorriera su estómago. Abrió sus piernas más todavía, y sintió el rígido pene acomodarse entre los labios de su vagina. Él jadeó con fuerza. Ella absorbió su jadeo entre sus labios y comenzó a moverse sobre él. El pene resbaló sobre su húmeda vulva y, con un estremecimiento, todos los músculos de su cuerpo se tensaron.
Darío creyó tocar el cielo cuando su sirenita se deslizó sobre él lentamente, permitiéndole tentar la entrada a su vagina pero sin llegar a introducirlo en su interior. Arqueó desesperado la espalda y apretó las nalgas, mientras ella continuó con sus movimientos en rítmica agonía. Cuando no pudo soportarlo más la agarró de las caderas, deteniéndola.
—Ariel —jadeó con fuerza—, me estás matando.
Acto seguido giró hasta quedar sobre ella, ansiando tener el control. Le aferró ambas muñecas con una de sus manos y se las colocó por encima de la cabeza. Ella flexionó la espalda, levantando los pechos, dejándolos a la altura de sus labios. Darío lamió con fruición los montículos gemelos, mordisqueó levemente los pezones inhiestos y endurecidos y maldijo a la noche por no permitirle deleitarse con su visión. Las estúpidas sombras seguían tapando los encantos del cuerpo femenino y él necesitaba verlos. Lo necesitaba más que respirar.
Recorrió con la mano que le quedaba libre el vientre de su hada hasta dar con los rizos que ocultaban el secreto que anhelaba descubrir. Deslizó un dedo dentro de ella y la encontró húmeda, caliente, receptiva. Preparada para acogerle… Pero aún no. Si las sombras no le permitían ver, él aprendería las formas de Ariel con las yemas de sus dedos.
Acarició con ternura el clítoris, percibiendo cómo se endurecía bajo sus mimos. La sintió vibrar bajo él, mover sus muñecas, tirar de ellas intentando soltarse.
Darío se lo permitió. Abrió sus dedos y las manos de la muchacha volaron hasta su pene endurecido, envolviéndolo. Sintió sus labios posarse en su cuello y mordisquearlo mientras sus dedos recorrían la corona de su verga, tentaban el glande y descendían lentamente hasta el saco que alojaba sus testículos.
La respiración de ambos se aceleró, los latidos de sus corazones golpearon frenéticos.
Darío sintió la sangre recorrer con fuerza sus venas creando una estela de fuego desde sus riñones hasta su escroto. Deseó que ella se quemara igual que él. Deslizó sus dedos por la resbaladiza vulva hasta encontrar la entrada a la vagina, e introdujo el índice a la vez que con el pulgar masajeaba el clítoris.
Sintió a Ariel temblar debajo de él. Abrirse a él. Gemir por él. La besó lentamente en la comisura de la boca, tentándola, hasta que ella la abrió. Deslizó su lengua dentro de ella, aprendió la forma de su paladar, recorrió la suavidad de sus dientes e inició el mismo movimiento que más abajo imponían sus dedos.
El índice entraba y salía de ella con lentitud, buscando cada punto erógeno, asimilando el lugar exacto en el que se producía cada jadeo que ella emitía.
Ariel movió las caderas acompasando sus movimientos a él. Succionó cada embate de la lengua, deleitándose en su sabor salado y masculino. Le acarició con lenta suavidad el pene erecto entre sus manos. Deslizó la piel del glande en una caricia tan etérea que casi desesperó al hombre. Recorrió con sus dedos la corona hasta encontrar la abertura de la uretra, jugueteó con las lágrimas de semen que emergían de ella. Las extendió por el glande y, a continuación, bajó suavemente hasta los testículos.
Darío jadeó, intentando llenar de aire sus pulmones, pero este se le escapaba entre gemidos. Estaba a punto de morirse de placer, ella lo sabía y jugaba con él.
—Me estás volviendo loco —susurró.
Ariel sonrió y separó sus manos de él.
—No. No pares ahora —rogó él.
Ariel lo ignoró y posó las manos sobre su fuerte torso. Darío alejó sus dedos de la vagina, castigándola con la misma tortura que ella le daba. La muchacha hizo un mohín y gruñó a la vez que le pellizcó un pezón. Darío sonrió. ¿Quería jugar? Jugarían.
Le asió una mano, la llevó hasta su pene atormentado y pegó su pubis al de la muchacha, dejando las manos de ambos entre ellos.
La obligó a recorrerlo con la palma, mientras que él, a su vez, la acariciaba con sus nudillos. Jadearon al unísono. Ella abrió sus dedos y lo envolvió con ellos. Él comenzó a bombear con fuerza.
—No me sueltes ahora —suplicó—, apriétame fuerte —ordenó—, rodéame con tus piernas —rogó.
Ariel obedeció, oprimió con sus dedos el ardiente pene, encerró entre sus piernas la cintura del hombre en una cárcel de blanca suavidad y ancló sus talones al duro trasero masculino. Darío como recompensa estimuló el clítoris con el pulgar a la vez que introdujo ávidamente en ella el índice y el corazón, moviéndolos contra las húmedas paredes de su vagina, entrando y saliendo con fuerza.
Las bocas sedientas se unieron en una algarabía de lenguas entrelazadas que se quemaban en el fuego de la pasión desenfrenada.
Estaban al límite.
Se miraron a los ojos durante un segundo eterno.
Ella negó con la cabeza, incapaz de ir más allá.
—Vibra para mí —ordenó Darío.
Ella vibró, ambos lo hicieron.
Un jadeo se abrió paso desde los pulmones de Darío hasta su garganta cuando el semen cabalgó frenético hacia la liberación. Sintió en sus dedos la humedad que manaba de Ariel, los espasmos de su vientre, la crispación de su espalda.
Un fuerte gruñido teñido de erotismo resonó en sus oídos a la vez que notaba la humedad pegajosa de su semen derramarse sobre su vientre y su mano.
Abrió los ojos sobresaltado.
Todavía era de noche, pero no estaba en el parque tumbado sobre la hierba, sino sobre su cama. No había ninguna luna iluminando el cuerpo nacarado de la muchacha, sino la luz de las farolas colándose entre los huecos de las persianas. No estaba desnudo, llevaba puesto un pijama. Ariel no le acompañaba, estaba solo… o todo lo solo que podía estar durmiendo en la misma habitación que su hermano.
Cerró los ojos desolado.
—Eso de «vibra para mí» te ha quedado muy poético. Imagino que te referías a que se corriera para ti, ¿no? —comentó una voz desde el otro lado del cuarto.
Darío abrió los ojos aterrado. De todas las noches que había soñado con Ariel, de todas las que se había despertado con una erección de caballo, esta era la primera que llegaba al orgasmo… y justo en esta ocasión tenía que estar despierto su hermano. ¡Perra suerte!
—¡Qué co… minos haces despierto! —increpó.
—Eh, tranqui, tío, que yo estaba durmiendo tan feliz hasta que me has despertado con tu alboroto. No hacías más que retorcerte en la cama, gemir, jadear y decir cosas sobre… canela y miel.
Héctor estaba tumbado de lado en la cama, con un codo hincado en el colchón y la cabeza apoyada en una mano. Su pelo rubio refulgía con la tenue luz que iluminaba el cuarto y su sonrisa taimada insinuaba que había oído demasiado.
—¿Has soñado con la sirenita? —preguntó a Darío.
—Duérmete.
—Estás loco si crees que me voy dormir después de esto.
—¿Esto?
—Mi hermano mayor, el serio, el circunspecto, el tipo más seco y poco original que conozco, se ha montado una juerga en sueños con una tía que hace dos semanas lo tiró al suelo y que, para más inri, ha sido la culpable de que hoy llegara tarde a cenar.
—No he llegado tarde a cenar —rebatió Darío asegurándose de estar bien tapado por las mantas.
—Sí que lo has hecho. Nos tenías a todos muertos de hambre. Pero no pasa nada, solo por oírte hablar exultante de ella durante toda la cena; te lo perdonamos.
—No he hablado de ella durante toda la cena. —Notaba el pantalón del pijama húmedo y mejor no pensar en el estado de los calzoncillos. Había sido la corrida del siglo y no precisamente orquestada por Francisco Rivera en la plaza de las Ventas, sino por su propia mano, sobre su propio pene, en su propia cama y… al lado de la de su hermano. ¡Miércoles!
—Bueno, para ser sinceros no; ha sido solo durante el primer plato y el segundo. En el postre has dejado hablar a los demás.
—No he hecho tal cosa. —Comenzó a quitarse los pantalones bajo las sábanas, con mucho cuidado de no hacer movimientos bruscos que pudieran delatarle.
—¿Qué has soñado exactamente? —preguntó Héctor de sopetón.
—No sé de qué hablas. —Los puñeteros pantalones se enredaron al bajar por las rodillas.
—De Ariel, de miel y canela, de… a ver cómo era… ah sí, «eres mía» y no nos olvidemos de «me estás matando» o, y esta es la que más me ha gustado «apriétame fuerte».
—Héctor, no imagines cosas. —Porque él no había dicho esas frases. Vale, sí las había dicho, pero en sueños. Era imposible que las dijera en voz alta. ¿O no? Enfadado, dio una fuerte patada con los pies, los pantalones del pijama quedaron ocultos bajo las sábanas a los pies de la cama.
—No disimules, Da, que no cuela.
—Duérmete —ordenó a la vez que luchaba contra los calzoncillos que se habían enrollado a la altura de los muslos.
—¿No sería más fácil que te levantaras?
—¿Para qué narices me tengo qué levantar?
—Para quitarte la ropa tranquilamente, te traes una pelea tremenda bajo las sábanas.
Darío se quedó quieto al instante. Tenía que tocarle a él, de entre todas las personas del mundo mundial, tener el hermano más tocapelotas del universo.
—Por mí no te cortes, Da. —Héctor se lo estaba pasando en grande—. Se lo asqueroso que es tener toda la ropa manchada de esperma. Si no te la quitas y te lavas, te vas a levantar todo pegajoso. En serio, no me mires así —dijo intuyendo la mirada de su hermano. La luz de la luna no iluminaba lo suficiente su rostro pero veintitrés años durmiendo y viviendo juntos lograban que la imaginación no tuviera que trabajar demasiado—. Yo me he tenido que levantar en mitad de la noche montones de veces para darme una ducha y cambiarme. Antes o después nos pasa a todos.
—¿En serio? —preguntó Darío asombrado, tenía un oído muy fino y jamás había sentido levantarse a su hermano pequeño.
—No. Solo quería consolarte.
—Vete a la mierda.
—Uy, como te oiga Ruth soltando eso por la boca.
—Héctor, cállate y duérmete de una vez.
—Ni lo sueñes. Por tu culpa me he desvelado. No se puede despertar a nadie de esa manera y esperar que no sienta una mínima e insana curiosidad.
Darío le ignoró, terminó de quitarse como pudo la ropa interior, se «limpió» un poco con ella y se colocó de lado, dándole la espalda a su hermano, con la esperanza de que entendiera la indirecta y lo dejara en paz.
—¿Dónde ha sucedido? —preguntó Héctor al aire.
Silencio.
—¿De verdad la sirenita sabía a miel y canela? Tenía que ser deliciosa.
Silencio, este un poco más incomodo que el anterior.
—¿Por qué le dijiste en el sueño que era tuya? Eso suena un poco posesivo, yo que tú no se lo diría en la vida real.
Gruñido, apenas audible, pero gruñido al fin y al cabo.
—Vamos, Da, no te hagas el dormido que no me lo trago. Creo que deberías hablar de esto. No es normal que tengas poluciones nocturnas a tu edad. Aunque, pensándolo bien, lo raro es que no las tengas.
Gruñido. Este fue muy audible, de hecho reverberó en la habitación como si de un trueno se tratara.
—¿Hace cuánto que no estás con una mujer?
Darío se colocó la almohada sobre la cabeza y la mordió con saña. Estaba tentado de asesinar a su hermano.
—En serio, hermanito, no es normal que no salgas con nadie. Al fin y al cabo tienes ciertas necesidades, como todos. Aunque debo decir que a mí estas cosas no me pasan, pero, claro, yo salgo por ahí, tengo mis rollitos. A mi cerebro no le hace falta imaginar nada y, a todo esto… ¿Soñaste con sexo oral?
—Te voy a matar. —Darío saltó de la cama, tal y como su madre lo trajo al mundo y le lanzó a Héctor la almohada a la cabeza—. O te callas o te callo.
—¡Aleluya, hermanos! —exclamó Héctor riéndose a la vez que se quitaba la almohada de encima y volvía a tumbarse—. El gigante impasible ha reaccionado.
—Cállate —gruñó Darío de pie cual dios griego con todo al aire.
—Chico, te ves imponente desde aquí abajo —comentó Héctor mirándole el gusanito—. Si te esmeraras un poco, las chicas harían cola por pasar la noche contigo —afirmó entrecomillando con los dedos la palabra «cola».
—¡No necesito acostarme con nadie! —exclamó Darío sentándose sobre la cama y tapando con las manos su arrugado y pegajoso pene.
—Permíteme que disienta. Si estuvieras bien servido en ese aspecto, no andarías follándote el colchón y despertando a tu pobre hermano.
—¡Señor! ¿Qué he hecho yo para merecer esto? ¿Qué delito he cometido? ¡¿Tan graves han sido mis pecados como para tener que sufrir este tormento?!
—No te pongas histriónico. Ves, ese es un claro síntoma de que te hace falta más marcha en tu vida. No es normal que un tío sano como tú eche un polvo de Pascuas a Ramos. —Héctor se quedó mirando a su hermano pensativo—. Porque lo haces, ¿no?
—¿Hago el qué? —preguntó Darío a punto de sucumbir al desánimo.
Esto no podía estar pasándole a él. Eran las… miró el despertador de la mesilla, las cuatro de la mañana; a las diez tenía que abrir la tienda. Necesitaba estar descansado y hasta ahora no había dormido mucho. Y no por su culpa, sino debido a su excitada imaginación, que le había hecho soñar con Ariel, con su cuerpo de ninfa, sus labios de fuego, sus pechos firmes, sus piernas esbeltas, su piel de nácar y su aroma a miel y canela… Sintió que bajo sus manos el pene volvía a endurecerse.
¡Miércoles!
—Hacer el amor.
—¿Qué? —Darío estaba perdido, completa e ineludiblemente. No tenía ni idea de sobre qué narices estaba hablando el payaso que le había tocado en suerte como hermano.
—¿No serás virgen, verdad? —Ante la mirada alucinada de su hermano mayor, Héctor decidió ampliar su razonamiento—. Me refiero a que no sales nunca por ahí. Siempre estás en la zapatería, en casa o en el gimnasio y en esos sitios no creo yo que te salgan muchos romances.
—¿Sabes qué? Tienes toda la razón —dijo Darío levantándose de la cama y obviando su semierección. Al fin y al cabo su hermanito tenía los mismos atributos, no se iba a asustar.
—Lo sabía. —Héctor asintió ante sus palabras. Se lo había planteado a menudo. Darío no podía tener vida amorosa ni sexual, con la existencia rutinaria que llevaba. ¡Era virgen! Con veintisiete años no había probado mujer… Era mocito. ¡Qué desperdicio!
—Tienes toda la razón —repitió Darío fulminándolo con la mirada por haberlo interrumpido—. Lo mejor que puedo hacer en estos momentos es darme una larga ducha, porque como siga un segundo más oyendo tus idioteces, a Dios pongo por testigo de que te agarro por el cuello hasta que te quedes sin aire con el que poder hablar. Y si durante el proceso te mato, será únicamente por tu culpa. Como no quiero ir a la cárcel, me voy —aseveró saliendo del cuarto y topándose con su hermana que estaba tras la puerta—. ¡Ruth! ¡Qué coño haces aquí! —dijo tapándose pudorosamente sus partes. Una cosa era que su hermano lo viera en bolas, otra muy distinta que lo hiciera su hermana.
—Escuché gritos y acudí preocupada a ver qué sucedía —respondió mecánicamente ella, roja como un tomate, como si tuviera la excusa ensayada de antemano—. Y no digas palabrotas en mi presencia —apuntilló al momento.
—¡No me lo puedo creer! ¡Esto es una jod… conspiración! —gritó frustrado.
—¿Mamá, qué le pasa al tío? —preguntó Iris desde la puerta de su habitación, restregándose los ojos con sus manitas—. ¿Estás malito, tío Darío? ¿Por qué estás desnudo? Mamá dice que en invierno tenemos que ponernos el pijama para no coger frío, pero, si tú no te lo pones, yo tampoco. Eso es hacer trampa, solo porque seas mayor no significa que no tengas que seguir las reglas de mamá —refunfuñó.
—Hijo, ¿pasa algo? —preguntó su padre saliendo de su cuarto—. Ruth, hija, ¿qué hacéis todos en el pasillo? ¿Le pasa algo a tu hermano? —reiteró la pregunta, olvidando por qué había salido al pasillo.
—No pasa nada, papá. Iris, vuelve a la cama. —Ruth tomó el control de la situación, llevó a su padre al cuarto de nuevo y luego se metió en su habitación con su hija.
—No me lo puedo creer —murmuró Darío a nadie en especial.
—Lo siento, tío. No pensé que se fuera a liar de esta manera.
—Ya lo sé. Tú nunca piensas. Vete a la cama.
—Vale, pero… ¿Eres virgen o no? —preguntó de nuevo. Darío se giró sin decir nada—. Vale, lo he captado. Me meteré en mis asuntos —afirmó Héctor al sentir la mirada enfurecida y febril de su hermano mayor sobre él—. La verdad, no sé por qué lo llevas tan en secreto. No pasa nada si lo eres, tiene solución —dijo entre dientes, pero lo suficientemente alto para que Darío lo oyera.
—¡Héctor! —gritó Darío alzando las manos al cielo. Las puertas de las habitaciones volvieron a abrirse y por ellas asomaron dos cabezas y una cabecita.
Darío volvió a cubrirse con rapidez y de esa guisa atravesó el pasillo y se metió en el cuarto de baño. Lo malo de vivir con la familia era que no existía ningún tipo de intimidad.
Ruth esperó hasta oír el sonido del agua caer para abandonar su cuarto. Iris estaba dormida de nuevo y tenía ciertas cosas que hablar con Héctor. Atravesó el pasillo descalza y entró en la habitación de sus hermanos sin molestarse en llamar. Si conocía bien a Héctor, este estaría despierto.
—Deja en paz a Darío —siseó en cuanto atravesó el umbral.
—Eh, yo no le he dicho nada, hermanita —contestó sentándose en la cama.
—Sí lo has hecho. Déjalo tranquilo, bastante tiene encima como para que tú le andes fastidiando.
—Yo no fastidio a nadie.
—No te das cuenta de nada —acusó—. ¿No te has parado a pensar en cómo se siente al tener que aceptar a Marcos en nuestra familia?
—Por supuesto que sé cómo se siente. Lo quiere matar —afirmó encogiéndose de hombros como si tal cosa.
—¡Héctor!
—Es la pura verdad. No se fía de él, y que Iris adore a su padre y le ignore a él le duele tanto que apenas le he visto sonreír en el último mes.
—Héctor… —susurró confundida, a veces olvidaba que su hermano pequeño tenía una rara habilidad para percibir los sentimientos que los demás querían ocultar.
—Y de repente, como caída del cielo, aparece una chica y él sonríe durante toda la noche. —Héctor volvió a tumbarse en la cama y entrecruzó las manos por detrás de la cabeza sonriendo satisfecho—. Y no es una tía cualquiera. No. Es una mujer que no se amilana ante él, que pelea sin cortarse un pelo, que hace trampas, que rompe las reglas. Una sirenita deslenguada a la que acompaña hasta bien entrada la noche, saltándose el inflexible horario por el que nuestro austero hermano rige su vida. Una pelirroja de ojos grises de la que habla sin parar —enarcó las cejas, dando a entender que, si sabían tanto de ella, era porque Darío lo había repetido mil veces durante la cena—. Una mujer que se mete en sus sueños. Y digo yo que lo mejor que puede suceder es que esos sueños se le queden bien grabados en la mente y que tenga ganas de hacerlos realidad. Y lo mejor para no olvidar los sueños es contarlos. Si de paso averiguo uno de los grandes misterios de la humanidad, eso que gano.
—¿Uno de los grandes misterios de la humanidad?
—¿Cómo puede un hombre ser virgen y no morir en el intento?
—¡Héctor! No te metas donde no te llaman.
—¿No te come a ti la curiosidad?
—No —negó rotundamente Ruth, quizá con demasiada rapidez—. Duérmete ya. Como Darío vuelva y te encuentre despierto… —Abandonó la habitación dejando la amenaza en el aire.
—¿Y perderme toda la diversión? —comentó Héctor para sí mismo—. ¡Ja!
Dobló la almohada por la mitad, la situó contra el cabecero y, recostando la espalda sobre ella, se dispuso a esperar tranquilamente a que Darío regresara de la ducha. Una ducha fría, si conocía tan bien a su hermano como creía. Darío podría ser muy discreto, pero algún jadeo que otro se le escapaba de vez en cuando, y, desde hacía quince días, se le escapaban todas las noches.
—¡Esto es increíble! —Gruñó Darío bajo la ducha—. ¿Algo más puede salir mal? —preguntó al grifo, del que solo salía agua fría.
Decidió ignorar los escalofríos que recorrían su cuerpo y se metió bajo la cascada de hielo líquido. Tampoco le iba a venir mal pasar un poco de frío, últimamente estaba un poco —demasiado— caliente. Además, a su estúpida polla le iba a costar recuperarse después de esa ducha, pensó mirando hacia su ingle, donde su pene encogido luchaba por no desaparecer entre el vello negro y rizado.
Por suerte, el calentador decidió empezar a funcionar y Darío recuperó su capacidad cerebral, junto con la autoridad sobre su mandíbula, que apenas podía dejar de castañetear.
Jamás había oído tantas estupideces juntas en una sola noche. ¿Él, virgen? Sí, claro y qué más. ¿De dónde narices se había sacado esa gilitontez su hermanito del alma? Solo porque no fuera vanagloriándose de sus conquistas no significaba que fuera un tierno e inocente chiquillo. Reconocía que posiblemente no tuviera tantas citas como Héctor, pero eso no significaba que no lo hubiera catado. Hace muchos años. En alguna que otra ocasión. Sin que fuera nada del otro mundo. ¡Miércoles! ¿A quién cominos quería engañar?
Apoyó la frente en los azulejos de la pared, buscando refrescar con ellos su cabeza entumecida, y si de paso se le enfriaban ciertas ideas no deseadas —bueno, deseadas sí, pero no a esas horas y menos con tanta gente en casa— mejor que mejor.
Entornó los ojos intentando recordar la última vez.
Los abrió de golpe.
¿Hacía tanto tiempo? ¡Imposible!
Se enjabonó el pelo, a ver si masajeándose el cuello cabelludo ponía a funcionar su memoria. La última vez que recordaba fue hacía dos o tres años, en las fiestas del barrio y ella se llamaba… ni idea.
Frunció el ceño.
Apretó los dientes.
Nada, no había modo. No recordaba ninguna ocasión posterior.
Quizá lo estaba planteando mal. Decidió evocar las últimas veces que había salido de fiesta. Seguro que en alguna de esas ocasiones había pasado algo.
Se aclaró el pelo; se enjabonó las axilas, los brazos, las piernas, el abdomen… Se colocó bajo la ducha para que el agua se llevara el jabón. Y por fin recordó.
La Nochevieja de hacía dos años. Esa fue la última vez que salió de marcha. Y no, no había sucedido nada de nada. Por tanto, su memoria no fallaba; llevaba algunos años sin catarlo. ¡Ni falta que le hacía!
Ya que estaba por la labor de recordar, se puso a ello con todo su empeño.
Esa Nochevieja Héctor le convenció de que abandonara su cálido y acogedor hogar para acudir con él a una discoteca.
Fue una de las noches más horrorosas de su vida.
La música a todo volumen le atontaba; el olor a tabaco, sudor y ozono le daba ganas de vomitar. Los potentes focos de luz, a veces parpadeantes, otras veces fijos, o enfocados sobre un solo punto de la pista, lo aturdían. La masa incontrolable de personas enfervorizadas, enardecidas y alocadas lo aturullaban. Los empujones, pisotones y codazos unidos al aliento de los borrachos que intentaban hablar con él le daban ganas de cometer un asesinato… o de pegarse un tiro para acabar con el tormento. Lo que fuera más rápido.
Recordó a su hermano. Héctor estaba en su salsa bailando en mitad de la pista, un dios rubio de ojos azules, rodeado de mujeres que se pegaban a él como si fueran lapas, mujeres, que si no le engañaba la vista, y la tenía muy afilada, metían mano a su hermano sin el menor pudor. Y no es que Darío fuera un estrecho o un anticuado, pero no podía evitar un gesto de asco al verlo. Si le tocaban la polla a Héctor con tanta facilidad… ¿A cuántos más se la habrían tocado esa misma noche? ¿En cuántos paquetes sudorosos y olorosos habrían metido las zarpas? ¿Se habrían lavado las manos después? No se tenía por tiquismiquis, pero había ciertas cosas que le superaban, y la falta de higiene era una de ellas.
Rememoró las carcajadas de Héctor cuando le contó el porqué de su mala cara en la fiesta.
—Pero, Da, mira que eres raro. Aprovecha el momento. Conoce a una chica, lígatela y pásatelo bien por un día. ¿Qué más da quién mete mano a quién? —Se rio en su cara con voz y aliento de llevar alguna que otra copa de más.
Y la cuestión era que a Darío no le daba igual. No podía enrollarse con una mujer sin conocerla antes y eso cada vez se le volvía más complicado.
En su trabajo en la zapatería, no conocía gente de su edad. Sus clientas eran mujeres encantadoras, agradables y, en su mayoría, casadas. Su relación se limitaba a los arreglos de los zapatos y, al cabo de unos días, entregarlos. Punto y final.
En el gimnasio sí había conocido gente de su edad. Pero nadie le había llamado la atención, y él había sido incapaz de llamar la atención de nadie o de casi nadie.
La única persona que se sentía atraída por él le daba grima, no se fiaba de ella y no le gustaba tenerla cerca. El resto de las chicas sin pareja de allí se le antojaban o muy infantiles o muy alejadas de su esfera de prioridades. En las que tenían pareja, por supuesto, ni se le ocurría fijarse.
Reconocía que era un tanto seco, que no hablaba mucho y que a veces, solo a veces, tenía mal genio. Le costaba comunicarse, no sabía mantener conversaciones estúpidas sobre insensateces, no le interesaban las ideas políticas ni religiosas, los deportes le apasionaban, pero no entendía la necesidad de discutir por ningún equipo ni ir de bar en bar a celebrar la victoria de nadie.
Por tanto sus opciones de conocer a alguien eran muy escasas. De hecho la única manera que se le ocurría para relacionarse con otras personas, fuera del trabajo, el gimnasio y la casa era… salir de fiesta con su hermano y, sinceramente, le daba una pereza tremenda salir a la busca y captura de una desconocida para echar un polvo esporádico.
Su idea de conocer a una mujer no pasaba por hablar a gritos entre la música estridente ni por olfatear desesperado su cuello en busca de un aroma que no fuera el del humo de la pista de baile, y muchísimo menos meterse mano delante de todo el mundo ni que le metieran mano como si fuera un objeto con el que acostarse y luego olvidar, que era justo lo que había pasado la última vez.
Conoció a alguien en las fiestas del barrio de hacía tres años. No conseguía recordar el nombre ni la cara de la chica. Se fueron a un descampado y echaron un polvo en el interior del coche de su hermana. Fue incómodo, apresurado y totalmente insatisfactorio. Cuando volvieron a la fiesta la chica se fue a bailar… y si te he visto no me acuerdo. No la volvió a ver, y no le quedó la menor duda de que el polvo había sido un fracaso total.
Follar no era lo suyo. Estar horas y horas acechando a una mujer para tener un contacto sexual de diez minutos se le antojaba una verdadera pérdida de tiempo, además de un rollo patatero.
Él quería hacer el amor con la mujer de su vida pero la estrategia para conseguirla se le escapaba totalmente. No sabía cómo encontrarla ni dónde buscar. Había perdido el ritmo a los dieciocho años y, cuando encontró las fuerzas y el tiempo para recuperarlo, se dio cuenta de que ya no le parecían tan excitantes ni tan apasionantes los tejemanejes del cortejo.
Recordaba las prisas que tenía por vivir, el empeño en ponerse el mundo de sombrero y cuánto disfrutaba pasando cada noche con una muchacha distinta, si estas le dejaban.
Y entonces sucedió.
Un día su padre olvidó de repente la conversación que estaban manteniendo. Darío se burló de él, achacándolo a un despiste por su avanzada edad, pero, esa misma noche, se le olvidó que la sartén estaba en el fuego; se quemó la cena y parte de la cocina. Pero gracias a Dios no pasó nada… Al menos hasta el día siguiente en que, al levantarse, Ricardo preguntó asustado por el estado de la cocina. No recordaba nada de la noche anterior. Héctor tenía quince años, él acababa de cumplir los dieciocho, y Ruth, que siempre era quien sabía qué hacer, estaba al otro lado del charco, en Detroit. De repente se encontró solo y asustado. Al borde de un precipicio, sin saber qué hacer. Llevó a su padre al médico, pero este no vio ningún problema y regresaron a casa. Decidieron no decir nada a su hermana, no querían preocuparla sin motivo.
Un mes después, su padre no era capaz de recordar por la tarde lo que había hecho por la mañana, hacía la comida dos veces porque no se acordaba de que ya habían comido, se levantaba los domingos de madrugada confundido porque su hijo menor no estaba vistiéndose para ir al instituto. Volvieron al médico y de ahí al hospital. Allí pasaron los días, angustiados y aterrados, esperando un diagnóstico que no llegaba. Cuando por fin llegó, no supo qué hacer. Llamó a su hermana y le contó entre sollozos lo que había pasado.
Ella volvió, entre los dos se ocuparon de todo; él de la tienda, ella de la casa y de las necesidades de su padre en el hospital… al menos durante un tiempo. Luego, el desastre.
El mismo día que Ricardo fue dado de alta, Ruth ingresó en el hospital, descubrieron que estaba embarazada y que era un embarazo de riesgo.
Tardaron casi un año en recuperarse. Iris nació sana, Ruth salió adelante, su padre perdió la capacidad de crear recuerdos y ellos aprendieron a vivir con ello. Pero ya nada era lo mismo. No se reía con las bromas tontas de sus amigos, las chicas que conocía se le antojaban infantiles, sin preocupaciones, sin responsabilidades. No entendían que él no podía irse de fiesta toda la noche, que tenía una familia que cuidar. Poco a poco se fue haciendo demasiado serio, demasiado circunspecto. Se sentía demasiado cómodo en su casa, jugando con su padre y con su sobrina, conversando con su hermana y riéndose de las locuras de su hermano. Se había hecho adulto de golpe y no encajaba con la gente de su edad.
El agua templada le hizo retornar a la realidad. El calentador estaba a punto de declararse en huelga de agua caliente. Volcó un poco de gel en la palma de su mano y se dispuso a acabar su aseo.
Quizás, además de cómodo se había vuelto demasiado exigente, pensó mientras se lavaba con movimientos circulares el vientre.
Conocía perfectamente sus carencias y defectos, y anhelaba encontrar a la mujer que fuera capaz de compensarlos y enfrentarse a ellos. No quería una niña que saliera corriendo en la primera discusión. Deseaba una mujer en el más amplio sentido de la palabra, no una joven alocada y sin responsabilidades, caviló mientras deslizaba hacia atrás la piel que cubría el glande.
Una pelirroja risueña, alegre y bromista, que a la vez fuera seria en los momentos precisos. Mmm. Frunció el ceño mientras se aseaba el pene con los dedos resbaladizos por el jabón. No tenía por qué ser pelirroja, de hecho le daba igual el color del pelo siempre que la sirenita tuviera una personalidad fuerte e independiente. ¿Había dicho «la sirenita»? ¿En qué cominos estaba pensando? Bajó la vista hasta la ingle, donde su mano, totalmente ajena a sus castos deseos, se dedicaba a enjabonar con entrega y deleite el pene casi erecto. Tal vez la pregunta adecuada fuera: ¿cuál de sus dos cerebros estaba pensando, el de arriba o el de abajo?
Gruñó alejando la insumisa mano del «niño mimado» y se posicionó de nuevo bajo el chorro de agua casi fría de la ducha con la intención de acabar de una buena vez. Apoyó las palmas en los azulejos y bajó la cabeza para que el helado líquido le refrescara las ideas. Lo que él necesitaba era una chica hogareña, sin importar el color del pelo, la blancura de la piel o el aroma excitante de su cuerpo. Una muchacha que no se asustase ante las responsabilidades. Cariñosa, excitante, rebelde, deslenguada, dispuesta a plantarle cara y pararle los pies, aunque fuera a puñetazos y haciendo trampas cuando él se enfureciera. Que no le tuviera miedo, y se burlara de él si la ocasión lo precisaba.
Se incorporó, cerró el grifo, abrió la mampara de la ducha y cogió una toalla dispuesto a secarse.
—En buen lío me has metido. ¿Cómo pretendes que vaya así a la cama? Seguro que Héctor está despierto, esperándome para seguir con su particular tortura —le recriminó a su pene empalmado—. No puedo ni pensar en ella sin que te vuelvas loco —se quejó—. ¿Y ahora qué hacemos? ¿Nos tiramos de cabeza al río? —Tanto su polla como él sabían perfectamente que no hablaban de un río, sino de la sirenita que habitaba en sus sueños—. Mira que lo mismo no cubre lo suficiente y nos escalabramos. —El falo dio un bote sobre su cuna de rizos oscuros—. ¡De cobardes está lleno el mundo! —exclamó. Si el calvo de abajo, después de años de pasividad e ignorancia hacia cualquier fémina, reaccionaba de esa manera ante Ariel… por algo sería. Y él se fiaba de sus instintos, aunque fueran bajos.
Se envolvió en la toalla, dispuesto a abandonar el baño y enfrentarse a lo que le esperara en su habitación.
Abrió la puerta, se lo pensó mejor y volvió a cerrarla.
—¿Qué pasa contigo? ¿Estás en pie de guerra? —preguntó a la antena parabólica que se insinuaba bajo la toalla—. Pues ya puedes irte a dormir, porque, por esta noche, vas servido —amenazó cruzándose de brazos.
En la lucha de voluntades que siguió, y que, por supuesto, perdió, Darío tuvo un pensamiento aterrador. ¿Podía un hombre matarse a pajas? Si la respuesta era afirmativa, él desde luego estaba al borde del suicidio, porque, desde el momento en que ella había aparecido en sus sueños, no había podido resistirse. Como un adolescente con poluciones nocturnas, cada mañana se despertaba con el bóxer manchado. Y ahora incluso recurría a la íntima soledad del cuarto de baño.
Quince minutos después, sonrojado, con el corazón alterado y los instintos satisfechos entró en su dormitorio y se puso el pijama Un leve bulto se esbozaba a la altura de la ingle, pero no era nada que no se pudiera disimular entre las sombras de la noche.
Miró hacia la cama de su hermano, esperando alguna pregunta indiscreta, pero este roncaba alegremente con la espalda apoyada en el cabecero y el cuello descolgado hacia un lado.
—Mañana tendrás tortícolis —susurró asiéndole por las axilas y tumbándolo adecuadamente sobre el colchón.
—Da… —farfulló Héctor.
—Dime —contestó temiendo la clase de pregunta con la que se habría quedado dormido su implacable hermanito.
—¿Eres feliz? —dijo entre sueños.
—Sí. ¿Y tú?
—Claro.
Le acarició la cabeza alborotándole el pelo, lo tapó cariñosamente con el edredón y se metió en su propia cama.
Estaba deseando volver a soñar con ella.