12

Nunca conoces realmente a una persona

hasta que no has llevado sus zapatos

y has caminado con ellos.

HARPER LEE, Matar a un ruiseñor

—¿Qué tal estás? ¿Te ha hecho mucho daño? —preguntó Bri acompañándola.

—¡Qué tonterías dices! Por supuesto que no, tiene menos fuerza que el guantazo de un bebé —contestó Ariel. Lo cierto es que intuía que Darío había controlado su fuerza en todo momento, más que nada, porque el tipo era todo músculo y ella no tenía un solo moratón en el cuerpo.

—Mmm, imagino que con tanta gente observándoos habrá tenido cuidado, ya sabes, por el qué dirán… Aunque, claro, puedo estar equivocada, lo mismo no es tan bruto como yo pensaba; al fin y al cabo no sé nada de artes marciales y los golpes y patadas me parecen taaaan peligrosos —comentó poniendo los ojos en blanco.

—No son peligrosos, son divertidos —contestó Ariel obviando el resto de la frase; no le gustaba nada cómo había sonado.

—¿Hacia dónde vas? —preguntó Bri bajando las escaleras que desembocaban en la calle.

—A la Renfe.

—¡Jo! ¡Qué rabia! Yo voy justo en sentido contrario. Me hubiera gustado tanto acompañarte y seguir charlando un ratito —comentó—. ¿Vives lejos?

—En Madrid, cerca de Sol —contestó Ariel sin prestar mucha atención, las ampollas de los pies la estaban matando tras el breve alivio que había supuesto estar descalza sobre el tatami.

—¿Y vienes hasta aquí para vender tus juguetes? Uf. ¿Qué rollo, no? —inquirió Bri parándose en mitad de la acera.

—No me molesta, pillo el tren en Embajadores y me planto aquí en un periquete.

—¿Vienes mucho a Alcorcón?

—Me muevo por toda la zona sur, cada día voy a un sitio distinto.

—¡¿Todos los días tienes que coger el tren y viajar hasta el cinturón sur?! —exclamó aturdida—. ¿No sería más cómodo vender tus cosas en Madrid centro, en vez de tener que desplazarte?

—Medio mundo tiene que desplazarse para ir al trabajo.

—Pero es un gasto tremendo —insistió Bri— de tiempo, de dinero… Con la de gente que hay en el centro a la que vender tus cosas, tener que venir hasta aquí es un rollo. —Hizo una pausa al ver la cara de incredulidad de Ariel—. Aunque, claro, si te gusta más así, pues mejor para ti. No tiene nada malo perder una hora de ida y vuelta todos los días.

—Me da lo mismo y, de todas formas, no puedo cambiarlo. Fue una de las condiciones para conseguir el trabajo —contestó algo irritada, no había pensado que hablar con chicas fuera tan coñazo… Eso de tener que explicar lo que hacía y por qué lo hacía no iba con ella.

—Me lo imaginaba. Mira, no quiero meterme donde no me llaman, pero es una falta de consideración tremenda que te obliguen a desplazarte. Yo que tú hablaba con tu directora y le exigía que te cambiase de zona. No puedes perder el tiempo y el dinero solo porque a ella le apetezca.

—Ella es la que paga —contestó Ariel indiferente. No entendía por qué Bri se mostraba tan indignada. Con la crisis que había en España, a ella le daba lo mismo trabajar cerca o lejos; lo importante era tener un curro.

—Mujer, si lo miras así, pero no creo que…

—No hay otra forma de mirarlo —la interrumpió Ariel mirando su reloj. Eran casi las nueve y media de la noche, tenía hambre y las deportivas la estaban matando—. Tengo un poco deprisa, nos vemos en un par de semanas —se despidió.

Bri se quedó un poco asombrada ante tan brusca despedida, pero se sobrepuso de inmediato y se despidió dándole un par de besos en las mejillas a la vez que le aseguraba que estaba encantada de que se hubieran convertido en buenas amigas y que esperaría ansiosa su regreso. Ariel asintió, extrañada por los amistosos besos, y se dio media vuelta en dirección a la estación de Renfe. Apenas había andado dos metros cuando entró en el parque y vio un banco, se dirigió allí cojeando y se quitó las deportivas. Un par de ampollas se le habían reventado.

Darío observó a las dos mujeres desde la galería exterior. Bri parecía entusiasmadamente indignada; la Sirenita Tramposa, aburrida. No pudo evitar sonreír al ver su cara de pasmo cuando recibió un vehemente beso en cada mejilla por parte de Bridget; la chica no parecía estar acostumbrada a despedidas efusivas.

Cuando Ariel comenzó a andar de nuevo, casualmente en la misma dirección en que estaba la casa de Darío, este dudó si esperar un poco para que ella tomara distancia y de esta manera no juntarse en el camino, o dejarse de tonterías y hacer lo que se había propuesto al salir corriendo del gimnasio: bajar de una puñetera vez, alcanzarla y hablar un rato con ella.

El momento de indecisión duró el tiempo que Ariel tardó en empezar a cojear.

Darío bajó corriendo las escaleras sin pensárselo un segundo y recorrió los metros que le separaban de la muchacha. Estaba sentada de lado en un banco, con los pies desnudos apoyados en el asiento y ensimismada buscando algo en su mochila.

—Así que al final te has hecho daño. No se puede jugar sobre un tatami ni ir dando patadas sin ton ni son, al final acabas cayendo de cualquier manera y pasa lo que pasa.

Ariel alzó la mirada, extrañada al oír la voz de Darío. ¿Qué hacía el tipo ahí? ¿Y por qué le estaba dando la charla?

—¿Te has torcido el tobillo? Déjame ver —dijo el hombre acuclillándose frente a ella y estirando el brazo con la intención de agarrarle el pie.

—¡No se toca! —exclamó ella encogiendo las piernas contra su cuerpo.

—Vamos, no seas tonta. —Darío se sentó a horcajadas en el trozo de banco que acababan de dejar libre los pies de Ariel—. Todos los novatos se hacen daño en algún momento —comentó inclinándose hacia ella.

Un pie salió volando como un rayo hasta quedar firmemente plantado en el esternón del hombre. Los pequeños, delgados y gélidos dedos se acomodaron bajo la nuez de Adán. Darío no pudo evitar llevar su mano hasta ellos y acariciarlos lentamente, solo para calentarlos, por supuesto. Los pobres estaban helados. ¿A qué loca se le ocurría estar descalza en pleno mes de enero?

—¡Alto ahí! —Ariel le paró en seco las intenciones golpeándole ágilmente con el empeine en la mano—. Ni soy novata, ni caigo mal, ni me he hecho daño. ¿Vale? —afirmó mientras volvía a colocar la planta del pie sobre el pecho del hombre con la intención de mantener la distancia entre ambos. Lo que consiguió fue quedar atrapada en su calor durante un silencio que duró la eternidad prendida en una mirada.

Con las prisas por salir del gimnasio, Darío se había olvidado completamente de abrocharse la cazadora, cosa que ahora agradecían ambos. Ariel porque el calor de la piel del hombre traspasaba la fina tela de la camiseta y le permitía calentar sus ateridos pies. Darío porque se notaba extrañamente hechizado ante la sirenita con cara de hada y pies de porcelana. Jamás había visto una piel tan blanca como esa… ni tan fría, pensó ante un escalofrío.

—Tienes los pies helados, ponte los calcetines y dime dónde te duele —insistió asiéndola por el tobillo.

—¡Joder! ¡Te he dicho que no me toques! —gritó Ariel saltando sobre el banco y encogiendo la pierna hasta aferrarse cuidadosamente el pie con ambas manos.

—Como quieras, solo pretendía ayudarte. —Darío se levantó y la fulminó con la mirada—. ¿Sabes una cosa? Eres muy desagradable —sentenció dando media vuelta para irse.

—Me han salido ampollas en el talón por culpa de las deportivas —siseó Ariel entre dientes—, me duelen mucho.

Darío la observó frunciendo el ceño. Era una mujer muy arisca y esquiva, con un sentido del humor totalmente irritante, especialmente cuando iba dirigido a él, pero, a la vez, algo en su manera de actuar la hacía parecer vulnerable. Perdida.

—Déjame ver —reiteró sentándose a horcajadas en el banco.

En esta ocasión, cuando tomó su pie izquierdo, asiéndolo por la planta con cuidado de no tocar el talón ni el empeine, Ariel no se lo impidió.

Darío observó pensativo las marcas enrojecidas en la piel y pasó la yema de un dedo con suavidad sobre ellas. Ariel dio un respingo y tensó los músculos de la pantorrilla. Darío la miró de refilón y prosiguió su examen, con cuidado de no tocar ninguna zona dolorida. Le alzó lentamente el pie y lo giró un poco para ver las ampollas de las que hablaba. Tenía un par de ellas reventadas. La miró a los ojos y levantó las cejas asombrado; tenían que ser muy dolorosas. No le extrañaba que se hubiera descalzado. Depositó con delicadeza la planta del pie sobre su muslo para que al menos tuviera algo de calor y abrió la mano, esperando.

Ariel le miró enfurruñada durante un segundo y acto seguido se apoyó con los codos en el banco y le tendió el otro pie, gruñendo. No la gustaba esa postura: las piernas algo abiertas, un pie apoyado en el muslo masculino, el otro sujeto por las manos del hombre, la espalda echada hacia atrás y todo su peso apoyado en los codos. No tenía buen equilibrio, se sentía indefensa y expuesta.

—¿Por qué no le has pedido a Sandra unas tiritas para cubrirte las ampollas hasta llegar a tu casa? —Darío entornó los ojos al ver una herida especialmente fea.

—¿A Sandra?

—Sí. En el gimnasio hay un botiquín.

—No lo pensé —contestó ella frunciendo el ceño. Estaba tan acostumbrada a no depender de nadie que no se le había ocurrido pedir ayuda—. En fin, no importa. En un rato se me pasará el dolor y podré irme.

—No digas tonterías, así no puedes andar. Creo que tengo tiritas, déjame ver —aseguró él colocando el pie que tenía entre las manos sobre su otro muslo y cogiendo un neceser del interior de la mochila que había soltado en el suelo.

—¿Tienes tiritas? —preguntó Ariel extrañada a la vez que quitaba los pies de las cálidas piernas del joven para volver a plantarlos sobre el banco y colocarse en una postura menos expuesta.

—Sí. Vuelve a poner los pies donde estaban si no quieres que se te congelen —ordenó.

—Sí, bwana.

Darío puso los ojos en blanco, no merecía la pena molestarse en responder. Colocó el neceser entre las piernas abiertas de la muchacha y empezó a sacar cosas.

—¡La leche! Parece el bolsón mágico de Mary Poppins —exclamó Ariel alucinada al ver cómo colocaba sobre el poco espacio que quedaba libre en el banco un paquete de toallitas húmedas, uno de tiritas, otro de pañuelos de papel, un par de sobres trasparentes de gasas esterilizadas y por último unas cuantas ampollas monodosis de suero fisiológico—. ¿Eres médico?

—No. Soy zapatero.

—¿Vendes zapatos? —Ariel no salía de su asombro, ¿para qué quería un zapatero llevar esas cosas encima?

—Los arreglo.

—Ah, eres zapatero remendón —afirmó pensativa—. ¿Por qué llevas todo eso en la mochila?

—Tengo una sobrina, ella me ha enseñado que nunca se va lo suficientemente preparado para cuidar a una niña de seis años —contestó abriendo una ampolla de suero y derramándola sobre las heridas, para a continuación secarlas con cuidado con una gasa.

—Pero ahora no estás con tu sobrina —comentó Ariel entre dientes al sentir como si mil alfileres se clavasen en su piel mientras Darío le curaba las heridas.

—No me cuesta nada ir prevenido —contestó encogiéndose de hombros a la vez que abría una tirita y la colocaba sobre las ampollas ahora limpias—. Dame un calcetín.

—¿Qué más cosas llevas ahí dentro? —Curioseó Ariel entregándole lo que había pedido sin pararse a pensar que le estaba obedeciendo. Si lo hubiese pensado, probablemente se hubiera calzado ella misma con altanería, pero estaba demasiado atenta al contenido del bolso.

—La cartera, alguna chuchería, un par de chicles… ese tipo de cosas —contestó él poniendo una gasa en el empeine enrojecido y sujetándola con tiritas. Luego comenzó a subir el calcetín poco a poco hasta dejarlo todo perfectamente colocado—. Tal cual está debería aguantar sin moverse hasta que llegues a tu casa. ¿Vives lejos?

—Cerca de la Puerta del Sol. ¿De verdad llevas chuches? —preguntó con los mismos ojos que su sobrina Iris cuando quería una nube, un regaliz o cualquier otra cosa azucarada que pudiera fastidiarle los dientes.

—Sí. Coge una si quieres —contestó él sonriendo, mientras colocaba el pie curado en el banco, bajo su muslo.

—No, gracias —dijo ella muy seria apartando de golpe el pie. No iba a mendigar unas chuches, por muy ricas, dulces, sabrosas y deliciosas que fueran.

—Como quieras —asintió entornando los ojos—. ¿Te he hecho daño?

—No.

—Entonces, ¿por qué lo has quitado de donde lo he puesto? —preguntó señalando el pie con la mirada—. En el banco se te va a quedar helado; bajo mi pantalón estará más caliente.

—No lo había pensado —reconoció ella con un gruñido. No le gustaba demasiado que la tocaran. No lo podía evitar.

—Ya —contestó volviéndoselo a coger y colocándolo bajo su muslo—. Dame el otro.

Ariel no tuvo más remedio que dejarse hacer, el hombre estaba teniendo mucho cuidado y no parecía tener intenciones distintas a curarle las heridas. Por el momento, pensó Ariel enseñando los dientes.

Poco a poco el calor masculino fue colándose bajo el calcetín y calentando su aterida piel. Se sentía tan bien en ese momento que no pudo evitar encoger y estirar los dedos para comprobar si la sangre circulaba igual que antes de congelarse.

Darío acababa de limpiar las ampollas y estaba colocando la tirita sobre ellas cuando sintió una caricia bajo sus muslos, un movimiento que venía de aquel pie de porcelana. Al instante se lo imaginó posado en otro sitio. Le tembló el pulso y la tirita se estrelló de lleno contra la ampolla abierta.

—¡Ay, mierda! ¡Tienes más peligro que un cirujano con hipo! —Gruñó Ariel, dolorida.

—Si dejaras los deditos quietos no pasaría esto —la culpó él.

—¡Uys! No me digas que te has asustado —se rio volviendo a mover el pie.

—Estate quietecita —la regañó poniéndole la tirita correctamente.

—Vaya, quién lo hubiera pensado, un hombre hecho y derecho asustándose como una nenita por un simple movimiento de dedos —le picó ella sin parar de hacerle cosquillas bajo el muslo.

—Para de una vez.

—¿Qué pensabas que era? ¿Una araña negra y repugnante trepando por tu pantalón? ¿Quizás una lagartija verde y resbaladiza? —continuó burlándose y jugueteando con los dedos—. No me digas que te dan miedo los insectos, con lo grande que eres.

—No estoy asustado precisamente —contestó Darío impasible, y, para demostrárselo, colocó el pie que tenía entre las manos sobre la parte de su anatomía que se había rebelado y… exaltado.

Ariel abrió los ojos como platos cuando notó que cierta zona que debía estar blanda no lo estaba, en absoluto. Y… sí, era un hombre muy grande.

En el segundo siguiente, sus antaño juguetones pies se las apañaron para volar raudos y veloces lejos del cuerpo masculino, quedar refugiados contra sus muslos, arropados por sus finos y ágiles brazos y cubiertos por el informe impermeable.

Darío arqueó las cejas y señaló el calcetín que faltaba por poner. Ariel lo cogió y se lo puso ella solita. Por si las moscas. No le apetecía volver a tentar a la bestia. De hecho, no tenía ni la más remota idea de cómo narices la había tentado.

—Están hechas de plástico puro —comentó Darío cogiendo las crueles deportivas, rompiendo el silencio que se había apropiado del momento.

—¡Ya habló el experto! —exclamó Ariel un poco demasiado eufórica, sintiendo que pisaba terreno conocido—. ¿Tu infalible ojo de zapatero remendón te ha dicho que son una mierda, o te lo has imaginado al ver el estado de mis pobrecitos pinreles? —ironizó.

—Ambas —respondió él absorto en el estudio de los fallos del calzado—. El empeine, la planta y el talón interiores son de plástico; por eso te han destrozado los pies. Siempre que compres algo, asegúrate de que al menos por dentro sea de piel. También tienes que fijarte en las terminaciones, en cómo está cosido y cortado. Tócalas —dijo cogiéndole la mano y llevándola al interior de la deportiva—. ¿No notas las costuras rugosas? —Ariel asintió—. Están mal rematadas, por esto te han hecho ampollas. Si paramos en la zapatería, puedo limarlas un poco a ver si mejoran —comentó fijando su mirada en la muchacha.

—No te molestes, en cuanto llegue a la pensión pienso tirarlas al cubo de la basura.

—Pero antes tienes que llegar hasta la… ¿pensión? ¿Vives en una pensión?

—Por ahora, pero tengo pensado hacerme rica en breve a base de vender vergas rosas y calzoncillos comestibles. —Ariel ahogó un gruñido al ponerse las deportivas. Por muchas gasas y tiritas que llevara puestas, le hacían polvo los pies.

—Gran meta para una vida. —Darío recogió las cosas y las metió en la mochila—. Pues si quieres ver cumplido tu objetivo, empieza por conseguir un calzado decente con el que poder andar por las calles. Y mientras lo consigues, no estaría de más limar estas costuras para que al menos puedas llegar a… ¿Hacia dónde vas?

—A la Renfe.

—Bien, yo me dirijo allí también. Te acompaño —dijo poniéndose en pie y tendiéndole una mano.

Ariel obvió la ayuda y se levantó solita. ¡Caballerosidad a ella, ja!

Al primer paso empezó a cojear.

Darío la ignoró y recogió las dos mochilas del suelo.

—Dame la mía —ordenó Ariel; no le gustaba que le hicieran favores y Darío ya le había hecho unos cuantos al curarla. Frunció el ceño al pensarlo.

—Sí, bwana —contestó él con las mismas palabras que ella había usado minutos antes.

Ariel cogió la mochila bruscamente y gruñó. Darío arqueó una ceja, era la primera vez en su vida que oía a una persona gruñir como un perro, algo así como grrr, aunque, cuando Iris, su sobrina, se enfadaba, sonaba parecido. Por ello, decidió usar el mismo truco que usaba con esta.

—¿Quieres un chicle?

Sacó de su mochila una bolsita transparente llena de chucherías: chicles, nubes, regalices, gominolas, ositos Haribo, caramelos…

A Ariel casi se le salieron los ojos de las órbitas. Sintió que la boca se le hacía agua y que sus venas reclamaban azúcar como si les fuera la vida en ello.

—No, gracias —contestó altanera.

—¿Seguro? —Darío balanceó la bolsita a un lado y a otro. Sonrió al ver que a la muchacha se le iban los ojos tras ella—. Las nubes están deliciosas.

—Lo estás haciendo aposta —aseveró ella.

—Sí.

—Te odio.

—Yo también te aprecio —le contestó cogiendo una nube y acariciándole los labios con ella.

Ariel abrió la boca y mordió con fuerza, cortando limpiamente la nube por la mitad. Masticó irritada entornando los ojos. Darío no pudo evitar reírse.

Caminaron lentamente por la calle desierta. Ariel de vez en cuando soltaba algún gruñido y poco a poco su cojera se fue haciendo más evidente. A la postre, acabó sentándose en un banco próximo al final del parque. Darío se detuvo e hizo lo mismo.

—¿Te duele mucho?

—No —mintió—. Tengo hambre. Voy a cenar, si tienes prisa puedes irte —comentó quitándose con cuidado las deportivas. Luego buscó algo en la mochila.

Darío vio cómo sacaba una barra entera de pan con mortadela dentro.

—¿Te vas a comer todo eso? —preguntó asombrado.

—Tengo hambre —repitió—. ¿Quieres? —Darío negó con la cabeza, y Ariel, sin pensárselo un segundo, le dio un tremendo mordisco al delgado y larguísimo bocadillo. Con las prisas por llegar a tiempo a Correos y al gimnasio no le había dado tiempo a comer y estaba famélica.

Mientras devoraba el bocadillo se percató de que el hombre miraba melancólico el parque.

—¿Jugabas aquí de pequeño?

—Sí. Todos los niños del barrio lo hacíamos. Mi sobrina sigue jugando aquí.

—¿La misma por la que llevas el botiquín de mano en la mochila?

—Sí.

—¿La ves a menudo? —preguntó Ariel. Si el tipo llevaba tiritas para su sobrina era porque tenía que estar muy unido a ella.

—Todos los días, vive conmigo.

—¿Y eso? —interrogó Ariel sorprendida. Un segundo después se dio cuenta de que había sido muy maleducada—. Perdona, no es algo que me incumba —se excusó arrepentida.

—Vivimos todos juntos —dijo Darío, que por algún motivo inexplicable parecía tener ganas de hablar de su familia—: mis hermanos, Héctor y Ruth; Iris; mi padre, y yo.

—No tendrás tiempo de aburrirte en casa. —Sonrió ella soñadora, le hubiera encantado tener hermanos y sobrinos.

—No mucho. Ruth trabaja y Héctor estudia, así que entre los tres nos repartimos el cuidado de Iris y papá.

Ariel observó un segundo a su acompañante y luego asintió con la cabeza. Si Darío no había mencionado al padre de la niña, sería por algo, y ese algo no le incumbía a ella. Nunca había sido cotilla, y no iba a empezar ahora… o tal vez sí.

—¿Es muy mayor?

—¿Iris? No, va a cumplir seis años.

—Me refería a tu padre.

—Cumplirá sesenta en un par de meses.

—Oh… vaya, lo siento.

—¿Por qué? —preguntó él estupefacto.

—Bueno, si cuidas de tu padre… —Se detuvo antes de seguir hablando; su madre siempre le decía que no debía soltar de buenas a primeras lo que pensaba, sobre todo si podía hacer daño a los demás o estar equivocada. Aunque era un consejo que pocas veces seguía.

—Continúa.

—Nada, es una chorrada. No sé por qué he pensado que, si tenéis que cuidar de tu padre siendo él tan joven, es porque no está bien de salud, pero ya veo que no. A veces soy más simple que el motor de un chupete.

—No. Tienes razón, mi padre está enfermo —respondió él, sorprendido. Ariel estaba demostrando ser muy perceptiva—. No es nada grave, ni le afecta a su salud —aclaró al ver la cara de la muchacha, parecía triste de verdad—. Perdió la memoria o, mejor dicho, no puede crear recuerdos… Es como un disco duro estropeado, puedes trabajar con él, hablar con él, jugar con él, pero no almacena nada de lo que hace. Por tanto, un segundo después de hacer algo, olvida que lo ha hecho. Es como si viviera en un presente perpetuo. No reconoce el pasado y no recuerda lo que debe hacer en el futuro.

—Vaya. ¿Siempre ha sido así?

—No. Solo los últimos siete años. Para él cada día es julio de 2001, tiene una nieta con la que convive y ni siquiera lo sabe —finalizó bajando los ojos.

—Pero está vivo y sano, con vosotros —dijo Ariel posando su mano en la de él—, y eso es lo importante.

—Sí.

Se quedaron un momento en silencio. Las pullas y broncas en el gimnasio habían dado paso a una intimidad con la que de repente ninguno de los dos se sentía cómodo, o quizás el problema era justo el contrario. Darío se sentía demasiado accesible con respecto a cosas que nunca contaba y Ariel demasiado confiada con un tipo al que conocía de un par de horas y unas cuantas patadas.

—Mejor nos vamos, hace un frío que pela —soltó ella de improviso acabando el bocadillo y poniéndose con un gruñido las martirizantes deportivas. Se levantó y echó a andar sin mirar atrás; no le hacía falta, sentía la presencia del hombre a su lado.

Recorrieron el parque, iluminados por la escasa luz de las farolas. Los árboles deshojados parecían esqueletos espectrales dispuestos a atraparles entre sus desnudas ramas. Darío apenas prestaba atención a su entorno, pero Ariel miraba curiosa cada sombra entre los arbustos, cada hueco oculto entre los columpios infantiles.

—¿Te da miedo la oscuridad? —preguntó él risueño—. Jamás hubiera pensado que una chica tan valiente y arrojada como tú temiera adentrarse en un parque de noche —comentó devolviéndole la broma de las arañas.

—Me gusta —respondió ella—. Cuando era pequeña mis padres me llevaban los sábados a la Pedriza. Al anochecer papá me contaba el cuento de Blancanieves, ya sabes, cuando tiene que huir del castillo por culpa de la malvada madrastra y se pierde de noche en el bosque. Papá lo contaba intentando asustarme y mamá se enfadaba con él diciendo que por su culpa tendría pesadillas. Pero yo en lo único en lo que pensaba era en perderme por el bosque y buscar los esqueletos, las brujas y los fantasmas para atacarles con mi palo mágico.

—¿Tu palo mágico?

—Sí. Cuando papá empezaba a contar el cuento, mamá cogía una ramita del suelo y me la daba diciendo que era la varita mágica que había perdido mi hada madrina y que con ella convertiría a los fantasmas en príncipes.

—¡Vaya mezcla de cuentos!

—Sí —contestó ella sonriendo con nostalgia—, pero consiguieron que con un simple palo yo fuera capaz de ahuyentar cualquier pesadilla.

—¿Te dejaba meterte con el palo en la cama?

—No. Pero debes recordar que era mágico. Cuando montábamos en la furgoneta, mamá lo dejaba en el maletero mientras papá decía «abracadabra, pata de cabra, que la rama mengüe mientras la niña duerme», y yo siempre me dormía en el coche —aclaró—. Al llegar a casa, el palo se había convertido en una aguja de pino que sí podía meter en la cama.

—¡Qué imaginación!

—No lo sabes tú bien —dijo Ariel girando la cara y centrando su mirada en los árboles.

—¿Tenéis una furgoneta?

—Ya no. Ahora tengo un Seat 124. ¡Es el mejor coche del mundo!

Darío observó a la sirenita. «No solo tiene cara de hada, cuerpo de ninfa y piel de alabastro; también gruñe como los perros cuando se enfada y sabe más de coches que muchos hombres que conozco», pensó mientras la escuchaba hablar sin descanso del 124 con motor averiado que pensaba arreglar en cuanto ahorrara un poco.

Entre pasos descompasados por la cojera, gruñidos doloridos cuando pensaba que él no se daba cuenta y partes del motor de un coche clásico e inmortal, llegaron hasta el final del parque. Tras este una carretera les separaba de la estación de Renfe. Unos cuantos metros más y se separarían.

Ariel suspiró; a pesar del dolor de pies, del sueño acumulado y del cansancio pertinaz que la acosaba, no tenía ganas de llegar a la Renfe, al menos no tan pronto. No por ningún motivo en especial, qué va, era solo que… Tardaría menos de media hora en llegar al centro de Madrid y entonces se encontraría sola de nuevo, caminando como una sombra por calles abarrotadas de personas anónimas que pasarían frente a ella sin notar su presencia. Iría a la Puerta del Sol y, una vez allí, entraría en el vestíbulo del metro, en las entrañas de la ciudad, y permanecería encerrada en esa cueva luminosa e impersonal hasta que la estación cerrara. Después saldría de nuevo a la calle, con la única misión de observar cómo se movía el minutero del famoso reloj, aguardando segundo a segundo, deseando ingenuamente que el tiempo avanzara deprisa hasta que llegara la hora de volver al sitio al que le era imposible llamar «casa». A la pensión.

—Si quieres, puedo probar a ver si consigo limar un poco las costuras de las deportivas para que te hagan menos daño —dijo Darío en el momento en que Ariel se disponía a despedirse.

—¿Ahora? —preguntó incrédula.

—Sí, mi tienda está justo aquí —comentó señalando con la mano un edificio a la vez que fijaba la mirada en los ojos de la muchacha. Los tenía grises como un cielo tormentoso, como la luna cuando ilumina una noche de verano. Inhaló profundamente. Si tenía que despedirse en ese momento, por lo menos dejaría grabado en su mente el aroma cálido y dulce de la sirenita.

Ariel dirigió la mirada hacia donde él señalaba, un bloque de pisos, naranja, con terrazas diminutas y ninguna tienda cerca. «¿Dónde está la zapatería?», pensó.

—Detrás del edificio —aclaró Darío al ver la cara de la joven—, es solo cruzar la calle y atravesar la plaza. Tú verás si aguantas con eso puesto hasta que llegues a Madrid.

—Vamos.

—¿Vamos? ¿Así, sin más? ¿Sin pelear, refunfuñar ni gruñir? —Estaba estupefacto, no se esperaba que resultara tan fácil convencerla.

—¿Qué? —preguntó asombrada—. Oye, si no quieres que vayamos, por mí de puta madre, que yo tengo mogollón de cosas que hacer, ¿te enteras? —dijo clavándole el dedo índice en el pecho—. A ver si te vas a pensar que me estás haciendo un favor, y para nada, ¿eh?, que si tengo que ir descalza en el tren me la pela. No me voy a morir, ¿vale?

—Vamos a tener que hacer algo con tu dedito, es un insolente —comentó Darío apartando el dedo que le estaba haciendo un agujero en el esternón.

—¡Que te den!

—No te enfades. Me ha asombrado que aceptaras sin protestar, pero, ahora que has gruñido, ya vuelvo a sentirme como en casa. Anda, vamos. —Le cogió la mano y la guio hacia la carretera.

—Sabes una cosa: eres más raro que un político honesto —comentó ella siguiéndole sin oponer resistencia. Darío no pudo evitar reírse ante su ocurrencia.

—¿Te he dicho alguna vez que, además de preciosa, eres una mujer muy original?

—¿Soy preciosa? —preguntó Ariel fijando su mirada en los ojos de Darío, buscando algún signo evidente de miopía, astigmatismo, ceguera selectiva, cataratas, o algo por el estilo, pero no, no parecía tener problemas de esa índole… Por tanto la única opción que quedaba era que el pobre tenía un gusto pésimo.

—A mí me lo pareces —afirmó él, sonriendo.

—Tienes el gusto atrofiado —aseveró ella—. ¡¿Esa es tu zapatería?! —Señaló con un dedo al girar la esquina y entrar en una plaza cuadrada rodeada por tres edificios con comercios en los bajos.

—Sí.

—¿No te ha dicho nadie que hace diez días se acabó la Navidad?

—Sí, es decir, no. No me lo ha dicho nadie, lo sé de toda la vida.

—¿Y por qué tienes un árbol con adornos, lucecitas y todas esas tonterías navideñas en el escaparate? —Ariel negó con la cabeza—. Estás más perdido que un piojo en una peluca.

—Iris pensó que quedaba bien y me convenció para dejarlo unos días más.

—Espero que nunca le dé por pensar que estarías más guapo desparramado en la calle… —murmuró Ariel entre dientes.

—¿Qué?

—Te tirarías por la ventana para complacerla —aseveró para sí misma—. La verdad es que queda muy coqueta con tantos floripondios.

—¿Floripondios? ¿De qué estás hablando ahora? —Esta mujer tiene una habilidad especial para cambiar el tema de la conversación de buenas a primeras, pensó Darío, confuso.

—Las plantas esas rojas de Navidad —dijo señalando una especialmente grande que ocupaba medio escaparate.

—Flores de Pascua —aclaró él sacando de la mochila las llaves de la tienda.

—Esas mismas. ¿No se te mueren?

—Si las riegas, no.

—¿Te gusta la jardinería?

—No especialmente —respondió abriendo la puerta, esto hizo que se perdiera la mirada nostálgica de la joven.

—Ah, vaya —dijo pensativa pasando al interior de la tienda—. ¿Por qué tienes plantas si no te gustan?

—No he dicho que no me gusten, simplemente me dan igual.

—Pero… está limpia y bien cuidada —repuso Ariel tocando las hojas sorprendida. Para darle igual las plantas las tenía impecables.

—Si tengo algo es para cuidarlo. Si no, no lo tengo —aseveró él.

Darío tanteó la pared hasta dar con el interruptor y encendió la luz. La tienda cobró vida como por arte de magia, convirtiéndose en una zapatería de cuento de hadas. Además de las estanterías repletas de calzado ya reparado, miles de dibujos infantiles colgaban de las paredes cubriéndolas de color y fantasía. En un rincón una gran vitrina de cristal mostraba antiguos y cuidados zapatos de otras épocas. Y, en el mostrador, sobre un pequeño y mullido cojín de terciopelo rosa, había una preciosa botita de bebé bañada en plata, expuesta cual zapatito de cristal de una diminuta Cenicienta.

Ariel lo observó todo con ojos asombrados, solo faltaban duendes diminutos cosiendo zapatos para que fuera igual que la zapatería que describía su madre cuando le contaba el cuento de los duendes y el zapatero.

—Esta botita… ¿Cómo la has hecho?

—No la he hecho yo. Es el zapatito con el que Iris empezó a andar, cuando se le quedó pequeño lo llevé a una joyería a que lo bañaran en plata. No tiene ningún misterio —contestó él acariciando con cariño su tesoro más preciado.

—¿Y esto? —Ariel cogió un cuaderno que estaba sobre el mostrador y lo abrió para ojearlo—. ¿Es de tu sobrina?

—Sí. Esta tarde tenía tanta prisa por largarse que se le ha olvidado recoger los deberes —respondió enfadado arrebatándole el cuaderno de las manos y metiéndolo en su mochila—. ¡No está a lo que tiene que estar!

—Es una niña pequeña, no pretenderás que sea perfecta —replicó Ariel a la defensiva. Los niños eran sagrados, así se lo habían inculcado sus padres y así lo creía ella.

—¡Por supuesto que no quiero que sea perfecta! Pero podría disimular un poco.

—¿Disimular que es perfecta?

—¡No! ¡Disimular que no tiene prisa por alejarse de mí! ¡Hacer como que se acuerda de que existo! —estalló Darío soltando la mochila bruscamente sobre el mostrador.

—Eh, tranquilo. ¿Qué ha pasado? —preguntó acercándose a él.

—Nada. Dame las deportivas a ver qué puedo hacer —soltó Darío, cortando la conversación de raíz.

Ariel se las quitó con cuidado y se las tendió. Darío sacó de debajo del mostrador chismes que parecían salidos del sueño de un inquisidor sádico. Cuchillas, tijeras, espátulas, mazos y un picahielo… igualito que el que usaba la loca de Instinto básico.

—¿Para qué quieres eso? —preguntó Ariel señalándolo.

—¿La lezna? Para hacer agujeros en el cuero —contestó sin prestar mucha atención mientras seguía revolviendo hasta que encontró una lija—. Perfecto.

Se sentó en un taburete tras el mostrador, puso las deportivas sobre este y comenzó a torturarlas.

Ariel rodeó la improvisada mesa de trabajo, tomó asiento al lado del hombre y se dispuso a observarlo atentamente. Usaba los útiles con maestría y soltura, tratando con mimo el calzado, pendiente de cada pequeño detalle.

—Eres todo un genio con esto —dijo acercándose un poco más para ver mejor, tan cerca que solo los separaba la distancia que recorre un suspiro.

—Llevo años haciéndolo —le restó importancia él.

—¿Desde niño querías ser zapatero remendón? —preguntó ella inclinándose hacia él para tocar con curiosidad las herramientas que había sobre el mostrador.

—No me lo planteé —comentó con un escalofrío al sentir el cálido aliento femenino rozándole la mejilla—. Mi padre era zapatero y siempre nos tenía con él en la tienda, me gustaba mirarle. Así aprendí.

—¿Tus hermanos también son zapateros?

—No. Héctor está en la universidad, y saca unas notas alucinantes; es un gran estudiante —contestó orgulloso a la vez que inhalaba profundamente. ¡Dios! El aroma de la muchacha era embriagador—. Ruth es secretaria en un centro de día para mayores.

—¿Iris es hija de Ruth? —preguntó bajando la voz.

—Sí. Es su viva imagen. Cada vez que la miro es como si viera a mi hermana, con la melena alborotada, la cara sucia y la ropa manchada de barro.

—Quieres mucho a tu sobrina. —No era una pregunta.

—Es imposible no adorarla; es una cría estupenda, cariñosa, inteligente y muy traviesa. A veces es el mismo diablo… Tiene algunas ideas que no sabes si echar a correr o reírte de ellas. —Terminó de limar la deportiva y la dejó en el suelo, pero no cogió la otra.

—¿Ruth también era un trasto de pequeña? —preguntó Ariel con una sonrisa, imaginando a los tres hermanos haciendo trastadas.

—No. Era seria y muy responsable, como ahora.

—Entonces… ¿Eres tú el culpable de que Iris sea traviesa? —inquirió burlona. Con lo serio que era Darío le costaba imaginarlo haciendo travesuras.

—No —respondió seco—, su carácter lo ha heredado de él.

—¿De él?

—De su padre. Cuando era niño, Marcos estaba siempre armando líos, poniendo motes a la gente y desquiciando a mi hermana.

—¿Se conocen desde niños?

—Sí. Pero él se largó de España, se vieron una noche en Detroit, y cuando Ruth volvió…

—Estaba embarazada —adivinó Ariel mientras sus dedos nacarados se entretenían siguiendo los arañazos y marcas de la madera del mostrador.

—Sí.

—Y Marcos se lavó las manos —gruñó enfadada con el tipejo.

—No. Ruth no le dijo que estaba embarazada.

—Ah.

—Y ahora ha regresado, ha descubierto que tiene una hija y está decidido a llevarse a mi hermana y a mi sobrina con él —respondió Darío dirigiendo su mirada a la botita infantil expuesta sobre el mostrador.

—¿Qué va a hacer tu hermana? —Si Ariel tuviera una hija, nada ni nadie podría arrebatársela, ni obligarla a hacer nada que no quisiera. Eso lo tenía muy clarito… transparente.

—A Ruth no parece disgustarle la idea. De hecho cree estar enamorada de ese energúmeno —contestó Darío con rabia.

—¿Iris qué opina? —dijo estirando los dedos y tocándole la mano.

—Está encantada. Cuando la llevo al colegio cada mañana no para de decirme lo guay que es su padre. Hace los deberes en la tienda y no deja de mirar el reloj impaciente, esperando a que sea la hora de irse al parque con él. Echa a correr en el momento en que le ve aparecer por la puerta y ni siquiera se despide de mí. Cuando le doy el beso de buenas noches me cuenta con pelos y señales todo lo que han hecho juntos. ¡Como si a mí me importara! —Y lo malo es que le importaba y mucho… La sentía alejarse poco a poco de él.

—Es su padre. Es bueno que esté feliz con él. —Continúo acariciándole suavemente.

—Las va a dejar tiradas, las abandonará y las olvidará como hizo hace años —afirmó convirtiendo sus manos en puños apretados.

—A lo mejor no —rechazó Ariel envolviéndole el puño con sus dedos de hada.

—Ruth se equivoca al confiar en él. Marcos no es adecuado para ella. Mi hermana está ciega, no ve las cosas como realmente son. Va a sufrir por su culpa, y yo no quiero que sufran.

—No quieres que se vayan de tu lado —refutó suavemente Ariel—. Y eso es algo que no puedes evitar. Todos aquellos a quienes amamos antes o después se marchan. Es ley de vida.

—¡Joder! ¿Qué eres? ¿Una puta psicóloga? —gritó indignado. Ariel había dado en el clavo con su última afirmación y él se negaba a aceptarlo. No podía, no en ese momento.

—No. Soy la que te va a partir los morros como se te ocurra volver a insultarme —amenazó ella levantándose y fulminándolo con la mirada.

—Perdona, no he pensado lo que decía. Todo esto me supera —dijo tendiendo una mano con la intención de acariciarle la mejilla. Ariel se apartó bruscamente antes de que él llegara a tocarla.

—¿Has terminado ya con eso? —preguntó señalando las deportivas—. Es tarde —afirmó.

—Me queda por limar una —contestó poniéndose manos a la obra. Ella no había aceptado sus disculpas, pero tampoco le había mordido. Por tanto decidió pensar que estaba absuelto.

El ambiente íntimo en que habían estado inmersos se evaporó como la lluvia en el desierto. Darío continuó con su trabajo sentado tras el mostrador mientras Ariel daba vueltas descalza por la tienda. Se paró frente a la vitrina que contenía los zapatos antiguos, le llamaban la atención sus vivos colores y el estado impecable en que se encontraban.

—¿Son de verdad? —preguntó.

—De aire no son —respondió Darío sonriendo. Después de cinco minutos, ella por fin se dignaba a dirigirle la palabra. ¡Milagro!

—Eres más gracioso que una manifestación de payasos en pleno centro de Madrid a las ocho de la mañana.

—No son antiguos, si a eso es a lo que te refieres —comento ignorando su pulla—. Los del estante de arriba los hizo mi padre; el resto, yo.

—Son alucinantes.

—Si tú lo dices. Esto ya está —dijo tendiéndole las deportivas ya limadas.

Ariel se las puso, dio un par de pasos y asintió; seguían haciéndole daño, pero ya no era como si le clavaran alfileres de vudú en la piel.

—Están geniales. Gracias.

—De nada.

—Bueno, me voy, ya es tarde.

—Te acompaño a la Renfe.

—No hace falta —contestó ella abriendo la puerta.

—Ya lo sé.

Darío colocó las herramientas, cogió su mochila y salió tras ella. Atravesaron la plaza, doblaron la esquina del bloque y en un par de minutos estuvieron frente a la Renfe. Decir que era tarde se quedaba corto. No había ni un alma por la calle, la noche estaba en su apogeo y el frío se aprovechaba de que el sol estaba dormido para colarse inclemente bajo el impermeable de la muchacha y helarle hasta los huesos.

Entraron deprisa en la estación, buscando alivio contra el gélido viento, y se pararon frente a los torniquetes de la entrada mientras Ariel sujetaba el maletín de Sexy y Juguetona entre sus piernas y sacaba de su mochila un bono de diez viajes de tren.

—Bueno, aquí nos despedimos. ¿Cuándo volverás al gimnasio?

—En un par de semanas —respondió incómoda. ¿Por qué le preguntaba eso?

—¿El último viernes del mes? —preguntó él contando los días en su cabeza.

—Sí.

—Allí estaré —afirmó Darío acercándose a ella, devorándola con la mirada.

—Genial, allí nos veremos. —«¿Por qué no deja de mirarme así?», pensó extrañada.

—Te voy a echar de menos —comentó alzando una mano hasta la boca de fuego que llevaba deseando besar toda la tarde.

—¿A mí? —preguntó ella con incredulidad a la vez que echaba hacia atrás la cabeza—. Aparta los dedos o te muerdo —amenazó mientras pensaba en cómo sería probar el sabor de su piel.

—Hazlo —susurró Darío posando la mano sobre el esbelto cuello femenino y recorriendo con el pulgar los tentadores labios.

Ariel abrió la boca con el propósito de enseñarle en vivo y en directo lo afilados que tenía los dientes, pero se quedó en la intención cuando él comenzó a acariciarla lentamente, con movimientos tan suaves que la hipnotizaron, o eso pensó ella cuando él sustituyó los dedos por su boca.

Por primera vez en su escasa vida, el instinto de Ariel no tomó el control. De hecho debía estar en la inopia porque no le mordió ni le golpeó en la entrepierna como era su costumbre. Se quedó quieta y se dejó llevar por las sensaciones, o al menos lo hizo hasta que sintió la lengua húmeda y caliente de él intentar adentrarse en su interior. En ese momento recuperó la cordura, lo empujó y se dio la vuelta para meter con movimientos nerviosos y alterados el bono tren en la ranura del torniquete.

—Adiós —dijo entrando en el vestíbulo de la estación con rapidez. Suspiró, no se entendía a sí misma, no alcanzaba a comprender por qué no le mandaba a la mierda o algo por el estilo. ¡Ella no se dejaba besuquear por nadie!

—Te estaré esperando —prometió Darío mientras ella se iba en dirección al andén.