20

No hay droga más dura que el roce de tu piel.

No hay nada mejor que tener tu sabor corriendo por mis venas.

REVÓLVER, El roce de tu piel

La pareja atravesó el parque saltando, haciendo quiebros y piruetas, lanzando patadas al aire y riendo sin cesar. Las mochilas de ambos volaban sobre sus espaldas y el maletín trazaba círculos de color rosa chicle en la oscuridad de la noche. La muchacha era rápida, mucho; cada vez que saltaba parecía nadar entre las corrientes de aire. El hombre tampoco se quedaba atrás; corría tras ella esquivando sus ataques, con la sonrisa de un niño adornando su cara.

El césped mal cortado y los árboles pelados dieron paso a pequeños adoquines grises que resonaron con sus pisadas, pero ellos parecieron no notarlo. Siguieron riendo y corriendo. Enfrentándose uno al otro en poses imposibles que solo podían verse en las películas antiguas de Jackie Chan. Ariel se zafaba una y otra vez de los intentos de Darío por apresarla y él a su vez cabeceaba feliz al verla escapar de entre sus dedos y poder así jugar a atraparla otra vez.

Continuaron moviéndose en círculos, la mirada atenta en el contrario. El aroma a miel, canela y algo más acariciando los sentidos del hombre, impidiéndole pensar.

A un par de metros de la parada del autobús, Darío, con la respiración agitada, se detuvo acuclillándose en el suelo. Tenía la mirada fija en su preciosa sirenita.

Ella frenó su loca carrera dejando la marquesina roja a su espalda y le observó divertida a la vez que le señalaba con un dedo. Después cerró la mano en un puño con el pulgar levantado… para a continuación girarla lentamente hasta que el pulgar apuntó al suelo.

—La cagaste, Burt Lancaster —dijo entre risas, dándole por vencido.

Darío sonrió y, en un movimiento tan rápido que el aire silbó a su alrededor, saltó hacia ella y la acorraló contra la marquesina.

—¡Te pillé! —exclamó feliz como un niño que ha atrapado la luna entre los dedos.

La reacción de Ariel no se hizo esperar. No pensó ni meditó, simplemente reaccionó con la rapidez y el instinto nacidos de vivir en un mundo en que la única ley era la del más fuerte.

Aferró con fuerza el asa del maletín y lo lanzó contra la cabeza del hombre.

Él estaba preparado. Paró el golpe con el antebrazo, le agarró la muñeca y con un giro fluido llevó la mano de la mujer hasta su femenina espalda, sujetándola contra él.

Ariel abrió los ojos como platos al comprobar que estaba demasiado cerca de él, inmovilizada, a la vez que sus pequeños pechos chocaban íntimamente contra el fuerte torso masculino, pero no se rindió. Lanzó la rodilla izquierda en dirección a las «joyas de la familia».

Darío sonrió. Podía pillarle una vez, pero no dos. Interceptó el ataque con la mano que le quedaba libre. Aferró con sus dedos la corva, desviando y utilizando la inercia del golpe para conseguir que la esbelta pierna de la muchacha envolviera su cintura.

Ariel perdió el equilibrio, a punto estuvo de caer de culo al suelo pero la mano que sujetaba su muñeca la sostuvo… por el trasero.

—Te tengo —susurró él con la mirada fija en sus rasgos de hada.

Y ciertamente, así era. La tenía. Estaba pegada a él, haciendo equilibrio sobre un pie, ya que él seguía sujetándole la pierna a la altura de su cintura.

Ariel llevó la mano que le quedaba libre hasta la nuca de Darío y se aferró a su pelo, más para no caerse que para hacerle daño.

—¿Qué miras? —siseó incómoda entornando los ojos ante su atenta mirada.

—A ti. Tienes cuerpo de duende y cara de hada. Tus ojos son…

—Del mismo color que el humo que sale del tubo de escape de un coche, gris polución —aseveró ella ladeando la cabeza, extrañada ante el arrebato poético del hombre.

—Del mismo color que la luna en las noches de primavera. Grises, cálidos y profundos.

—¿Tú te drogas? —preguntó ella muy seria.

Darío no pudo evitar reírse ante su escepticismo. Estaba comenzando a entender que Ariel no era consciente de su belleza. Para ella su precioso cuerpo no era más que la máquina que le permitía moverse. Su hermoso cabello solo era un estorbo que debía peinar cada día y sus ojos de luna, las ventanas a través de las que miraba el mundo.

Sin ser consciente de lo que hacía, soltó su rodilla y llevó la mano hasta la cara de duende que le observaba incrédula. Retiró con dedos trémulos los mechones de fuego que ocultaban la insondable mirada de la muchacha y se recreó en las asombrosas pupilas, del mismo color que el mercurio líquido.

—Tus ojos son los más hermosos que he visto nunca —acertó a decir perdido en su mirada.

Bajó lentamente la cabeza, dándole la oportunidad de retirarse si así lo deseaba, pero ella en lugar de apartarse posó las manos sobre sus fornidos hombros.

Ariel sentía las piernas extrañamente temblorosas, era muy tarde y estaba cansada. O al menos esa fue la explicación que se dio a sí misma ante la extraña necesidad de aferrarse a él.

La boca de Darío se posó sobre la de ella, cálida, tentadora. Su lengua asomó deseosa de volver a saborearla, le lamió delicadamente las comisuras, caminó sobre el labio superior y mordisqueó con ternura el inferior.

Ariel apartó la cabeza, mareada por las sensaciones que recorrieron su vientre ante la caricia.

—¿Qué haces?

—Besarte. —Su lengua volvió a posarse sobre los labios de la muchacha. Esta tembló sin poder evitarlo.

—¡Esto no es un beso! —refutó sin apartarse de él.

—Sí lo es —aseveró él descendiendo de nuevo.

¿Esto es un beso?, pensó incrédula. No es que tuviera mucha experiencia en ósculos, de hecho esta era su segunda experiencia con ellos, pero, como todo hijo de vecino, había visto a los actores besarse en las películas y los «morreos» que se daban no tenían nada que ver con lo que estaba haciendo Darío. En la tele nadie mordisqueaba, succionaba o lamía; simplemente abrían mucho la boca y se metían la lengua hasta la campanilla… o al menos eso parecía.

«Quizá Darío tenga tan poca experiencia como yo y no sepa cómo se da un beso», decidió cerrando los ojos. Puede que el tipo no supiera besar correctamente, pero lo que hacía era sumamente agradable.

Darío continuó adorando los labios de su hada, ajeno a los descarriados pensamientos de esta. Recorrió con cariño su boca de fresa, investigó con la lengua y succionó con cuidado, todo ello sin dejar de acariciar con los dedos el rostro de la muchacha. Los pómulos suaves, la naricilla traviesa, los párpados que ocultaban sus enigmáticos ojos. Besó cada peca, cada ángulo de su perfil. Descendió por su cuello sintiendo contra los labios los temblores que recorrían la delicada piel y volvió a subir hacia su tentadora boca. Besó con ternura los labios cálidos como los rayos de sol. Pasó las manos por la espalda de la joven en un simulacro de abrazo que era realmente una red de seguridad.

Darío recordaba perfectamente la primera vez que la besó. En el momento en que intentó introducirse en su boca, ella había salido corriendo como alma que lleva el diablo. Esta vez no se lo permitiría. Sus manos se anclaron con fuerza en el final de la espalda de la muchacha, dispuestas a detenerla si pretendía volver a escapar de él.

Ariel lo sintió presionar contra su boca, pero no encontró motivo para darle un buen rodillazo en los huevos. Al fin y al cabo no estaba haciendo nada raro… exceptuando ese beso extraño que no seguía las normas establecidas por Hollywood.

Cuando él lamió de nuevo sus labios inspiró con fuerza; no sabía por qué, pero le costaba respirar y sentía que el corazón le latía más rápido de lo normal. Se sujetó con fuerza a sus hombros, confundida y asustada por las sensaciones que se habían adueñado de su cuerpo. Tenía mariposas en el estómago, las rodillas le temblaban como si fueran gelatina y notaba la cara caliente, como si estuviera colorada, solo que ella nunca, jamás, se ruborizaba. Definitivamente, debía de estar incubando alguna enfermedad.

Darío sonrió al sentirla aferrarse a sus hombros. Ariel no había huido… todavía, aunque tampoco le había permitido la entrada a su boca. Frunció el ceño y se planteó, no por primera vez, qué era lo que estaba haciendo mal. Cierto que no tenía mucha costumbre de besar, de hecho no tenía ninguna, pero aun así no creía que fuera tan inútil en esos menesteres.

Ariel le descolocaba totalmente. Era tan osada, independiente y resuelta. Hablar con ella era todo un reto, no se cortaba ante nada y afrontaba cualquier situación, por complicada o peligrosa que fuera, con una sonrisa irónica, una frase lapidaria o una buena patada en los cojones. Era una mujer inteligente y ácida que había visto muchas cosas. Quizá demasiadas. Entonces, ¿por qué cuando la besaba se comportaba así? Como si no supiera qué hacer ni cómo reaccionar.

Incapaz de comprenderla, o tal vez empezando a entender que quizás ella no era tan resuelta y experimentada como él pensaba, Darío cerró los ojos y decidió que era demasiado pronto para intentar un avance más íntimo. Con firme determinación se propuso obviar el dolor que comenzaba a latir en sus testículos y las ansias de libertad de su pene erecto. Volvió a lamer con suavidad los labios femeninos, dispuesto a tomar lo que ella le ofrecía y ese preciso momento fue el elegido por Ariel para entreabrir la boca y dejar asomar su lengua.

Darío a punto estuvo de quedarse petrificado ante el impactante tacto y sabor que sintió. El aroma a canela y miel que emanaba del hada no era nada en comparación con su sabor natural, límpido, dulce… inocente. No encontraba adjetivos para definirlo. Se perdió en la calidez de su boca, acarició con ternura el rugoso paladar, el interior terso y suave de las mejillas, la uniformidad pulida de sus dientes perlados.

Sintió que la muchacha rendía sus defensas. Que sus manos de hada se colaban bajo el anorak y sus dedos arrugaban la tela de su camiseta apretando el delgado cuerpo femenino contra el suyo, fundiéndose con él. La sintió relajarse y abandonarse a sus caricias y, por extraño que pueda parecer, intuyó apenas un destello de la soledad abrumadora que la rodeaba en la manera en que sus manos se aferraban a él. No solo estaba saboreando el interior de su boca, sino también la profundidad de su alma.

¡Oh, Dios! Fue lo único que pudo pensar Ariel ante el asalto a sus sentidos. ¿Cómo había podido pensar que le metería la lengua hasta la campanilla? Nada más lejos de la realidad. Había tanta ternura y suavidad en sus caricias que se estaba derritiendo entre sus brazos. Era la primera vez que besaba a un hombre, la segunda si contaba el interludio en la Renfe de hacía quince días, pero estaba segura de que Darío era especial. Su sabor era limpio, sin rastro del hedor a cerveza o del tufo a tabaco que emanaba del aliento de algunos de los hombres con los que normalmente hablaba. Sus dientes eran tan lisos como parecían, su lengua tan perfecta como imaginaba.

Le parecía imposible sentirse como en esos momentos se sentía, a punto de desplomarse desmadejada entre sus fuertes brazos. De hecho no imaginaba ningún lugar mejor en el que desmayarse por primera vez en su vida. Estaba segura de que, si eso llegara a suceder, él la sostendría, la acogería, la cuidaría, la mimaría… la protegería.

Los músculos de acero de su amigo nada tenían que ver con estas percepciones; si él fuera un alfeñique más delgado que el palo de una escoba, se sentiría igual de cómoda. No era su fuerza física la que la hacía sentirse segura, sino la que emanaba de su interior. Su furia controlada cuando ella lo azuzaba e insultaba, su dulzura al curarle las heridas de los pies, su ternura al tener un zapatito de su sobrina como si fuera un tesoro, sus gestos de fingido dolor ante Sofía. Podría abandonarse entre los brazos de ese hombre, relajarse ante sus besos, dejar que conociera a Chocolate y condujera su adorado 124; incluso podría reposar sobre sus fuertes hombros el peso de su soledad.

Abrió los ojos asustada ante el giro repentino de sus pensamientos. Ella no estaba sola, o puede que sí lo estuviera, pero únicamente porque así lo había decidido.

Apartó la cabeza, separando sus labios de los del hombre y le miró con ojos de gacela asustada. Empujó las manos contra su poderoso pecho e intentó alejarse de él. Pero él no se lo permitió.

Darío no iba a consentir que ella se asustara y echara a correr. No ahora. No cuando había saboreado su esencia y vislumbrado parte de su alma. La aprisionó entre sus brazos, descendió hasta su boca y volvió a besarla.

Ariel se olvidó del mundo que la rodeaba, de la soledad, de sí misma y le devolvió el beso con toda la pasión que no sabía que tenía en su interior.

El ósculo se volvió salvaje; las lenguas se encontraron, se pelearon. Los cuerpos se acoplaron. Los pechos de Ariel clavaron sus pezones erectos contra el torso de Darío, y este no pudo evitar deslizar sus manos hasta el tentador trasero femenino, recorrerlo y solazarse con él, presionarlo a la vez que su pelvis se mecía, empujando su henchida y dolorida verga contra el vientre cóncavo de la muchacha.

Ariel se sobresaltó al sentir algo enorme presionar contra ella. «¿Qué es esto?», se preguntó. Seguro que no es su polla. «Es imposible que sea tan… grande», pensó un segundo antes de volver a sentir «eso» rozarse contra ella.

—¡Joder! —Se separó de él con los ojos abiertos como platos—. ¿Qué coño tienes en el pantalón? —preguntó estúpidamente. A su favor cabe decir que era la primera vez que tenía un pene al alcance de su mano… De hecho, lo tenía pegado a su vientre.

—¿Qué? —Darío sacudió la cabeza intentando alejar las brumas que entumecían su cerebro; cuando lo consiguió observó atentamente a la mujer que estaba frente a él. Parecía confusa, alterada y… curiosa—. Ya sabes lo que se esconde bajo mi pantalón —respondió asiendo una de las manos de Ariel y llevándola hasta el bulto que se marcaba en su entrepierna.

La primera reacción de la sirenita fue apartar la mano, pero eso era algo con lo que Darío contaba. La sujetó fuertemente y la obligó a continuar posada sobre él, aunque a punto estuvo de costarle la misma vida cuando ella olvidó sus reparos y comenzó a delinear con cuidado su largura y grosor.

«¿Cómo puede ser tan enorme?», pensó aturullada. Por supuesto que sabía que eso crecía y menguaba dependiendo del deseo que sintiera el hombre… Pero no había imaginado que podría llegar a ser igual de grande que el primo de Zumosol de los consoladores. Siempre había pensado que el vibrador rosa que vendía era una exageración desmesurada de cualquier pene, pero ya no estaba tan segura. Extendió los dedos intentando abarcar la protuberancia que se marcaba bajo los pantalones de Darío y no lo consiguió. Ahuecó la mano, alojando en la palma la voluminosa erección, intentando hacerse una idea de su tamaño, y el ansioso falo eligió ese preciso momento para saltar como si tuviera vida propia. Cosa que de hecho tenía. El impaciente pene tenía clarísimo lo que quería: más atenciones.

Ariel abrió los ojos como platos y centró su mirada en el bulto que se marcaba bajo el pantalón deportivo, y este, como el chico obediente e intranquilo que era, volvió a saltar, intentando acercarse a la mano que tanto gustito le daba. La sirenita no pudo evitarlo, retiró los dedos como si se hubiera quemado y soltó una pequeña risita histérica.

—¡Se mueve solo! —susurró levantando la mirada y fijándola en el rostro del hombre.

Darío tenía los ojos entrecerrados, la frente perlada de sudor y los labios fuertemente apretados. ¡La exploración le estaba matando!

Intentó con toda la fuerza de su voluntad comprender la frase que acababa de pronunciar Ariel, y cuando lo consiguió parpadeó sorprendido. Observó la mirada fascinada e ingenua de la sirenita. Parecía como si jamás hubiera tocado una polla, pero eso era imposible. Vendía juguetes eróticos, era una mujer independiente, hermosa y atrevida. No podía ser tan inocente. ¿O sí?

—¡Dios! —siseó entre dientes al intuir que sí. Sí era tan inocente.

Pues iban listos, porque él tampoco es que tuviera mucha experiencia. Mas cuando la experiencia falla, el instinto actúa.

Y el instinto actuó.

Ignoró las preguntas que asomaban a los ojos de Ariel y su propio miedo a meter la pata y volvió a fundirse en un beso, que de casto, ingenuo e inocente no tenía absolutamente nada.

Las manos del hombre volvieron a acariciar el trasero de la mujer, las de la mujer quedaron posadas una sobre el hombro masculino y otra entre los dos cuerpos; y mientras tanto los labios y lenguas de ambos se debatieron hasta que los pulmones se quejaron, exigiendo el aire necesario para su correcto funcionamiento. Se separaron aturdidos, alterados y excitados.

Ariel fue la primera en reaccionar. Su mano seguía posada sobre el pene erecto, acariciándolo y tentándolo, haciéndolo llorar de placer. Si sus padres la vieran en esos momentos fruncirían el ceño decepcionados y chasquearían la lengua enfadados. Su princesita no hacía esas cosas, o al menos no debería hacerlas en un parque público… por mucha curiosidad que sintiera.

Apartó la mano e intentó separarse de Darío. Este la sujetó para impedirlo, pero algo en su mirada lo detuvo. Parecía arrepentida.

—Ariel. ¿Qué…?

—Yo no soy así. No le toco la polla al primer tío que se me presenta —afirmó ella, sin saber si se estaba justificando ante sus padres o si le estaba dejando las cosas claras a Darío.

—Por supuesto que no —aceptó él abrazándola divertido—. Tú lo que haces es darle un buen rodillazo en los cojines al primer tío que intenta algo que no te gusta —sentenció risueño—. Menos mal que lo que yo hago sí te gusta —finalizó guiñándole un ojo.

—No seas tan gallito —espetó Ariel mirándolo fijamente y poniendo los brazos en jarras.

—Te gusta —reafirmó Darío sonriendo ante la postura adoptada por Ariel. Esa era su chica. Fiera y altiva—. Estás deseando que vuelva a besarte. Reconócelo.

Ariel se lamió los labios al observar que él descendía de nuevo sobre ella con la intención de besarla. Frunció el ceño ante sus confusos pensamientos a la vez que entrecerró los párpados para recibir ese beso, que sí, sin lugar a dudas, anhelaba y deseaba, y en ese momento vio algo por el rabillo del ojo. Algo que no le gustó nada.

—¡Tú que cojones miras, gilipollas! ¿Quieres que te parta la jeta? —exclamó apartando a Darío y colocándose frente a él para protegerlo.

Darío se giró extrañado por el arrebato de su chica y, por qué no decirlo, enfadado porque lo hubiera colocado a su espalda como si él fuera un chaval imberbe que necesitara protección. Se posicionó ante ella con la intención de dejarle las cosas bien claritas a quien fuera que hubiera llamado la atención de su sirenita, pero se quedó paralizado al encontrarse cara a cara con el «mirón».

—¡Miércoles! —siseó incapaz de creer en su mala suerte.

—Eh, tranquila… —dijo el intruso levantando las manos y dando un paso atrás; acababa de darse cuenta de que la chica, además de ser preciosa, era peligrosa.

Ariel observó con mala cara al tipo que tenía ante ella. Joven, rubio, alto, guapísimo… un completo gilipollas. Dio un paso dispuesta a partirle la cara por haber interrumpido su preludio romántico, pero Darío la detuvo.

—Ariel… Te presento a Héctor, mi hermano pequeño.