8
Allá donde se cruzan los caminos…
JOAQUÍN SABINA, Pongamos que hablo de Madrid
Darío apoyó la espalda en la pared y se dejó resbalar hasta quedar sentado en el tatami. No podía concentrarse, necesitaba un respiro.
Todos los días, en cuanto cerraba su tienda iba al gimnasio en busca de la paz que le daba hacer sus series de ejercicios. Concentrarse única y exclusivamente en ir un poco más allá, correr un poco más rápido, hacer los katas[3] de jiu-jitsu un poco mejor… Él contra su cuerpo, a solas, en silencio.
Hoy no había sido así.
Su organizada y previsible vida estaba patas arriba. Todo aquello que había supuesto inamovible había saltado en pedazos. Su familia: su padre, su hermano, su hermana y su sobrina eran el puntal de su realidad, y ahora alguien se había introducido en su vida, rompiendo su tranquila rutina, amenazando con acabar con su existencia tal y como la conocía hasta ese momento.
Marcos.
El muy cabrito se había presentado en la tienda, tras siete años desaparecido, buscando a Iris, confirmando que era su padre. Amenazando a Ruth con quitarle a la niña si no se casaba con él.
Darío lo hubiera matado de buena gana si su hermana no lo hubiera impedido. Aunque, una vez pasado el arrebato y pensándolo fríamente, sabía que jamás lo habría hecho; puede que le hubiera dado algún que otro golpe, que le hubiera dejado un ojo más morado que el otro, pero matarlo… No. No podía, no por falta de ganas, sino porque hubiera ido de patitas a la cárcel y tenía que cuidar de su padre, de su hermano, de Iris, de Ruth… aunque esta última, debía reconocerlo, se cuidaba muy bien solita, menos cuando metía la pata hasta el fondo, como ahora, enamorándose de nuevo de un capullo malnacido que merecía la muerte. ¡Miércoles!
Derrotado, sin saber qué hacer para solucionar una situación en la que no cabía su opinión, dejó caer los hombros, apoyó los codos en las rodillas y fijó la mirada en los ventanales, concentrándose en las gotas de lluvia que caían tras el cristal, buscando la serenidad que se le escapaba por momentos. Su mirada se encontró con «algo» que se dirigía hacia el gimnasio. ¿Persona? ¿Animal? ¿Espectro? No lo sabría decir, fuera estaba muy oscuro, apenas se veía nada a través de la cortina de agua que caía. Era un bulto informe y bastante alto. Quizás una persona, perdida dentro de un enorme chubasquero negro, que intentaba cobijarse bajo el diminuto tejado de la galería exterior.
Cuando ese «algo» estuvo pegado a los cristales, Darío pudo comprobar que era una mujer joven, no porque su cuerpo mostrara formas femeninas bajo el impermeable en forma de saco, sino porque la cara que asomaba bajo la oscura capucha podría haber sido la de un hada. A pesar de la distancia que los separaba podía apreciar que tenía la piel muy blanca, casi nívea, y unos labios carnosos y extremadamente rojos, del color de la sangre, casi del mismo tono que el largo flequillo que ocultaba sus ojos. La expresión de su rostro era melancólica, casi triste. La vio pasarse el dorso de la mano por las mejillas. ¿Estaría llorando? ¿Por qué? No era algo que le incumbiese, pero no pudo evitar centrar sus pensamientos en esa chica. Se la veía tan solitaria, tan desamparada ante la furia de los elementos.
¿Quién era? No recordaba haberla visto por el barrio y, debido a su trabajo en la zapatería, conocía a casi todo el mundo. De repente la joven se tensó, alerta. Darío vio un borrón aparecer en sus manos, un destello rosa chillón sobre fondo negro. La vio dar un paso, dos, y colarse como Pedro por su casa en el gimnasio, sin dejar ningún carné o pedir permiso a nadie. La observó dirigirse con paso rápido y seguro a la sala de baile, justo donde acababan de entrar Sandra y las demás. ¿Qué tramaba? Y sobre todo… ¿Qué llevaba en esa cosa negra y rosa?
Se levantó sin pensárselo dos veces y la siguió hasta quedarse parado ante la puerta cerrada, dudando, esperando oír cualquier ruido que le indicara si su presencia era necesaria o un estorbo. Quizá la muchacha conocía a Sandra… o lo mismo las estaba atracando. Pegó el oído a la puerta, pero solo le llegó el runrún de una conversación.
—¡Dios Santo! ¡Dame eso! —Escuchó gritar a Sandra.
Darío no se lo pensó más. Abrió de un empujón y entró preparado para inmovilizar a la supuesta ladrona y arrancarle cualquiera que fuera el arma con la que estuviera atacando a las chicas.
Ariel se giró asustada al oír el golpe que dio la puerta contra la pared. Un tipo enorme y con cara de mala leche la estaba mirando como si fuera el aperitivo del día. Su instinto tomó el control. Años de peleas en el instituto, de defenderse en barrios poco recomendables, de dejar clarito que no era presa fácil para nadie, habían dejado en su mente una huelle indeleble.
No se lo pensó dos veces, aprovechando la inercia del giro tomó impulso con la mano que sujetaba el maletín y golpeó con fuerza al gorila en un lateral de la cabeza. Mientras él se llevaba las manos a la cara, le agarró de los codos y tiró con fuerza hacia sí misma, desequilibrándole, obligándole a adelantar el pie derecho, momento en que le golpeó con su pie en un barrido bajo, perfectamente ejecutado, que le robó el precario equilibrio.
Darío acabó tirado en el suelo sin saber cómo.
—¿Te has hecho pupa? —preguntó ella con sorna. Mantuvo los pies separados, las rodillas ligeramente dobladas y las manos apoyadas en los muslos con los dedos mirando hacia dentro.
Si las estrellas pudieran bajar del cielo estarían en ese momento dando vueltas alrededor de la cabeza de Darío, como en los dibujos animados. Estaba patidifuso, no por el porrazo que se había pegado, ni por el golpe en la cabeza con el ¿maletín de maquillaje? Estaba atónito porque una niñata, vestida como el hombre del saco y con cara de hada, le había tumbado. A él. Sí, a él, que llevaba años estudiando jiu-jitsu. Y por si fuera poco, lo había dejado fuera de combate con un ashi barai[4] de principiante y no contenta con eso ahora lo miraba desde arriba, amenazadoramente inmóvil, asumiendo una postura jigotai[5].
—¿Quién coj… minos eres? ¿De qué mier… coles vas? —exclamó Darío conteniendo en el último momento los tacos que pugnaban por salir de sus labios.
—¿Tú eres tonto o te lo haces? —preguntó Ariel alucinada por la manera de hablar del tipo.
—¿Me estás llamando tonto? Mira, niñata, ten cuidadito con lo que dices… —amenazó él incorporándose. La cabeza le zumbaba por el golpe.
—¿O qué? —interrumpió ella—. ¿Romperás mi maletín con tu cara?
—Serás bruja…
—Claro, hombre, te he echado un hechizo para que te fallaran las rodillas y por eso te has caído. Tu inutilidad no ha tenido nada que ver —se burló dando un par de pasos atrás al ver que el mastodonte se ponía de pie, no porque tuviera miedo de él, sino porque de tonta no tenía un pelo.
—¡Manda hue… sos! Ya puedes ir saliendo por la puerta. —Darío se alzó imponente en toda su estatura y señaló con el dedo la salida.
—Échame —siseó Ariel apoyando las manos en las caderas. Ahora que por fin parecía que tenía alguna posibilidad de venta, solo la sacarían de allí con los pies por delante.
—Ey, chicos, tranquilos —intercedió la morena bajita que había pedido entusiasmada el tanga de chocolate, la primera posible clienta de Ariel—. Darío, no pasa nada; Ariel es una… —Sandra miró a la vendedora de juguetes eróticos— ¿amiga?
—¿Una amiga? No me jo… robes. Se ha colado y os ha seguido hasta aquí con la intención de robaros.
—¿Me estás llamando ladrona? —preguntó la interpelada muy bajito, acercándose a él hasta quedar plantada casi nariz contra nariz.
—¿Tú qué crees? —contestó el hombre inhalando profundamente. Entrecerró los ojos, y se acercó más a ella para saborear el enigmático y sensual aroma que se había colado en sus fosas nasales sin pedir permiso.
—¡Alto! ¡Tiempo muerto! —interrumpió Sandra de nuevo. Puso una mano en el pecho de cada uno de los contrincantes, separándolos—. Darío, Ariel nos estaba enseñando… unas cosas. No pasa nada, de verdad. Yo la he invitado a entrar —finalizó dejando claro con la mirada que no había más que hablar.
—¡Y una mier… coles! No me lo creo —replicó él alejándose de la bruja y su aroma. Recuperando la cordura que por un momento le había sido arrebatada—. Se ha colado en cuanto Toni se ha despistado. Lo sé porque la he estado observando desde que ha aparecido por la galería —explicó cruzándose de brazos.
—¿Te gusta mirar? ¿Te «pone» observar a la gente escondido tras un cristal? Chico, te tenía por torpe —comentó Ariel burlona—, pero no imaginaba que también fueras un pervertido. —Sonrió cruzándose de brazos, imitando la postura altiva del hombre. Para chula: ella—. Y otra cosa, no he aprovechado el despiste del portero. Cuando me he decidido a entrar, al tipo le han dado ganas de echar las tripas; casualidades de la vida —comentó encogiéndose de hombros.
—Mira, niña, no te pases de lista y no te hagas la tonta, que no te pega —gruñó Darío, tan enfadado que no cayó en la contradicción implícita en la frase. ¡Menuda bocaza tenía la nenita!
—No, eso va más contigo. No te lo tienes que hacer, lo eres —dijo ella hundiéndole un dedo en el pecho.
—No me toques —siseó él apartándole el dedo de un manotazo. ¡Hasta ahí podían llegar!
—¿Por qué? ¿Tienes miedo de perder el equilibrio y volver a caerte al suelo? —preguntó ella volviéndole a clavar el dedo en el pecho.
—¡Ariel! Deja de meterte con Darío —exclamó con autoridad Sandra—. ¡Darío! Ariel es mi invitada. Punto.
—No me jod… —comenzó Darío.
—Punto —reiteró Sandra alzando la barbilla.
—Vale, tú misma —aceptó él dándose la vuelta enfurruñado, saliendo de la sala y cerrando la puerta con un sonoro portazo.
Si la dueña del gimnasio decía que la bruja era una invitada, así sería, pero él no se lo tragaba.
—Bueno, chicas. ¿Dónde nos habíamos quedado? —preguntó Sandra dirigiendo la vista hacia algo negro tirado en el suelo.
Las demás mujeres miraron hacia donde señalaba.
Abandonado en el suelo estaba el tanga comestible de chocolate… El que Ariel estaba mostrándoles cuando Darío entró en la sala.
Sandra lo cogió y lo observó atentamente.
—¿Dices que esto es comestible? —preguntó arrancando un trocito de la «tela» y metiéndoselo en la boca—. Pues sí, y está riquísimo.
Y quizás esto fue una señal, porque, todas a una, las demás mujeres se acercaron a probar su trocito de tanga.
Ariel respiró de nuevo y se agachó para recoger su maletín del suelo y comprobar que todo estaba más o menos en su sitio. Una mano se posó en su hombro. Era una mujer de unos treinta años, rubia, con el pelo cuidadosamente peinado y perfectamente maquillada, con un chándal precioso en tonos burdeos y unas deportivas con un poco de tacón a juego. Tan arreglada que desentonaba totalmente con el ambiente del gimnasio.
—¿Estás bien? —preguntó amablemente—. Darío a veces es un poco bruto, pero no suele ser mala persona.
—Claro que estoy bien, ese ceporro es incapaz de tocarme un pelo —respondió Ariel con suficiencia.
—Sí. Ya he visto que lo has tumbado en un periquete. Por cierto, soy Bridget, pero mis amigos me llaman Bri.
—Hola Bridget, yo soy Ariel.
—Llámame Bri —afirmó la rubia sonriendo—. Veamos, quítate el abrigo, ponte cómoda y dime, ¿qué más sorpresas llevas en ese maletín?
Ariel miró a Bri, sonrió y la obedeció.
Diez minutos después el vibrador rosa con orejas, los catálogos, los aceites, lubricantes y un menguadísimo tanga de chocolate corrían de mano en mano a través del círculo de mujeres sentadas en el suelo de madera de un gimnasio de barrio.
El grupo resultó ser muy heterogéneo. Lo formaban un par de mujeres casadas y tres solteras; algunas no llegaban a la treintena y otras, como Sandra y Nines, pasaban con creces de los cuarenta.
Ariel descubrió, entre risas y mordiscos al tanga, que todas vivían en Alcorcón, que se veían todos los lunes, miércoles y viernes para hacer ejercicio y charlar sin maridos ni novios presentes.
Aunque todas se interesaron por los juguetes, fue sin duda Sandra la que dio el pistoletazo de salida a su carrera como vendedora.
Era la dueña del gimnasio y resultó ser una mujer agradable y divertida, sin pelos en la lengua y con una curiosidad infatigable para según qué productos del catálogo —en realidad, todos, menos los juguetes anales—. Al final acabó comprando un vibrador «experiencias mágicas», un par de lubricantes al agua con sabor a fresa y dos tangas de chocolate para su marido porque, según sus propias palabras, pensaba desayunárselo a la menor oportunidad.
Cuando Ariel rellenó la hoja de pedido y le confirmó a Sandra que esta no pagaría nada hasta que le fuera entregado, las demás mujeres del grupo se apresuraron a pedir ropa interior comestible y, por si fuera poco, Bri escogió unas cucas esposas forradas de terciopelo rosa y Natalia se animó con una caja de preservativos de sabor frambuesa con estrías. Además, dejaron en suspenso varios productos a la espera de ver el «resultado» que le daban a la jefa.
Una hora después de colarse en el gimnasio, Ariel se levantó del suelo con su maletín en una mano y su abrigo en la otra. Había acordado con sus clientas llevarles los juguetes dentro de dos semanas. También le dejó un par de catálogos a Sandra para que los enseñase al resto de mujeres que habían faltado ese día.
Abrió la puerta de la sala y traspasó feliz el umbral, con una sonrisa en la boca de esas que hacen estragos en los afortunados que las ven.
Y el (des)afortunado que la vio, no fue otro que…
Darío estaba sobre el banco de abdominales inclinado a cuarenta y cinco grados, tenía las rodillas encajadas en el extremo más alto y su cabeza reposaba a escasos centímetros del suelo. Esta era la posición que más le gustaba y en la que más esfuerzo realizaba. O que debería realizar, porque, en vez de hacer la serie de abdominales, estaba tumbado con las manos bajo la cabeza pensando en las musarañas. O más exactamente, en una ninfa malcriada y deslenguada, con conocimientos de artes marciales, que le había dejado en el más absoluto de los ridículos. Y que, por si fuera poco, olía como las hadas, si es que las hadas huelen a algo.
Cerró los ojos y tensó los músculos dispuesto a comenzar de una buena vez sus ejercicios. Respiró profundamente y se alzó hacia sus pies. Pero no llegó a completar el movimiento, el recuerdo de su aroma estaba tan dentro de su cerebro que no le dejaba concentrarse. ¿Cómo podía oler tan bien la condenada? Abrió los ojos enfurruñado. ¡No había manera! En fin, se consoló a sí mismo, estaba seguro de que bajo el enorme chubasquero negro habitaba el cuerpo horrendo de una bruja, aunque tuviera unos rasgos dignos del reino de la fantasía.
En ese momento oyó abrirse la puerta de la sala de baile, echó atrás la cabeza en un ángulo casi imposible para ver quién salía de allí. Era ella. Y no tenía el cuerpo de una bruja.
Era alta, no tanto como él, pero casi; debería rondar el metro ochenta. Vestía unos vaqueros anchos y caídos de cintura, nada sexis, que tapaban de la manera más horrenda posible sus larguísimas piernas; llevaba una camiseta negra que dejaba al aire su vientre liso y de marcados abdominales, y sobre aquella, una camisa a cuadros abierta, similar a las que él usaba, y, si no le engañaba la vista, más o menos de la misma talla que las suyas. El fino cuerpo de la muchacha volaba dentro de la enorme prenda y esto, en vez de hacerla parecer desarrapada, provocaba el efecto contrario. Le confería un aspecto etéreo, o al menos así se lo parecía a él.
Gruñó en silencio. La cosa se iba arreglando por momentos: no solo olía demasiado bien, sino que además su figura era demasiado bonita. Ascendió con la mirada por el cuerpo de la joven. Tenía el cuello delgado y grácil, y un rostro divino de rasgos afilados, pómulos altos y marcados, ojos grises como un cielo tormentoso y labios carnosos y rojos como la sangre, en perfecto contraste con un cutis que era tan blanco como la nieve. Su tez tenía un aspecto sublime, natural, sin ningún artificio o maquillaje que estropeara la armonía de sus facciones. Lo más intrigante de esa mujer era su peinado, si es que a «eso» se le podía llamar peinado. Tenía el pelo rojo. Ni caoba ni rojizo. Rojo. Ese rojo brillante y casi anaranjado que solo podía ser producto de la genética. Lo llevaba muy corto, casi como un militar, excepto el flequillo liso y largo hasta los labios, que en ese momento llevaba retirado de la cara, enganchado tras una oreja. Cuando giró la cabeza para despedirse de las chicas, Darío se percató de que también tenía un mechón de pelo trenzado que le caía desde la nuca hasta la mitad de la espalda, como si fuera una coletilla hippie. Era el corte de pelo más raro que había visto en su vida, y, aun así, todo en conjunto era de una belleza especial, única, más aún con esa sonrisa aniñada y feliz que adornaba su preciosa cara en esos momentos.
Ariel caminó rápidamente hasta la salida, y pasó junto al banco de abdominales, tan sumida en su recién encontrada felicidad que, aparentemente, ni se dio cuenta del hombre que cerró los ojos e inspiró profundamente.
Ese aroma… picante y dulce, cálido y sensual, intenso y natural. Era una fragancia única para una mujer única, y aunque Darío en esos momentos no lo sabía —pero sí lo sospechaba— era una esencia que se colaría en sus sueños más de una noche.
Bridget observó a la pelirroja salir del gimnasio, y no le pasó desapercibido el gesto de Darío cuando esta pasó junto a él. Se giró y miró a las demás mujeres con una sonrisa en la boca.
—Una chica extraña, ¿verdad?
—Más bien divertida —afirmó Sandra.
—Sí, hemos pasado una tarde estupenda con ella, pero viste de una manera rara, no sé, como con retales, o algo así. La camisa le quedaba enorme y mejor no hablar de los pantalones —comentó Bri como quien no quiere la cosa.
—Cada cual viste como quiere —contestó una de las chicas.
—Claro que sí. Cada cual viste según su personalidad. —Amplió la opinión Bridget—. ¿Creéis que volverá con lo que le hemos encargado?
—¿Por qué no? —preguntó Sandra extrañada.
—No sé… —suspiró Bridget indecisa.
—Claro que va a volver. Si no vuelve para traernos las cosas, no las cobra… ¿Qué vendedora haría algo así? —respondió Nines. Le había caído genial la zagala, y se negaba a pensar nada malo de ella.
—Bueno, no nos ha enseñado ningún carné de su empresa ni nada por el estilo —sembró Bri la duda—. Pero claro, ¡qué tonta soy!, tienes toda la razón, Nines. Mientras no paguemos por anticipado, estamos seguras al cien por cien de que nos traerá las cosas.
—¿Estás insinuando algo? —preguntó Sandra recelosa. Hacía años que conocía a Bri, y sabía exactamente de qué pie cojeaba.
—Por supuesto que no. Es solo que… ya sabéis. Los vendedores ambulantes a veces… Bah, son tonterías mías, no me hagáis caso. Bueno, chicas, me tengo que ir; ya es tarde y me estarán esperando en casa para cenar. Chao. —Se despidió de todas con una sonrisa enorme en los labios y un guiño de ojos.