27

He corrido y me he arrastrado.

He trepado los muros de esta ciudad

solo para estar contigo.

U2, I Still Haven’t Found What I’m Looking For

22 de abril de 2009

Las puertas del tren se abrieron, el andén de la estación se llenó de gente con el agotamiento pintado en sus caras tras un duro de día de trabajo. Decenas de hombres y mujeres caminaron cansados en dirección a los torniquetes de salida. Arrastraban los pies mientras sujetaban con dedos sin fuerza sus bolsos, mochilas y maletines. Bajaron con paso mesurado los abundantes peldaños de la escalera que les llevaría a la calle. Eran personas de rostros cabizbajos y cuerpos fatigados que obligaban a sus pies doloridos a dar el siguiente paso. En definitiva, el tren de las ocho y cuarto de la tarde vomitó en el andén, como cada tarde entre semana, un maremágnum de individuos anónimos que avanzaban en diferentes estados de lentitud.

¿Todos?

No. Todos no.

Un individuo destacaba entre el resto. Un borrón de color rojo corría con rapidez vertiginosa por el andén. Sorteó con saltos y quiebros imposibles a los que se acomodaban en las escaleras mecánicas y atravesó como un cohete las puertas de la estación.

El borrón rojizo cruzó el parque esquivando a los adolescentes, las mamás y los niños que aprovechaban el inusitado calor de esa estupenda tarde de primavera. Se saltó semáforos en rojo y voló sobre la acera hasta llegar a un edificio de dos plantas. Ignoró el supermercado que había en la inferior y subió raudo y veloz a la superior. Detuvo su loca carrera frente a los ventanales que daban al gimnasio de barrio, tomó aliento y miró su reloj. Solo llegaba media hora tarde.

Darío observaba impaciente la entrada del gimnasio desde hacía más de una hora. Héctor se había prestado voluntario para cerrar la zapatería, y él había aprovechado para acudir antes de la hora de la cita por si su sirenita llegaba pronto. ¡Pobre iluso!

—Lo único femenino que tiene Ariel en su carácter es su gusto por la impuntualidad —gruñó a nadie en especial.

—No te pongas nervioso. Llegará antes o después —afirmó Sandra divertida.

Era gracioso ver a ese moreno grandote, tan serio y circunspecto, caer de rodillas ante su amiga pelirroja. Verle tan colado por ella que hasta hablaba solo.

—Más le vale llegar antes… —refunfuñó el hombre mirando su reloj.

En ese momento la vislumbró tras las cristaleras. Él, y todo el gimnasio.

Una preciosa hada pelirroja, vestida con unos leggings negros, botas de montaña y una enorme camisa de leñador a cuadros rojos y negros.

En el mismo instante en que Ariel entró sus amigas la rodearon, como de costumbre, y apenas si alcanzó a ver el gesto contrariado de Darío. Se encogió de hombros y sonrió, dispuesta a pasar un rato ameno con sus compañeras en la sala de baile, como hacían siempre. Se equivocó.

Darío observó indignado cómo las chicas rodeaban a su novia y la alejaban de él.

—Ah, no. Esto sí que no —musitó para sí—. Si quieren hablar con ella, tendrán que aguardar su turno. Tiene una cita conmigo, y no pienso esperar ni un segundo más.

Se abrió camino a través de bicicletas, cintas, poleas y pesas. Empujó sin compasión a todo aquel despistado que osó interponerse en su camino. Nada ni nadie lograría interferir entre él y su destino.

Ariel observó pasmada como una tras otra las personas que la rodeaban fueron apartadas a un lado por la fuerza demoledora del huracán Darío. Abrió la boca para saludarle con un sencillo «hola», pero no le dio tiempo a articular ninguna palabra. Su amigo llegó hasta ella, pasó un brazo por su cintura, pegándola a él, aferró con la mano que tenía libre su nuca, y le estampó en los labios un beso tan apasionado que, por primera vez en su vida, a Ariel le tembló todo el cuerpo, desde las piernas hasta las pestañas.

—¿Dónde te has metido? Llevo toda la vida esperándote —le reprochó Darío con sus labios a escasos milímetros de los de ella.

—Sí, claro, toda la vida, y parte de la otra… ¡No seas exagerado! —exclamó Ariel divertida, empujándole para separarse de él. Estaban en mitad del gimnasio, rodeados de amigos… No era el mejor lugar para darse el lote.

—Ah, no. Tú de aquí no te escapas. —La envolvió entre sus brazos—. Hay mucha loba cerca y, en cuanto te suelte, te secuestran y desapareces.

—Suelta, tonto. —Ariel intentó zafarse sin conseguirlo.

—Ni lo sueñes. —Darío no bromeaba. Estaba hasta los mismísimos cojines de compartirla con todo el mundo.

Darío buscó una posible ruta de escape, pero no la encontró. La puerta estaba ocupada por las amigas de su novia, en especial por Bri, que se había plantado en mitad del umbral con los brazos cruzados y cara de: «Por aquí no te escapas». El gimnasio estaba lleno de gente, en el tatami estaban Elías y un par de hombres practicando katas, y… la sala de baile se hallaba desocupada; si las chicas la podían usar, él también.

Tiró de Ariel en esa dirección con un plan en mente. Dejaría pasar unos minutos y, cuando todo el mundo volviera a sus asuntos, se escabullirían fuera del gimnasio sin que nadie se diera cuenta.

—¿Pero qué haces? —le preguntó ella, divertida ante su arrebato.

Y por toda respuesta, Darío hizo lo más razonable del mundo mundial. La cogió en brazos, la llevó hasta la sala, traspasó el umbral, la cerró de una patada y apoyó la espalda contra la puerta. De esa manera nadie podría molestarles.

—¡Por fin solos! —exclamó besándola de nuevo a la vez que la dejaba en el suelo—. Menuda panda de cotillas que hay aquí, no te dejan tranquila ni a sol ni a sombra. ¿Dónde te has metido? Te he llamado todos los días pero o no me responden o me responde una bruja —indicó sin dejar de besarla.

Posó sus enormes manos en el trasero de Ariel y la instó a pegarse a él, a alojar contra su vientre femenino la imponente erección que le estaba matando. Recorrió con besos fugaces sus labios, sus pómulos, sus párpados y volvió a bajar hasta su boca. La devoró con exquisita fruición, paladeando el sabor dulce de su lengua, el tacto sedoso del interior de sus mejillas.

—¿Una bruja…? —preguntó Ariel incapaz de concentrarse en nada que no fueran los besos de su amigo.

Se aferró a sus poderosos hombros y se acercó más a él. Sentía los pechos hinchados, pesados. Los pezones le hormigueaban a cada roce con el torso masculino, las piernas le temblaban, sentía las braguitas húmedas y tenía calor, mucho calor. Necesitaba que sus manos la tocaran y acariciaran, que recorrieran su cuerpo parándose allí donde estaba ardiendo. Podría desmayarse entre sus brazos, dejarse ir, dejar incluso de pensar, solo sentir. Sentirle a él. A nadie más.

No entendía qué le estaba pasando. ¿Por qué se sentía tan blandengue? ¿Por qué le daba vueltas la cabeza? ¡¿Por qué se estaba comportando como una idiota descerebrada?!

Le empujó de nuevo, intentando separarse un poco, por lo menos para que el aire pudiera pasar entre ellos. Necesitaba respirar, refrescarse y recuperar la cordura.

Lo último que deseaba Darío era que ella se separase de él. Necesitaba tocarla, acariciarla y besarla. Lo llevaba necesitando desde el momento en que sus ojos se posaron sobre su preciosa cara de hada. Por tanto, hizo lo único que podía hacer un hombre desesperado. Apretarla de nuevo contra él y continuar besándola.

—Tranquilo… —jadeó Ariel—. Déjame respirar.

—No te hace falta respirar.

—¡Claro que me hace falta! ¡Estoy a punto de desmayarme! —En cuanto dijo esas palabras, Ariel abrió los ojos como platos y se llevó las manos a los labios. Ella no podía haber dicho esa cursilada. Ella no se comportaba así. Ella no se desmayaba. Y punto.

—No te has desmayado en tu vida, no se te ocurra hacerlo ahora —le regañó Darío. Pues solo le faltaba eso. Ahora que por fin la tenía bien cogida entre sus manos, ¡no iba a dejarle tirado!

—Pues claro que no me voy a desmayar, estás más colgado que las campanas de una catedral si piensas eso de mí —le advirtió dándole un capón.

—¡Ay! ¿Por qué has hecho eso? —se quejó llevándose las manos a la cabeza. Le había golpeado con los nudillos. Con premeditación y alevosía. ¡Esa era su sirenita!, pensó feliz.

—Para que me soltaras.

—Podrías habérmelo dicho, en vez de atizarme.

—Te lo he dicho y has pasado de mí como de comer mierda.

—Normal.

—¿Normal?

—Así has probado un poco de tu propia medicina.

—¿De mi medicina? ¿De qué estás hablando ahora? —interrogó Ariel alucinada.

—Llevo llamándote desde el domingo, y… has pasado de mí como de comer mierda —le replicó con sus propias palabras.

—¿Llamándome? ¿Adónde?

—Al número que marcaste en mi móvil.

Ariel solo pudo parpadear ante la afirmación de su amigo. No tenía ni la más ligera idea de lo que estaba hablando.

Darío observó la reacción de su hada y un segundo después negó con la cabeza.

—No te lo ha dicho.

—¡¿No me lo ha dicho quién?! —increpó Ariel comenzando a perder la paciencia ante tanta adivinanza.

—¡No me lo puedo creer! Esto es alucinante. En serio. Me he tirado tres días llamándote y ¿te lo ha dicho alguien? No, por supuesto que no. ¿Para qué te lo iban a decir? Menuda tontería, si solo son las llamadas de tu novio. ¿Qué importancia tiene que quiera hablar contigo? Ninguna. Si no pasa nada. Al fin y al cabo nos vemos todos los días, qué más da una llamada más o menos… ¡Como pille a esa bruja la mato!

—¡Para el carro, Darío! —gritó Ariel intentando colar una palabra entre la parrafada inconexa e indignada de su amigo. Porque eso de ser novios, habría que discutirlo—. ¿A qué número has llamado? —Marcó cada palabra, a ver si, así, él era capaz de explicarse para que ella le entendiera.

—¿Recuerdas que el viernes pasado llamaste a tu compañera de habitación desde mi móvil? —preguntó Darío armándose de paciencia. Las cosas estaban bien claritas. Ariel asintió—. Bueno, pues se quedó grabado, así que llevo desde el domingo llamándote mañana, tarde y noche…

—¡No lo dirás en serio! —susurró aterrorizada. Ahora entendía el cachondeo de Minia y las malas caras de Lulú de esos últimos días.

—¡Por supuesto que lo digo en serio! ¿Y sabes qué? Ni Dios se ha molestado en hacerme caso —aclaró indignado—. Por la mañana no lo coge nadie, y a partir de las cinco me lo coge una vieja, y me dice que no estás y que deje de molestar.

—¡Joder! Voy a matar a Minia.

—¿Quién es Minia? ¿Tu compañera no era Lulú?

—Minia es la dueña de la pensión. Por las mañanas desconecta el teléfono para dormir sin que la molesten, y por las tardes, en cuanto dan las cinco, Lulú empieza a trabajar y yo me largo con viento fresco. Por tanto era imposible que me localizaras —contestó Ariel enfadada—. Pero aun así, ¡tendría que haberme dicho algo!

Minia debería haberle dicho que Darío estaba llamando. Seguro que su silencio había sido cosa de Lulú. Su jefa últimamente estaba empeñado en que los hombres la miraban demasiado… ¡Qué estupidez! A ella nadie la miraba demasiado; no había nada que mirar en su cuerpo, ni tetas ni culo ni cara bonita. Lulú estaba llevando el amor por su profesión demasiado lejos. Ella no le iba a quitar ningún cliente, y, además, ¡Darío no era un cliente!

Darío parpadeó intentando absorber toda la información que Ariel acababa de darle. ¿Lulú trabajaba en la habitación por la tarde? ¿Qué clase de pensión era aquella?

—¿En qué trabaja Lulú? —preguntó suspicaz.

—¿Habéis acabado ya, tortolitos? —preguntó en ese momento Bri. Había entrado en la sala aprovechando que Darío se había quedado tan petrificado por la respuesta de Ariel que se había despegado de la puerta.

—Hola, Bri —saludó Ariel con una sonrisa.

—Qué oportuna —musitó Darío. Ariel le dio un codazo—. ¡Ay!

—Como hemos visto que no traes el maletín de los juguetes, las chicas y yo nos estamos preguntando si no te importaría darnos algunas nociones más de defensa personal. Siempre y cuando no tengas nada mejor que hacer, claro —apostilló la rubia mirando ladina a Darío—. Desde aquel día no hemos vuelto a practicar contigo… y entre nosotras no es lo mismo —solicitó Bri con carita de niña buena.

—Sí tiene algo mejor que hacer —siseó Darío enfadado.

—¡Darío! No digas eso. Si a Sandra no le importa que use el tatami, a mí me parece estupendo que demos unas cuantas patadas —aceptó Ariel.

Su madre siempre decía que a las amigas había que cuidarlas, y su padre se sentiría superorgulloso de saber que ella, por fin, tenía amigas de su mismo sexo. No iba a dejarlas de lado por unos cuantos besos… Por muy alucinantes que fueran.

—¡Estupendo! —exclamó Bri dando la mano a Ariel y tirando de ella hacia el tatami.

—¡Miércoles! —musitó Darío enfadado.

Bri giró la cabeza y le dedicó al hombre una sonrisa que Ariel jamás había visto, ni vería nunca en su cara. Una sonrisa similar a la de las víboras, pero mucho más venenosa.

Dos horas después, Darío, echando humo por cada poro de su piel, se sentó en la máquina de remos. Estaba hasta las mismas narices de las prácticas de las chicas. Se negaba en rotundo a seguir haciendo de pelele para sus patadas, puñetazos y trucos varios. Más aún cuando podía ver en el rostro de la mayoría de las mujeres el cansancio y las ganas de dejarlo que tenían. Pero no, Bri no lo permitía. Una y otra vez instaba a Ariel a que les enseñara un truco más, una patada más, un golpe más. Estaba seguro de que la condenada mujer lo estaba haciendo a propósito.

—Te lo has montado fatal, colega. —Elías se sentó junto a Darío y le pasó un brazo sobre los hombros, como si fueran los mejores amigos, y realmente lo eran—. Al principio lo has hecho cojonudo, secuestrándola en ese arrebato tan pasional y romántico, pero luego te has dejado engañar por Bri, y te ha jodido vivo.

Sandra, que estaba frente a ellos, asintió ante las palabras de su marido.

—¿Y qué se supone que debo hacer? ¿La vuelvo a secuestrar?

—No, ahora Ariel no te lo iba a permitir. Está alerta y para secuestrarla la tienes que pillar desprevenida —le advirtió Sandra—. Pero puedes intentar llevártela hacia un extremo del tatami con la excusa de ejercitar algún kata mientras las chicas practican sus golpes… A partir de ahí, y si sabes jugar bien tus cartas —arqueó un par de veces las cejas—, entretendrás a Ariel y las chicas, que no son tontas, se esfumarán, se ponga Bri como se ponga —susurró mirando enfadada a la rubia.

Darío observó a sus amigos, desvió la mirada al tatami y la dejó posada en Ariel.

Un cuerpo se interpuso entre sus ojos y su sirenita. Bri.

Se levantó de golpe de la máquina de remos, caminó decidido hasta el tatami, se descalzó de un par de patadas y de un salto se colocó ante Ariel.

—¡Ataca! —exclamó.

Ariel no se lo pensó, sonrió divertida y le lanzó una patada al pecho.

Darío la paró con el antebrazo. Ariel proyectó un golpe al cuello con el canto de la mano. Darío lo detuvo apresándole la mano con un giro de muñeca. Dio un fuerte tirón y, antes de que pudiera darse cuenta, Ariel estaba pegada a él. Le devoró la boca hasta dejarla temblando y después la dejó ir.

—Vamos, ataca —la instó con un gesto de la mano.

—¿A qué coño juegas? —preguntó Ariel alucinada por el beso. No se lo esperaba. Para nada.

—Las reglas son fáciles: cada vez que te «cace», te robaré un beso.

—¿Y si soy yo quien te caza a ti?

—Entonces me lo robas tú —explicó Darío lanzando una patada al tobillo con la intención de tirarla al suelo.

Ariel la esquivó sin problemas y, aprovechando que su amigo había perdido momentáneamente el equilibrio, enganchó con un pie la corva de su rodilla y tiró. El hombre cayó al suelo todo lo largo que era, y Ariel se tomó su premio. Se sentó a horcajadas sobre su regazo, puso ambas manos sobre su torso, buscó sus tetillas con los dedos, y las pellizcó con cuidado.

—Si te cazo, pagas con un castigo —afirmó ladina. Pensaba hacerle rabiar de lo lindo.

Un segundo después la pareja estaba de nuevo de pie, dispuestos a continuar con su particular reto, ajenos a las miradas divertidas de sus amigas, y a la enfadada de Bri.

Media hora después, el tatami estaba ocupado únicamente por ellos dos. El resto de las mujeres se había ido, al fin y al cabo era tarde y estaban cansadas.

Sandra y Elías se afanaban en dejar el gimnasio y los aparatos en óptimas condiciones para la jornada del día siguiente mientras Bri, indiferente a todo, hojeaba una revista de musculación sentada en un banco.

—Puedes llevártela si quieres —comentó Elías señalando la revista con la mirada.

—Oh, no, gracias. Solo le estoy echando un ojo —contestó Bri, ignorándolo.

—Vamos a ir cerrando —indicó Elías. Su mujer era más cortés, pero él prefería ir al grano, sobre todo cuando estaba al corriente, por lo que veía, y por lo que le contaba Sandra, de las artimañas de Bri para mantener a Ariel bajo su «tutela».

—Ah, sí. No me había dado cuenta —dijo mirando el reloj de pared. Faltaba un cuarto de hora para las doce de la noche—. Voy a avisar a Ariel de que va a perder el último tren.

—No hace falta. Darío me ha dicho que la va a llevar a casa —mintió Elías.

—No tiene coche con que hacerlo.

—Se lo ha dejado Ruth, su hermana.

—Ah, bueno. De todas maneras, me gustaría decirles adiós. —Bri se levantó e intentó ir hacia la pareja que jugaba sobre el tatami.

—Déjalos tranquilos, están muy entretenidos —le advirtió Elías cansado del juego de la rubia.

—Solo voy a despedirme de mi amiga —dijo con fingida inocencia.

—No te preocupes, Bri. Ya les digo yo que les mandas saludos y besos —se interpuso Sandra con rostro severo.

—Si eres tan amable —sonrió Bri con falsedad.

—Lo soy.

Ajenos a la mujer airada que abandonaba el gimnasio, Ariel y Darío continuaban su particular guerra.

—¡Auch! —se quejó el hombre al dar con sus huesos en el tatami por enésima vez.

Ariel le observó risueña y pensó en qué le haría en esa ocasión. Le había dado algún que otro mordisquito, un par de pellizcos flojos y un cachete en el trasero…

Darío se acomodó de lado en el suelo, intentando ocultar como fuera posible su tremenda erección. Lo cierto era que si caía tan a menudo no era por torpeza o porque Ariel fuera más diestra que él en katas, sino porque disfrutaba viéndola reír como una niña pequeña. Lo malo era que, con tantos castigos, roces y besos robados, estaba total e irremediablemente excitado.

Ariel se arrodilló al lado de su amigo, pasó lentamente los dedos por debajo de su camiseta, a la altura de las costillas, y comenzó a hacerle cosquillas.

—¡Bruja! —exclamó él, revolviéndose sin poder evitarlo.

Un segundo más tarde estaba en pie de nuevo, observando los movimientos de su novia, buscando un indicio que le dijera por dónde le pensaba atacar esta vez. La sirenita tramposa le lanzó una patada a las costillas que él paró sin problemas con la mano, y que le dio la oportunidad de sujetarla por el tobillo, pero Ariel se tiró al suelo por sorpresa, desequilibrándole y haciéndole caer. Un instante después, la muchacha estaba a horcajadas sobre él, levantándole la camiseta y buscándole de nuevo las cosquillas.

—Ah, no. Eso sí que no. Ahora me toca a mí —jadeó Darío entre risas.

Le sujetó las muñecas, y giró sobre sí mismo, dejándola de espaldas sobre el tatami.

—Ahora me las vas a pagar todas juntas. —Se colocó entre sus piernas y bajó la cabeza para besarla.

Ariel se tensó ante el primer roce de sus labios. Desde que habían empezado con ese juego se notaba extraña. Por un lado se lo estaba pasando en grande, pero por otro su cuerpo estaba reaccionando exageradamente a los besos de su amigo. No lo entendía. Eran solo besos, nada más. Apenas duraban dos segundos y luego la dejaba libre, pero tenía la piel erizada, los pezones le ardían, y sentía escalofríos que la recorrían de arriba abajo, hasta quedar alojados en su bajo vientre. No comprendía las reacciones de su cuerpo. No estaban haciendo nada fuera de lo normal, nada por lo que sentirse tan excitada. Amagos, patadas, quiebros y la casi insoportable expectación por ver si él conseguía robarle un beso. Y cada vez que él la tocaba, sus braguitas se humedecían un poco más. Cada roce era eléctrico. Cada beso, una tortura.

Darío se alzó sobre los codos, dispuesto a retirarse tras conseguir su beso. La miró sonriente por el premio ganado y lo vio. Vio el deseo. Observó en los perfectos rasgos de su hada la confusión, la excitación y la expectación.

—A la porra —susurró volviendo a bajar la cabeza.

El juego había dejado de ser inocente.

Devoró sus labios sin contenerse, introdujo su lengua, saboreó el interior de su boca y tocó el cielo cuando la de Ariel se unió al banquete. Casi se volvió loco al percatarse de que las piernas de su chica le envolvían las caderas mientras unas tímidas manos se colaban bajo la tela de su camiseta y acariciaban su espalda. Incapaz de ninguna mesura, pegó su dura erección al pubis femenino y comenzó a mecerse, frotándose lentamente contra el lugar en el que tanto ansiaba estar.

Ariel abrió los ojos como platos al ver el deseo escrito en la oscura mirada del hombre. Y estuvo a punto de cerrarlos cuando sintió el pene rígido e hinchado apretarse contra su sexo. ¿Cómo era posible que estuviera tan excitado? Ella no era tan hermosa como para producir esa reacción en él, y menos con solo un par de besos. Seguramente se había equivocado, y su desbocada imaginación, esa que no le dejaba pegar ojo por las noches, había exagerado el tamaño de aquello que se frotaba contra ella. No podía estar tan excitado. No por ella.

Ancló los talones a la cintura del hombre, arqueó la espalda y pegó más todavía su sexo al de Darío. ¡Oh, Dios, sí! Sí estaba tan duro, sí tan excitado. Sí. Por ella.

Observó el rostro de su amigo, tenía los ojos cerrados, la boca apretada en una fina línea y respiraba con dificultad. ¿Cómo era posible que un tipo como él se encendiera tanto y tan rápido con alguien tan poco femenino como ella? Posó sus manos sobre el fuerte torso masculino, con la intención de empujarle y recuperar un poco la cordura. Y ese fue el momento elegido por Darío para frotar su polla contra el punto exacto de la anatomía de Ariel que la hizo jadear, bajar los párpados y olvidarse de todo.

Darío abrió los ojos al escuchar el jadeo extasiado de su sirenita. Lo que contempló fue la más hermosa de las visiones. Ariel bajo él, con la mirada perdida, los labios entreabiertos, las mejillas sonrosadas y la frente perlada de sudor. La cabeza echada hacia atrás y la espalda arqueada, mostrando la perfecta curvatura de su cuello y su bella piel de alabastro. No lo pudo evitar, se deslizó hasta la insinuante clavícula y la lamió, impregnándose del aroma a miel, canela y almendras que emanaba del cuerpo de su amada.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Elías en voz baja a su mujer, a la vez que señalaba hacia el tatami.

Habían barrido todo el gimnasio, colocado las mancuernas, reubicado algunos aparatos y limpiado los vestuarios y duchas. Solo les quedaba apagar las luces, cerrar las puertas y echar el cierre metálico.

—Pues no nos queda más remedio que convertirnos en los malos de la película —afirmó apesadumbrada Sandra. Odiaba hacer de bruja mala.