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La Batalla de Sanction

Los Dragones Plateados volaban bajo sobre Sanction, sin molestarse en utilizar la mortífera arma de su aliento, confiando en que el miedo por sí solo ahuyentaría al enemigo. Gerard ya había volado a lomos de un dragón, pero nunca en una batalla, y a menudo se había preguntado por qué cualquier persona arriesgaría el cuello combatiendo en el aire cuando podía hacerlo sobre el sólido suelo. Ahora, al experimentar la euforia de una pasada en picado sobre las defensas de Sanction, comprendió que nunca podría volver al esfuerzo, al agobiante peso y al calor de una batalla en tierra.

Lanzó un grito solámnico de guerra y su Plateado y él cayeron en picado sobre los desventurados defensores, no porque creyera que iban a escucharlo sino por el simple gozo del vuelo y de la imagen del enemigo huyendo ante él dominado por el pánico. A su alrededor, por doquier, los otros caballeros gritaban también. Los elfos arqueros, sentados a lomos de los Dragones Dorados, disparaban las flechas contra el tropel de soldados que intentaban escapar de la reluciente muerte que volaba sobre ellos.

El río de almas giraba en torno a Gerard, tratando de detenerlo, de rodearlo con sus gélidos brazos, de sumergirlo, de cegarlo. Pero el ejército de muertos no tenía líder. No había nadie para dar órdenes, nadie que los dirigiera. Las alas de los Dragones Dorados y Plateados hendían el río de espíritus, haciéndolo jirones del mismo modo que los rayos de sol deshacen las nieblas matutinas que flotan a lo largo de las márgenes de una corriente. Gerard veía las manos crispadas tendidas hacia él y las bocas suplicantes moviéndose en un remolino a su alrededor. Ya no le inspiraban terror. Sólo lástima.

Apartó la vista y volvió a enfocarla en la tarea que tenía entre manos; y los muertos desaparecieron.

Cuando se hubo ahuyentado de las murallas a la gran mayoría de los defensores, los dragones aterrizaron en los valles que rodeaban Sanction. Los guerreros elfos y humanos que habían cabalgado en sus lomos desmontaron. Formaron filas y empezaron a marchar contra la ciudad, en tanto que Gerard y los otros jinetes de dragón seguían patrullando el cielo.

Los silvanestis y qualinestis clavaron sus estandartes en la cima de un pequeño montículo en el centro del valle. Alhana habría querido dirigir el asalto a Sanction, pero era la gobernante titular de la nación silvanesti y, aunque a regañadientes, convino con Samar en que su sitio estaba en la retaguardia, para dar órdenes y guiar el ataque.

—Pero yo rescataré a mi hijo —le dijo a Samar—. Seré yo quien lo libere de la prisión.

—Mi reina… —empezó el elfo con expresión grave.

—No lo digas, Samar —ordenó Alhana—. Encontraremos a Silvanoshei sano y salvo. Lo encontraremos.

—Sí, majestad.

Samar se marchó y la reina se quedó de pie en el cerro, con los colores de los harapientos estandartes ondeando y creando un borroso arco iris sobre su cabeza.

Gilthas se encontraba a su lado. Al igual que a Alhana, le habría gustado estar entre los guerreros, pero sabía que un espadachín inepto e inexperto sólo era un peligro para sí mismo y para los desafortunados que se hallaran cerca de él. Gilthas vio a su esposa correr valientemente hacia la batalla. La distinguía entre otros miles de guerreros por su llameante mata de pelo rizoso y alborotado y por el hecho de que siempre tenía que ponerse en la vanguardia junto con sus guerreros kalanestis, lanzando los viejos gritos de guerra y blandiendo sus armas, desafiando al enemigo a que dejara de esconderse tras las murallas y saliera a luchar.

Temió por ella. Siempre temía por ella, pero la conocía de sobra para no hablarle de ese miedo ni para intentar que permaneciera a salvo, a su lado. Ella se lo tomaría como un insulto y con razón. Era una guerrera, con corazón de guerrera, instintos de guerrera y el valor de una guerrera. No sería una víctima fácil. El corazón de Gilthas se comunicó con el de su mujer, y cuando ella sintió el roce de su amor, volvió la cabeza, levantó la espada y lo saludó.

Él devolvió el saludo, pero La Leona no lo vio. Había vuelto de nuevo el rostro hacia la batalla. Ahora, lo único que Gilthas podía hacer era esperar el desenlace.

* * *

Lord Tasgall dirigía a los Caballeros de Solamnia a lomos de su Dragón Plateado. Todavía le escocía la derrota en Solanthus. Al recordar las palabras sarcásticas de Mina desde lo alto de las murallas mientras se alzaba victoriosa sobre la ciudad, el caballero anheló verla de nuevo en una muralla… su cabeza en una pica sobre una muralla.

Unos pocos enemigos habían conseguido sobreponerse al miedo al dragón y montaban la defensa. Los arqueros que habían vuelto a las almenas lanzaron una andanada de flechas al Plateado que montaba lord Tasgall. Un Dragón Dorado localizó la andanada, expulsó un chorro de fuego y las flechas ardieron en el aire. Lord Tasgall dirigió a su Plateado hacia el centro de Sanction.

Los ejércitos del valle marchaban hacia el foso de lava. Los Dragones Plateados exhalaron su helador aliento sobre el foso, enfriando la lava y haciendo que se endureciera hasta formar rocas negras. Se alzó una nube de vapor que proporcionó cobertura a los ejércitos que avanzaban cuando unos cuantos defensores voluntariosos empezaron a disparar desde las torres.

Los arqueros elfos se pararon para disparar y arrojaron andanada tras andanada de flechas al enemigo. Cubierto por esos disparos, lord Ulrich condujo a sus hombres hacia las murallas. Unas pocas catapultas seguían funcionando y arrojaron un par de piedras, pero no causaron daño al caer lejos de su blanco ya que habían sido disparadas con la precipitación inducida por el miedo. Los soldados lanzaron garfios sobre las murallas y empezaron a escalarlas.

Unos grupos de osados arqueros elfos se dejaron caer desde los lomos de los dragones que volaban bajo y aterrizaron en los tejados de las casas. Desde su aventajada posición, en la retaguardia de los defensores, dispararon sus flechas y causaron estragos en las filas enemigas.

No habían podido llevar un ariete para forzar las puertas, pero resultó innecesario. Una hembra de Dragón Dorado se posó delante de la Puerta Oeste y, sin hacer el menor caso a las flechas que le disparaban desde las almenas, exhaló un chorro de fuego sobre las puertas. Éstas se desintegraron en ardientes cenizas. Con un grito de triunfo, humanos y elfos irrumpieron en Sanction.

Una vez dentro de la ciudad, la batalla cobró intensidad ya que los defensores, enfrentados ahora a una muerte cierta, perdieron el miedo al dragón y lucharon con denuedo. Los dragones poco podían hacer para ayudar, pues temían dañar a sus propias fuerzas.

Aun así, Gerard dedujo que no pasaría mucho tiempo antes de que la victoria fuera suya. Iba a ordenar a su dragón que lo bajara a tierra para unirse a la lucha, cuando oyó a Odila gritar su nombre.

Puesto que el dragón ciego, Espejo, no podía participar en el asalto, Odila y él se habían ofrecido voluntarios para actuar como observadores y así dirigir a los atacantes hacia los lugares donde eran necesarios. Tras llamar a Gerard, señaló hacia el norte. Una numerosa fuerza de Caballeros de Neraka y soldados de a pie había conseguido escapar de la ciudad y se retiraba hacia los Señores de la Muerte. No era una huida en desbandada, dominada por el pánico, sino que marchaban en filas un tanto desorganizadas.

Detestando dejarlos escapar, consciente de que una vez que estuvieran en las montañas sería imposible dar con ellos, Gerard instó a su dragón a volar hacia allí para interceptarlos. Entonces, un destello metálico en uno de los pasos de montaña atrajo su atención.

Otro ejército salía de las montañas por el éste. Ésos soldados marchaban en un rígido orden, moviéndose con rapidez ladera abajo como una colosal mortífera serpiente escamosa.

Incluso desde esa distancia, Gerard reconoció la naturaleza de esa fuerza: un ejército de draconianos. Distinguía las alas en sus espaldas, alas que los sustentaban en el aire y los ayudaban a salvar con facilidad cualquier obstáculo en su camino. El sol brillaba en sus pesadas armaduras y arrancaba destellos en sus yelmos y en su piel escamosa.

Los draconianos acudían al rescate de Sanction. Un millar o más. El ejército de caballeros negros que huía vio que los draconianos venían en su dirección y prorrumpieron en vítores tan altos que Gerard los oyó desde el aire. Los caballeros negros y sus soldados dieron media vuelta, tratando de reagruparse y volver al ataque con sus nuevos aliados.

Los draconianos avanzaban deprisa, descendiendo a gran velocidad por las laderas. En poco tiempo llegarían a las murallas de Sanction y, una vez dentro de la ciudad, los dragones no podrían hacer nada para detenerlos por miedo a dañar a los caballeros y elfos que luchaban en las calles.

El Plateado de Gerard se preparaba para lanzarse al ataque cuando Gerard, desorbitados los ojos por la sorpresa, bramó una orden para que el reptil se detuviera.

En un ágil giro, los draconianos arremetieron contra los estupefactos caballeros oscuros que, sólo unos instantes antes, aclamaban su aparición como aliados.

Los draconianos dieron cuenta enseguida de los sorprendidos caballeros. La fuerza se derrumbó bajo el repentino ataque y se desintegró en un visto y no visto. Hecho el trabajo, los draconianos volvieron a colocarse en formación y marcharon en ordenadas filas hacia Sanction.

Gerard no entendía lo que pasaba. ¿Cómo era posible que los draconianos fueran aliados de solámnicos y elfos? Se preguntó si debería intentar frenar su avance o si debería permitirles entrar en la ciudad. El sentido común se decantaba por lo primero mientras que el corazón se inclinaba por la segunda opción.

La decisión dejó de estar en sus manos porque, un instante después, la ciudad de Sanction, las sinuosas filas de draconianos en marcha, las alas plateadas, la cabeza y la crin del dragón en el que montaba desaparecieron ante sus ojos.

Una vez más, experimentó el movimiento giratorio y el estómago revuelto al viajar por los corredores de la magia.

* * *

Gerard se encontró sentado en un duro banco de piedra bajo un cielo negro, mirando a la arena de un estadio que iluminaba una luz fría, blanca. A primera vista no existía una fuente de la que procediera esa luz, pero entonces, con un escalofrío, Gerard cayó en la cuenta de que emanaba de las incontables almas de los muertos que llenaban el estadio, de manera que daba la impresión de que el caballero, el estadio y todos los que estaban en él flotaban sobre un vasto y agitado océano de muertos.

Gerard miró a su alrededor y vio a Odila mirando fijamente, boquiabierta. Vio a lord Tasgall y a lord Ulrich sentados juntos, con lord Siegfried algo separado. Alhana Starbreeze ocupaba un asiento, al igual que Samar, ambos mirando en derredor con ira y desconcierto. Gilthas se hallaba presente con su esposa, La Leona, y Planchet.

Amigos y enemigos se encontraban allí. El capitán Samuval se sentaba en las gradas con aire consternado y perplejo. También estaban dos draconianos, uno un gran bozak que lucía una cadena dorada al cuello, y el otro un sivak vestido con el equipo completo para la batalla. El bozak se mostraba serio, y el sivak, inquieto. Más de uno de los que se hallaban allí había sido apartado a la fuerza de la lucha. Sus rostros, congestionados y ardorosos, manchados de sangre, miraban a todos lados con sorpresa y confusión. El cuerpo del hechicero Dalamar estaba presente, sentado en una grada, mirando al vacío.

Los muertos no hacían ruido, y tampoco los vivos. Gerard abrió la boca e intentó llamar a Odila, pero descubrió que no tenía voz. Una mano invisible le frenaba la lengua, lo sujetaba contra el asiento de manera que no podía moverse salvo hacia donde la mano lo guiaba. Sólo podía ver lo que se le permitía, nada más.

Se le ocurrió la idea de que estaba muerto, de que una flecha lo había alcanzado en la espalda, quizá, y que había sido llevado a aquel sitio donde se congregaban los muertos. El temor cedió. Notaba el latido de su corazón, el golpeteo de la sangre en sus oídos. Podía apretar los puños, clavarse las uñas en las palmas hasta hacerse daño. Podía rebullir en el asiento. Podía sentir terror, y supo que no estaba muerto. Era un prisionero llevado allí en contra de su voluntad por algún propósito que sólo llegaba a imaginar como algo terrible.

Silenciosos e inmóviles como los muertos, los vivos estaban obligados a contemplar la arena iluminada por la fantasmagórica luz.

La figura de un dragón apareció. Efímeras, insustanciales, cinco cabezas salían horriblemente de un único cuello. Alas inmensas formaban un dosel que cubría el estadio, borrando toda esperanza. La enorme cola se enroscaba en torno a todos los que se sentaban bajo la sombra espantosa de las alas. Diez ojos miraban en todas direcciones, atrás y adelante, viendo todos los corazones, buscando la oscuridad de su interior. Cinco bocas masticaban hambrientas al hallar esa oscuridad, alimentándose con ella.

Las cinco fauces se abrieron y lanzaron una llamada silenciosa que hendió los tímpanos de quienes escuchaban, que tuvieron que apretar los dientes para soportar el dolor y contener las lágrimas.

En respuesta a la llamada, apareció Mina en la arena.

Vestía la armadura negra de los Caballeros de Neraka, que no brillaba con la espeluznante luz sino que era una con la oscuridad de las alas del dragón. No llevaba yelmo y su semblante resaltaba fantasmagóricamente blanco. Sostenía en las manos una Dragonlance. Tras ella, casi perdido en las sombras, se hallaba el minotauro, fiel guardián a su espalda.

Mina contempló a la silenciosa multitud que ocupaba las gradas. Su mirada abarcaba tanto a vivos como a muertos.

—Soy Mina —anunció—. La elegida del Único.

Hizo una pausa, como si esperara vítores a los que tan acostumbrada estaba. Nadie habló, ni vivos ni muertos. Privados de la voz, observaban en silencio.

—Sabed esto —continuó, y su tono sonó frío, imperioso—. El Único es el único dios ahora y para siempre. No vendrán otros. Adoraréis al Único ahora y para siempre. Serviréis al Único ahora y para siempre, en la vida y en la muerte. Quienes sirvan lealmente serán recompensados. Los que se rebelen, serán castigados. En este día, el Único hace manifiesto su poder. En este día, el Único entra en el mundo en forma física y de ese modo une lo inmortal con lo mortal. Libre de moverse entre ambos mundos a voluntad, el Único regirá uno y otro.

Mina alzó la Dragonlance. Antaño una hermosa arma, la brillante lanza plateada relucía fría y lóbrega, su punta manchada de negro con sangre seca.

—Presento esto como prueba del poder del Único. En mi mano sostengo la legendaria Dragonlance. Antaño arma de los enemigos del Único, la Dragonlance se ha convertido en su arma. La hembra de dragón, Malystryx, murió merced a ella, murió por la voluntad del Único. El Único no teme a nada. Como muestra de ello, destruyo la Dragonlance.

Asió el arma con las dos manos y la golpeó contra su rodilla doblada. La lanza se partió en dos como si fuera un palo largo tiempo muerto y seco. Mina tiró los trozos por encima del hombro en un gesto despectivo, y cayeron sobre el suelo de la arena. Su luz plateada titiló breve, valientemente. Las cinco cabezas del dragón escupieron a las dos partes rotas. La luz perdió intensidad y se apagó.

Vivos y muertos observaron en silencio.

* * *

Galdar observaba en silencio.

Se encontraba detrás de Mina, guardándole la espalda, porque en alguna parte, en la oscuridad, merodeaba el extraño elfo, por no mencionar al despreciable Silvanoshei. El minotauro no temía gran cosa de este último, pero estaba decidido a que nadie le sobrepasara. Nadie importunaría a Mina en ese momento, su hora de triunfo.

«Será la única protagonista —se dijo Galdar para sus adentros—. Recibirá todos los honores. Es lo menos que Takhisis puede hacer por ella». Se repitió lo mismo una y otra vez, pero el temor seguía corroyéndole.

Por primera vez, el minotauro presenciaba el verdadero poder de la Reina Oscura. Contempló con sobrecogimiento el estadio rebosante de personas, atrapadas en vida y llevadas allí a la fuerza para ser testigos de su victoriosa entrada en el reino mortal. Miró con temor reverencial su forma de dragón, cuya inmensa envergadura de alas borraba toda luz de esperanza y traía la noche eterna al mundo.

Comprendió que no la había tenido en cuenta y su alma cayó de hinojos ante ella. Era un esclavo rebelde que había cometido la necedad de intentar ir más allá de lo que le correspondía. Había aprendido la lección. Sería siempre un esclavo, incluso después de morir. Aceptaba su destino porque allí, en presencia de la todopoderosa Reina Oscura, se daba cuenta de que era lo que se merecía.

Pero Mina no. Mina no había nacido para ser esclava. Había nacido para dirigir. Había demostrado su valía, su lealtad. Había pasado a través de sangre y fuego sin demudarse, sin que su fe inquebrantable flaqueara lo más mínimo. Que Takhisis hiciera lo que quisiera con él, que devorara su alma. Mientras a Mina se la honrara y se la recompensara, él se sentiría satisfecho.

—Los enemigos del Único han sido derrotados —gritó Mina—. Sus armas, destruidas. Nadie puede impedir su entrada triunfal en el mundo.

La joven levantó las manos y sus ojos ambarinos se alzaron hacia el dragón.

—Majestad, siempre os he adorado, os he reverenciado. Puse mi vida a vuestro servicio y estoy dispuesta a cumplir ese compromiso. Por mi culpa perdisteis el cuerpo de Goldmoon, el cuerpo en el que habríais habitado. Os ofrezco el mío. Tomad mi vida. Utilizadme como vuestro receptáculo. ¡Ésta es la prueba de mi fe!

Galdar soltó una exclamación ahogada, horrorizado. Quería parar esa locura, quería detener a Mina, pero aunque bramó su protesta, sus palabras fueron un grito silencioso que nadie escuchó.

Las cinco cabezas contemplaron a Mina.

—Acepto tu sacrificio —dijo Takhisis.

Galdar se lanzó hacia adelante y permaneció inmóvil. Levantó el brazo, que no se movió. Sujeto por la oscuridad, sólo podía presenciar cómo todo cuanto había amado y honrado se destruía.

Unos nubarrones negros y pavorosos, surcados de relámpagos, se descolgaron de los Señores de la Muerte. Las nubes se arremolinaron en torno a la Reina Oscura ocultándola a la vista. Las nubes giraron y bulleron, levantando un ventarrón que azotó a Galdar con dolorosa fuerza haciéndolo arrodillarse.

La oración de Mina, su fe, abrió la puerta de la prisión.

Las nubes tormentosas se transformaron en un carro de guerra tirado por cinco dragones. En el carro, con las riendas en la mano, se encontraba Takhisis en su forma de mujer.

Era bellísima, su hermosura cruel y terrible a la vista. Su semblante era tan gélido como las vastas y heladas tierras yermas del sur, donde un hombre perecía en un instante, el aliento tornándose hielo en sus pulmones. Sus ojos eran las llamas de una pira funeraria. Sus uñas eran garras, y su pelo el largo y desgreñado cabello de un cadáver. Su armadura, fuego negro. Al costado llevaba una espada perpetuamente teñida de sangre, una espada utilizada para segar las almas de sus cuerpos.

Su carro de guerra notaba en el aire, sustentado por el aleteo de las alas de los cinco dragones. Takhisis bajó del carro a la arena del estadio. Caminaba sobre los relámpagos, las nubes tormentosas eran su capa, ondeando tras ella.

Takhisis se dirigió hacia Mina. Los cinco dragones alzaron las cabezas y entonaron un himno triunfal.

Galdar no podía moverse, no podía salvarla. El viento lo azotaba con tal fuerza que ni siquiera era capaz de levantar la cabeza. Gritó el nombre de Mina, pero el feroz ventarrón se llevó su voz y su llamada no se oyó.

Mina esbozó una trémula sonrisa.

—Mi reina —susurró.

Takhisis alargó hacia ella su mano como una terrible garra. Mina aguardó, estoica, sin inmutarse.

La Reina Oscura tendió la mano hacia el corazón de la joven para hacerlo suyo. Tendió la mano hacia su alma, para arrancarla de su cuerpo y arrojarla al olvido eterno. Buscó entrar en el cuerpo de Mina para llenarlo con su propia esencia inmortal.

Takhisis alargó su mano pero no pudo tocar a Mina.

La joven se quedó desconcertada, sobresaltada. Su cuerpo empezó a temblar. Alargó la mano hacia su reina, pero le fue imposible tocarla.

La mirada de Takhisis se tornó feroz. Sus ojos llameantes irradiaron la luz de su cólera por todo el estadio.

—¡Criatura desobediente! —bramó—. ¿Cómo osas oponerte a mi deseo?

—¡No me opongo! —jadeó, temblorosa, Mina—. Juro que no…

—No es ella la que se opone. Soy yo —dijo una voz.

El extraño elfo pasó junto a Galdar y lo dejó atrás.

El viento de la Reina Oscura sopló con furia alrededor del elfo y lo golpeó. Sus relámpagos se descargaron sobre él con intención de calcinarlo. Sus truenos retumbaron ensordecedores para aplastarlo. El elfo cayó derribado por los rayos, pero volvió a levantarse y continuó caminando. Impertérrito, sin temor, llegó ante la Reina de la Oscuridad.

—¡Paladine! ¡Mi querido hermano! —Takhisis escupió las palabras—. Así que has encontrado tu mundo perdido. —Se encogió de hombros—. Llegas demasiado tarde. No puedes detenerme. —Con aire divertido hizo un gesto hacia las gradas.

»Busca un sitio. Ponte cómodo. Me alegra que hayas venido. Así presenciarás mi triunfo.

—Te equivocas, hermana —contestó el elfo con vibrante voz plateada—. Podemos detenerte. Sabes que podemos. Está escrito en el libro. Todos estamos de acuerdo.

Las llamas de los ojos de la Reina Oscura temblaron. Los dedos de largas garras se crisparon. Por un instante la duda, la ansiedad, estropeó su belleza cristalina. Sólo durante un instante. Después sus dudas se disiparon y su belleza recobró todo su esplendor.

Sonrió.

—Tú no me harías eso, hermano —dijo, mirándolo con desdén—. El grande y poderoso Paladine jamás realizaría ese sacrificio.

—Me juzgas mal, hermana. Ya lo he hecho.

El elfo metió la mano en un saquillo que llevaba colgado al costado y sacó un pequeño cuchillo, una daga que antaño perteneció a un kender conocido suyo.

Paladine pasó la hoja sobre la palma de su mano.

La sangre manó de la herida y goteó sobre la arena del estadio.

—El equilibrio ha de mantenerse —dijo—. Soy mortal. Como tú.

Las nubes tormentosas, los dragones, los relámpagos, el carro de guerra, todo desapareció. El sol resplandeció intensamente en el cielo azul. Las gradas del estadio se quedaron vacías de repente, a excepción de los dioses.

Iban a someter a juicio la cuestión.

Cinco del lado de la luz: Mishakal, la dulce diosa de la curación; Kiri-Jolith, adorado por los Caballeros de Solamnia; Majere, amigo de Paladine, venido del Más Allá; Habbakuk, dios del mar; Branchala, cuya música tranquiliza el corazón.

Cinco ocupaban el lado de la oscuridad: Sargonnas, dios de la venganza, que se mostraba impasible ante la caída de su consorte; Morgion, dios de la enfermedad y la podedrumbre; Chemosh, señor de los muertos vivientes, encolerizado por la intrusión de Takhisis en lo que había sido su ámbito de competencia; Zeboim, que la culpaba por la muerte de su amado hijo, Ariakan; Hiddukel, al que sólo le importaba que el equilibrio de la balanza se mantuviera.

Entre unos y otros se encontraban seis más: Gilean, que sostenía el libro; Sirrion, dios del fuego; Shinare, dios del comercio; Reorx, el forjador del mundo; Chislev, diosa de la naturaleza y los bosques; Zivilyn, que de nuevo veía el pasado, el presente y el futuro.

Los tres hijos, Solinari, Nuitari y Lunitari, estaban juntos, como siempre.

Un lugar en el lado de la luz se hallaba vacío.

También en el lado de la oscuridad había uno vacío.

Takhisis los maldijo. Gritó de rabia, ahora con una voz, no con cinco, y era la voz de un ser mortal. El fuego de sus ojos, que antes abrasaba al propio sol, se redujo a la llama de una vela que podía apagarse de un soplo. El peso de la carne y los huesos la hizo bajar del éter. El palpito del corazón resonaba en sus oídos, cada latido como un anuncio de que algún día la rítmica pulsación se pararía y llegaría la muerte. Tenía que respirar o asfixiarse. Tenía que trabajar para inhalar aire una vez tras otra. Sentía los pinchazos del hambre que jamás había conocido y todos los demás dolores de su débil y frágil cuerpo. Ella, que había atravesado los cielos y vagado entre las estrellas, bajó la vista y miró con desprecio los dos pies con los que ahora tenía que caminar.

Alzó los ojos, que estaban irritados por la arena y ardientes por la cólera, y vio a Mina plantada delante de ella, joven, fuerte, hermosa.

—Esto es obra tuya —despotricó—. Actúas en connivencia con ellos para provocar mi caída. ¡Querías que entonaran tu nombre, no el mío!

Takhisis desenvainó su espada y se abalanzó contra Mina.

—¡Seré mortal, pero todavía puedo dar muerte!

Galdar lanzó un bramido estruendoso. Saltó para frenar la estocada, para ponerse delante de Mina y cubrirla con su cuerpo, alzó la espada para defenderla.

La hoja de la Reina Oscura trazó un violento arco descendente y la hoja seccionó el brazo derecho del minotauro a la altura del hombro.

Mano, brazo y espada cayeron a los pies de Galdar y quedaron en un charco de sangre. El minotauro cayó de rodillas, luchó contra el dolor y la conmoción que pugnaban por dejarlo sin sentido.

La Reina Oscura enarboló la espada y la sostuvo sobre la cabeza de Mina.

—Perdonadme —musitó la joven, que se preparó para el inminente golpe.

Sintiendo que la vida se le escapaba, Galdar estaba a punto de intentar una arremetida desesperada cuando algo lo golpeó por detrás. El minotauro alzó los ojos vidriosos y vio a Silvanoshei de pie junto a él.

El elfo sostenía en la mano el fragmento olvidado de la Dragonlance. Arrojó la lanza, la impulsó con toda la fuerza que le daba la angustia y la culpabilidad, con la potencia que le prestaban su miedo y su amor.

El arma alcanzó a Takhisis alojándose en su pecho.

La Reina Oscura bajó la vista, conmocionada, y vio la lanza sobresaliendo de su carne. Sus dedos se movieron para tocar la brillante y oscura sangre que manaba por la terrible herida. Dio un traspié y empezó a desplomarse.

Mina saltó hacia adelante al tiempo que emitía un grito de dolor y amor. Sostuvo a la moribunda reina en sus brazos.

—No me dejes, madre —gritó—. ¡No me dejes sola!

Takhisis no le hizo el menor caso. Tenía los ojos fijos en Paladine, y en ellos su odio ardía infinito, eterno.

—Lo he perdido todo, pero tú también. El mundo en el que tanto te deleitabas nunca volverá a ser igual. Al menos, eso sí lo he hecho.

La sangre manchó los labios de la reina. Tosió y se esforzó por inhalar un último aliento.

—Algún día conocerás el dolor de la muerte. Y lo que es peor, hermano —sonrió Takhisis sombría, despectivamente, mientras la oscuridad nublaba sus ojos—, conocerás el dolor de la vida.

Exhaló aire teñido de sangre. Su cuerpo se estremeció y sus manos cayeron fláccidas. La cabeza se dobló hacia atrás y reposó en el brazo de Mina. Sus ojos abiertos miraban fijamente la noche que había gobernado tanto tiempo y que no volvería a gobernar jamás.

Mina apretó a la reina muerta contra su pecho y la meció mientras sollozaba. Los demás —Galdar, el extraño elfo, los dioses— guardaban silencio, conmocionados. Sólo se escuchaban los desgarrados sollozos de la joven. Silvanoshei, con los labios blancos y la tez cenicienta, le puso la mano sobre el hombro.

—Mina, iba a matarte. No podía dejarla que…

Mina levantó la cara surcada de lágrimas. Sus ojos ambarinos eran ardientes, líquidos, y las lágrimas le abrasaron la carne al tocarla.

—Quería morir. Habría muerto con gusto, agradecida, porque habría muerto sirviéndola. Ahora yo estoy viva y ella se ha ido y no tengo a nadie. ¡A nadie!

Su mano, tinta con la sangre de su reina, asió la espada de Takhisis.

Paladine trató de intervenir, de detenerla. Una mano invisible lo desestabilizó de un empellón y lo lanzó a la arena dando tumbos. Una voz retumbó en los cielos.

—Tendremos nuestra revancha, mortal —dijo Sargonnas.

Mina hundió el acero en el estómago de Silvanoshei.

El joven elfo exhaló una exclamación ahogada y la miró de hito en hito.

—Mina… —Sus blancos labios formaron la palabra, pero le faltaba voz para pronunciarla. Su rostro se crispó por el dolor.

Furiosa, con el gesto sombrío, Mina empujó e hincó más profundamente la espada. Lo dejó colgado, empalado en la hoja, durante unos largos instantes mientras lo miraba y sus ojos ambarinos se endurecían sobre él. Satisfecha al ver que estaba muriendo, sacó la espada de un tirón.

Silvanoshei se deslizó por la hoja manchada con su sangre y se desplomó en la arena.

Asiendo con fuerza la espada ensangrentada, Mina caminó hacia Paladine, que empezaba a levantarse lentamente de la arena. La joven lo miró, lo absorbió en el ámbar de sus ojos, y arrojó la espada de Takhisis a sus pies.

—Sentirás el dolor de la muerte, pero aún no. Ahora no. Así lo quería mi reina, y cumplo sus últimos deseos. Pero ten esto presente, desdichado: en el rostro de todo elfo que encuentre, veré tu rostro. La vida de cada elfo que tome, será tu vida. Y me cobraré muchas… en venganza de una.

Le escupió en la cara. Luego se volvió hacia los dioses y los miró desafiante. Después se arrodilló junto al cadáver de su reina y besó la fría frente. Levantó el cuerpo en sus brazos y salió del Templo de Duerghast.

* * *

El silencio se adueñó del estadio a excepción de las pisadas de Mina que se iban alejando. Galdar apoyó la cabeza en la arena, que estaba cálida por los rayos del sol. Se sentía muy cansado. Sin embargo, ahora podía descansar porque Mina estaba a salvo. Por fin estaba a salvo.

El minotauro cerró los ojos e inició el largo viaje a la oscuridad. No había recorrido mucho cuando encontró el paso cerrado.

Galdar alzó la vista y se encontró con un colosal minotauro. Era tan alto como la montaña en la que la hembra Roja había perecido. Sus cuernos rozaban las estrellas y su pelambre era negro como el azabache. Lucía un arnés de cuero ribeteado con plata pura y fría.

—¡Sargas! —musitó. Apretando el muñón sangrante, se incorporó con esfuerzo sobre las rodillas e inclinó la cabeza, rozando con los cuernos la arena.

—Levántate, Galdar —dijo el dios, cuya voz retumbaba en los cielos—. Me siento complacido contigo. En tu momento de necesidad, me buscaste a mí.

—Gracias, gran Sargas —dijo Galdar que, sin osar levantarse, alzó la cabeza.

—A cambio de tu lealtad, te devuelvo la vida —dijo el dios—. La vida y tu brazo derecho.

—El brazo no, gran Sargas —suplicó Galdar a quien el dolor le abrasaba el pecho—. Acepto la vida, y viviré para honrarte, pero el brazo lo perdí y no quiero recuperarlo.

A Sargas no le gustó su respuesta.

—La nación de los minotauros se ha librado al fin de las cadenas que nos ataron durante muchos siglos. Estamos saliendo del aislamiento de las islas donde estuvimos prisioneros largo tiempo y preparándonos para ocupar el puesto que nos pertenece en este continente. Necesito guerreros aguerridos como tú, Galdar. Los necesito enteros, no lisiados.

—Te lo agradezco, gran Sargas, pero si no te importa, aprenderé a luchar con la mano izquierda —pidió humildemente Galdar.

Galdar aguardó tenso, con temor, el estallido de la ira del dios. Al no ocurrir nada, se arriesgó a echar una ojeada hacia arriba.

Sargas sonrió. Era una mueca a regañadientes, pero no dejaba de ser una sonrisa.

—Se hará como quieres, Galdar. Eres libre de decidir tu destino.

El minotauro soltó un largo y hondo suspiro.

—Por ello, gran Sargas, te doy mis más sinceras gracias.

* * *

Galdar parpadeó y levantó el hocico de la húmeda arena. No conseguía recordar dónde se encontraba, ni entendía qué hacía allí tirado, echando una siesta en mitad del día. Mina podría necesitarlo. Se enfadaría al encontrarlo holgazaneando. Se incorporó de un brinco e hizo un gesto instintivo de llevar la mano a la espada que colgaba de su cintura.

No tenía espada. Ni mano con la que asirla. Su brazo cortado estaba tirado en la arena, a sus pies. Miró donde había tenido el brazo, miró la sangre en la arena y de pronto lo recordó todo.

Se encontraba sano y salvo, excepto que le faltaba el brazo derecho. El muñón estaba curado. Se volvió para darle las gracias al dios, pero Sargas se había marchado. Todos los dioses habían desaparecido. En el estadio no quedaba nadie salvo el cadáver del rey elfo y el extraño elfo de rostro joven y ojos viejos.

Lenta, torpemente, tanteando con la mano izquierda, Galdar recogió su espada. Giró el cinturón de forma que pudiera colgarla sobre la cadera derecha y, tras muchos intentos fallidos, por fin logró enfundar el arma en la vaina. Sentir la espada en ese costado le resultaba extraño, incómodo. Pero ya se acostumbraría. Ésta vez tendría que acostumbrarse.

El aire no era tan caluroso como recordaba. El sol se ponía detrás de las montañas y arrojaba las sombras que anunciaban la noche. Tendría que apresurarse si quería encontrarla. Tendría que marcharse enseguida, mientras aún quedaba luz del día.

—Eres un amigo leal, Galdar —dijo Paladine mientras el minotauro pasaba a su lado.

Galdar gruñó y siguió caminando tras el rastro de las pisadas de la joven y de la sangre de su reina.

Por amor a Mina.