38
Perdido en el laberinto
Gerard estaba decidido a llevar cuanto antes al Consejo de Caballeros la noticia urgente del regreso de Takhisis. Suponía que una vez hubiese construido el tótem y asegurado el control de Sanction, la Reina Oscura se movería rápidamente para hacerse con el control del mundo. Gerard no podía perder tiempo.
Había encontrado al elfo, Samar, sin dificultad. Como Silvanoshei había predicho, los dos, aunque de razas diferentes, eran guerreros experimentados y, tras unos instantes de tensión, la desconfianza y las sospechas se disiparon. Gerard había entregado el anillo de Silvanoshei y comunicado su mensaje, aunque no había transmitido fielmente sus palabras. No había dicho a Samar que el joven rey era cautivo de su propio corazón, sino que lo había pintado como un héroe que desafió a Mina y había sido castigado por ello. El plan del caballero era que los elfos se unieran a los solámnicos en su intento de apoderarse de Sanction y frenar el encumbramiento de Takhisis.
Gerard confiaba en que los elfos querrían liberar a su joven rey, y aunque tuvo la clara sensación de que Silvanoshei no le caía muy bien a Samar, se las arregló para impresionar al adusto guerrero con su relato sobre el valor de Silvanoshei al enfrentarse a Clorant y a sus camaradas. Samar prometió que transmitiría la información a Alhana Starbreeze. No albergaba dudas de que la reina accedería al plan. Los dos se despidieron, jurando reencontrarse como aliados en el campo de batalla.
Tras separarse de Samar, Gerard cabalgó hacia la costa. En lo alto de un acantilado donde rompían las olas, se despojó de la armadura negra que lo identificaba como un Caballero de Neraka y, una por una, arrojó las piezas al océano. Tuvo la satisfacción de ver, a la tenue luz que precede al alba, cómo las olas arrastraban la armadura y la estrellaban contra las afiladas rocas.
—Ahí tienes eso, y así se te atragante —dijo. Después montó en su caballo, vestido sólo con pantalones de cuero y una camisa de paño muy desgastada, y partió hacia el oeste.
Esperaba que, si el tiempo lo acompañaba y las calzadas se encontraban en buen estado, podría llegar a la casa solariega de lord Ulrich en diez días. No pasó mucho antes de que Gerard tuviera que revisar su plan de realizar el viaje en diez días, ya que todo empezó a salir mal. El caballo perdió una herradura en una zona donde nadie había oído hablar de un herrero. Tuvo que desviarse kilómetros de su camino, conduciendo por la brida a su montura, hasta encontrar uno. Cuando lo logró, el tipo trabajaba con tanta lentitud que Gerard se preguntó si no estaría extrayendo el hierro en lugar de forjarlo.
Pasaron días antes de que su caballo estuviera herrado y él volviera a subirse a la silla, y entonces se dio cuenta de que se había perdido. El cielo estaba encapotado, y al no ver el sol ni las estrellas no tenía ni idea de en qué dirección iba. Se hallaba en un área escasamente poblada, y cabalgó durante horas sin ver un alma. Cuando por fin topó con gente para que le orientara, parecía que de repente todos se hubieran vuelto idiotas, porque daba igual la dirección que le decían que debía seguir, siempre acababa atascado en medio de un bosque impenetrable o a la orilla de un río que no podía franquearse.
Gerard empezó a tener la sensación de estar en uno de esos sueños terribles en el que sabes adonde quieres ir pero que parece que nunca vas a llegar allí. Al principio se sintió irritado y frustrado, pero después de días y días de deambular sin rumbo empezó a sentirse inquieto.
Tenía la espada envenenada de Galdar clavada en las entrañas.
—¿Las decisiones las tomo yo o lo hace Takhisis? —se preguntó—. ¿Acaso está determinando todos mis movimientos? ¿Estoy bailando al son de su flauta?
La lluvia no dejaba de caer y estaba empapado. El viento frío le helaba los huesos. Se había visto obligado a dormir al raso durante las últimas noches, y ya empezaba a preguntarse, deprimido, si merecía la pena seguir adelante, cuando vio las luces de una ciudad a lo lejos. Llegó a una posada al borde de la calzada. No tenía muy buen aspecto, pero le proporcionaría un techo, comida caliente y bebida fresca. Y, con suerte, información.
Condujo el caballo al establo, almohazó al animal y se ocupó de que se le alimentara y descansara en un lugar cómodo. Hecho esto, entró en la posada. Era tarde, el posadero se había acostado y estaba de un humor de perros por haberlo despertado. Condujo a Gerard al salón y le indicó un lugar en el suelo. Mientras el caballero extendía su manta, le preguntó al posadero el nombre de la ciudad.
El tipo bostezó, se rascó, y contestó en un murmullo irritado:
—Es Tyburn. En la calzada a Palanthas.
Gerard durmió a saltos. En sus sueños, deambulaba por el interior de una casa, buscando una puerta que nunca encontraba. Despierto desde mucho antes del amanecer, miró al techo y cayó en la cuenta de que ahora estaba totalmente perdido. Tenía la sensación de que el posadero le había mentido con el nombre de la ciudad y su situación, aunque el motivo de que mintiera era un misterio para Gerard, salvo que ahora sospechaba que cualquier persona con la que se cruzaba, mentía.
Fue a desayunar. Tomó asiento en una silla que se tambaleaba, picoteó una masa indescriptible que, según una criada, eran gachas de avena. Gerard había perdido el apetito, tenía una espantosa jaqueca y se sentía sin fuerzas, aunque lo único que había hecho el día anterior era cabalgar al tuntún. Tenía la opción de volver a hacer lo mismo o volver a su manta. Apartó a un lado las gachas, se aproximó a la sucia ventana, restregó con la mano para quitar el hollín en un trozo del cristal, y echó un vistazo fuera. La lluvia seguía cayendo sin parar.
—El sol tendrá que brillar otra vez antes o después —rezongó.
—No cuentes con ello —dijo una voz.
Gerard miró a su espalda. La única persona que había en la posada era un mago, o al menos es lo que dedujo Gerard, ya que iba vestido con ropajes de un tono entre pardusco y rojizo —del color de la sangre seca— y una capa negra con capucha. El mago se hallaba sentado en un rincón, lo más cerca posible del fuego de la gran chimenea de piedra. Estaba enfermo, o eso creyó Gerard, ya que tosía con frecuencia, y lo hacía de un modo que parecía que echaría los pulmones por la boca. Gerard se había fijado en él cuando entró, pero al tratarse de un mago no había entablado conversación con el otro viajero.
El caballero no había creído hablar tan alto como para que le oyera desde el lado opuesto de la habitación, pero al parecer lo que le faltaba a la posada en comodidades lo suplía con una buena acústica.
Podía hacer un comentario cortés o fingir que no lo había oído. Se decidió por la segunda opción. No estaba de humor para la camaradería, sobre todo con alguien que parecía encontrarse en las últimas etapas de la tisis. Se volvió de nuevo hacia la ventana para seguir mirando a través del cristal.
—Ella controla el sol —dijo el mago. Tenía una voz débil, una especie de susurro que a Gerard le resultó extrañamente persuasivo—. Aunque ya no tiene poder sobre la luna. —Soltó lo que parecía una risita que cortó otro acceso de tos—. Y pronto gobernará las estrellas si no se le impide.
La conversación había tomado un giro inquietante, y Gerard se volvió hacia el mago.
—¿Me hablas a mí, señor?
El mago abrió la boca, pero le sobrevino otro golpe de tos. Se llevó el pañuelo a los labios e inhaló con dificultad.
—No —repuso con voz rasposa, irritado—. Hablo por el placer de escupir sangre. Hablar me cuesta demasiado para malgastar el aliento sin necesidad.
Su rostro quedaba oculto en las sombras de la capucha. Gerard miró en derredor. La criada había vuelto a la cocina llena de humo, y el mago y él eran los únicos que había en el comedor. El caballero se acercó, decidido a ver la cara del otro hombre.
—Me refiero, por supuesto, a Takhisis —continuó el mago. Rebuscó en el bolsillo de la túnica, sacó una bolsita de tela y la puso sobre el templado anaquel que había junto al hogar. Un olor penetrante y acre llenó la habitación.
—¡Takhisis! —Gerard se había quedado estupefacto—. ¿Cómo lo sabes? —inquirió en voz baja mientras se acercaba al mago.
—La conozco de antaño —contestó el mago con su voz susurrante, suave como el terciopelo—. Desde hace muchísimo tiempo, realmente. —Volvió a toser brevemente y señaló con un gesto de la mano—. Coge el cazo y echa un poco de agua caliente en esa taza.
Gerard no se movió. Se había quedado mirando la mano de hito en hito. La piel tenía un matiz dorado y brillaba con la luz del fuego como las escamas de los peces.
—¿Estás sordo, además de atontado, señor caballero? —demandó el hechicero.
Gerard frunció el ceño; no le gustaba que lo insultaran ni que le dieran órdenes, sobre todo un desconocido. Se sintió tentado de despedirse fríamente de ese mago y salir del comedor, pero la conversación le interesaba. Siempre podía marcharse después.
Cogió el cazo con unas tenazas y vertió el agua caliente en la taza. El mago echó los ingredientes de la bolsita. El olor de la infusión era nauseabundo y Gerard arrugó la nariz en un gesto de asco. El mago dejó reposar la infusión y esperó a que se enfriara antes de tomársela.
Gerard cogió una silla y la acercó.
—¿Sabes dónde estamos? Llevo cabalgando muchos días sin ver el sol ni las estrellas para guiarme. A todos los que he preguntado me dan direcciones distintas. El posadero me dijo que esta calzada lleva a Palanthas. ¿Es eso verdad?
El mago sorbió un poco de infusión antes de contestar. Mantenía echada la capucha, de manera que la cara seguía oculta en las sombras. Gerard tuvo la impresión de distinguir unos ojos brillantes, de intensa mirada, con algo extraño en ellos, aunque no supo discernir qué.
—Dice la verdad hasta cierto punto —dijo el hechicero—. La calzada lleva a Palanthas… finalmente. Puede decirse que todas las que se extienden en dirección este van a Palanthas… finalmente. Lo que debe preocuparte más ahora es que primero lleva a Jelek.
—¡A Jelek! —exclamó Gerard. Jelek, el cuartel general de los caballeros negros. Al caer en la cuenta de que su reacción alarmada podría delatarlo, intentó disimular encogiéndose de hombros—. Así que conduce a Jelek. ¿Por qué tenía que preocuparme eso?
—Porque en este momento veinte caballeros negros y unos cuantos cientos de soldados de infantería están acampados a las afueras de Tyburn. Marchan hacia Sanction, obedeciendo la llamada de Mina.
—Qué acampen donde quieran —dijo fríamente Gerard—. No tengo nada que temer de ellos.
—Cuando te encuentren aquí te arrestarán —apuntó el mago mientras seguía bebiendo a sorbos la infusión.
—¿Arrestarme? ¿Por qué?
El mago levantó la cabeza y lo miró fijamente. Gerard tuvo de nuevo la impresión de que había algo raro en los ojos del hombre.
—¿Que por qué? Porque si llevaras estampadas en oro las palabras «Caballero de Solamnia» en la frente no sería más obvia tu condición.
—Tonterías —rio Gerard—. Sólo soy un mercader que viaja…
—Un mercader sin productos que vender. Un mercader con aire militar y el pelo muy corto. Un mercader que lleva espada al estilo de un soldado, que marca el paso al andar y monta un caballo de guerra entrenado. —El mago resopló con desdén—. No engañarías ni a una niña de seis años.
Volvió a tomar un poco de infusión.
—Aun así, ¿por qué iban a venir aquí? —inquirió Gerard en tono despreocupado aunque su nerviosismo crecía por momentos.
—El posadero te reconoció como un caballero solámnico en el momento que te vio. —El hechicero acabó la infusión y dejó la taza vacía en el estante junto al fuego. La tos se le había calmado de forma notable—. ¿Has reparado en el silencio de la cocina? Los caballeros negros frecuentan este lugar. El posadero está en su nómina. Se marchó para informarles de tu presencia aquí. Obtendrá una buena recompensa por entregarte.
Gerard miró con inquietud hacia la cocina, de donde, curiosamente, no llegaba ningún sonido. Llamó en voz alta al posadero.
No hubo respuesta.
El caballero cruzó la habitación y abrió bruscamente la puerta de madera que conducía a la cocina. Sobresaltó a la criada, que confirmó sus temores al soltar un chillido y salir corriendo por la puerta trasera.
Gerard regresó a la sala.
—Tienes razón —admitió—. El bastardo se ha ido y la doncella gritó como si fuera a rebanarle el pescuezo. Será mejor que me marche. —Tendió la mano al mago—. Quiero darte las gracias. Lo siento, pero no te pregunté cómo te llamas ni te dije mi nombre…
El hechicero hizo caso omiso de la mano tendida. Cogió el bastón de madera que estaba apoyado contra la chimenea y lo usó para apoyarse en él mientras se ponía de pie.
—Ven conmigo —ordenó.
—Gracias por avisarme, pero he de partir de inmediato… —empezó Gerard en tono firme.
—No escaparás —le interrumpió el mago—. Están demasiado cerca. Partieron con el alba y llegarán aquí dentro de unos minutos. Sólo tienes una salida. Ven conmigo.
Se apoyó en el bastón, que estaba decorado con una garra de dragón dorada que asía una bola de cristal, y se encaminó hacia la escalera que subía al primer piso. Sus movimientos eran rápidos y fluidos, desmintiendo su frágil apariencia. La túnica, sin ninguna característica distintiva, rozaba sus tobillos con un suave susurro. Gerard vaciló un instante y volvió la vista hacia la ventana. La calzada estaba desierta, no se escuchaban sonidos de un ejército, ni tambores, ni ruido de hombres al paso.
«¿Quién es este mago para que confíe en él? Sólo porque parece saber lo que estoy pensando, sólo porque habla de Takhisis…».
El hechicero se detuvo al pie de la escalera y volvió el rostro hacia Gerard. Los extraños ojos brillaban en las sombras de la capucha.
—Una vez hablaste de seguir los dictados de tu corazón. ¿Qué te dice el corazón ahora, caballero?
Gerard lo miró de hito en hito, con la lengua pegada al paladar.
—¿Y bien? —lo instó el mago, impacienta—. ¿Qué hay en tu corazón?
—Desesperación y dudas —respondió finalmente Gerard, con voz entrecortada—. Desconfianza, temor…
—Obra de ella. Mientras esas sombras perduren, jamás verás el sol. —El mago dio media vuelta y empezó a subir los peldaños.
Ahora sí que Gerard oyó ruido, voces de hombres gritando órdenes, tintineo de arneses y el ruido metálico del acero. Corrió hacia la escalera.
La planta baja constaba de cocina, un comedor y la sala grande donde Gerard había pasado la noche. En el piso de arriba había habitaciones para hospedar clientes con más recursos económicos, así como la vivienda del posadero, protegida por una puerta atrancada y cerrada con llave.
El mago se dirigió directamente a esa puerta. Probó el picaporte, que no cedió, y entonces tocó la cerradura con la bola de cristal de su bastón. Hubo un destello que medio cegó a Gerard y le hizo parpadear unos segundos para librarse de los puntos luminosos grabados en la retina. Cuando por fin pudo ver bien, el mago ya había abierto la puerta. De la cerradura salía un hilillo serpenteante de humo.
—Eh, no puedes entrar ahí… —empezó Gerard.
El mago le dirigió una fría mirada.
—Empiezas a recordarme a mi hermano, caballero. Aunque le quería, a decir verdad había veces que me irritaba lo indecible. Te ronda la muerte, caballero. —El mago señaló con el bastón el interior de la habitación—. Abre ese arcón de madera. No, ése no. El que está en el rincón. No tiene echada la cerradura.
Gerard se dio por vencido. De perdidos, al río, como rezaba el dicho. Entró en el cuarto del posadero y se arrodilló junto al arcón que había señalado el mago. Levantó la tapa y vio un surtido de dagas y cuchillos, una bota, un par de guantes, y piezas de armadura: brazales, espinilleras, charreteras, una coraza, yelmos. Todas eran negras, y algunas llevaban estampado el emblema de los caballeros negros.
—Nuestro posadero no está por encima de robar a sus clientes —dijo el mago—. Coge lo que necesites.
Gerard dejó caer la tapa del arcón con un golpe seco. Se puso de pie y retrocedió.
—No —dijo.
—Disfrazarte como uno de ellos es tu única oportunidad. No hay gran cosa ahí, desde luego, pero puedes improvisar algo para salir del apuro.
—Acabo de librarme de una de esas malditas armaduras…
—Sólo un necio sentimental sería tan estúpido —replicó el mago—, y por eso no me sorprende oírte decir que lo hiciste. Ponte todas las piezas de armadura que sea posible. Te prestaré mi capa negra. Tapa multitud de defectos, como he llegado a comprobar.
—Aunque me disfrazara, daría igual —comentó Gerard. Estaba harto de huir, de disfraces, de mentiras—. Dijiste que el posadero les habló de mí.
—Él es idiota. Tú eres listo y tienes mucha labia. —El mago se encogió de hombros—. Es posible que la artimaña no funcione. Te la estás jugando. Pero a mi entender merece la pena correr el riesgo.
Gerard vaciló un momento. Quizás estuviera harto de huir, pero no lo estaba de vivir. El plan del mago parecía bueno. Su espada, un regalo del gobernador Medan, podría ser identificada. Su caballo todavía llevaba los arreos de un caballero negro, y sus botas eran iguales a las de ellos.
Sintiéndose como si cada vez estuviera más metido en una terrible trampa de la que escapaba continuamente por la parte trasera para encontrarse de nuevo entrando por delante, tomó las piezas de armadura que podían encajarle y se las puso rápidamente. Algunas eran demasiado grandes y otras dolorosamente pequeñas. Cuando terminó, parecía un bufón con armadura. No obstante, con la capa negra cubriéndole a lo mejor daba el pego.
—Ya está —dijo mientras se volvía—. ¿Qué te…?
El mago había desaparecido. La capa negra que le había prometido estaba tirada en el suelo.
Gerard recorrió la habitación con la mirada. No había oído salir al mago, pero entonces recordó que ese hombre se movía sin hacer ruido. La sospecha surgió de nuevo en su mente, pero la desestimó. Tanto si el extraño mago estaba a su favor como en su contra, ahora poco importaba ya. Tenía que seguir con el plan.
Recogió la capa negra, se la echó por los hombros y salió rápidamente de la habitación del posadero. Al llegar a la escalera miró por la ventana y vio una tropa de soldados formada en el exterior. Resistió el impulso de correr y esconderse. Bajó la escalera a buen paso y abrió la puerta de la posada. Dos soldados que llevaban alabardas le dieron un empellón en su prisa por entrar.
—¡Eh! —exclamó Gerard, enfadado—. Casi me habéis tirado. ¿Qué significa todo esto?
Los dos soldados se pararon, avergonzados. Uno saludó llevándose la mano a la frente.
—Os pido disculpas, caballero oficial, pero tenemos prisa. Nos han enviado a arrestar a un solámnico que se esconde en esta posada. Quizá lo hayáis visto. Viste camisa de paño y pantalones de cuero, e intenta hacerse pasar por un mercader.
—¿Eso es todo lo que sabéis sobre él? —demandó Gerard—. ¿Cómo es? ¿De qué color tiene el caballo? ¿Qué estatura tiene?
Los soldados se encogieron de hombros, impacientes.
—¿Y eso qué importa, señor? Está ahí dentro. El posadero nos dijo que lo encontraríamos aquí.
—Estaba aquí —dijo Gerard—. Se os ha escapado por poco. —Señaló con la cabeza la calzada—. Salió a galope en esa dirección hace menos de quince minutos.
—¡Que salió a galope! —exclamó boquiabierto el soldado—. ¿Por qué no se lo impedisteis?
—No tenía órdenes de detenerlo —replicó en tono frío Gerard—. Ése bastardo no era de mi incumbencia. Si os dais prisa, podéis alcanzarle. Ah, por cierto, es un hombre alto, apuesto, de unos veinticinco años, con el cabello negro azabache y un largo bigote. ¿A qué esperáis plantados ahí, mirándome como un par de zopencos? ¡Vamos, largaos de una vez!
Mascullando entre dientes, los soldados salieron a toda prisa y echaron a correr calzada adelante sin molestarse en saludar. Gerard suspiró y se mordió el labio en un gesto de frustración. Suponía que debía de estarle agradecido al mago por salvarle la vida, pero no lo estaba. La idea de seguir mintiendo, disimulando, aparentando, de estar siempre en guardia, siempre temiendo ser descubierto, lo desmoralizó. Sinceramente, dudaba de ser capaz de soportarlo. Acabar colgado podría ser más fácil, después de todo.
Se quitó el yelmo y se pasó los dedos por el cabello amarillo. La capa era bastante gruesa y estaba sudando a mares, pero no se atrevió a despojarse de ella. Por si fuera poco, el paño tenía un olor peculiar que le recordaba el aroma a pétalos de rosa combinado con algo ni de lejos tan dulce y agradable. Se quedó en el umbral, preguntándose qué hacer a continuación.
Los soldados escoltaban a un grupo de prisioneros. Gerard apenas prestó atención a los pobres infelices, aparte de pensar que él podría haber sido uno de ellos. Decidió que lo mejor que podía hacer era alejarse a caballo aprovechando la confusión.
«Si alguien me para, siempre puedo decir que soy un mensajero que se dirige a algún sitio con información importante».
Salió al exterior. Alzó la vista al cielo y advirtió con sorpresa y agrado que había dejado de llover y que las nubes habían desaparecido. El sol brillaba radiante.
Un sonido extraño, como el balido de una cabra contenta, hizo que se diera media vuelta.
Un par de ojos relucientes lo miraban de hito en hito por encima de una mordaza. Los ojos eran los de Tasslehoff Burrfoot, y el balido era la exclamación alegre y jovial de Tasslehoff Burrfoot. El Tasslehoff Burrfoot.