2
La importancia del gnomo
Dalamar le había preguntado a Palin si comprendía la importancia de la presencia del gnomo.
Palin no lo había entendido en ese momento, y tampoco Tasslehoff. Pero el kender lo comprendía ahora. Estaba sentado en una pequeña y aburrida habitación de la Torre de la Alta Hechicería, un cuarto en el que no había nada interesante, sólo mesas de aspecto deprimente, algunas sillas de respaldo rígido y unas pocas chucherías que eran demasiado grandes para que entraran en un saquillo. No tenía nada que hacer excepto mirar por la ventana para ver sólo un número inmenso de cipreses —más de los que eran absolutamente necesarios, en opinión de Tas— y los espíritus de los muertos vagando sin rumbo entre ellos. Su otra opción era mirar cómo revisaba Acertijo las piezas del fragmentado ingenio de viajar en el tiempo. Porque ahora Tasslehoff entendía de sobra la importancia del gnomo.
Tas no recordaba cuánto tiempo hacía exactamente, porque el tema del tiempo se había vuelto muy embrollado para él con ese lío de saltar a un futuro que luego resultó que no era el adecuado y después acabar en este futuro, donde todos querían enviarlo de regreso al pasado para que muriera. Fuera como fuese, hacía mucho tiempo, Tasslehoff había ido a parar —aunque no por culpa suya (bueno, quizás un poco, sí)— al Abismo.
Dando por sentado que el Abismo tenía que ser un lugar espantoso en el que ocurría todo tipo de cosas horribles —como demonios torturando a gente eternamente—, tas había sufrido una terrible decepción al descubrir que, de hecho, el Abismo era aburrido. Aburrido a más no poder. No ocurría nada interesante. Tampoco ocurría nada sin interés. No ocurría nada en absoluto a nadie, nunca. No había nada que ver, nada que coger, nada que hacer, ningún sitio adonde ir. Para un kender, era el infierno.
La única idea de Tas había sido salir de allí. Llevaba consigo el ingenio para viajar en el tiempo, el mismo que tenía ahora. El ingenio se había roto, igual que ahora. Tas había topado con un gnomo, parecido al que ahora se sentaba enfrente de él. El gnomo había arreglado el ingenio, del mismo modo que éste se afanaba en arreglarlo ahora. La gran diferencia era que entonces Tasslehoff había querido que el gnomo arreglara el ingenio, y ahora no quería.
Porque cuando el ingenio de viajar en el tiempo estuviera arreglado, Palin y Dalamar lo utilizarían para enviarlo —a él, Tasslehoff Burrfoot— hacia atrás en el tiempo, al momento en el que el Padre de Todo y de Nada lo espachurraría y lo convertiría en el triste fantasma de sí mismo que había visto deambulando sin rumbo por Foscaterra.
—¿Qué hiciste con este ingenio? —rezongó Acertijo, malhumorado—. ¿Pasarlo por una picadora de carne?
Tasslehoff cerró los ojos para no tener que ver al gnomo, pero lo veía de todos modos; veía su cara de tez morena y su cabello ralo que flotaba alrededor de su cabeza como si tuviera un dedo metido continuamente en uno de sus inventos, quizás el «blupitiblup preambulante accionado por vapor» o el «corta rábanos autobobinado locomotriz». Y, lo que era peor aún, Tas podía ver el brillo de inteligencia en los negros ojillos del gnomo. Ya había visto ese brillo antes, y empezaba a sentirse mareado. «¿Qué hiciste con este ingenio? ¿Pasarlo por una picadora de carne?»; una pregunta parecida le había hecho el gnomo anterior la vez anterior.
A fin de aliviar la sensación de mareo, Tasslehoff apoyó la cabeza coronada por el copete (en el que sólo se veían algunas hebras grises aquí y allí) sobre las manos, en la mesa. En lugar de desaparecer, el incómodo mareo se desplazó desde la cabeza hasta el estómago, y desde allí se extendió al resto del cuerpo.
Una voz habló. La misma voz que había oído en otra ocasión y en otro lugar hacía mucho tiempo. La voz le hacía daño, le estrujaba las entrañas y le hinchaba el cerebro hasta el punto de que el cráneo se le comprimía, provocándole un terrible dolor de cabeza. Sólo había oído esa voz en una ocasión, pero jamás, jamás, habría querido volver a oírla otra vez. Se tapó las orejas, pero la voz sonaba en su interior, de modo que no le sirvió de nada.
No estás muerto —dijo la voz, y las palabras eran casi las mismas que había dicho la voz tanto tiempo atrás—. No se te mandó a este lugar ni, en realidad, deberías estar aquí.
—Lo sé —se lanzó Tas a dar una explicación—. He venido del pasado, y se supone que me encuentro en un futuro distinto…
Un pasado que nunca fue. Un futuro que nunca será.
—¿Eso es… culpa mía? —preguntó Tas con voz entrecortada.
La voz rio, y era una risa espantosa porque sonaba como una cuchilla de acero quebrándose, y la sensación era como si las esquirlas de la hoja rota le perforaran la carne.
No digas tonterías, kender. Eres un insecto. Menos que un insecto. Una partícula, una mota de polvo que se quita con una ligera sacudida de mi mano. El futuro en el que te encuentras es el futuro de Krynn como se supone debía ser de no haber sido por la intromisión de aquellos que no tuvieron la inteligencia ni la amplitud de miras para comprender cómo el mundo podía ser suyo. Todo lo que ocurrió volverá a ocurrir, sólo que esta vez lo hará como conviene a mis propósitos. Mucho tiempo atrás, alguien pereció en una Torre, y su muerte unió una hermandad de caballería. Ahora, otra perece en una Torre y su muerte hunde en la desesperación a una nación. Mucho tiempo atrás, el milagro de la Vara de Cristal Azul resucitó a alguien. Ahora, la que enarbolaba la Vara resucitará… para recibirme.
—¡Os referís a Goldmoon! —gritó sombríamente Tas—. Ella utilizó la Vara de Cristal Azul. ¿Ha muerto Goldmoon?
La risa le atravesó la carne.
—¿Estoy muerto? —instó—. Sé que habéis dicho que no, pero vi mi propio espíritu.
Estás muerto y no lo estás —respondió la voz—, pero a eso se pondrá remedio pronto.
—¡Deja de farfullar! —demandó Acertijo—. Me irritas, y no puedo trabajar cuando estoy irritado.
Tasslehoff levantó bruscamente la cabeza de la mesa y contempló de hito en hito al gnomo, que había alzado la vista de su trabajo y lo miraba furibundo.
—¿No ves que estoy muy ocupado? Primero te pones a gemir, luego sueltas quejidos, y después empiezas a mascullar entre dientes. No haces más que distraerme.
—Lo siento —se disculpó Tasslehoff.
Acertijo puso los ojos en blanco, sacudió la cabeza, indignado, y reanudó su examen del ingenio para viajar en el tiempo.
—Creo que esto va aquí, no ahí —masculló—. Sí. ¿Lo ves? Y entonces, la cadena se engancha aquí y se enrosca alrededor, así. No, no es exactamente de ese modo. Tiene que ir… Un momento, ahora lo entiendo. Esto tiene que encajar aquí primero.
El diligente gnomo cogió una de las gemas del ingenio y la colocó en su lugar.
—Bien, ahora me hace falta otro de esos chismes rojos. —Se puso a rebuscar entre las gemas.
Rebuscando como el otro gnomo, Gnishm, había rebuscado en el pasado, advirtió tristemente Tasslehoff. El pasado que nunca fue. El futuro que era de ella.
«Tal vez sólo fue un sueño, lo de Goldmoon —se dijo para sus adentros—. Creo que yo lo sabría si hubiera muerto, que sentiría una especie de ahogo, como el corazón en un puño, si estuviera muerta, y no siento nada parecido. Aunque la verdad es que cuesta un poco respirar aquí».
—¿No te parece que el aire está cargado, Acertijo? —preguntó, al tiempo que se ponía de pie—. A mí sí me lo parece —se respondió a sí mismo, ya que el gnomo no le prestó la menor atención.
»El aire siempre está cargado en estas Torres de la Alta Hechicería —añadió para seguir hablando aunque fuera consigo mismo. Oír su propia voz era muchísimo mejor que oír aquella otra voz horrible—. La culpa es de esas alas de murciélago y los globos oculares de ratón, y los viejos y mohosos libros. Viendo esas grietas en las paredes, cualquier pensaría que se colaría una agradable brisa, pero no parece ser el caso. Me pregunto si a Dalamar le importaría mucho que rompiera una de las ventanas.
Tasslehoff echó una ojeada a su alrededor buscando algo para lanzar contra el cristal. Sobre una mesa pequeña había una estatuilla de una doncella elfa en bronce que no parecía emplear el tiempo en nada salvo en sostener una guirnalda de flores en las manos. La cogió y estaba a punto de lanzarla volando a través de la ventana cuando escuchó voces en el exterior de la Torre.
Sintiéndose agradecido de que sonaran fueran del edificio y no dentro de él, Tas bajó la estatuilla y miró por la ventana con curiosidad.
Una tropa de caballeros negros había llegado a caballo llevando consigo una carreta abierta tirada por caballos y llena de paja. Los caballeros siguieron montados y mirando con inquietud los oscuros árboles que los rodeaban. Los corceles rebullían, nerviosos. Los espíritus de los muertos se deslizaban en torno a los troncos como una lastimosa niebla. Tas se preguntó si los jinetes podrían ver a los espíritus. Él lamentaba tener esa capacidad, y no miraba a los muertos con atención por miedo a verse a sí mismo otra vez.
Muerto, pero no muerto.
Volvió la cabeza para mirar a Acertijo, que se inclinaba sobre su trabajo sin dejar de hablar entre dientes.
—Vaya, chico, hay un montón de caballeros negros fuera —dijo—. Me pregunto qué estarán haciendo aquí. ¿Tú no te lo preguntas?
El gnomo masculló algo entre dientes pero no levantó la vista de su trabajo. Desde luego, el ingenio estaba recuperando su forma con gran rapidez.
—Seguro que tu trabajo puede esperar. ¿No te gustaría descansar un poco y asomarte a ver a esos caballeros? —preguntó el kender.
—No —contestó Acertijo, que así estableció un record para la respuesta gnoma más corta de la historia.
Tas suspiró. El gnomo y él habían llegado a la Torre de la Alta Hechicería en compañía de la que fuera su compañera de antaño y vieja amiga Goldmoon; una Goldmoon que tenía noventa años como poco, pero con el cuerpo y la cara de una mujer de veinte. Goldmoon le había dicho a Dalamar que iba a reunirse con alguien en la Torre, y el elfo se había marchado con ella y le había indicado a Palin que los llevara al gnomo y a él a un cuarto para que esperaran allí; con lo cual la habitación era ahora una sala de espera. Fue entonces cuando Dalamar dijo aquello de… «¿Entiendes la importancia del gnomo?».
Palin los había dejado allí después de cerrar la puerta con un conjuro. Tas lo sabía porque ya había utilizado sus mejores ganzúas para intentar abrirla, sin resultado. «El día que las ganzúas fallan es porque hay hechiceros involucrados», como solía decir su padre.
De pie junto a la ventana, observando a los caballeros que parecían esperar algo sin gustarles mucho esa espera, a Tasslehoff se le ocurrió una idea. Y se le ocurrió tan de golpe que se llevó la mano en la que no tenía la estatuilla de bronce de la elfa para comprobar si le había salido un chichón en la cabeza. Al no hallar ninguno, miró subrepticiamente (le parecía que ésa era la palabra correcta) al gnomo. El ingenio ya estaba casi recompuesto, a falta sólo de unas pocas piezas que, además, eran tan pequeñas que seguramente no tenían apenas importancia.
Tas se sentía mucho mejor al tener un «Plan» —con mayúsculas—, así que volvió a observar por la ventana suponiendo que ahora podría disfrutar como era debido. Sus esperanzas se vieron cumplidas cuando un enorme minotauro salió de la Torre de la Alta Hechicería. Tas se encontraba a unos cuatro pisos de altura, de manera que atisbaba justo la coronilla del minotauro. Si arrojaba la estatuilla por la ventana le atizaría un buen mamporro en la cabeza. Sin embargo, en ese momento varios caballeros negros salieron en tropel de la Torre. Llevaban algo entre todos: un cuerpo cubierto con una tela negra.
Tas observó atentamente, con la nariz tan pegada al cristal que sintió crujir el cartílago. Mientras el grupo de caballeros que transportaban el cuerpo salía de la Torre, se alzó un soplo de aire entre los cipreses que levantó la negra tela y dejó a la vista el rostro del cadáver.
Tasslehoff reconoció a Dalamar.
Al kender se le quedaron las manos inertes y la estatuilla cayó al suelo con un golpe sonoro. Acertijo levantó bruscamente la cabeza.
—Por todos los carburadores dobles, ¿a santo de qué has hecho eso? —demandó—. ¡Has conseguido que se me caiga una tuerca!
Aparecieron más caballeros negros llevando otro cuerpo. El viento sopló con más fuerza, y la tela negra que habían echado encima descuidadamente cayó al suelo. Los ojos muertos de Palin, abiertos de par en par, se clavaron en el kender. Su túnica estaba empapada de sangre.
—¡Soy responsable de esto! —gritó Tas, asaltado por la culpa—. Si hubiera regresado para morir, como se suponía que debía hacer, Palin y Dalamar no estarían muertos ahora.
—Huelo a humo —dijo Acertijo de repente mientras olisqueaba—. Me recuerda a casa —apuntó antes de volver a su trabajo.
Tas miraba sombríamente por la ventana. Los caballeros negros habían encendido una hoguera al pie de la Torre y echaban ramas y troncos secos del cipresal. El fuego crepitó al prender en la leña y el humo ascendió por el costado de la Torre, enroscándose como una enredadera venenosa. Los caballeros preparaban una pira funeraria.
—Acertijo, ¿cómo vas con ese cacharro? —preguntó en voz queda—. ¿Aún no lo has arreglado?
—¿Cacharro? Ahora no tengo tiempo para cacharros —contestó el gnomo con aire importante—. Estoy a punto de arreglar este artefacto.
—Estupendo.
Otro caballero negro salió de la Torre. Era una mujer pelirroja, con el pelo muy corto, y Tasslehoff la reconoció. La había visto anteriormente, aunque no recordaba dónde.
La mujer llevaba un cuerpo en sus brazos y caminaba con solemne lentitud. A una orden del minotauro, los caballeros hicieron un alto en su trabajo y se pusieron firmes, inclinadas las cabezas.
La mujer se dirigió lentamente hacia la carreta. Tas intentó vislumbrar de quién era el cuerpo que llevaba la chica, pero el minotauro le tapaba la visión. La chica dejó el cuerpo con delicadeza en la carreta, luego se apartó y Tasslehoff pudo ver sin obstáculos.
Había supuesto que era otro caballero negro, alguno que había resultado herido. Se quedó de piedra al ver que quien yacía en la carreta era una mujer muy vieja, y Tas comprendió al punto que estaba muerta. Se sintió apenado y se preguntó quién sería. Algún familiar de la mujer de pelo rojo, porque ésta acomodó los vuelos de la falda blanca de la muerta y luego le pasó los dedos por el cabello largo y blanco.
—Goldmoon acostumbraba a cepillarme el pelo así, Galdar —dijo la mujer.
El quieto aire transmitió claramente el sonido de sus palabras. Con terrible claridad en lo concerniente a Tas.
—Goldmoon. —El kender sintió un nudo en la garganta—. Está muerta. Caramon, Palin… Todos los que quería han muerto. Y la culpa es mía. El que tendría que estar muerto soy yo.
Los caballos enganchados a la carreta denotaban nerviosismo, como si estuvieran deseando partir. Tas se volvió a mirar a Acertijo. Sólo quedaban dos minúsculas gemas que engarzar en su sitio.
—¿Por qué hemos venido aquí, Mina? —La retumbante voz del minotauro se oía sin dificultad—. Te has apoderado de Solanthus, dándoles una buena zurra a los solámnicos y mandándolos a casa con mamá. Toda la nación solámnica está ahora en tu poder. Has logrado lo que nadie fue capaz de hacer en toda la historia del mundo…
—No completamente, Galdar —le corrigió Mina—. Todavía tenemos que tomar Sanction, y debemos hacerlo para el Festival del Ojo.
—¿El… festival? —La frente del minotauro se frunció—. El Festival del Ojo. Por mis cuernos, casi había olvidado esa antigua celebración. —Sonrió—. Eres tan joven que me sorprende que la conozcas, Mina. No se ha celebrado desde que las tres lunas desaparecieron.
—Goldmoon me habló del festival —explicó la muchacha mientras acariciaba tiernamente la mejilla arrugada de la muerta—. Me contó que tenía lugar cuando las tres lunas, la roja, la blanca y la negra, convergían y formaban la imagen de un gran ojo en el cielo. Me habría gustado verlo.
—Según tengo entendido, entre los humanos era una noche de desmadre y jolgorio. Mi pueblo honraba y reverenciaba esa noche —dijo Galdar—, porque creíamos que el Ojo era la pupila de Sargas, nuestro dios. Nuestro antiguo dios —añadió con premura mientras echaba una mirada de reojo a Mina—. Sin embargo, ¿qué relación tiene una antigua festividad con la conquista de Sanction? Las tres lunas ya no están, como tampoco el ojo de los dioses.
—Habrá un festival, Galdar —respondió Mina—. El Festival del Nuevo Ojo, el Ojo Único. Lo celebraremos en el Templo de Huerzyd.
—Pero ese templo está en Sanction —protestó el minotauro—. Nos encontramos al otro lado del continente, por no mencionar el hecho de que los Caballeros de Solamnia controlan firmemente la ciudad. ¿Cuándo tendrá lugar el festival?
—En el momento señalado —contestó Mina—. Cuando el tótem esté completo. Cuando el Dragón Rojo caiga del cielo.
—Aaag —gruñó Galdar—. Entonces deberíamos estar marchando hacia Sanction con un ejército. Sin embargo, perdemos el tiempo en este lugar maligno. —Lanzó una mirada enconada a la Torre—. Y nos retrasará aún más llevar el cuerpo de esta anciana en la carreta.
La pira chisporroteó y crepitó. Las llamas se deslizaron por el muro de piedra de la Torre, ennegreciéndolo. El humo se arremolinó alrededor de Galdar, que lo apartó a manotazos, irritado, y se coló por la ventana. Tas tosió y se cubrió la boca con la mano.
—Se me ha ordenado llevar el cuerpo de Goldmoon, princesa de los que-shus y portadora de la Vara de Cristal Azul, a Sanction, al Templo de Huerzyd, en la noche del Festival del Nuevo Ojo. Allí tendrá lugar un gran milagro, Galdar. No nos retrasaremos. Todo se hará según lo ordenado. El Único se ocupará de eso.
Mina levantó las manos sobre el cuerpo de Goldmoon y alzó una plegaria. De sus manos irradió una luz amarilla anaranjada. Tas intentó escudriñar dentro de la luz para ver qué ocurría, pero el resplandor actuaba como minúsculos cristales en sus ojos, causándole un dolor abrasador tan intenso que tuvo que cerrarlos. Aun entonces pudo ver el fulgor a través de los párpados.
La plegaria de Mina terminó y la intensa luz se apagó. Tasslehoff abrió los ojos.
El cuerpo de Goldmoon yacía conservado en un sarcófago de ámbar, y volvía a ser joven y hermosa. Llevaba la blanca túnica que vestía en vida. El cabello, cual hilos de oro y plata, estaba adornado con plumas; pero estaba atrapada en ámbar.
Tas sintió el estómago revuelto en una náusea que le subía a la garganta. Sufrió un ahogo, y se aferró al borde de la ventana para sujetarse.
—Es magnífico el féretro que has creado, Mina —dijo Galdar, cuya voz sonaba exasperada—; pero ¿qué planeas hacer con ella? ¿Transportarla en carreta como un monumento al Único? ¿Exhibirla ante el populacho? No somos clérigos, sino soldados. Tenemos que librar una guerra.
La muchacha miró a Galdar en silencio, un silencio tan inmenso y terrible que absorbió todo el sonido, toda la luz y consumió el aire que respiraban. El temible silencio de su furia cayó sobre el minotauro, que se encogió visiblemente ante él.
—Lo siento, Mina —masculló—. No era mi intención…
—Da gracias que te conozco, Galdar —le interrumpió la chica—. Sé que hablas de corazón, sin pensar, pero algún día llegarás demasiado lejos, y ese día ya no podré protegerte. Ésta mujer fue más que una madre para mí. Todo cuanto he hecho en nombre del Único, lo he hecho por ella.
Mina se volvió hacia el sarcófago, puso las manos sobre el ámbar y se inclinó para mirar el rostro inmóvil y sosegado de Goldmoon.
—Me hablaste de los dioses que habían existido pero que ya no estaban. Fui a buscarlos… ¡Por ti! —La voz de Mina tembló—. Te traje al Único, madre. El Único te devolvió la juventud y la belleza. Pensé que eso te complacería. ¿Qué hice mal? No lo entiendo. —Sus manos acariciaron el féretro como si alisaran una manta. Parecía perpleja—. Cambiarás de parecer, querida madre. Acabarás comprendiéndolo…
—Mina… —empezó Galdar, inquieto—. Lo siento. No lo sabía. Perdóname.
La joven asintió en silencio, sin volver la cabeza. Galdar carraspeó.
—¿Cuáles son tus órdenes respecto al kender? —preguntó.
—¿El kender? —repitió Mina, sin prestar apenas atención.
—El kender y el artefacto mágico. Dijiste que estaban en la Torre.
Mina levantó la cabeza. Las lágrimas brillaban en sus mejillas; estaba pálida y tenía los ojos color ámbar muy abiertos. Sus labios formaron las palabras «el kender», pero no las pronunciaron en voz alta. Frunció el entrecejo.
—Sí, por supuesto, id por él. ¡Rápido! ¡Date prisa!
—¿Sabes dónde está, Mina? —preguntó, vacilante, el minotauro—. La Torre es inmensa, y hay muchas habitaciones.
La joven alzó la cabeza, miró directamente a la ventana donde se encontraba Tas, y señaló.
—Acertijo —dijo Tasslehoff en una voz que no le sonó como la suya, sino como la de una persona totalmente desconocida, la de alguien verdaderamente asustado—. Tenemos que salir de aquí. ¡Ahora!
—Bien, ya está acabado —anunció el gnomo mientras le mostraba el artilugio, orgulloso.
—¿Seguro que funcionará? —quiso saber Tas, ansioso. Le llegaba el sonido de pisadas en la escalera, o al menos le pareció oírlas.
—Por supuesto —manifestó Acertijo, ceñudo—. Como si fuera nuevo. Por cierto, ¿qué hacía cuando estaba nuevo?
El corazón de Tas, que había brincado esperanzado con la primera parte de la frase del gnomo, se encogió al oír eso último.
—¿Cómo sabes que funciona si no sabes para lo que sirve? —demandó. Ahora no cabía duda de que sonaban pisadas—. No importa. Venga, dámelo. ¡Deprisa!
Palin había cerrado la puerta con un conjuro, pero Palin había… Palin ya no estaba allí, así que Tas suponía que el hechizo de cierre tampoco estaba ya. Oía pisadas y jadeos de respiración trabajosa. Imaginó al enorme y pesado minotauro subiendo los escalones.
—Al principio pensé que era un pelador de patatas —decía Acertijo, que sacudió el ingenio de forma que la cadenea tintineó—. Pero es demasiado pequeño, y no tiene un elevador hidráulico. Entonces pensé que…
—Es un ingenio con el que puedes viajar en el tiempo. Y eso es lo que voy a hacer con él, Acertijo —manifestó Tas—. Viajar hacia atrás en el tiempo. Te llevaría conmigo, pero no creo que te gustara el sitio a donde voy, que es a la Guerra de Caos, para que me aplaste el pie del gigante. Verás, por mi culpa todos a los que quería han muerto, y si regreso, no estarán muertos. Yo sí, pero eso no importa, porque ya lo estoy…
—Una gratinadora de queso —siguió el gnomo, que observaba el ingenio con gesto pensativo—. Oh, con unas cuantas modificaciones podría serlo. O también una picadora de carne, o un…
—Da igual. Dame el cacharro —instó Tasslehoff, que respiró hondo para infundirse valor—. Gracias por arreglarlo. Odio tener que dejarte aquí, en la Torre de la Alta Hechicería, con un furioso minotauro y los caballeros negros, pero es posible que una vez que me haya ido, ellos se marchen también. ¿Quieres pasarme el ingenio, por favor?
Las pisadas no se oían, pero sí los jadeos. La escalera era empinada y traicionera; el minotauro había tenido que hacer un alto para recobrar el aliento.
—¿Una combinación de caña de pescar y horma de zapato? —conjeturó el gnomo.
Las pisadas del minotauro sonaron de nuevo.
Tas se dio por vencido. Uno podía ser amable, pero sólo hasta cierto punto. Sobre todo con un gnomo. Lanzó la mano hacia el ingenio.
—¡Trae eso aquí! —gritó.
—¿No irás a romperlo otra vez? —inquirió Acertijo, que mantenía el artilugio fuera del alcance de Tas.
—¡No voy a romperlo otra vez! —contestó el kender con firmeza. Se lanzó a por él de nuevo, y consiguió asirlo y quitárselo al gnomo de un tirón—. Si miras con atención, verás cómo funciona. Espero —terminó, entre dientes.
Sostuvo el ingenio y rezó una corta plegaria para sus adentros.
«Sé que no puedes oírme, Fizban… O quizá sí puedes, pero estás tan decepcionado conmigo que no quieres oírme. Lo lamento de verdad. Lo siento mucho, mucho. —Las lágrimas humedecieron sus ojos—. No era mi intención causar todo este lío. Sólo quería hablar en el funeral de Caramon, decirle a todo el mundo lo buen amigo que había sido para mí. No era mi intención que ocurriera esto. ¡Nunca! Así que, si me ayudas a volver para morir, me quedaré muerto. Lo prometo».
—No hace nada —rezongó Acertijo—. ¿Estás seguro de haberlo enchufado?
Tas oyó las pisadas cada vez más fuertes, y sostuvo el ingenio por encima de la cabeza.
—Las palabras del conjuro. Tengo que pronunciar las palabras del conjuro. Sé qué palabras son —dijo el kender, tragando saliva con esfuerzo—. Empieza… Empieza… Tu tiempo es el tuyo propio… Pero a través de él te desplazas… No, no es así. Viajas. A través de él viajas… y algo más, algo que se expande…
Las pisadas sonaban tan cerca que sentía temblar el suelo. El sudor le perló la frente. Volvió a tragar saliva y miró el ingenio como si éste pudiera ayudarlo. Al no ocurrir así, lo sacudió.
—Ahora entiendo cómo se rompió —dijo Acertijo con tono severo—. ¿Vas a tardar mucho? Creo que viene alguien.
—Ase firmemente el final y acabarás al final. No, no es así —gimió Tas, desalentado—. Está todo mal. ¡No recuerdo las palabras! ¿Qué demonios me pasa? Me las sabía de carrerilla, podía recitarlas haciendo el pino. Lo sé porque Fizban me hizo ponerme así para decirlas…
Retumbó un golpetazo en la puerta, como si el macizo hombro de un minotauro hubiera arremetido contra la hoja.
Tas cerró los ojos para intentar no oír lo que pasaba al otro lado de la puerta.
—Fizban me hizo recitarlas haciendo el pino y diciéndolas al revés. Era un día luminoso, soleado. Estábamos en un verde prado, y el cielo era azul y tenía esas nubes blancas como borregos, y los pájaros cantaban, y también cantaba Fizban hasta que le pedí amablemente que no…
Se produjo otro fortísimo estruendo y el ruido de madera astillada.
·
· Tu tiempo es el tuyo propio.
· Pero a través de él viajas.
· Ves su expansión.
· Gira y gira en un movimiento continuo.
· Que no se obstruya su flujo.
· Ase firmemente el final y el principio.
· Rétalos hacia adelante sobre sí mismos.
· Todo lo que se baila suelto quedará asegurado.
· El destino de ti dependerá.
·
Las palabras fluyeron por el cuerpo de Tas tan cálidas y brillantes como el sol de aquel día de primavera. Ignoraba de dónde provenían y tampoco se entretuvo en preguntarlo.
El ingenio empezó a emitir un intenso fulgor, resplandecientes las gemas.
La última sensación que percibió Tas fue una mano agarrando la suya. El último sonido que oyó fue la voz de Acertijo, gritando empavorecido.
—¡Espera! Hay una tuerca suelta…
Y entonces toda sensación y todo sonido desaparecieron en la maravillosa y excitante bocanada de magia.