19

La mentira

Alhana Starbreeze se encontraba sola, sentada en el refugio que le habían construido los elfos que todavía poseían algún poder mágico, al menos el suficiente para ordenar a los árboles que proporcionaran un cobijo seguro para la exiliada reina elfa. Sin embargo resultó que los elfos no necesitaron su magia, pues los árboles, que siempre habían amado a esa raza, al ver a su reina vencida por la pena y el agotamiento y a punto de desplomarse, doblaron las ramas por voluntad propia y colgaron protectoras sobre ella, las hojas entrelazadas para impedir el paso de la lluvia y el viento. La hierba formó una suave y densa alfombra para servirle de lecho. Los pájaros cantaron suavemente a fin de atenuar su dolor.

Era por la tarde, a última hora, uno de los contados momentos de tranquilidad en la ajetreada vida de Alhana. Eran tiempos de agitación, ya que ella y sus fuerzas vivían en los bosques y sostenían una guerra de táctica relámpago contra los caballeros negros: ataques a campos de prisioneros, asaltos a barcos de suministros, osadas incursiones en la propia ciudad para rescatar a elfos en peligro. Sin embargo, en ese instante todo era paz. La cena ya había sido servida y los silvanestis bajo su mando se preparaban para pasar la noche. De momento nadie la necesitaba, nadie pedía que tomara decisiones que costarían más vidas elfas, que derramaran más sangre elfa. A veces Alhana soñaba que nadaba en un río de sangre, y de ese sueño nunca podía escapar, salvo ahogándose.

Algunos podrían opinar —de hecho había elfos que lo decían— que los caballeros negros le habían hecho un favor a Alhana Starbreeze. En el pasado se la juzgó como elfa oscura y fue exiliada de su patria por tener la osadía de intentar promover la paz entre los elfos de Silvanesti y sus parientes de Qualinesti, por tener el atrevimiento de contraer matrimonio con un qualinesti a fin de unificar sus dos reinos enzarzados en peleas.

Ahora, en el momento de mayor dificultad, su pueblo la había aceptado de nuevo. La sentencia de exilio había sido derogada formalmente por los Cabezas de las Casas que seguían vivos después de que los caballeros negros hubieran ocupado la capital, Silvanost. Ahora el pueblo de Alhana la abrazaba. De rodillas ante ella se habían lamentado vehementemente del «malentendido». No importaba que hubiesen intentado que la asesinaran. Y lo siguiente fue pedirle a voces:

—¡Salvadnos! ¡Reina Alhana, salvadnos!

Samar estaba encorajinado con ella, con su pueblo. Los silvanestis habían invitado a los caballeros negros a entrar en su ciudad y la rechazaron a ella. Apenas unas semanas antes, habían caído de hinojos ante la cabecilla de los caballeros negros, una chica humana llamada Mina. Se les advirtió de la traición de la muchacha, pero los milagros realizados por Mina en nombre del Único los habían cegado. Samar había sido uno de los que les advirtió, que les llamó necios por confiar en humanos, tanto si hacían milagros como si no. Los elfos se quedaron estupefactos, conmocionados y horrorizados cuando los caballeros negros la emprendieron contra ellos, crearon los campos de esclavos y las prisiones, y mataron a quienes se oponían.

Le producía una sombría satisfacción que los silvanestis hubiesen acabado venerando a Alhana Starbreeze, la única persona que se mantuvo leal a su pueblo y había combatido por ellos aun cuando la habían vilipendiado. Pero no le complacía tanto la respuesta de su soberana, que fue indulgente, magnánima, paciente. De ser por él, habrían tenido que arrastrarse y humillarse para obtener su favor.

—No puedo castigarlos, Samar —le dijo Alhana la tarde en que la sentencia de exilio se derogó, con lo que la reina era libre de regresar a su patria. Una patria sometida al dominio de los Caballeros de Neraka. Una patria por la que tendría que luchar para reclamarla como suya—. Y sabes el motivo.

Claro que lo sabía. Lo hacía todo por su hijo, Silvanoshei, que era rey de Silvanesti. Un hijo que no era digno de ello, en opinión de Samar. Silvanoshei era el responsable de admitir a los Caballeros de Neraka en la ciudad de Silvanost. Enamorado de la chica humana, Mina, Silvanoshei era la causa de la perdición de la nación silvanesti.

Aun así, la gente lo adoraba y seguía reivindicándolo como su rey. Seguían a su madre por él. Y por su causa Samar realizaba un viaje peligroso, obligado a dejar a su soberana en el momento más crítico de la larga historia de la nación silvanesti, obligado a rastrear todo Ansalon en busca de ese hijo. Aunque eran pocos los que lo sabían, el rey de Silvanesti había huido la misma noche en que Samar y otros elfos arriesgaron la vida para rescatarlo de los caballeros negros.

Que fueran contados quienes estaban enterados de la huida se debía a que Alhana se negaba a admitirlo, ni ante su pueblo ni ante sí misma. Lo sabían los elfos que habían acompañado a Samar la noche que Silvanoshei se marchó, pero la reina les había hecho jurar que mantendrían en secreto lo ocurrido. Leales desde hacía mucho tiempo, venerándola, habían accedido de buena gana, y ahora Alhana seguía fingiendo que Silvanoshei estaba enfermo y que tenía que permanecer aislado hasta que se curara.

Entretanto, estaba convencida de que regresaría.

—Se halla en algún lugar, enfurruñado —le había dicho a Samar—. Superará ese capricho pasajero y recobrará la sensatez. Volverá conmigo, con su pueblo.

Samar no compartía esa opinión. Trató de hacer notar a Alhana la evidencia de las huellas de cascos de caballo. Los elfos no habían llevado monturas. Ése animal era mágico y había sido enviado para Silvanoshei. El joven elfo no iba a regresar. Ni ahora ni nunca. Al principio, Alhana se había negado a escuchar sus razonamientos, le había prohibido hablar de ello, pero a medida que los días pasaban y Silvanoshei no regresaba no tuvo más remedio que admitir, con el corazón destrozado, que Samar podía tener razón.

Samar llevaba varias semanas ausente, y durante ese tiempo Alhana había seguido con la farsa de que Silvanoshei se encontraba con ellos, enfermo y recluido en su tienda. La reina llegó incluso a ocuparse del mantenimiento de la tienda, fingiendo que iba a visitarlo. Se quedaba sentada en la cama vacía y hablaba con él como si se encontrase allí. Su hijo volvería, y cuando lo hiciera, la encontraría esperándolo y con todo dispuesto, como si nunca se hubiera ausentado.

A solas en su refugio de la enramada, Alhana leyó y releyó el último mensaje de Samar, llevado por un halcón ya que estas aves actuaban como mensajeros entre los dos desde hacía mucho tiempo. La comunicación era breve —Samar era de los que no gastaba saliva en vano— y suscitó tanto alegría como pesadumbre en la preocupada madre, consternación y desánimo en la reina.

Por fin he dado con su rastro. Tomó un barco en Abanasinia que navegó al norte de Solamnia. Desde allí viajó a Solanthus en busca de esa chica, pero ella ya había partido hacia el este con su ejército. Silvanoshei la sigue.

Han llegado a mis oídos otras nuevas. La ciudad de Qualinost ha sido totalmente destruida. Ahora un lago de muerte cubre los despojos de la ciudad. Los caballeros negros saquean el campo, se apoderan de tierras y las ocupan como suyas. Hablé con un superviviente, que me aseguró que Lauralanthalasa murió en la batalla junto con muchos cientos de qualinestis, así como enanos de Thorbardin y algunos humanos que combatieron a su lado. Murieron como héroes. También pereció la maligna hembra Verde, Beryl.

Voy siguiendo la pista de vuestro hijo. Os informaré cuando pueda.

Vuestro leal servidor,

Samar

Alhana elevó una plegaria por el alma de Laurana y las de todos aquellos que habían muerto en la batalla. Fue una plegaria dirigida a los antiguos dioses, los dioses que se habían marchado y que ya no estaban allí para escucharla. Las bellas palabras aliviaron su dolor a pesar de que en el fondo de su corazón sabía que no tenían sentido. También oró por los qualinestis exiliados con la esperanza de que el rumor de su huida fuera cierto. Después, la preocupación por su hijo borró cualquier otro pensamiento de su cabeza.

—¿Qué maleficio te ha echado esa muchacha, hijo mío? —musitó mientras alisaba el pergamino sobre el que Samar había escrito su nota—. ¿Qué infame maleficio…?

Una voz pronunció su nombre fuera del refugio, llamándola. Era la voz de una de sus guardias personales, una mujer que la servía desde hacía mucho tiempo, a lo largo de numerosas dificultades y momentos de peligro. Alhana la tenía por una persona estoica, reservada, que jamás demostraba emoción alguna, así que la reina se sobresaltó, alarmada, al percibir un temblor en la voz de la mujer.

La asaltaron un tropel de miedos de todo tipo, y tuvo que armarse de valor para reaccionar con tranquilidad. Hizo una bola con el pergamino y lo guardó bajo la pechera de la camisola, tras lo cual pasó agachada bajo las ramas y enredaderas que formaban el cobijo. Vio que la mujer estaba acompañada por un elfo forastero, alguien desconocido.

¿O no era desconocido, sino que simplemente no lo recordaba? Alhana lo observó atentamente. Comprendió que conocía al joven, conocía los rasgos de la cara, conocía esos ojos que encerraban una tristeza, una preocupación y una abrumadora responsabilidad que eran reflejo de las suyas. No conseguía identificarlo, seguramente por el extraño atuendo que llevaba, los ropajes largos y envolventes de los bárbaros que vagaban por el desierto.

Miró a la mujer de la guardia buscando respuestas.

—Los exploradores se toparon con él, mi reina —dijo la mujer—. No quiso decir su nombre, pero afirma que es familiar vuestro por parte de vuestro honorable esposo, Porthios. Es un qualinesti, bajo todas esas capas de lana. No iba armado, y puesto que podía ser quien afirma, lo hemos traído ante vos.

—Os conozco, señor —dijo Alhana—. Perdonadme, pero no recuerdo vuestro nombre.

—Es comprensible —contestó él con una sonrisa—. Han pasado muchos años y han sido muchas las tribulaciones desde la última vez que nos vimos. Sin embargo —su voz adquirió un tono más suave y sus ojos brillaron con afecto y admiración—, yo os recuerdo, la gran dama tan injustamente retenida por su pueblo…

Alhana soltó un grito complacido y se arrojó en sus brazos. Mientras lo estrechaba contra sí recordó a la madre que el joven había perdido y que jamás lo rodearía con sus brazos. Lo besó tiernamente, por ella y por Laurana, y después retrocedió un paso para mirarlo.

—Ésas tribulaciones de las que hablas te han envejecido más de lo que corresponde a tus años, Gilthas de la Casa Solostaran. Me alegra sobremanera verte sano y salvo, pues acabo de enterarme de la triste noticia sobre tu pueblo. Confiaba en que se tratara de un simple rumor y no fuera verdad, pero, ay, veo en tus ojos que sí es cierto.

—Si lo que habéis oído decir es que mi madre ha muerto y que Qualinost ha sido destruida, entonces es verdad lo que os han contado —repuso Gilthas.

—Lo lamento profundamente —dijo Alhana mientras le cogía la mano entre las suyas y se la apretaba—. Por favor, entra y ponte cómodo, porque veo que el agotamiento de muchas semanas de viaje te abruma. Haré que traigan comida y agua para ti.

Gilthas acompañó a Alhana al interior del refugio. Tomó la comida que le trajeron, si bien a la reina no le pasó inadvertido que lo hacía más por cortesía que porque tuviera hambre. En cambio bebió el agua con un placer que no pudo ocultar, a grandes tragos, como si nunca fuera a sentirse saciado.

—No os imagináis lo buena que me sabe esta agua —dijo Gilthas, sonriendo. Miró a su alrededor—. Pero ¿cuándo voy a tener ocasión de saludar a mi primo, Silvanoshei? Nunca nos hemos visto. Oímos el triste rumor de que lo habían matado unos ogros y nos alegramos al recibir la noticia de que no era cierto. Estoy deseando abrazarlo.

—Siento decir que Silvanoshei no se encuentra bien, Gilthas —repuso Alhana—. Recibió una brutal paliza a manos de los caballeros negros cuando lo prendieron y ha salido con vida del percance a duras penas. Está aislado en su tienda, con orden de los sanadores de que no reciba visitas.

Había contado la misma mentira tantas veces que ahora pudo decirla sin vacilar. Sostuvo la mirada del joven con firmeza. Él la creyó, ya que a su rostro asomó una expresión preocupada.

—Lamento oír eso. Por favor, aceptad mis deseos de una pronta recuperación.

Alhana sonrió y cambió de tema.

—Has viajado lejos y por caminos peligrosos. Tiene que haber sido un trayecto duro y azaroso. ¿En qué puedo ayudarte, sobrino? ¿Puedo llamarte así, aunque sólo sea tu tía por mi matrimonio?

—Me sentiré honrado —contestó Gilthas con tono afectuoso—. Sois la única familia que me queda ahora, vos y Silvanoshei.

Los ojos de Alhana se llenaron de lágrimas. El joven era la única familia que le quedaba a ella en ese momento, estando perdido Silvanoshei. Agarró las manos a Gilthas y las apretó entre las suyas. Le traía a la memoria a su padre, Tanis Semielfo. Era un recuerdo alentador, ya que cuando se conocieron corrían tiempos muy peligrosos, pero habían vencido a sus enemigos y después siguieron buscando la paz, aunque aquello durase muy poco.

—He venido a pediros un gran favor, tía Alhana —dijo. La miró fijamente—. Que acojáis a mi pueblo.

Alhana lo miró de hito en hito, perpleja, sin comprender. Gilthas hizo un gesto señalando hacia el oeste.

—A tres días de distancia, en la frontera de Silvanesti, mil exiliados de Qualinesti aguardan recibir vuestro permiso para entrar en la tierra de sus parientes. Nuestros hogares han sido destruidos y el enemigo ocupa nuestra patria. No somos suficientes para combatirles. Algún día —añadió, alzada la barbilla y con un brillo de orgullo en los ojos—, regresaremos y expulsaremos a los caballeros oscuros de nuestra tierra y reclamaremos lo que es nuestro.

»Pero ese día no es hoy —siguió mientras el brillo se apagaba en sus pupilas—. Ni mañana. Hemos viajado a través de las Praderas de Arena. Habríamos muerto allí de no ser por la ayuda de las gentes que han hecho de esa tierra su hogar. Estamos débiles y desesperados. Nuestros niños se vuelven a nosotros en busca de bienestar y no tenemos nada que darles. Somos exiliados. No tenemos a donde ir. Acudimos humildemente a vos, que tuvisteis que ir al exilio hace tiempo, y también humildemente os pedimos que nos acojáis.

Alhana lo miró largamente. Las lágrimas que ardían en sus ojos se deslizaron por sus mejillas, incontenibles.

—Lloráis por nosotros —dijo Gilthas con voz entrecortada—. Siento haberos traído más problemas.

—Lloro por todos nosotros, Gilthas. Por el pueblo qualinesti, que ha perdido su patria, y por el silvanesti, que luchamos por la nuestra. No encontraréis paz ni refugio aquí, en estos bosques, mi pobre sobrino. Estamos en guerra, combatiendo por nuestra supervivencia. No lo sabías cuando os pusisteis en camino, ¿verdad?

Gilthas sacudió la cabeza.

—¿Te has enterado ahora?

—Lo supe después —contestó el joven monarca—. Me dieron la noticia los habitantes de las Praderas. Abrigaba la esperanza de que hubieran exagerado…

—Lo dudo. Son gentes que ven lejos y hablan sin rodeos. Te contaré lo que está ocurriendo y entonces podrás decidir si quieres unirte a nosotros.

Gilthas iba a hablar, pero Alhana alzó la mano, acallándolo.

—Escúchame, sobrino. —Vaciló un instante, sosteniendo una lucha interior, y después continuó—. Oirás decir a algunos de los nuestros que mi hijo fue embrujado por esa chica humana, Mina, la cabecilla de los caballeros negros. No fue el único silvanesti que cayó presa de ese terrible encantamiento. Nuestro pueblo entonó cantos de alabanza para ella mientras la chica caminaba por las calles. Hizo milagros de curación, pero con un precio, no en dinero, sino en almas. El Único quería las almas de los elfos para atormentarlas, esclavizarlas y devorarlas. Ése Único no es un dios misericordioso, como algunos de los nuestros pensaron erróneamente, sino un dios de mentira, venganza y dolor. Se llevaron a los elfos que servían al Único, no sabemos dónde. A los que se negaron a servirle, los caballeros negros los mataron allí mismo o los hicieron esclavos.

»La ciudad de Silvanost está bajo control de los caballeros negros. Su número no es aún lo bastante grande para extender ese control, así que podemos seguir viviendo en los bosques. Hacemos cuanto está en nuestras manos para combatir a ese pavoroso enemigo, y hemos salvado de la tortura y la muerte a muchos cientos de los nuestros. Asaltamos los campos de prisioneros y liberamos a los esclavos. Hostigamos a las patrullas. Temen tanto a nuestros arqueros que ahora ningún caballero negro se atreve a pisar fuera de las murallas de la ciudad. Hacemos todo eso, pero no es suficiente. Carecemos de las tropas que harían falta para reconquistar la ciudad, y los caballeros oscuros refuerzan la fortificación día tras día.

—Entonces la incorporación de nuestros guerreros será un apoyo que os vendrá bien —comentó Gilthas en voz queda.

Alhana bajó los ojos y sacudió la cabeza.

—No —dijo, avergonzada—. ¿Cómo podríamos pediros tal cosa? Los silvanestis os han tratado a ti y a tu pueblo con desprecio todos estos años. ¿Con qué fuerza moral íbamos a pediros que dieseis la vida por nuestro país?

—Olvidáis que nuestro pueblo no tiene país. Nuestra capital ha quedado reducida a ruinas. El mismo enemigo que domina vuestra tierra domina la nuestra. —Apretó los puños y en sus ojos hubo un destello de ira—. Estamos ansiosos de tomar venganza. Recobraremos vuestro país y después, combinadas nuestras fuerzas, recuperaremos el nuestro. —Se inclinó hacia adelante, el rostro iluminado al hablar.

»¿No lo veis, Alhana? Éste puede ser el estímulo que necesitamos para curar viejas heridas, para unir de nuevo nuestras naciones.

—Eres tan joven —suspiró Alhana—. Demasiado para saber que las viejas heridas pueden enconarse de manera que la infección ataca al propio corazón, enfermándolo y pudriéndolo. Sabes que hay quienes preferirían vernos caer a todos antes que uno de los dos países resurgiera. He intentado unir a nuestros pueblos. Fracasé y éste es el resultado. Creo que es demasiado tarde, que nada puede salvar a nuestra raza.

Gilthas la miró consternado, obviamente impresionado por sus palabras. Alhana posó la mano sobre la del joven elfo.

—Quizá me equivoque. Quizá tus ojos jóvenes ven con más claridad. Conduce a tu pueblo a la seguridad del bosque. Después preséntate ante los silvanestis, expónles vuestra difícil situación y pídeles que os admitan en su tierra.

—¿Qué les pida? ¿O queréis decir que les suplique? —Gilthas se levantó; su expresión era fría—. No venimos como mendigos ante los silvanestis.

—Ahí tienes —adujo tristemente Alhana—. La infección te ha alcanzado. Ya sacas conclusiones precipitadas. Tienes que pedírselo a los silvanestis porque es lo políticamente correcto. Eso es lo que quería decir. —Suspiró—. Corrompemos a nuestros jóvenes y así muere la esperanza de mejorar las cosas.

—Estáis afligida y preocupada por vuestro hijo. Cuando se recupere, él y yo… Alhana —dijo Gilthas, alarmado, ya que la elfa se había derrumbado sobre un cojín y sollozaba amargamente—. ¿Qué ocurre? ¿Queréis que llame a alguien? ¿A una de vuestras damas?

—Kiryn —contestó Alhana con voz ahogada—. Manda buscar a Kiryn.

Gilthas no tenía ni idea de quién era Kiryn, pero salió del refugio e informó a uno de los guardias, que a su vez envió a un emisario. Gilthas regresó al interior del cobijo y contempló inquieto a la elfa, sin saber qué hacer o qué decir para aliviar tan profunda pena.

Un elfo joven entró en el refugio, miró primero a Alhana, que se esforzaba por recobrar la compostura, y después a Gilthas. Su rostro enrojeció de rabia.

—¿Quién eres? ¿Qué le has dicho…?

—¡No, Kiryn! —Alhana levantó la cara surcada de lágrimas—. Él no ha hecho nada. Es mi sobrino, Gilthas, Orador de los Soles de Qualinesti.

—Os pido perdón, majestad —se disculpó Kiryn al tiempo que hacía una inclinación—. No podía imaginarlo. Cuando vi a mi reina…

—Lo comprendo —lo atajó Gilthas—. Tía Alhana, si he dicho o hecho inadvertidamente algo que te haya causado tanta pena…

—Cuéntaselo, Kiryn —ordenó la elfa en un tono bajo que daba espanto oír—. Cuéntale la verdad. Tiene derecho… Necesita saberlo.

—Mi reina —empezó Kiryn mientras miraba a Gilthas con incertidumbre—. ¿Estáis segura?

Alhana cerró los ojos como si quisiera poder cerrarlos al mundo.

—Ha conducido a su pueblo a través del desierto. Acuden a nosotros en busca de socorro, ya que la capital de su país fue destruida y su nación está siendo saqueada y ocupada por los caballeros negros.

—¡Por el bendito E’li! —exclamó Kiryn, invocando, en su estupefacción, el nombre del dios ausente, Paladine o E’li, como los elfos lo llamaban.

—Díselo —pidió Alhana mientras se sentaba, escondiendo el rostro tras las manos.

Kiryn indicó con una seña a Gilthas que se acercara.

—Voy a contaros, majestad, lo que sólo unos pocos más saben y juraron guardar en secreto. Mi primo, Silvanoshei, no está herido. No yace enfermo en su tienda. Se ha marchado.

—¿Marchado? —repitió Gilthas, desconcertado—. ¿Dónde? ¿Lo han capturado? ¿Lo han cogido prisionero?

—Sí —repuso gravemente Kiryn—, pero no del modo que pensáis. Está obsesionado con una muchacha humana, una cabecilla de los caballeros negros llamada Mina. Creemos que se fue para reunirse con ella.

—¿Creéis? —repitió Gilthas—. ¿No lo sabéis seguro?

Kiryn se encogió de hombros en un gesto de impotencia.

—No sabemos nada con certeza. Lo rescatamos de los caballeros negros, que iban a matarlo. Huíamos hacia territorio agreste cuando de repente nos quedamos dormidos por obra de la magia. Al despertarnos Silvanoshei se había ido. Hallamos las huellas de los cascos de un caballo. Intentamos seguirlas, pero entraban en el río Thon-Thalas, y aunque registramos las orillas corriente arriba y abajo, no encontramos más huellas. Es como si al caballo le hubieran crecido alas.

—He enviado a mi más leal amigo y consejero a buscar a mi hijo para que lo traiga —intervino Alhana en tono apagado—. No he dicho a los silvanestis nada de esto, y te pido que tampoco digas nada a nadie.

—No lo entiendo. —Gilthas parecía preocupado—. ¿Por qué mantenéis en secreto su desaparición?

Alhana levantó la cabeza. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos por el llanto.

—Porque los silvanestis le tienen cariño. Es su rey y le siguen, cuando a mí no me seguirían de buen grado. Todo lo que hago, lo hago en su nombre.

—¿Queréis decir que tomáis las decisiones difíciles y afrontáis el peligro mientras que vuestro hijo, que debería estar compartiendo esa carga, anda detrás de unas faldas? —empezó Gilthas en tono severo.

—¡No le critiques! —se enardeció Alhana—. ¿Qué sabes tú de lo que ha tenido que soportar? Ésa mujer es una bruja. Lo ha hechizado. Él no sabe lo que hace.

—Silvanoshei era un buen rey hasta que tuvo la desgracia de conocer a Mina —intervino Kiryn, defendiéndolo—. La gente llegó a amarlo y respetarlo. Será un buen monarca cuando este hechizo se haya roto.

—Pensé que debías saber la verdad, Gilthas, ya que tienes responsabilidades para con los tuyos con las que cargar y decisiones que tomar —dijo fríamente Alhana—. Sólo te pido que hagas como Kiryn, respetar mi deseo de no revelar a nadie esto, fingir, como nosotros fingimos, que Silvanoshei se encuentra aquí, con nosotros.

Su tono era frío y la expresión de sus ojos, suplicante. Gilthas habría dado cualquier cosa por poder aliviar su dolor, su pesada carga.

Pero, como Alhana había dicho, también él tenía las suyas. Tenía responsabilidades, y eran para con su pueblo.

—Jamás he mentido a los qualinestis, tía Alhana —empezó con todo el cuidado posible—. No empezaré a hacerlo ahora. Abandonaron su patria confiando en mi palabra, me siguieron al desierto. Han puesto sus vidas y las de sus hijos en mis manos. Confían en mí y no pienso traicionar esa confianza. Ni siquiera por ti, a quien quiero y respeto.

Alhana se puso de pie con los puños apretados a los costados.

—Si haces eso destruirás todo por lo que hemos trabajado y luchado. Tanto da si nos rendimos a los caballeros negros ahora. —Aflojó los puños y el joven monarca advirtió que le temblaban las manos—. Dame un poco de tiempo, sobrino. Es todo lo que te pido. Mi hijo regresará pronto. ¡Lo sé!

Gilthas volvió la vista hacia Kiryn y miró larga e intensamente al joven elfo. Kiryn no pronunció palabra, pero parpadeó. Era obvio que se sentía violento.

Alhana comprendía el dilema de Gilthas.

«Es demasiado amable, demasiado educado, demasiado consciente de mi dolor para expresar en voz alta lo que le quema en la lengua —pensó—. Si pudiera, me diría: «Esto no es cosa mía. No es culpa mía. Es culpa de vuestro hijo. Silvanoshei le ha fallado a su pueblo. No seguiré su ejemplo»».

Alhana se sintió furiosa con Gilthas, celosa y orgullosa de él, todo en un mismo instante arrebatado. Envidió a Laurana de repente porque la muerte le había traído el bendito silencio a la agitación, el fin al dolor y a la desesperación. Laurana había tenido la muerte de una heroína, luchando para salvar a su pueblo y a su país. Había dejado tras de sí un legado del que sentirse orgullosa, un hijo que la honraba.

«Intenté hacer lo correcto —se dijo para sus adentros con amargura—, pero todo ha acabado tan, tan mal».

Su amado esposo, Porthios, había desaparecido y se le daba por muerto. Su hijo, su esperanza para el futuro, había huido dejándola para afrontar sola el mañana. Podía repetirse para sus adentros que estaba embrujado pero, en el fondo, sabía que no era sólo eso. Estaba mimado, era egoísta, se dejaba llevar demasiado fácilmente por pasiones que ella nunca había sido capaz de frenar. Le había fallado a su marido y a su hijo. Su orgullo le impedía admitirlo.

El orgullo sería su perdición. Se había sentido herida en su orgullo cuando el pueblo se volvió contra ella. Su orgullo había sido lo que la empujó a atacar el escudo, a intentar entrar en un país donde no se la quería. Y ahora, el orgullo la obligaba a mentir a su pueblo.

Samar y Kiryn, los dos, la habían aconsejado en contra. Ambos la habían instado a decir la verdad, pero su orgullo no lo soportaba. No su orgullo de reina, sino el de madre. Había fracasado como madre y ahora todos conocerían ese fracaso. No soportaba que la gente la mirara con compasión. Ésa, más que ninguna otra causa, era la razón de que hubiera mentido.

Había confiado en que Silvanoshei regresaría, que admitiría que se había equivocado y pediría que le perdonara. Si hubiera ocurrido así, ella habría disculpado su proceder. Pero ahora, tras leer la misiva de Samar, sabía que Silvanoshei jamás regresaría a ella voluntariamente. Samar tendría que llevárselo a rastras como a un muchachito descarriado.

Alzó la vista y se encontró con Gilthas observándola, con expresión comprensiva, seria. En ese momento, era como su padre. Tanis el Semielfo la había mirado a menudo con esa misma expresión cuando ella libraba alguna batalla interna, combatiendo contra su orgullo.

—Guardaré tu secreto, tía Alhana —dijo Gilthas. Su voz sonaba fría, y resultaba obvio que no le gustaba lo que hacía—. Mientras me sea posible.

—Gracias, Gilthas —contestó agradecida, y avergonzada por estarlo. ¡Su orgullo! Su maldito orgullo—. Silvanoshei regresará. Se enterará de las terribles dificultades que nos afligen y volverá. Quizá ya esté de camino.

Se puso la mano sobre el pecho, sobre la carta de Samar que decía justamente lo contrario. Mentir le resultaba ya tan, tan fácil.

—Eso espero —respondió seriamente Gilthas.

Le cogió la mano y la besó con respeto.

—Lamento que tengas problemas, tía Alhana, y siento haberte dado más. Pero si esto trae la reunificación de nuestras naciones, entonces algún día, al rememorar las dificultades y los sufrimientos, diremos que merecieron la pena.

La elfa intentó sonreír, pero la tensión de sus labios hizo que fuera una mueca crispada. No dijo nada y así, en silencio, se separaron.

—Ve con él —le indicó a Kiryn, que se había quedado—. Ocúpate de que se les dé una buena acogida a él y a los suyos.

—Majestad… —empezó, vacilante, el joven elfo.

—Sé lo que vas a decir, Kiryn. No lo digas. Todo saldrá bien, ya verás.

Después de que los dos se hubiesen ido, Alhana se quedó en la entrada del refugio, pensando en Gilthas.

—Unos sueños hermosos —musitó—. Los sueños de la juventud. Hubo un tiempo en que yo los tuve. Ahora, al igual que mis hermosos vestidos, me cubren como andrajos, desgarrados. Ojalá los tuyos te vistan mejor y te duren más, Gilthas.