11
La cárcel de los muertos
Gerard no tuvo ninguna dificultad para entrar sin ser visto en la ciudad. Aunque se encontró con su primera opción bloqueada —lo que demostraba que los caballeros negros se afanaban en tapar todos los «agujeros de ratón»—, todavía no habían dado con la segunda. Fiel a su promesa, Gerard nunca reveló la ubicación del lugar de entrada.
Las calles de Solanthus estaban oscuras y vacías. Según la posadera, se había impuesto toque de queda. Había patrullas recorriendo las calles, y Gerard se vio obligado a esconderse para eludirlas, ya fuera deslizándose en un oscuro portal o agachándose detrás de montones de basura en algún callejón.
Entre dar esquinazo a las patrullas y el escaso conocimiento de las calles, Gerard pasó más de dos horas deambulando por la ciudad antes de que lograra localizar finalmente lo que buscaba: los muros de la prisión.
Se metió en un portal desde donde observó el edificio mientras se preguntaba cómo se las iba a ingeniar para colarse dentro. Éste había sido el punto flaco de su plan desde el principio. Introducirse a escondidas en una prisión estaba resultando ser tan difícil como escapar de ella.
Una patrulla entró en el patio del edificio escoltando a varios violadores del toque de queda. Gerard se enteró, al oír el informe del guardia, que se habían cerrado todas las tabernas por orden de los caballeros negros. El propietario de uno de esos establecimientos, en un intento de reducir las pérdidas, había abierto sus puertas en secreto a unos pocos clientes habituales, y ahora iban a encarcelar tanto al dueño como a los parroquianos.
Uno de los detenidos cantaba a voz en cuello. El tabernero se estrujaba las manos y exigía saber cómo esperaban que mantuviera a su familia si le quitaban el medio de ganarse la vida. Otro detenido estaba mareado en el suelo. La patrulla quería librarse de su pesada tarea lo antes posible, y golpeaban la puerta llamando a voces al carcelero.
Éste llegó, pero no parecía complacido. Protestó porque las celdas estaban abarrotadas y no le quedaba sitio para más gente. Mientras la patrulla y él discutían, Gerard abandonó sigilosamente su escondite, cruzó rápidamente la calle y se situó al final del grupo de detenidos.
Se echó hacia adelante la capucha, hundió los hombros y se pegó lo más posible a los demás. Uno de los detenidos le echó una ojeada y parpadeó. Gerard contuvo la respiración, pero tras observarle un momento, el hombre esbozó una mueca ebria, apoyó la cabeza en el hombro de Gerard y rompió a llorar.
El jefe de la patrulla amenazó con marcharse y dejar a los prisioneros en la calle, añadiendo que por supuesto pasaría un informe a sus superiores sobre esa obstrucción a su cometido. Acobardado, el carcelero abrió la puerta de la cárcel y llamó a gritos a los guardias del recinto. Pasada la responsabilidad de los detenidos a otros, la patrulla se alejó.
Los guardias condujeron a Gerard y a los otros detenidos al pabellón de celdas.
En el momento que el carcelero apareció, los prisioneros empezaron a gritar, pero el hombre no les hizo caso. Tras meter a empujones a los nuevos detenidos en cualquier celda en la que cupieran, el carcelero y los guardias se marcharon a toda prisa.
La celda en la que metieron a Gerard estaba tan abarrotada que el caballero no se atrevió a sentarse en el suelo por miedo a que lo pisotearan. Las otras celdas presentaban las mismas condiciones, unas repletas de hombres y otras de mujeres, y todos ellos clamando a voces que los pusieran en libertad. El hedor a cuerpos sin asear, a vómitos y a desechos resultaba insoportable. Gerard sufrió una arcada y se tapó la boca y la nariz con la mano en un intento desesperado de filtrar el mal olor con los dedos, pero su estratagema no tuvo éxito.
El caballero se abrió paso a empujones entre la masa de cuerpos, en dirección a la parte posterior de la celda, lo más lejos posible del rebosante cubo de excrementos. Había temido que sus ropas pudieran parecer demasiado limpias para lo que planeaba, pero ya no tenía que preocuparse por ese detalle. Unas cuantas horas allí, y la peste le se quedaría agarrada hasta el punto de que temió que nunca se libraría de ella. Tras un breve espacio de tiempo convenciéndose de que no iba a vomitar, reparó en que la celda contigua —una grande y espaciosa— parecía estar vacía.
Dio con el codo en las costillas a un compañero de celda y señaló con el pulgar en aquella dirección.
—¿Por qué no nos meten a unos cuantos ahí? —preguntó.
—Puedes meterte si quieres —repuso el prisionero con una mirada sombría—. Yo me quedo aquí.
—Pero está vacía —protestó Gerard.
—No, no lo está. Lo que pasa es que no se los ve. Y me alegro de ello. —El hombre torció el gesto—. Bastante es verlos a la luz del día.
—¿Y qué son? —preguntó Gerard con curiosidad.
—Hechiceros —gruñó el hombre—. Al menos es lo que eran. No estoy seguro de lo que son ahora.
—¿Por qué? ¿Qué les pasa?
—Ya lo verás —pronosticó adustamente el hombre—. Y ahora, si no te importa, déjame dormir.
Se acuclilló en el suelo y cerró los ojos. Gerard pensó que también debería intentar descansar, aunque supuso que le sería imposible.
Se quedó gratamente sorprendido al despertarse unas cuantas horas después y ver que la luz del día bregaba por penetrar a través de las troneras. Se frotó los párpados para ahuyentar el sueño y miró con interés a los ocupantes de la celda contigua, preguntándose qué hacía tan formidables a aquellos hechiceros.
Sobresaltado, Gerard apretó el rostro contra los barrotes que separaban las dos celdas.
—¿Palin? —llamó en voz baja—. ¿Eres tú?
Sinceramente, no estaba seguro. El mago parecía Palin, pero si lo era, el habitualmente pulcro mago no se había bañado ni afeitado ni peinado ni se había ocupado de su aspecto durante semanas. Estaba sentado en un camastro mirando al vacío, los ojos ausentes, su rostro carente de expresión.
Otro mago se sentaba en un segundo catre. Éste era elfo, tan escuálido que podría haber pasado por un cadáver. Tenía el cabello oscuro, algo poco habitual en los elfos, que solían ser rubios, y su piel tenía el matiz de un hueso descolorido. Vestía una túnica que tal vez hubiera sido negra en algún momento, pero que la suciedad y el polvo habían vuelto gris. El elfo permanecía tan inmóvil e inánime como Palin, con el mismo gesto carente de expresión.
Gerard llamó a Palin por su nombre otra vez, y en esta ocasión subiendo un poco el tono de voz para que le oyera por encima de las toses, los carraspeos, los gritos y las protestas de sus compañeros de celda. Estaba a punto de llamarlo una vez más cuando lo distrajo el cosquilleo de un roce en el cuello.
—Malditas pulgas —rezongó mientras daba un cachete al insecto.
El mago levantó la cabeza y miró.
—¡Palin! ¿Qué haces aquí? ¿Qué te ha pasado? ¿Estás herido? ¡Maldita sean las pulgas! —Gerard se frotó el cuello con energía y se rascó metiendo la mano entre la ropa.
Palin miró a Gerard con gesto ausente durante largos instantes, como si esperara que hiciera algo o dijera algo más. Cuando el caballero se limitó a repetir las preguntas que había hecho antes, el mago apartó los ojos y de nuevo miró al vacío.
Gerard lo intentó varias veces más, pero finalmente se dio por vencido y se concentró en librarse de los irritantes insectos. Lo consiguió por fin, o eso supuso, ya que la sensación de picor y cosquilleo cesó.
—¿Qué les ha pasado a esos dos? —preguntó a su compañero de celda.
—No sé —respondió el hombre—. Ya estaban así cuando me trajeron aquí, y de eso hace tres días. Viene alguien a diario, les da comida y agua y se encarga de que se lo tomen. Se pasan así todo el día. Le ponen a uno los pelos de punta, ¿eh?
«Sí —pensó Gerard—, ya lo creo que sí». Se preguntó qué le habría ocurrido a Palin. Al fijarse en unas manchas en la túnica que parecían sangre seca, el caballero llegó a la conclusión de que al mago lo habían torturado y golpeado tanto que había perdido la razón. Sintió una gran pena por él y, mientras se rascaba de manera automática el cuello, se dio media vuelta. Ya no podía hacer nada por Palin, pero si todo salía como planeaba, tal vez sí estaría en su mano hacer algo en el futuro.
Se puso en cuclillas, a buena distancia del repugnante jergón de paja. No cabía duda de que era allí donde había cogido las pulgas.
* * *
—Bueno, ha sido una pérdida de tiempo —hizo notar Dalamar.
El espíritu del elfo permanecía próximo al único ventanuco de la celda. Incluso en aquel mundo en penumbra en el que se veía obligado a habitar —ni vivo ni muerto—, tenía la sensación de ahogarse entre los muros de piedra, y hallaba cierto alivio al imaginar que respiraba aire fresco.
—¿Qué intentabas conseguir con eso? —preguntó—. Doy por sentado que no estabas dándote el capricho de gastarle una broma.
—No, no era una broma —repuso quedamente el espíritu de Palin—. Si quieres saberlo, esperaba ser capaz de ponerme en contacto con ese hombre, de comunicarme con él.
—¡Bah! —resopló Dalamar con desdén—. Pensaba que tenías más sentido común. No le importamos nada. A ninguno de ellos. Y, por cierto, ¿quién es?
—Se llama Gerard y es un Caballero de Solamnia. Lo conocí en Qualinesti. Éramos amigos… bueno, amigos, tal vez no. No creo que le fuera simpático. Ya sabes lo que los solámnicos piensan de los magos, y he de admitir que tampoco mi comportamiento me hacía ser una agradable compañía. Aun así —Palin recordó lo que era soltar un suspiro—, pensé que quizá sería capaz de comunicarme con él, igual que pudo hacerlo mi padre conmigo.
—Tu padre te quería y tenía algo importante que decirte —adujo Dalamar—. Además, Caramon estaba realmente muerto. Nosotros, no, o eso supongo. Tal vez eso tenga algo que ver. En cualquier caso, ¿qué esperabas que pudiera hacer por ti?
Palin guardó silencio.
—Oh, vamos —insistió Dalamar—. No estamos precisamente en una situación para andarnos con secretos.
«Si tal cosa es cierta —pensó Palin—, entonces ¿qué haces tú en esos solitarios paseos? Porque no irás a decirme que te quedas bajo los pinos para disfrutar de la naturaleza. ¿Adónde vas y por qué?».
Durante bastante tiempo después de haberles hecho volver de la muerte, los espíritus de ambos hechiceros habían estado unidos a los cuerpos que antaño habitaron, del mismo modo que un prisionero está encadenado a una pared. Dalamar, impaciente, buscando un modo de volver a la vida, fue el primero en descubrir que esos vínculos eran resultado de su propia dependencia, que los creaban ellos mismos. Tal vez debido a no estar totalmente muertos, sus espíritus no eran esclavos de Takhisis, como ocurrió con las almas atrapadas en el río de los muertos. Dalamar había sido capaz de cortar el nexo que unía cuerpo y alma. Su espíritu abandonó su prisión, salió de Solanthus, o eso le contó a Palin, si bien no explicó adonde había ido. Con todo, a pesar de que podía marcharse, el mago siempre se veía forzado a regresar.
Sus almas tendían a ser tan celosas de sus cuerpos como cualquier mísero con el cofre que guarda sus riquezas. Palin había intentado aventurarse en el lóbrego mundo de las otras almas prisioneras, pero en todo momento lo estuvo asaltando el miedo de que a su cuerpo le ocurriera algo durante su ausencia. Regresó para encontrarse con que seguía sentado en el mismo sitio, mirando al vacío. Sabía que debería sentirse agradecido, y una parte de sí mismo lo estaba, pero otra parte lo que experimentaba era una amarga decepción. Después de esa experiencia, no volvió a abandonar su cuerpo. No podía unirse a las almas de los muertos, que ni lo veían ni le oían. Y no le gustaba encontrarse cerca de los vivos por la misma razón.
Dalamar se ausentaba de su cuerpo con frecuencia, aunque no durante mucho tiempo. Palin estaba convencido de que Dalamar se reunía con Mina para intentar llegar a un acuerdo con ella para que le devolviera la vida. No podía probarlo, pero tenía la certeza absoluta de que era así.
—Si quieres saberlo, esperaba persuadir a Gerard de que me matara —dijo.
—No funcionaría —comentó Dalamar—. ¿Acaso crees que no me lo he planteado ya?
—Podría funcionar —insistió Palin—. El cuerpo vive. Las heridas que recibimos se han curado. Matar de nuevo el cuerpo podría cortar el cordón que nos ata.
—Y Takhisis nos haría volver de nuevo a esta parodia de vida. ¿No te has preguntado la razón? ¿Por qué quiere nuestra reina que se nos alimente y se nos cuide como en tiempos el shalafi alimentó y cuidó a esos pobres desdichados a los que llamó Engendros Vivientes? Somos su experimento, como lo eran ellos del shalafi. Llegará el momento en que decida si su experimento ha funcionado o no. Lo decidirá ella, no nosotros. ¿Crees que no lo he intentado?
Esto último lo dijo en un tono amargo que le confirmó a Palin sus sospechas.
—Para empezar, Takhisis no es mi reina, así que no me incluyas en tus ideas. En segundo lugar, ¿qué quieres decir con lo de «experimento»? Es obvio que nos retiene cerca para utilizar el ingenio mágico de viajar en el tiempo, si es que consigue apoderarse de él.
—Al principio fue así —convino Dalamar—, pero ahora, a la vista de que lo hemos hecho tan bien, que hemos tenido tan buen desarrollo por decirlo de algún modo, empieza a barajas otras ideas. ¿Por qué malgastar carne y hueso dejándolos que se pudran en la tierra cuando se los puede animar y sacarles partido? Ya cuenta con un ejército de espíritus, y planea incrementar sus fuerzas creando otro ejército de cadáveres que lo secunde.
—Pareces muy seguro.
—Lo estoy. Puede decirse que lo sé de buena tinta.
—Razón de más para que acabemos con esto —manifestó firmemente Palin—. Yo…
El espíritu de Dalamar hizo un brusco movimiento y se desplazó rápidamente cerca de su cuerpo.
—Vamos a tener visita —advirtió.
Unos guardias entraron en las celdas tirando de varios kenders que iban atados unos a otros con una cuerda a la cintura. Los guardias avanzaron con los kenders en medio del clamoroso regocijo de los otros prisioneros. De repente cesaron las mofas y los insultos y un profundo silencio se adueñó de la prisión.
Mina caminó a lo largo de la hilera de celdas sin mirar a izquierda ni a derecha, sin interesarse en los que se encontraban al otro lado de los barrotes. Algunos prisioneros la miraron con miedo, otros se apartaron, unos cuantos alargaron las manos hacia ella en una muda súplica. La chica hizo caso omiso de todos.
Se detuvo frente a la celda en la que estaban encerrados los dos cuerpos de los hechiceros, agarró la cuerda y tiró de ella para que los kenders se adelantaran.
—Todos afirman ser Tasslehoff Burrfoot —dijo, hablándoles a los cuerpos de los hechiceros—. ¿Es alguno de ellos el kender que busco? ¿Alguno de vosotros dos lo reconoce?
El cuerpo de Dalamar respondió sacudiendo la cabeza.
—¿Y tú, Palin Majere? —preguntó Mina—. ¿Reconoces a alguno de estos kenders?
Palin sabía a simple vista que ninguno de ellos era Tasslehoff, pero se negó a contestar. Si Mina pensaba que tenía al kender, que perdiera el tiempo descubriendo que no era así. Se quedó sentado, sin hacer nada.
A Mina no le gustó su alarde de desafío.
—Respóndeme —ordenó—. ¿Ves la luz brillante, los reinos de más allá?
Palin los veía. Eran su constante esperanza, su constante tormento.
—Si aspiras a la libertad, a alcanzar el deseo de tu alma de abandonar este mundo, me responderás.
Al no obtener contestación alguna, asió el medallón que llevaba al cuello.
—¡Díselo! —siseó Dalamar—. ¿Qué mas da? Un simple registro a los kenders dejará claro que no tienen el ingenio. Guárdate esa actitud desafiante para algo realmente importante.
El cuerpo de Palin sacudió la cabeza.
Mina soltó el medallón. Se hizo salir a los kenders, que protestaban afirmando que también eran El Tasslehoff Burrfoot.
Mientras los veía partir, Palin se preguntó cómo se las habría arreglado Tasslehoff, el verdadero Tasslehoff, para evitar su captura durante tanto tiempo. La frustración de Mina y su dios iba aumentando más y más.
Tasslehoff y su ingenio eran las chinches que impedían que la reina durmiera bien de noche. Saber que era vulnerable debía de ser una picazón constante, ya que, por muy poderosa que se hiciera, el kender se encontraba allí, donde y cuando no debería estar.
Si le ocurría algo —¿y qué kender había llegado a viejo?— los grandes planes de su Oscura Majestad se malograrían, acabarían en nada. La idea podría ser reconfortante salvo por el hecho de que Krynn y sus habitantes también acabarían igual.
—Razón de más para seguir vivos —adujo Dalamar con vehemencia, leyendo los pensamientos de Palin—. Una vez te unas a ese río de muertos, te hundirás y estarás para siempre a merced de la corriente, como lo están esas pobre almas que lo forman. Todavía conservamos un atisbo de voluntad propia, como acabas de comprobar. Ése es el fallo del experimento, el fallo que Takhisis no ha corregido todavía. Nunca le ha gustado la idea de libertad, lo sabes. Nuestra capacidad de pensar y actuar por nosotros mismos ha sido siempre su mayor enemigo. A menos que encuentre un modo de privarnos de ello, hemos de aferramos a nuestra fuerza, conservarla como sea. Se presentará nuestra oportunidad, y tenemos que estar preparados para no dejarla escapar.
«¿Nuestra oportunidad o la tuya?», se preguntó Palin. La actitud de Dalamar le hacía gracia y le enfurecía por igual, y, pensándolo bien, la suya le hacía sentirse completamente avergonzado de sí mismo.
«Me he quedado sentado sin hacer nada, compadeciéndome, como siempre, mientras que mi ambicioso e interesado colega se ha estado moviendo y haciendo algo. Se acabó. Seré tan egoísta, tan ambicioso, como dos Dalamar juntos. Puede que esté perdido en un país extraño, atado de pies y manos, en el que nadie habla mi idioma y todos son sordomudos, y ciegos para rematar. Aun así, de algún modo, encontraré a alguien que me vea, que me oiga, que me entienda».
—Tu experimento fracasará, Takhisis —juró Palin.
El propio experimento se encargaría de ello.
12
En presencia del dios
El día que Gerard pasó en la cárcel fue el peor de su vida. Había confiado en acostumbrarse al hedor, pero le resultó imposible, y se sorprendió a sí mismo preguntándose si realmente valía la pena respirar. Los guardias echaron comida dentro de la celda y trajeron cubos de agua para beber, pero el agua sabía tan mal como olía y tuvo una arcada al tragarla. Le produjo una lúgubre complacencia advertir que el carcelero diurno, que no parecía muy inteligente, se mostraba —si tal cosa era posible— más nervioso y confuso que el de la noche.
A última hora de la tarde, Gerard empezó a pensar que había calculado mal, que su plan no era tan bueno como había pensado y que tenía todas las probabilidades de pasarse el resto de la vida en ese agujero. Le había cogido de sorpresa la visita de Mina a las celdas acompañando a los kenders. Era la última persona que deseaba ver. Mantuvo el rostro oculto, quedándose agachado en el suelo hasta que la chica se marchó.
Tras unas pocas horas, cuando parecía que no iba a aparecer nadie más, Gerard empezó a poner en tela de juicio su misión. ¿Y si no acudía nadie? Estaba pensando que no era ni de lejos tan listo como creía, cuando oyó un ruido que levantó inmensamente su ánimo: el golpeteo del acero, el tableteo de una espada.
Los guardias de la cárcel portaban garrotes, no espadas. Gerard se levantó de un brinco. Dos miembros de los Caballeros de Neraka entraron en el corredor de las celdas. Llevaban los cascos con la visera bajada (seguramente para protegerse del olor), corazas sobre los jubones, pantalones de cuero y botas. Las espadas iban envainadas, pero sus manos reposaban sobre las empuñaduras.
De inmediato se alzo un clamor entre los prisioneros, algunos demandando ser puestos en libertad, otros suplicando poder hablar con alguien sobre el terrible error que se había cometido. Los caballeros negros no les hicieron caso. Se encaminaron hacia la celda donde los dos magos permanecían sentados, mirando a las paredes, ajenos al alboroto.
Gerard se abalanzó hacia adelante y consiguió meter el brazo entre los barrotes y agarrar la manga de uno de los caballeros negros. El hombre se giró bruscamente. Su compañero desenvainó la espada, y si Gerard no hubiera apartado la mano quizá la habría perdido.
—¡Capitán Samuval! —gritó—. ¡Tengo que ver al capitán Samuval!
Los ojos del caballero eran destellos de luz en las sombras del yelmo. Alzó el visor para ver mejor a Gerard.
—¿Cómo es que conoces al capitán Samuval? —demandó.
—¡Soy uno de vosotros! —dijo desesperadamente Gerard—. Los solámnicos me capturaron y me encerraron aquí. He intentado convencer a esos dos zoquetes que se encargan de la prisión de que me liberen, pero no me han hecho caso. Tú trae al capitán aquí, ¿vale? Él me reconocerá.
El caballero miró fijamente a Gerard un instante más antes de cerrar el visor con un gesto brusco, y siguió caminando hacia la celda de los magos. Gerard no tenía más remedio que esperar que el hombre se lo dijera a alguien, que no lo dejaran allí para morir entre porquería.
Los caballeros negros escoltaron a Palin y a su compañero fuera del pabellón de celdas. Los prisioneros se echaron hacia atrás cuando los magos pasaron ante ellos; no querían tener nada que ver con hechiceros. Los magos estuvieron ausentes más de una hora, tiempo que Gerard empleó en preguntarse una y otra vez si el caballero se lo diría a alguien. Con suerte, el nombre del capitán Samuval lo empujaría a la acción.
El golpeteo de espadas anunció el regreso de los caballeros, que dejaron a los catatónicos hechiceros de vuelta en los camastros. Gerard se apresuró a acercarse a los barrotes para intentar hablar de nuevo con el caballero negro. Los prisioneros aporreaban los barrotes y gritaban llamando a los guardias cuando el alboroto cesó de repente, algunos interrumpiendo sus gritos tan bruscamente que se atragantaron.
Un minotauro entró en el corredor de las celdas. El hombrebestia, cuyo rostro de toro resultaba aún más feroz a causa de los ojos inteligentes que observaban entre la masa de pelambre marrón, era tan alto que tenía que caminar con la cabeza inclinada para no rozar el techo con los afilados cuernos. Llevaba un arnés de cuero que dejaba al aire su torso musculoso e iba armado hasta los dientes, entre otras cosas llevaba una pesada espada que Gerard dudaba de ser capaz de levantar con las dos manos. Imaginó acertadamente que el minotauro venía a verlo, y no supo si preocuparse o sentirse agradecido.
Al acercarse el minotauro a la celda, los otros prisioneros forcejearon para ver quién podía llegar más deprisa a la parte posterior, y Gerard se quedó con toda la parte delantera para él. Intentó desesperadamente recordar el nombre del minotauro, pero sin éxito.
—Menos mal, señor —dijo, arreglándoselas para salir del paso—. Empezaba a pensar que me pudriría aquí. ¿Dónde está el capitán Samuval?
—Está donde tiene que estar —retumbó el minotauro. Sus ojos pequeños y bovinos se clavaron en Gerard—. ¿Para qué lo quieres?
—Para que responda por mí. Me recordará, estoy seguro. Quizá también me recordéis vos, señor. Estaba en vuestro campamento justo antes del ataque a Solanthus. Tenía una prisionera, una Dama de Solamnia.
—Lo recuerdo —dijo el minotauro, estrechando los ojos—. La solámnica escapó. Tuvo ayuda. La tuya.
—¡No, señor, no! —protestó Gerard, indignado—. ¡Os equivocáis! Quienquiera que la ayudara, no fui yo. Cuando supe que se había escapado, fui en su persecución. La alcancé, pero ya estábamos cerca de las líneas solámnicas. Gritó, y antes de que tuviera tiempo de acallarla —se llevó la mano al cuello—, sus compañeros acudieron a su rescate. Me cogieron prisionero, y estoy encarcelado desde entonces.
—Tras la batalla, los nuestros comprobaron si había algún caballero prisionero —apuntó el minotauro.
—Intenté decírselo —protestó Gerard, ofendido—. ¡Lo he estado diciendo desde entonces! ¡Nadie me cree!
El minotauro no respondió y se limitó a mirarlo fijamente. Gerard no podía saber qué pensaba el hombrebestia bajo esos cuernos.
—Mirad, señor —continuó exasperado—, ¿iba a estar en este apestoso agujero si mi historia no fuera cierta?
El minotauro siguió mirando un instante más a Gerard. Después se dio media vuelta y se dirigió al fondo del corredor para conferenciar con el carcelero. Gerard vio que el hombre lo observaba, luego sacudía la cabeza y levantaba las manos en un gesto de impotencia.
—Déjalo salir —ordenó el minotauro.
El carcelero obedeció con presteza. Metió la llave en la cerradura y abrió la puerta de la celda. Gerard salió acompañado de un coro de maldiciones y amenazas de sus compañeros de prisión. Le daba igual. En ese momento, habría sido capaz de abrazar al minotauro, pero pensó que su reacción debía ser de indignación, no de alivio. Soltó a su vez unas cuantas maldiciones y lanzó una mirada fulminante al carcelero.
El minotauro plantó una pesada mano sobre el hombro de Gerard. Y no era en un gesto amistoso. Las uñas se clavaron dolorosamente en su carne.
—Te llevaré ante Mina —le dijo el minotauro.
—Quiero presentar mis respetos a la Señora de la Noche —contestó Gerard—, pero no puedo aparecer así ante ella. Dadme un rato para que me asee y encuentre algo de ropa decente…
—Te verá como estás —replicó el minotauro, que añadió como si se le acabara de ocurrir—. Nos ve a todos como somos.
Siendo precisamente eso lo que temía, Gerard no tenía ni pizca de ganas de entrevistarse con Mina. Había esperado recuperar su equipo de caballero (conocía el almacén donde los solámnicos lo habían escondido), mezclarse con la multitud y quedarse por los barracones, con los otros caballeros y soldados, enterarse de los últimos chismes, descubrir quién había dado órdenes para hacer qué, y después marcharse para presentar un informe.
Sin embargo, la cosa no tenía remedio. El minotauro (que se llamaba Galdar, recordó finalmente Gerard) lo condujo fuera de la cárcel. Gerard echó una última ojeada a Palin cuando salía. El mago no se había movido.
Sacudió la cabeza mientras un escalofrío lo recorría de pies a cabeza, y acompañó al minotauro por las calles de Solanthus.
Si había alguien que supiera los planes de Mina, ése era Galdar. Sin embargo, el minotauro no era un tipo parlanchín. Gerard mencionó Sanction un par de veces, pero el minotauro se limitó a responderle con una fría mirada. Gerard se dio por vencido y se concentró en observar la vida que se llevaba en la ciudad. Había gente en las calles ocupándose de sus cosas diarias, pero lo hacían de un modo apresurado, temeroso, manteniendo las cabezas gachas, eludiendo los ojos de las numerosas patrullas.
Todas las tabernas estaban clausuradas, las puertas selladas ceremoniosamente con una banda de tela negra extendida de lado a lado. Gerard conocía el dicho de que el valor se encuentra en el fondo de una jarra de aguardiente enano y suponía que ése era el motivo del cierre de tales establecimientos. La banda de tela negra también aparecía extendida sobre las puertas de otros negocios, en particular las tiendas de artículos de magia y en las que se vendían armas.
Poco después tuvieron a la vista el Gran Salón donde habían procesado a Gerard. Los recuerdos se agolparon impetuosos en su mente, en particular los relacionados con Odila. Era su mejor amiga; en realidad, su única amiga, ya que no era de los que hacían amistades fácilmente. Ahora lamentaba no haberse despedido de ella y, al menos, haberle dado alguna pista de lo que planeaba hacer.
Galdar pasó delante del Gran Salón y dejó atrás el edificio, que bullía de soldados y caballeros ya que al parecer se había destinado a acuartelamiento. Gerard creía que se detendrían allí, pero el minotauro lo condujo hacia los antiguos templos que se alzaban cerca del otro edificio.
Dichos templos habían estado dedicados anteriormente a los dioses más venerados por los caballeros: Paladine y Kiri-Jolith. El templo de Kiri-Jolith era el más antiguo de los dos y ligeramente más grande, ya que los solámnicos lo consideraban su patrón. El de Paladine, construido con mármol blanco, llamaba la atención por su diseño sencillo pero elegante. Cuatro columnas adornaban la fachada, y los escalones de mármol, de ángulos redondeados para darles apariencia de olas, descendían suavemente desde el pórtico.
Los dos templos estaban unidos por un patio y una rosaleda donde crecían rosas blancas, el símbolo de la caballería. Aun después de la marcha de los dioses y, posteriormente, de los clérigos, los solámnicos habían conservado los templos en buen estado y cuidado las rosaledas. Los templos los habían utilizado para el estudio o la meditación. Los ciudadanos de Solanthus encontraban en ellos un remanso de paz y tranquilidad y a menudo se los veía entrar con sus familias.
«No es de sorprender que el tal Único los contemple con ojos codiciosos —se dijo Gerard para sus adentros—. Me instalaría en ellos en un visto y no visto si me encontrara vagando por el universo en busca de un hogar».
Un gran número de ciudadanos se había congregado ante las puertas del templo de Paladine, que estaban cerradas, y la multitud parecía esperar que se permitiera su acceso al interior.
—¿Qué ocurre, señor? —preguntó Gerard—. ¿Qué hace toda esa gente aquí? No parece que amenacen con atacar, ¿verdad?
Una leve sonrisa asomó al hocico del minotauro, que casi soltó una risita.
—Ésta gente ha acudido para oír hablar del Único. Mina se dirige a la multitud todos los días con ese propósito. Sana a los enfermos y realiza otros milagros. Verás a muchos residentes de Solanthus rindiendo culto en el templo.
Gerard no supo qué decir a ese comentario. Cualquier cosa que se le ocurriera sólo lo metería en problemas, de modo que mantuvo la boca cerrada. Atravesaban la rosaleda cuando un fuerte destello de la luz del sol al reflejarse en ámbar atrajo su mirada. Parpadeó, abrió los ojos con sorpresa y se frenó tan bruscamente que Galdar, irritado, casi le arrancó el brazo de un tirón.
—¡Esperad! —gritó Gerard, consternado—. Es sólo un momento. ¿Qué es eso? —Señaló.
—El sarcófago de Goldmoon —contestó Galdar—. Antaño era la cabeza de los Místicos de la Ciudadela de la Luz. También era madre de Mina. Madre adoptiva —se sintió obligado a añadir—. Era una mujer muy, muy vieja. Más de noventa años, según dicen. Mírala, es joven y hermosa de nuevo. Así es como el Único otorga su favor a los leales.
—De mucho le va a servir, estando muerta —masculló entre dientes Gerard, que al mirar el cuerpo aprisionado en ámbar se le puso el corazón en un puño.
Recordaba perfectamente a Goldmoon, su hermoso cabello dorado que parecía tejido con rayos de luna. Recordaba su semblante de gesto firme y compasivo; y perdido, aunque sin abandonar la búsqueda. No obstante, en aquel cadáver no veía a la Goldmoon que había conocido. El rostro bajo el ámbar era el de nadie, el de cualquiera. El cabello rubio plateado tenía un tono ambarino, al igual que sus ropajes blancos. Estaba atrapada en la resina del mismo modo que el resto de los insectos.
—Se le otorgará de nuevo la vida —dijo Galdar—. El Único ha prometido realizar un gran milagro.
Gerard percibió un timbre extraño en la voz del minotauro y miró, sobresaltado, a Galdar. ¿Desaprobador? Resultaba difícil de creer. Aun así, recordando lo que sabía sobre los minotauros, a los que siempre se había descrito como devotos seguidores de su anterior dios, Sargonnas, que también era un minotauro, pensó que quizá Galdar empezaba a albergar dudas sobre ese dios Único. Gerard tomó nota de ello con la corazonada de que podría serle de utilidad más adelante.
El minotauro le dio un empujón y Gerard no tuvo más remedio que seguir caminando. Volvió la cabeza para echar otra mirada al sarcófago. Muchos ciudadanos rodeaban el féretro de ámbar y contemplaban boquiabiertos el cuerpo que guardaba al tiempo que suspiraban o dejaban escapar exclamaciones de sorpresa. Algunos rezaban arrodillados. Gerard siguió girando la cabeza hacia atrás sin mirar por dónde pisaba, y tropezó con la escalera del templo. Galdar le gruñó, y Gerard comprendió que más le valía ocuparse de sus asuntos o acabaría en otro ataúd. Y no creía que el Único realizara un milagro con él.
Las puertas del templo se abrieron para dar paso a Galdar y al caballero y después se cerraron tras ellos para desilusión de los que aguardaban fuera.
—¡Mina! ¡Mina! ¡Mina! —clamaron su nombre.
El interior del templo estaba en penumbra y la temperatura era fresca. La pálida luz del sol, que parecía tener que pugnar para brillar a través de las cristaleras de colores, creaba tenues dibujos de desvaídos matices azules, blancos, verdes y rojos en el suelo, entrecruzados de trazos negros. Se había cubierto el altar con un paño de terciopelo blanco, y ante él había una persona arrodillada. El sonido de pisadas en la quietud del templo hizo que la chica levantara la cabeza y mirara hacia atrás.
—Siento interrumpir tus rezos, Mina —se disculpó Galdar en un tono apagado que resonó lúgubremente en el silencioso templo—, pero es un asunto importante. Encontré a este hombre en una celda de la prisión. Quizá le recuerdes. Él…
—Sir Gerard —dijo Mina, que se incorporó y se apartó del altar avanzando por el pasillo central—. Gerard Uth Mondor. Nos trajiste a la joven Dama de Solamnia, de nombre Odila. Escapó.
Gerard tenía preparada la historia que iba a contar, pero la lengua se le quedó pegada al paladar. Ni por un momento había pensado que olvidaría aquellos ojos ambarinos, pero sí había olvidado la poderosa fascinación que ejercían sobre cualquier persona que quedara atrapada en sus profundidades. Tuvo la sensación de que la joven lo sabía todo sobre él, todo cuanto había hecho desde que se separaron, y exactamente la razón por la que había vuelto allí. Podía mentirle, pero sería una pérdida de tiempo.
No obstante, debía intentarlo por inútil que fuera. Contó su historia a trompicones, atrancándose, sintiéndose en todo momento como un niño culpable que mentía para evitar la correa y el cuarto oscuro.
Mina lo escuchó con seria atención. Gerard terminó diciendo que esperaba que se le permitiera ponerse a su servicio, ya que tenía entendido que su anterior comandante, el gobernador Medan, había muerto en la batalla de Qualinost.
—Lloras la muerte del gobernador y de la reina madre, Laurana —dijo Mina.
Gerard se la quedó mirando de hito en hito, atónito. La joven sonrió y sus ojos ambarinos brillaron.
—No sufras por ellos. Sirven al Único en la muerte al igual que ambos lo sirvieron en vida sin ser conscientes de ello. Todos le servimos, tanto si es voluntariamente como si no. Sin embargo, la recompensa es mayor para quienes lo hacen a sabiendas. ¿Sirves tú al Único, Gerard?
Mina se acercó a él y Gerard se vio pequeño e insignificante frente a aquellos ojos ambarinos; de repente experimentó un arrollador deseo de hacer algo por lo que la joven se sintiera orgullosa de él, para ganarse su favor.
Y podía lograrlo si juraba servir al Único, pero al menos, aunque sólo fuera en eso, debía ser franco. Miró el altar y escuchó el silencio, y fue entonces cuando supo con certeza que se encontraba en presencia de una deidad a la que no podía ocultar nada porque veía lo que había en su corazón.
—Yo… sé muy poco sobre este dios Único —balbució evasivamente—. No puedo daros la respuesta que queréis, señora. Lo siento.
—¿Estarías dispuesto a aprender? —le preguntó.
Sólo tenía que contestar «sí» para seguir a su servicio, mas la realidad era que no quería saber nada sobre ese dios Único. Gerard se las había arreglado bien sin los dioses hasta ahora, además de que no se sentía a gusto en presencia de éste.
Masculló algo ininteligible, incluso para él mismo, pero al parecer era todo lo que Mina quería escuchar de sus labios, y sonrió.
—De acuerdo. Te tomo a mi servicio, Gerard Uth Mondor Y también el Único te toma a su servicio.
La reacción del minotauro fue un retumbante sonido contrariado.
—Galdar cree que eres un espía —dijo Mina—. Quiere matarte. Si es cierto que lo eres, no tengo nada que ocultar. Te hablaré sin tapujos de mis planes. Dentro de dos días, un ejército de soldados y caballeros de Palanthas se reunirá con nosotros, sumando otros cinco mil hombres a nuestras filas. Con ese ejército y el ejército de almas, marcharemos hacia Sanction y la tomaremos. Entonces controlaremos toda la parte septentrional de Ansalon, en buen camino hacia la meta de controlar todo este continente. ¿Tienes alguna pregunta?
—Señora, yo no… —se aventuró Gerard a iniciar una débil protesta, pero Mina le dio la espalda.
—Abre las puertas, Galdar —ordenó la joven—. Le hablaré a la gente ahora. —Miró hacia atrás, al caballero, y añadió—: Deberías quedarte para escuchar el sermón, Gerard. Mis palabras podrían ser instructivas para ti.
Gerard no tuvo otra opción que acceder. Miró de reojo a Galdar y advirtió la mirada fulminante que el minotauro le echaba a su vez. Saltaba a la vista que Galdar sabía quién y qué era, así que lo mejor sería mantenerse lejos del minotauro. El caballero suponía que debería sentirse satisfecho, ya que había llevado a cabo su misión. Conocía los planes de Mina —siempre y cuando ésta hubiera dicho la verdad— y sólo tenía que quedarse un par de días para confirmar que el anunciado ejército de Palanthas aparecía por allí. Sin embargo, le faltaba entusiasmo, lo hacía sin ganas, sin poner en ello el corazón. Era como si Mina hubiera acabado anímicamente con él con tanta eficacia como si lo hubiera matado físicamente.
«Luchamos contra un dios. Hagamos lo que hagamos, dará igual».
Galdar abrió de par en par las puertas del templo y la gente entró en tropel. Arrodillados ante Mina, suplicaron que los tocara, que los curara, que sanara a sus hijos, que ahuyentara sus dolores. Gerard no quitaba ojo a Galdar. El minotauro observó la escena un momento y después se marchó.
Gerard estaba a punto de salir furtivamente por las puertas cuando vio una tropa de caballeros que subía la escalinata. Conducían a una prisionera, una solámnica a juzgar por su armadura. Llevaba los brazos atados con cuerdas de arco, pero caminaba con la cabeza alta y un gesto de firme determinación en el semblante. Gerard conocía aquel gesto, aquella expresión. Soltó un gemido quedo, maldijo con vehemencia y retrocedió prestamente hacia las sombras al tiempo que se tapaba la cara con las manos como si estuviera embargado por el fervor.
—Capturamos a esta solámnica que intentaba entrar en la ciudad, Mina —informó uno de los caballeros.
—Y es osada —dijo otro—. Llegó a la puerta principal luciendo la armadura y llevando espada.
—Entregó el arma sin ofrecer resistencia —añadió el primero—. Una necia y una cobarde, como todos ellos.
—No soy cobarde —replicó Odila con dignidad—. Elegí no combatir. Vine aquí voluntariamente.
—Soltadla —ordenó Mina en un tono frío y severo—. ¡Será nuestra enemiga, pero es una dama de la caballería y merece que se la trate dignamente, no como a un vulgar ladrón!
Abochornados por la reprimenda, los caballeros retiraron rápidamente las ataduras de los brazos de Odila. Gerard se había refugiado en las sombras por miedo a que la mujer mirara a su alrededor y, al verlo, lo delatara sin querer. Enseguida comprendió que no tenía por qué preocuparse. Odila sólo tenía ojos para Mina.
—¿Por qué has venido desde tan lejos, corriendo tantos riesgos, para verme, Odila? —inquirió afablemente Mina.
La solámnica cayó de hinojos con las manos enlazadas.
—Quiero servir al dios Único —dijo.
Mina se inclinó y la besó en la frente.
—El Único está muy complacido contigo.
Luego se quitó el medallón que reposaba sobre su pecho y lo colgó del cuello de la solámnica.
—Eres mi sacerdotisa, Odila —anunció Mina—. Levántate y conoce las bendiciones del dios Único.
Odila se puso de pie; sus ojos resplandecían de exaltación. Caminó hacia el altar y se unió a los otros fieles, arrodillados en oración ante el Único. Gerard, con un gusto amargo en la boca, salió a la calle.
—¿Qué infiernos voy a hacer ahora? —se preguntó.