33
El voluntario
La noche había llegado de nuevo a Sanction. La noche era siempre un alivio para los habitantes de la ciudad, porque significaba que habían sobrevivido un día más. La noche les traía a Mina para hablarles del Único, unos discursos con los que les transmitía parte de su valor, ya que en su presencia se envalentonaban y se sentían dispuestos a luchar contra la señora suprema, la hembra Roja.
Tras siglos de existencia a la sombra de los Señores de la Muerte, Sanction era una ciudad fundamentalmente ignífuga. Los edificios estaban construidos con piedra, incluso los tejados, ya que cualquier otro material, como el bálago o las cañas, habría ardido mucho tiempo atrás. Se decía que el aliento de los dragones tenía el poder de derretir granito, cierto, pero contra eso no había defensa posible, salvo esperar fervientemente que quienquiera que hubiese extendido tal rumor hubiera exagerado.
Todos los soldados recibieron un entrenamiento apresurado en el uso del arco, ya que, con una diana tan grande, incluso hasta el aficionado con peor puntería no podía fallar. Subieron catapultas a las murallas con el propósito de arrojar piedras a Malys, y entrenaron a los que manejaban las balistas para disparar hacia el cielo. Realizadas esas tareas, se sintieron preparados para el combate, y algunos de los más osados desafiaron a Malys para que apareciera y acabaran de una vez con aquello. Aun así, todos sentían alivio cuando la noche caía y habían sobrevivido un día más, sin importar que el miedo reapareciera con las luces del día.
El Dragón Azul Filo Agudo, todavía obligado a deambular por Sanction disfrazado como humano, observaba los preparativos con el profundo interés de un soldado veterano y se los explicó a Espejo con detalle, añadiendo sus comentarios de aprobación o disentimiento, según merecieran una cosa u otra. A Espejo le interesaba más el tótem, por ejemplo su aspecto y en qué lugar de la ciudad se hallaba ubicado. Se suponía que Filo Agudo había estado reconociendo el terreno, pero lo que había hecho era perder el tiempo con los soldados.
—Sé lo que piensas —dijo de repente el Azul, que se interrumpió en mitad de la descripción del perfecto funcionamiento de las catapultas—. Piensas que nada de esto influirá en el resultado. Que nada surtirá efecto contra esa gran zorra Roja. Bueno, tienes razón. Y —añadió—, te equivocas.
—¿En qué me equivoco? —preguntó Espejo—. Las ciudades ya han utilizado catapultas para defenderse de Malys. Han utilizado arqueros y flechas, héroes y necios, y ninguna ha sobrevivido.
—Pero nunca tuvieron un dios de su parte —puntualizó Filo Agudo.
Espejo se puso tenso. Siendo un Dragón Plateado, fiel a Paladine, había temido desde hacía tiempo que el Azul volviera a sus antiguas lealtades, a la diosa Takhisis. Tenía que andarse con cuidado.
—Así pues, ¿estás diciendo que deberíamos abandonar nuestro plan de ayudar a Palin a destruir el tótem?
—No necesariamente —respondió con evasivas Filo Agudo—. Quizá reconsiderarlo, eso es todo. ¿Adónde vas?
—Al templo —repuso Espejo. Sacudiéndose de encima la mano del Azul que lo guiaba, el Dragón Plateado ciego, bajo su disfraz de humano, echó a andar solo, tanteando el camino con el bastón—. Ver por mí mismo el tótem, ya que tú no serás mis ojos.
—¡Eso es una locura! —protestó Filo Agudo, que lo siguió con su fingida cojera. Espejo oía el golpeteo de la muleta en los adoquines—. Dijiste que Mina te vio en tu forma de mendigo, en la calzada, y que te reconoció de inmediato como el guardián de la Ciudadela de la Luz. Te conoce de vista, tanto en tu apariencia humana como en tu verdadera forma.
Espejo empezó a arreglarse los vendajes que llevaba sobre los ojos heridos, tirando hacia abajo a fin de taparse la cara.
—Es un riesgo que he de correr. Sobre todo si tú vacilas en tu decisión.
Filo Agudo no dijo nada. Espejo dejó de escuchar el golpeteo de la muleta y dio por sentado que caminaba solo. Sólo tenía una vaga idea del lugar donde se hallaba el templo, sabía que se alzaba en una colina desde la que se dominaba la ciudad, eso era todo.
«De modo que —calculó—, si camino colina arriba, por fuerza tendré que dar con él».
Se llevó un susto al sentir la voz susurrante de Filo Agudo en su oído.
—Alto, espera. Te has metido en un callejón sin salida. Te guiaré, si insistes en ir allí.
—¿Me ayudarás a destruir el tótem? —demandó Espejo.
—Eso aún tengo que pensarlo —repuso el Azul—. Si vamos a ir, será mejor que lo hagamos ahora, pues seguramente el templo estará vacío.
Los dos se pusieron en camino por las laberínticas calles. Espejo dio gracias de que Filo Agudo lo guiara, ya que con su ceguera jamás habría encontrado el camino por sí solo.
«¿Qué haremos Palin y yo si Filo Agudo decide cambiar su lealtad?», se preguntó el Plateado. Un dragón ciego y un hechicero muerto decididos a derrotar a una diosa. Bueno, a lo mejor conseguían al menos que a Takhisis le diera dolor de estómago de la risa.
El ruido que hacía la multitud indicó a Espejo que se acercaban al templo. Y allí estaba Mina, hablándoles de las maravillas y la magnificencia del Único. Era persuasiva, tuvo que admitir el Plateado. Siempre le había gustado la voz de la muchacha. Incluso de niña, su tono había sido melodioso, quedo y dulce al oído.
Escuchándolo, Espejo volvió a revivir aquellos días en la Ciudadela, vio a Mina y a Goldmoon juntas, la mujer en el ocaso de la vida y la niña iluminada por la aurora. Ahora, no distinguía a Mina de la oscuridad, y no era la oscuridad de su ceguera.
Filo Agudo lo condujo entre el gentío. Avanzaron despacio, sin llamar la atención, y entraron en el derruido templo que ahora se alzaba como un monumento al tótem de cráneos de dragón.
—¿Estamos solos? —preguntó Espejo.
—Los cuerpos de los dos hechiceros están sentados en un rincón.
—Háblame de ellos —pidió el Plateado con el corazón en un puño—. ¿Qué aspecto tienen?
—Como cadáveres apuntalados para mantenerlos en pie en su propio funeral —respondió secamente Filo Agudo—. Es todo lo que pienso decir. Da gracias de que no puedes verlos.
—¿Y sus espíritus?
—No veo señal de ellos. Mejor así. No me gustan los hechiceros, ni vivos ni muertos. No necesitamos que se entrometan. Estás delante del tótem, puedes alargar la mano y tocar las calaveras, si lo deseas.
Espejo no tenía la menor intención de tocar nada. No hacía falta que el Azul le dijera que se encontraba ante el tótem. Su magia era poderosa, potente; la magia de un dios. Espejo se sentía atraído y repelido por igual.
—¿Cómo es el tótem? —inquirió quedamente.
—Los cráneos de nuestros hermanos, apilados unos sobre otros y formando una grotesca pirámide —contestó Filo Agudo—. Las calaveras más grandes sostienen las más pequeñas. Los ojos de los muertos brillan en las cuencas. En algún lugar de ese montón está el cráneo de mi pareja. Puedo percibir el fuego de su vida arder en la oscuridad.
—Y yo siento el poder de la diosa radicado en el tótem —comentó Espejo—. Palin tenía razón. Éste es el umbral. Éste es el Portal por el que Takhisis entrará finalmente en el mundo.
—Pues yo digo que así sea —manifestó el Azul—. Ahora que veo esto, digo que venga Takhisis si su concurso es necesario para matar a Malystryx.
Espejo olía las velas encendidas, aunque no las viera. Sentía su calor. Percibía, al igual que Filo Agudo, el ardor de su propia ira y su ansia de venganza. Espejo tenía sus propias razones para odiar a Malys. La Roja había destruido Kendermore, había matado al esposo adorado de Goldmoon, Riverwind, y a su hija. Había asesinado a cientos de personas y desplazado de sus hogares a muchas miles, aterrorizándolas mientras huían sólo para divertirse. De pie ante el tótem que Malys había construido con los cráneos de los que había devorado, Espejo empezó a preguntarse si Filo Agudo no tendría razón.
El Azul se acercó a su oído y le susurró:
—Takhisis tiene sus faltas, lo admito sin reparo. Pero es una diosa, y es nuestra, de nuestro mundo, es todo lo que nos queda. Eso tienes que reconocerlo.
Espejo no reconocía nada.
—No puedes verlos —siguió el Azul, sin dar tregua—, pero hay cráneos de Dragones Plateados en ese tótem. Muchos. ¿No quieres vengar sus muertes?
—No necesito verlos. Oigo sus voces. Oigo sus gritos de muerte, todos y cada uno de ellos. Oigo los gritos de sus compañeras que los amaban, y los gritos de los hijos que nunca engendrarán. Mi odio por Malys es tan intenso como el tuyo. Y dices que para librar al mundo de ese terrible azote, he de tragarme la amarga medicina del triunfo de Takhisis.
—Es nuestra diosa —repitió Filo Agudo, encogiéndose de hombros—. De nuestro mundo.
Terrible elección. Espejo se sentó en el duro banco e intentó decidir qué hacer. Absorto en sus pensamientos, olvidó dónde se encontraba, olvidó que estaba en el campamento de sus enemigos. El codo del Azul se clavó en su costado.
—Tenemos compañía —advirtió en voz queda.
—¿Quién? ¿Mina?
—No, el minotauro que nunca se encuentra lejos de ella. Te dije que era una mala idea. No, no te muevas. Ahora ya es tarde. Estamos en la penumbra, quizá no se fije en nosotros. Además —añadió fríamente el Azul—, podemos enterarnos de algo.
* * *
Efectivamente, Galdar no reparó en los dos mendigos cuando entró en la nave del altar. Al menos, no de inmediato. Estaba sumido en sus propias preocupaciones. Esperaba equivocarse, pero no era una esperanza muy firme, probablemente porque conocía a Mina muy bien.
La conocía y la quería.
Desde pequeño, Galdar había oído la leyenda del famoso héroe minotauro conocido como Kaz, que había sido amigo del famoso héroe solámnico Huma. Kaz había cabalgado con Huma en su batalla contra la Reina Takhisis. El minotauro había arriesgado su vida por Huma muchas veces, y el pesar de Kaz por la muerte de Huma había perdurado toda su vida. Aunque Kaz se había encontrado en el lado equivocado de la guerra, bajo el punto de vista de un minotauro, se le honraba entre los suyos hasta el día de hoy por su valor y su coraje en la lucha. Un minotauro admira a un guerrero valeroso, luche en el bando que luche.
En cuanto a su amistad con un humano, pocos minotauros podían entender eso. Cierto, Huma había sido un guerrero valeroso… para ser humano. Ésa coletilla se añadía siempre. En la leyenda de su pueblo, Kaz era el héroe que salvaba la vida de Huma una y otra vez, al final de lo cual, Huma siempre daba las gracias humildemente al gallardo minotauro, que las aceptaba con condescendiente dignidad.
Galdar había creído esas leyendas, pero ahora empezaba a pensar de forma distinta. Quizás, en realidad, Kaz había luchado junto a Huma porque le quería, como él quería a Mina. Ésos humanos tenían algo, se te metían en el corazón sin que te dieras cuenta.
Sus cuerpos eran débiles y frágiles, y aun así podían mostrarse duros y resistentes como el último héroe de pie en la arena ensangrentada del circo minotauro.
Ésos humanos nunca se daban por vencidos y seguían luchando cuando deberían haberse tendido en el suelo y morir. Sus vidas eran lastimosamente cortas, pero siempre estaban prestos a darlas por una causa o una fe, o hacer algo tan absurdo y noble como lanzarse a una torre en llamas para salvar la vida de un completo desconocido.
Los minotauros tenía mucho coraje, pero eran más cautelosos, siempre sopesando el precio antes de gastar su dinero. Galdar sabía lo que Mina planeaba, y la amaba por ello, aun cuando se le partía el alma al pensarlo. Arrodillado ante el altar, juró que no iría sola a la batalla si había un modo de que él se lo impidiera. No rezó al Único. Había dejado de hacerlo cuando descubrió quién era. No se lo había dicho a Mina —se llevaría este secreto a la tumba—, pero no rezaría a Takhisis, una diosa a la que consideraba traicionera y absolutamente falta de honor. La promesa se la hizo a sí mismo.
Concluida su oración, se incorporó con movimientos rígidos ante el altar. Fuera se escuchaba la voz de Mina asegurando a los multitudinarios admiradores que no debían tener miedo de Malys, que el Único los salvaría. Galdar ya había oído lo mismo antes y no prestó atención. Sólo escuchó la voz de Mina, su amada voz, pero nada más. Supuso que era lo que realmente oía la mayoría de quienes escuchaban fuera.
Galdar se movió de un lado al otro del altar, inquieto, esperando a la joven, y fue entonces cuando reparó en los mendigos. De día, la nave del altar se encontraba abarrotada, ya que los habitantes de Sanction, en su mayoría soldados, acudían a hacer ofrendas al Único, a contemplar boquiabiertos el tótem o a intentar ver a Mina y tocarla o pedirle su bendición. Por la noche iban a oír sus palabras, a esconderse bajo la manta del valor de la joven. Después regresaban a sus puestos o a sus lechos. Pocos fieles entraban en la nave del altar de noche, razón por la que Galdar se encontraba allí.
Sin embargo, esa noche había dos mendigos, un hombre ciego y el otro cojo, sentados en un banco. A Galdar no le gustaban los mendicantes. A ningún minotauro le gustaban. Un minotauro moriría de inanición antes de plantearse mendigar siquiera un mendrugo de pan. Galdar no entendía qué hacían esos dos en Sanction y le extrañó que no hubieran huido como habían hecho muchos de los de su clase.
Los observó con más atención. Había algo en su actitud que los diferenciaba de otros mendigos. No captaba exactamente qué era, una especie de seguridad en sí mismos, de capacidad. Tenía la impresión de que no eran mendigos corrientes y se disponía a hacerles unas cuantas preguntas cuando Mina regresó.
Su expresión era de éxtasis, de estar en comunión con su dios. Los ojos ambarinos resplandecían. Se acercó al altar y se dejó caer de rodillas, demasiado agotada para seguir de pie, ya que durante esos encuentros públicos ponía toda el alma y se entregaba por completo a quienes la escuchaban sin dejar nada para sí misma. Galdar olvidó a los extraños mendigos y acudió de inmediato al lado de la joven.
—Te traeré un poco de vino y algo de comer —ofreció.
—No, Galdar, no necesito nada, gracias. —Mina suspiró profundamente. Parecía exhausta.
Enlazadas las manos entonó una plegaria al Único dándole las gracias. Después, en apariencia reanimada con renovadas energías, se puso de pie.
—Sólo estoy un poco cansada, eso es todo. Ésta noche había muchísima gente. El Único está captando muchos seguidores.
«Te siguen a ti, Mina, no al Único», habría podido decirle el minotauro, pero se calló. Ya le había dicho esas cosas en el pasado y la joven se había puesto furiosa. No quería despertar su ira; no en ese momento.
—¿Hay algo que quieres decirme, Galdar? —preguntó Mina. Alargó la mano para retirar una vela cuyo pabilo estaba sumergido en cera derretida.
El minotauro ordenó sus ideas. Tenía que plantearle aquello con cuidado, ya que no quería que se ofendiera.
—Abre tu corazón —instó la joven—. Hace tiempo que estás preocupado. Descarga ese peso y permíteme que lo comparta contigo.
—Tú eres mi peso, Mina —contestó el minotauro, decidido a seguir su consejo y abrir su corazón—. Sé que planeas luchar contra Malys a lomos de un dragón. Tienes la Dragonlance, y doy por sentado que el Único te proporcionará un reptil. Te propones enfrentarte sola a ella, y no puedo permitir que lo hagas, Mina. Sé lo que vas a decir —atajó la protesta de la joven al tiempo que levantaba la mano—. Que no estarás sola, que tendrás al Único luchando a tu lado. Pero deja que haya alguien más, Mina. Permíteme que te acompañe.
—He estado practicando con la lanza —dijo ella. Abrió la mano para mostrar la palma, enrojecida y con ampollas—. Doy en el blanco nueve de cada diez veces.
—Acertar una diana que está inmóvil es muy distinto a acertar a un dragón en movimiento —gruñó Galdar—. Dos jinetes de dragón resultan más eficaces en un combate aéreo, uno para mantener ocupado al dragón por el frente mientras que el otro ataca por la retaguardia. Tienes que ver lo sensato de este plan, ¿verdad?
—Lo veo, Galdar —admitió Mina—. Es cierto, he estudiado el combate mentalmente, y sé que combinar dos jinetes sería buena estrategia. —Sonrió, y su gesto pícaro le recordó al minotauro lo joven que era—. Y con mil jinetes sería mejor aún, Galdar, ¿no crees?
Galdar no dijo nada y miró, ceñudo, las velas encendidas. Sabía hacia dónde lo llevaba y él no podía impedírselo.
—Sí, con mil sería mejor, pero ¿dónde íbamos a encontrarlos? Hombres y dragones. —Mina señaló con un gesto el tótem—. ¿Recuerdas todos los dragones que celebraron la consagración de este tótem? ¿Recuerdas cómo volaban en círculos a su alrededor y entonaban alabanzas al Único? ¿Lo recuerdas, Galdar?
—Sí, lo recuerdo.
—¿Dónde están ahora? ¿Dónde están los Rojos, los Verdes, los Azules, los Blancos y los Negros? Han desaparecido. Han huido. Se esconden. Temen que les pida luchar contra Malys. Y no los culpo.
—¡Bah! Son todos unos cobardes —dijo Galdar.
El minotauro oyó un ruido a su espalda y miró hacia atrás. Se había olvidado de los mendigos. Los observó fijamente, pero si alguno de ellos había hablado no parecía inclinado a hacerlo ahora. El pordiosero cojo miraba el suelo. En cuanto al ciego, su rostro estaba tan cubierto de vendajes que casi ni se le veía la boca, mucho menos si la había utilizado. Los únicos que se encontraban allí aparte de los dos pordioseros eran los magos, y Galdar no necesitaba mirarlos. Nunca se movían a menos que alguien los instara a hacerlo.
—Te haré una propuesta, Galdar —dijo Mina—. Si encuentras un dragón que quiera llevarte a la batalla, podrás volar a mi lado.
—Sabes que eso es imposible, Mina —gruñó el minotauro.
—Nada es imposible para el Único, Galdar —le contestó la joven como reprendiéndolo cariñosamente. Se arrodilló de nuevo ante el altar, enlazadas las manos. Alzó los ojos hacia Galdar y añadió—. Únete a mi plegaria.
—Ya he rezado, Mina —respondió amargamente—. Tengo ocupaciones que atender. Intenta descansar, ¿quieres?
—Lo haré. Mañana será un día memorable.
Galdar la miró sobresaltado.
—¿Vendrá Malys mañana, Mina?
—Vendrá mañana.
Galdar suspiró y salió a la noche. Puede que la noche trajera consuelo a otros, pero no a él. La noche sólo traía la mañana.
* * *
Espejo sintió rebullir a Filo Agudo a su lado, en el banco. El Plateado mantenía agachada la cabeza, procurando que Mina no lo viera, aunque sospechaba que podría haberse puesto a dar brincos y a bailar con campanillas y tambores y la joven no habría reparado en él. Estaba con su dios Único. De momento, ni le importaba ni le preocupaba lo que ocurría en el plano mortal. Aun así, Espejo mantuvo gacha la cabeza.
Se sintió inquieto y al mismo tiempo aliviado. Quizás ésa era la respuesta.
—Te gustaría ser el dragón que Galdar busca, ¿no es cierto? —preguntó en un quedo susurro.
—Sí, me gustaría —contestó Filo Agudo.
—Sabes el riesgo que corres. Las armas de Malys son formidables. Sólo el miedo que inspira volvería loca a toda una nación de kenders, o eso afirman los sensatos. Se dice que su aliento abrasador es más intenso que el fuego de los Señores de la Muerte.
—Todo eso lo sé —repuso el Azul—, y más. El minotauro no encontrará otro dragón. Cobardes de la peor calaña, eso es lo que son todos. No tienen disciplina, no están adiestrados. No como en los viejos tiempos.
Espejo sonrió, y agradeció que el vendaje ocultara su sonrisa.
—Entonces, ve —le animó—. Ve tras el minotauro y dile que lucharás a su lado.
Filo Agudo permaneció callado. Espejo notaba su estupefacción.
—No puedo abandonarte —contestó el Azul al cabo de unos instantes—. ¿Qué harías sin mí?
—Me las arreglaré. Tu impulso es valiente, noble y generoso. Tales cualidades son nuestras mejores armas contra ella. —Espejo no se refería a Malys con ese «ella», pero no vio razón para aclararlo.
—¿Estás seguro? —inquirió Filo Agudo, obviamente tentado—. No tendrás a nadie que te guarde, que te proteja.
—No soy un dragoncillo recién salido del huevo —replicó Espejo—. Que no vea no obstaculiza mi magia. Has cumplido con tu parte de sobra. Me alegro de haberte conocido, Filo Agudo, y te honro por tu decisión. Será mejor que vayas tras el minotauro. Los dos tendréis que hacer planes y no dispondréis de mucho tiempo.
El Azul se puso de pie. Espejo lo oyó moviéndose a su lado. La mano de Filo Agudo se posó en su hombro, quizá por última vez.
—Siempre he odiado a los de tu clase, Plateado, y lo siento, porque he descubierto que tenemos más en común de lo que pensaba.
—Somos dragones —dijo simplemente Espejo—. Dragones de Krynn.
—Sí. Ojalá lo hubiésemos recordado antes.
La mano se apartó, y Espejo sintió la falta del cálido apretón. Oyó sus pisadas alejándose con rapidez; sonrió y sacudió la cabeza. Tanteó a su alrededor y encontró la muleta que Filo Agudo había desechado.
—Otro milagro del Único —musitó irónicamente. Cogió la muleta y la escondió debajo del banco.
Mientras lo hacía, sonó la voz de Mina.
—Sé conmigo, mi diosa, y condúcenos a mí y a todos los que luchan conmigo a una gloriosa victoria contra este perverso enemigo —oró con fervor.
«¿Cómo puedo rechazar el eco de esa plegaria? —se preguntó Espejo para sus adentros—. Somos dragones de Krynn, y aunque luchamos contra ella, Takhisis era nuestra diosa. ¿Cómo puedo hacer lo que Palin me pide? Sobre todo ahora, que estoy solo».
* * *
Galdar hizo la ronda, comprobando las defensas de la ciudad y el estado de ánimo de los defensores. Lo encontró todo como esperaba. Las defensas eran todo lo buenas que podía esperarse, y los defensores estaban nerviosos y bajos de moral. Galdar les dijo lo que pudo para levantar su ánimo, pero él no era Mina. No lo consiguió, principalmente porque también él tenía el ánimo por los suelos.
Valerosas palabras las que había dicho a Mina sobre luchar a su lado contra Malys. Valerosas palabras, cuando sabía perfectamente bien que cuando Malys llegara él se encontraría entre los que presenciarían el combate, impotentes, desde el suelo. Echó la cabeza hacia atrás y recorrió el cielo con la mirada. El aire nocturno estaba despejado salvo la nube perpetua que salía de los Señores de la Muerte.
—¡Cómo me gustaría sorprenderla! —les dijo a las estrellas—. ¡Cómo ansío encontrarme ahí con ella!
Pero pedía lo imposible. Pedía un milagro de una diosa que no le gustaba, en la que no confiaba, a la que no podía rezar.
Tan absorto estaba el minotauro que tardó un tiempo —más de lo que debería— en darse cuenta de que lo estaban siguiendo. Aquello era algo tan insólito que se sintió momentáneamente desconcertado. ¿Quién lo seguía y por qué? Habría sospechado de Gerard, pero el Caballero de Solamnia había partido de Sanction hacía tiempo y probablemente en esos momentos apremiaba a los caballeros para que se alzaran contra ellos. Todos los demás que seguían en Sanction, incluida la solámnica, eran totalmente leales a Mina. De repente se le ocurrió si Mina habría hecho que lo siguieran, si ya no confiaba en él. La mera idea le revolvió el estómago. Decidió descubrir la verdad.
Mascullando algo sobre que necesitaba aire fresco, Galdar se encaminó hacia los jardines del templo, que estarían oscuros, silenciosos y solitarios a esas horas de la noche.
Quienquiera que fuera el que lo seguía, o no era muy bueno en eso o quería que Galdar reparara en su presencia. Las pisadas no eran sigilosas, como lo serían las de un ladrón o un asesino. Y había en ellas algo de marcial: enérgicas, acompasadas, firmes.
Al llegar a una zona arbolada, Galdar se apartó ágilmente a un lado y se ocultó detrás del tronco de un árbol grande. Las pisadas se detuvieron. Galdar estaba seguro de que la persona lo había perdido de vista y se quedó estupefacto hasta lo indecible al ver que un hombre se dirigía directamente hacia él.
El hombre alzó la mano, saludando.
Galdar empezó a responder al saludo de forma instintiva. Se detuvo, ceñudo, y puso la mano sobre la empuñadura de la espada.
—¿Qué quieres? ¿Por qué me sigues como un ladrón? —Al observar con más atención al individuo, Galdar lo reconoció y se indignó—. ¡Sucio mendigo! Apártate de mí, escoria. No tengo dinero…
El minotauro no acabó la frase. Estrechó los ojos. Su mano se ciñó con fuerza sobre la empuñadura y desenvainó a medias la espada.
—¿No cojeabas antes? ¿Dónde está tu muleta?
—La dejé porque ya no la necesitaba —contestó el mendigo—. No quiero nada de vos, señor —añadió con tono respetuoso—. Tengo algo que daros.
—Sea lo que sea, no lo quiero. No me gusta la gente como tú. Márchate y no me molestes más o haré que te metan en la cárcel. —Galdar adelantó la mano con intención de apartar al hombre de un empujón.
Las sombras de la noche empezaron a ondear y a titilar. Las ramas de los árboles chascaron y una lluvia de hojas y pequeñas ramas cayó sobre Galdar. La mano del minotauro tocó una superficie dura y sólida como una armadura, pero esa armadura no era de frío acero. Era cálida y estaba viva.
Con un respingo, Galdar reculó y alzó la estupefacta mirada. Sus ojos se encontraron con los ojos de un Dragón Azul.
Galdar balbució algo, no sabía muy bien qué.
El Dragón Azul inhaló hondo y exhaló con satisfacción y un gran alivio. Agitó las alas, se estiró y volvió a suspirar.
—Cómo detesto estar apretujado en esa forma humana.
—¿Dónde…? ¿Qué…? —siguió balbuciendo Galdar.
—Eso no tiene importancia —dijo el dragón—. Me llamo Filo Agudo, y por casualidad escuché la conversación que mantuviste con tu comandante en el templo. Ella dijo que si encontrabas un dragón que pudiera llevarte a la batalla contra Malys podrías luchar a su lado. Si lo que dijiste era en serio, guerrero, si tienes el coraje de tus convicciones, entonces seré tu montura.
—Hablé en serio —gruñó Galdar, que todavía intentaba recobrarse de la impresión—. Pero ¿por qué harías algo así? Todos los tuyos han huido, y ellos son los sensatos.
—Soy… —El dragón hizo una pausa y se corrigió con seria dignidad—. Era el dragón del gobernador Medan. ¿Lo conocías?
—En efecto —contestó Galdar—. Lo conocí cuando visitó a lord Targonne en Jelek. Me impresionó. Era un hombre capaz, un hombre de honor y valeroso. Un arrojado caballero a la vieja usanza.
—Entonces tienes que saber por qué hago esto —dijo Filo Agudo mientras erguía la cabeza con orgullo—. Lucho en su nombre, por su memoria. Dejemos eso claro desde el principio.
—Acepto tu oferta, Filo Agudo —contestó Galdar con el corazón rebosante de gozo—. Yo lucho por la gloria de mi comandante, y tú luchas en memoria del tuyo. ¡Haremos que esta batalla sea una de la que se cante durante siglos!
—Nunca me importaron mucho los cantos —repuso el Azul en tono adusto—. Y tampoco al gobernador. Mientras que matemos a esa monstruosidad roja, será suficiente para mí. ¿Cuándo crees que nos atacará?
—Mina dice que mañana —contestó Galdar.
—Entonces estaré listo mañana —dijo Filo Agudo.