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La pétrea fortaleza de la mente

La Elfa Salvaje conocida como La Leona observaba a su esposo con creciente preocupación. Habían pasado dos semanas desde que supieron la terrible noticia de la muerte de la reina madre y la destrucción de Qualinost, la capital elfa. Desde aquel momento, Gilthas, el joven rey de Qualinesti, apenas había hablado con nadie, ni con ella ni con Planchet ni con los miembros de su escolta. Dormía solo, envuelto en su manta y apartándose de ella cuando intentaba ofrecerle el consuelo de su presencia. Lo poco que comía, lo hacía a solas también, y parecía que la carne se le iba consumiendo, dejándolo en los huesos. E igualmente cabalgaba solo, rumiando sus tristes pensamientos.

Su pálido semblante mostraba un gesto severo, en tensión. No lloraba. No había derramado lágrimas desde la noche en que les dieron las horribles nuevas. Cuando hablaba, era sólo para plantear una única pregunta: ¿cuánto faltaba para llegar al lugar de encuentro?

La Leona temía que Gilthas estuviera sumiéndose de nuevo en la antigua enfermedad que lo había atormentado durante los primeros años de su impuesta soberanía del pueblo qualinesti. Rey sólo de nombre y prisionero de las circunstancias, había caído en una profunda depresión que lo dejó apático e indiferente. Con frecuencia se había pasado días enteros durmiendo en su lecho, prefiriendo los horrores del mundo de los sueños a los de la realidad. Había superado la postración, luchando a brazo partido para salir de las negras aguas en las que casi se había ahogado. Había sido un buen monarca que hizo uso de su poder para ayudar a los rebeldes, dirigidos por su esposa, en su lucha contra la tiranía de los caballeros negros. Sin embargo, todo cuanto había logrado parecía haberse perdido ahora, con la noticia de la muerte de su amada madre y la destrucción de la capital elfa.

Planchet temía lo mismo. Como guardia personal y ayuda de cámara de su majestad, había sido responsable, junto con La Leona, de hacer que Gilthas saliera de su mundo de pesadillas y volviera con quienes lo amaban y necesitaban.

—Se culpa a sí mismo —dijo La Leona, que cabalgaba al lado de Planchet, ambos mirando con preocupación la figura solitaria que cabalgaba sola entre sus guardias personales, con los ojos fijos en la calzada pero sin verla—. Se culpa por haber dejado a su madre sola allí, para que muriera. Se culpa por el plan que acabó destruyendo la ciudad y que costó tantos cientos de vidas. No se da cuenta de que gracias a su plan Beryl está muerta.

—Pero a un alto precio —dijo Planchet—. Sabe que su pueblo no podrá volver nunca a Qualinost. Beryl habrá muerto, pero sus ejércitos no han sido destruidos. Cierto, se perdieron muchos de sus soldados, pero según los informes, los que quedan siguen incendiando y saqueando nuestro hermoso país.

—Lo que arde puede reconstruirse. Lo que se destruye puede reedificarse. Los silvanestis regresaron a sus hogares para combatir la pesadilla —adujo la elfa—. Recuperaron su patria. Nosotros podemos hacer lo mismo.

—No estoy seguro —argumentó Planchet, sin quitar los ojos de su rey—. Los silvanestis lucharon contra la pesadilla, pero mira dónde los ha conducido: a un miedo aun más acentuado por el mundo exterior y a un intento de aislarse tras su escudo.

—Los qualinestis tienen más sentido común —insistió La Leona.

Planchet sacudió la cabeza. No quería discutir con ella, de modo que dejó el tema. Recorrieron varios kilómetros en silencio, y entonces Planchet comentó en voz queda:

—Sabes lo que le ocurre realmente a Gilthas, ¿verdad?

—Creo que sí —contestó ella al cabo de unos segundos.

—Se culpa a sí mismo por no encontrarse entre los que han muerto —musitó Planchet.

Con los ojos húmedos de lágrimas, La Leona asintió.

* * *

Por mucho que odiara su vida ahora, Gilthas tenía que vivir. No por él, sino por su pueblo. Últimamente había empezado a preguntarse si esa razón era suficiente para seguir soportando tanto dolor. No veía esperanza para nadie en ningún lugar de este mundo. Sólo un fino hilo lo mantenía unido a la vida: la promesa que le había hecho a su madre. Le había jurado a Laurana que conduciría a los refugiados, a los que habían logrado escapar de Qualinesti y estaban esperándole al borde de las Praderas de Arena. La promesa hecha a un muerto había que cumplirla.

Con todo, no pasaban ningún río sin que Gilthas lo mirara e imaginara la paz que hallaría al cerrarse las aguas sobre su cabeza.

El rey sabía que su esposa sufría por él, que la preocupaba. Sabía o sospechaba que se sentía herida por haberse apartado de ella, por haberse retirado tras los muros pétreos de la fortaleza donde se escondía del mundo. Le habría gustado abrir las puertas y dejarla entrar, pero hacerlo requería un esfuerzo. Tendría que abandonar el rincón donde se había resguardado, salir a la luz del sol, cruzar el patio de los recuerdos, correr el cerrojo de la puerta para dar paso a su compasión, una compasión que no merecía. No lo soportaba. Aún no. Nunca, quizá.

Gilthas se culpaba. Su plan había resultado desastroso, había acarreado la destrucción de Qualinost y sus defensores. Había causado la muerte de su madre. Rehuía a los refugiados porque le considerarían un asesino, y con razón. Le tendrían por cobarde, y con razón. Había huido dejando atrás a su pueblo para que muriera. Quizá le acusaran de haber planeado deliberadamente la caída de Qualinesti. Era en parte humano, después de todo. En su depresión, nada era lo bastante atroz o absurdo para no creerlo.

Jugó con la idea de enviar un intermediario para evitar un cara a cara con los refugiados.

«Muy propio del cobarde que eres —se increpó con desprecio—. Rehuye esa responsabilidad como has hecho con otras».

Daría la cara. Afrontaría su ira y su dolor en silencio, como era su obligación. Renunciaría al trono, dejaría todo en manos del senado, que podría elegir a otro dirigente. Y él regresaría al lago de la Muerte, donde yacían los cuerpos de su madre y de sus súbditos, y el dolor acabaría.

Tales eran los sombríos pensamientos del joven monarca elfo mientras cabalgaba, día tras día, aislado de todos. Miraba fijamente al frente, hacia un único destino: el lugar de reunión con los refugiados de Qualinost, aquellos que habían escapado, merced al valiente esfuerzo de los enanos de Thorbardin, por los túneles que éstos habían excavado a gran profundidad bajo el suelo elfo. Allí donde haría lo que tenía que hacer. Cumpliría su promesa y después sería libre de marcharse… para siempre.

Sumido en estas reflexiones, oyó la voz de su esposa pronunciando su nombre.

La Leona tenía dos voces; una, la de amante esposa, como él la calificaba, y la otra, la del comandante militar. La cambiaba de manera inconsciente, y no había reparado en la diferencia hasta que Gilthas se lo hizo notar tiempo atrás. La voz de la esposa era suave y cariñosa. La del comandante podía cortar retoños de árboles, o eso afirmaba él para hacerla rabiar.

Cerraba los oídos a la suave y cariñosa voz de la esposa porque no se creía merecedor de su amor; ni del de nadie. Pero era rey, y no podía cerrarlos a la voz del comandante militar. Por el tono supo que traía malas noticias.

—Sí, ¿qué ocurre? —preguntó mientras se volvía a mirarla y se preparaba para lo que fuera.

—He recibido un informe… Varios informes. —La Leona hizo una pausa y respiró hondo. La aterraba tener que decirle aquello, pero no tenía opción. Era el rey—. Los ejércitos de Beryl, que creíamos destruidos y desperdigados, han vuelto a reagruparse. No parecía posible, pero aparentemente tienen un nuevo cabecilla, un hombre llamado Samuval. Es un caballero negro, y sigue a una nueva Señora de la Noche, una muchacha humana llamada Mina.

Gilthas miró a su esposa en silencio. Una parte de él escuchaba, entendía y asimilaba la información. Otra parte se arrastró más aún hacia el oscuro rincón de su celda.

—El tal Samuval afirma que sirve a un dios conocido como el Único. El mensaje que lleva a sus soldados es que el Único ha arrebatado Qualinesti a los elfos y se propone devolvérselo a los humanos, a quienes pertenece ese territorio por derecho. Todos los que quieran tierras gratis sólo tienen que firmar el reclutamiento con ese capitán Samuval. Su ejército es inmenso, como puedes imaginar. Todos los marginados y tarambanas de la raza humana están más que ansiosos de reclamar una parte de nuestra bella nación. Están en marcha, Gilthas —concluyó La Leona—. Van bien armados y aprovisionados, y avanzan rápidamente para tomar y asegurar Qualinesti. No disponemos de mucho tiempo. Hemos de advertir a los nuestros.

—Y después, ¿qué? —preguntó.

La Leona no reconoció su voz. Sonaba apagada, como si estuviera hablando tras una puerta cerrada.

—Seguimos nuestro plan original —dijo ella—. Marchamos por las Praderas de Arena hasta Silvanesti, sólo que tendremos que movernos más deprisa de lo previsto. Enviaré una avanzadilla de jinetes para poner sobre aviso a los refugiados…

—No —objetó Gilthas—. He de ser yo quien se lo comunique. Cabalgaré día y noche si es preciso.

—Esposo… —La Leona cambió la voz a la de amante esposa, suave, cariñosa—. Tu salud…

Él le lanzó una mirada que acalló sus palabras y después dio media vuelta y espoleó su caballo. Su repentina partida cogió por sorpresa a los elfos de su guardia personal, que tuvieron que lanzar los caballos a galope tendido para alcanzarlo.

Con un profundo suspiro, La Leona los siguió.

El lugar que Gilthas había elegido para la reunión de los refugiados elfos se encontraba en la costa del Nuevo Mar, lo bastante cerca de Thorbardin para que los enanos pudieran acudir en defensa de los refugiados si los atacaban, pero no tanto como para ponerles nerviosos. Por lógica, los enanos sabían que a los elfos, amantes del bosque, nunca se les ocurriría vivir en la poderosa fortaleza subterránea de Thorbardin, pero en su fuero interno estaban convencidos de que todos los habitantes de Ansalon envidiaban en secreto su plaza fuerte y reclamarían Thorbardin para ellos si pudieran.

Los elfos también habían tenido cuidado de no atraer la ira de la gran Negra Onysablet, que dominaba lo que antaño era la Nueva Costa y que ahora se conocía como Nueva Ciénaga, porque el reptil había utilizado su repulsiva magia para cambiar el entorno y convertirlo en un peligroso pantanal. Para no viajar a través de su territorio, Gilthas iba a intentar cruzar las Praderas de Arena. Era una vasta tierra de nadie, habitada por tribus de bárbaros que vivían en el desierto y que evitaban a la gente, sin interesarles nada del mundo fuera de sus fronteras, un mundo que, a su vez, tenía poco o ningún interés en ellos.

Lentamente, a lo largo de varias semanas, los refugiados habían marchado trabajosamente hacia el lugar de reunión. Algunos viajaban en grupo por los túneles construidos por los enanos y sus gigantescos gusanos devoradores de tierra. Otros iban solos o en pareja, huyendo por los bosques con la ayuda de los rebeldes de La Leona. Atrás dejaban hogares, posesiones, granjas, cosechas, arboledas frondosas y fragantes jardines, la hermosa ciudad de Qualinost, con su resplandeciente Torre del Sol.

Los elfos estaban convencidos de que podrían regresar a su amada tierra, que había sido suya siempre, o eso les parecía. Si retrocedían en la historia, no encontraban un tiempo en que no les hubiera pertenecido. Aun después de que los reinos elfos se separaran al término de la amarga Guerra de Kinslayer, instaurando dos grandes naciones elfas, Qualinesti y Silvanesti, los qualinestis siguieron gobernando y habitando la tierra que ya era suya.

Éste desarraigo era temporal. Muchos recordaban aún cuando se vieron obligados a huir de su patria durante la Guerra de la Lanza. Habían sobrevivido a aquello y habían regresado para hacer sus hogares más fuertes que antes. Ejércitos humanos y dragones, llegarían y pasarían, pero la nación qualinesti permanecería. El humo asfixiante de los incendios no tardaría en desvanecerse. Los verdes brotes asomarían emergiendo de la negra ceniza. Reconstruirían, replantarían. Ya lo habían hecho antes y volverían a hacerlo.

Tan convencidos estaban de esto, era tal la confianza que tenían en los defensores de su hermosa Qualinost, que la atmósfera reinante en el campamento de refugiados, sombría al principio, se había tornado casi alegre.

Había muertos a los que llorar, cierto, ya que Beryl había disfrutando matando a los elfos sorprendidos en campo abierto. Algunos de los refugiados habían sido víctimas del dragón. Otros habían sufrido el ataque de humanos que saqueaban y destrozaban todo a su paso, o los habían golpeado y torturado los Caballeros de Neraka. Pero el número de muertos era sorprendentemente bajo considerando que se habían enfrentado a la destrucción y la aniquilación. Merced al plan de su joven monarca y de la ayuda de la nación enana, los qualinestis habían sobrevivido. Empezaron a mirar al futuro, y ese futuro estaba en Qualinesti. No podían imaginarlo en ningún otro sitio.

Los sensatos entre los elfos siguieron preocupados ya que veían ciertas señales de que no todo iba bien. ¿Por qué no habían tenido noticias de los defensores de Qualinost? En la ciudad había montaraces, listos para dirigirse rápidamente al campamento de refugiados. A esas alturas tendrían que haber llegado con noticias, fueran buenas o malas. El hecho de que no hubieran aparecido era muy inquietante para algunos, si bien a otros no les preocupaba.

«Que no haya noticias es una buena noticia», a decir de los humanos, o «Que no haya explosión es un paso positivo», como dirían los gnomos.

Los elfos instalaron las tiendas en las playas del Nuevo Mar. Sus hijos jugaban en el agua, que rompía en suaves olas, y hacían castillos de arena. Por la noche se encendían hogueras con maderas que arrastraba el mar hasta la orilla y, mientras contemplaban los colores siempre cambiantes de las llamas, contaban historias de tiempos pasados en que los elfos se habían visto obligados a huir de su tierra, unas historias que siempre tenían un final feliz.

El tiempo había sido estupendo, con temperaturas inusitadamente cálidas para esa época del año. El mar tenía el intenso color azul oscuro que sólo se veía en los meses otoñales y que presagiaba la llegada de las tormentas invernales. Los árboles se encontraban cargados de frutos, y había comida de sobra. Los refugiados encontraron agua fresca para beber y bañarse. Los soldados montaban guardia día y noche, mientras que soldados enanos vigilaban desde los bosques, ojo avizor a la posible aparición de ejércitos invasores y también a los elfos. Los refugiados esperaban que Gilthas llegara para decirles que se había derrotado al dragón y que podían regresar a casa.

* * *

—Señor —dijo uno de sus guardias personales, que avanzó hasta poner su caballo a la altura del de Gilthas—. Me pedisteis que os avisara cuando nos encontrásemos a pocas horas del campamento de refugiados. El lugar de acampada se halla allí —señaló—, detrás de esas estribaciones.

—Entonces nos detendremos aquí —anunció Gilthas mientras tiraba de las riendas. Alzó la vista al cielo, donde el pálido sol brillaba casi en perpendicular—. Reanudaremos la marcha al anochecer.

—¿Por qué nos paramos, esposo? —preguntó La Leona, que llegó a medio galope, justo a tiempo de oír las instrucciones de Gilthas—. Casi nos hemos roto el cuello para llegar junto a los nuestros, y ahora que estamos cerca, ¿nos detenemos?

—Las noticias que les traigo sólo pueden darse mientras hay oscuridad —respondió al tiempo que desmontaba, sin mirarla—. La luz de ningún sol ni de ninguna luna ha de alumbrar nuestro dolor. Me molesta incluso la luz de las estrellas, y si pudiera las haría desaparecer del firmamento.

—Gilthas… —empezó ella, pero el rey esquivó su rostro y se alejó, desapareciendo en la maleza.

A una señal de La Leona, su guardia lo siguió a una distancia discreta pero lo bastante cerca para protegerlo.

—Le estoy perdiendo, Planchet —dijo la elfa con la voz preñada de dolor y tristeza—, y no sé qué hacer, cómo recuperarlo.

—Seguir amándolo —aconsejó Planchet—. Es lo único que puedes hacer. El resto ha de hacerlo él.

Gilthas y su séquito entraron en el campamento de refugiados a primeras horas de la noche. En la playa ardían hogueras. Los niños eran sombras danzantes entre las llamas. Para ellos, aquello era una fiesta, una gran aventura. Las noches pasadas en los oscuros túneles, con los enanos de voces gruñonas y aspecto atemorizador, habían pasado a ser recuerdos lejanos. Las clases de la escuela se habían suspendido y les habían dispensado de sus tareas diarias. Gilthas los observó mientras danzaban y pensó en lo que tenía que comunicarles. La fiesta terminaría esa noche. Por la mañana empezarían una lucha amarga, una lucha por conservar la vida.

¿Cuántos de esos niños que ahora bailaban tan alegres alrededor del fuego morirían en el desierto, sucumbiendo al calor y a la falta de agua, o cayendo presa de las malignas criaturas que se decía deambulaban libremente por las Praderas de Arena? ¿Cuántos más de sus súbditos perecerían? ¿Sobrevivirían siquiera como raza, o a este éxodo se lo conocería como el último de los qualinestis?

Entró a pie en el campamento, sin fanfarria. Quienes lo vieron pasar se sobresaltaron al ver a su rey; pero no todos: Gilthas estaba tan cambiado que muchos no lo reconocieron.

Delgado y adusto, demacrado y pálido, Gilthas había perdido casi todo rastro de su ascendencia humana. Su delicada estructura ósea de elfo resultaba más visible, más acusada. Era, susurraron algunos con sobrecogimiento, la viva imagen de los grandes reyes elfos de la antigüedad, Silvanos y Kith-Kanan.

Atravesó el campamento en dirección al centro, donde ardía la gran hoguera. Su séquito se quedó atrás, obedeciendo una orden de La Leona. Lo que Gilthas tenía que decirle a su pueblo debía decirio él solo.

Al reparar en su semblante, los elfos interrumpieron sus risas, cesaron sus relatos, dejaron de bailar e hicieron callar a los niños. A medida que se propagaba la noticia de que el rey se encontraba con ellos, solo y silencioso, los elfos se agruparon a su alrededor. Los miembros del senado se acercaron presurosos a recibirlo, rezongando entre dientes, irritados porque les hubiese privado de la oportunidad de recibirlo con la ceremonia debida. Repararon en su rostro —cadavérico a la luz de las llamas— y olvidaron sus rezongos, sus parlamentos de bienvenida, y esperaron oír sus palabras con funesta aprensión.

Con la música de fondo de las olas, que llegaban una tras otra, persiguiéndose hasta la orilla y retrocediendo, Gilthas les contó la caída de Qualinost. Lo hizo sin tapujos, serena y desapasionadamente. Habló de la muerte de su madre. Habló del heroísmo de los defensores de la ciudad. Alabó el de los enanos y humanos que habían muerto defendiendo una tierra y a unas gentes que no eran las suyas. Habló de la muerte del dragón.

Los elfos lloraban por la reina madre y por sus seres queridos, ahora perdidos sin remedio. Sus lágrimas caían silenciosamente por sus mejillas. No sollozaban con ruido para no perderse lo que vendría a continuación.

Y lo que vino era espantoso.

Gilthas habló de los ejércitos al mando de un nuevo líder. Habló de un nuevo dios, que se arrogaba el mérito de expulsar a los elfos de su patria y que estaba entregando esa tierra a los humanos, que ya entraban a raudales en Qualinesti por el norte. Al enterarse de la existencia de los refugiados, el ejército marchaba rápidamente para intentar alcanzarlos y destruirlos.

Les dijo que su única esperanza era tratar de llegar a Silvanesti. Que el escudo había caído. Que sus parientes los recibirían en su tierra. No obstante, para llegar a Silvanesti tendrían que cruzar las Praderas de Arena.

—Por ahora —no tuvo más remedio que decirles—, no habrá vuelta al hogar. Quizá, con la ayuda de nuestros parientes, podremos crear un ejército que sea lo bastante poderoso para entrar en nuestra amada tierra y expulsar al enemigo, para recuperar lo que nos ha sido robado. Pero aunque ésa ha de ser nuestra esperanza, tal esperanza está en un futuro lejano. Ahora tenemos que volcarnos en la idea de la supervivencia de nuestra raza. El camino que recorreremos será duro. Hemos de recorrerlo juntos con una meta y un propósito en nuestros corazones. Si uno de nosotros abandona, todos pereceremos.

»El engaño y la traición me convirtieron en vuestro rey. A estas alturas sabéis la verdad. La historia se ha extendido en susurros entre vosotros a lo largo de los años. El rey títere, me llamabais.

Lanzó una mirada al prefecto Palthainon mientras hablaba. El rostro del prefecto era una máscara de pesar, pero sus ojos se movieron velozmente de aquí para allí intentando descubrir la reacción de la gente.

—Mejor habría sido que hubiera seguido en ese papel —continuó Gilthas, apartando la vista del senador para volverla hacia los suyos—. Intenté ser vuestro cabecilla, y he fracasado. Ha sido mi plan el que ha destruido Qualinesti, el que ha dejado nuestra tierra abierta a la invasión. —Alzó la mano para imponer silencio, ya que los elfos habían empezado a murmurar entre ellos.

»Necesitáis un rey fuerte —dijo, levantando la voz, que sonaba cada vez más ronca—. Un gobernante con valor y sabiduría para conduciros a través del peligro y poneros a salvo de él. No soy esa persona. En este momento abdico y renuncio a todos mis derechos al trono. Dejo la sucesión en manos del senado. Os doy las gracias por la amabilidad y el cariño que me habéis demostrado en estos años. Ojalá fuera merecedor de ellos. Ojalá hubiese sabido hacerlo mejor.

Ansiaba marcharse, pero la gente se había agolpado a su alrededor y, por mucho que deseara escapar, no quería abrirse paso a la fuerza entre la muchedumbre. Debía quedarse para oír lo que el senado tuviera que decir. Mantuvo agachada la cabeza, sin mirar a su pueblo, sin querer ver su hostilidad, su rabia, su reproche; aguantó firme, esperando hasta que le dijeran que podía marcharse.

Los elfos estaban sumidos en un conmocionado silencio. Habían ocurrido demasiadas cosas demasiado deprisa para asimilarlas. Un lago de muerte donde antes se alzaba su ciudad. Un ejército enemigo tras ellos. Un viaje peligroso hacia un futuro incierto aguardándoles. El rey abdicando. Los senadores sumidos en la confusión. Consternados, horrorizados, se miraron unos a otros esperando que alguien dijera algo.

Y ese alguien fue Palthainon. Astuto y maquinador, vio en el desastre un modo de favorecer su ambición. Ordenó a unos elfos que acercaran a rastras un gran tronco, se encaramó a él, dio unas palmadas y ordenó callar a los elfos en voz alta, aunque era una orden innecesaria ya que ni el llanto de un niño rompía el profundo silencio.

—Sé cómo os sentís, hermanos míos —comenzó el prefecto con un timbre sonoro—. Yo también estoy conmocionado y angustiado al oír la tragedia que ha golpeado a nuestro pueblo. No temáis. Estáis en buenas manos. Tomaré las riendas del gobierno hasta que llegue el momento de nombrar a un nuevo rey. —Palthainon señaló a Gilthas con su huesudo dedo.

»Es justo que este joven haya abdicado, porque ha acarreado esta desgracia sobre nosotros… Él y quienes tiran de sus cuerdas. El rey títere. Sí, eso es lo que mejor lo describe. Otrora, Gilthas se dejaba guiar por mi sabiduría y experiencia. Acudía a mí buscando consejo, y yo me sentía orgulloso y feliz de dárselo. Pero estaban aquellos de su propia familia que maquinaban contra mí. No los nombraré, porque no es piadoso hablar mal de los muertos, aunque buscaran continuamente menguar mi influencia. —Palthainon siguió echando leña al fuego.

»Entre quienes tiraban de las cuerdas del títere estaba el odiado y detestado general Medan, el verdadero artífice de nuestra destrucción, ya que sedujo al hijo del mismo modo que sedujo a la madre…

La ira, una ira ardiente, golpeó la prisión fortaleza en la que Gilthas se había encerrado, la golpeó como el abrasador rayo de un Dragón Azul. Se subió de un salto al tronco en el que estaba Palthainon y asestó un puñetazo al prefecto que lo lanzó por el aire. El elfo cayó de espaldas en la arena, olvidado su bonito parlamento.

Gilthas no dijo nada. No miró a su alrededor. Saltó del tronco y empezó a abrirse paso a empujones entre la gente.

Palthainon se sentó, sacudió la cabeza para librarse del aturdimiento, escupió un diente y empezó a farfullar señalando a Gilthas.

—¡Ahí tenéis! ¡Ya veis lo que ha hecho! ¡Arrestadlo! ¡Arrestad…!

—Gilthas —dijo una voz entre la muchedumbre.

—Gilthas —dijo otra, y otra, y otra.

No coreaban. No gritaban su nombre. Todos lo pronunciaban serenamente, en voz queda, como si les hubieran hecho una pregunta y contestaran. Pero el nombre se repitió una y otra y otra vez entre la multitud, de manera que resonaba con la tranquila fuerza de las olas al romper en la playa. Los mayores pronunciaban su nombre; los jóvenes pronunciaban su nombre. Dos senadores pronunciaron su nombre mientras ayudaban a Palthainon a incorporarse.

Estupefacto y desconcertado, Gilthas alzó la cabeza y miró en derredor.

—No lo entendéis… —empezó.

—Sí lo entendemos —afirmó uno de los elfos, cuyo rostro estaba demacrado, con las marcas de las recientes lágrimas—. Y vos también, majestad. Entendéis nuestro dolor y nuestra pena. Por eso sois nuestro rey.

—Por eso habéis sido siempre nuestro rey —abundó una mujer que sostenía a un bebé en sus brazos—. Nuestro verdadero rey. Sabemos todo lo que habéis hecho en secreto por nosotros.

—De no ser por vos, Beryl se habría revolcado en nuestra hermosa ciudad —añadió un tercero—. Estaríamos muertos los que ahora nos encontramos ante vos.

—Nuestros enemigos han triunfado de momento —dijo otro—, pero mientras mantengamos vivo el recuerdo de nuestra amada nación, esa nación no morirá. Algún día regresaremos para reclamarla. Y ese día vos nos dirigiréis, majestad.

Gilthas era incapaz de pronunciar palabra. Miró a los suyos, que compartían su pérdida, y se sintió avergonzado, escarmentado y humilde. No se consideraba merecedor de su estima ni del buen concepto en que le tenían; todavía no. Pero lo intentaría. Pasaría el resto de su vida intentándolo.

El prefecto resoplaba, barbotaba y trataba de hacerse oír, pero nadie le prestaba atención. Los demás senadores se congregaron alrededor de Gilthas.

Palthainon les asestó una mirada furibunda, y después, agarrando el brazo a un elfo, susurró:

—El plan de derrotar a Beryl era mío desde el principio. Claro que permití que su majestad se llevara los laureles. En cuanto a este pequeño rifirrafe entre los dos, sólo es un malentendido, como ocurre tan a menudo entre padre e hijo. Porque él es como un hijo muy querido para mí.

La Leona se quedó en la periferia del campamento, demasiado emocionada para ver o hablar con su esposo. Sabía que él la buscaría. Tendida ya en el camastro que había dispuesto para los dos, al borde del agua, cerca del mar, escuchó sus pisadas en la arena, sintió su mano acariciándole la mejilla.

Lo rodeó con un brazo y lo atrajo hacia sí.

—¿Podrás perdonarme, amor mío? —preguntó Gilthas mientras se tendía a su lado y suspiraba.

—¿No es ésa la definición de lo que es ser una esposa? —le preguntó, sonriente.

Gilthas no contestó. Tenía los ojos cerrados. Se había quedado profundamente dormido.

La Leona lo arropó con la manta, apoyó la cabeza en su pecho y escuchó los latidos de su corazón hasta que también se durmió.

El sol saldría pronto, y lo haría con un color rojo como la sangre.