30

El anillo y la capa

Habían pasado días, semanas, desde que los qualinestis llegaron a Silvanesti. Gilthas no sabía exactamente cuánto tiempo llevaban allí, pues un día se mezclaba con otro en aquellos bosques eternos. Y aunque su pueblo estaba conforme en dejar que los días resbalaran de la hebra de seda del tiempo y cayeran sobre la suave y mullida hierba, él no lo estaba. Su frustración iba en aumento. Alhana mantenía la farsa de que Silvanoshei se recuperaba dentro de su tienda. Le hablaba de él a los suyos, dándoles detalles de lo que había comido, de lo que había dicho, y de cómo mejoraba poco a poco. Gilthas escuchaba tales mentiras conmocionado, pero, al cabo de un tiempo, llegó a la conclusión de que Alhana creía realmente lo que contaba. Había tejido los hilos de la mentira creando una cálida manta que utilizaba para protegerse de la fría verdad.

Los silvanestis la escuchaban sin hacer preguntas, otra cosa que era incomprensible para Gilthas.

—A los silvanestis no nos gustan los cambios —explicó Kiryn en respuesta a la frustración de Gilthas—. Nuestros magos detuvieron el cambio de las estaciones porque no soportábamos ver el verdor primaveral marchitarse y morir. Sé que no puedes entenderlo, Gilthas. Tu parte de sangre humana es impulsiva y no te permite quedarte sentado, sin hacer nada. Cuentas los segundos porque son cortos y pasan muy deprisa. Tu parte humana se deleita con el cambio.

—¡Pero el cambio se produce! —argumentó Gilthas mientras paseaba de un lado a otro—, tanto si los silvanestis quieren como si no.

—Sí, el cambio nos ha llegado —admitió Kiryn con una triste sonrisa—. Su arrollador torrente ha arrastrado mucho de lo que amábamos. Ahora las aguas corren algo más calmas, y nos contentamos con flotar en su superficie. Quizá nos lleven hasta una tranquila orilla donde nadie nos encuentre ni nos alcance ni nos vuelva a hacer daño jamás.

—Los caballeros negros están desesperados —siguió Gilthas—. Se encuentran en inferioridad numérica, no disponen de comida y tienen la moral baja. ¡Deberíamos atacar ahora!

—¿Con qué resultado? —preguntó Kiryn, que se encogió de hombros—. Como bien dices, los caballeros negros están desesperados y no caerán sin luchar. Muchos de los nuestros morirían.

—Y también muchos enemigos —adujo Gilthas con impaciencia.

—La muerte de un humano es como aplastar a una hormiga. Son tantos que quedarían muchos y llegarían muchos más. La muerte de un solo elfo es la caída de un gran roble. No crecerá otro para ocupar su lugar hasta pasar cientos de años, si es que crece. Ya son muchos de los nuestros los que han muerto. Quedamos pocos, y la vida de cada uno es preciosa. ¿Cómo vamos a desperdiciarla?

—¿Y si los silvanestis supieran la verdad sobre Silvanoshei? —inquirió con gesto grave—. ¿Qué ocurriría entonces?

Kiryn miró hacia las verdes hojas del inmutable bosque.

—Lo saben, Gilthas —musitó—. Lo saben. Como ya he dicho, no les gustan los cambios. Es más fácil fingir que siempre es primavera.

* * *

Finalmente, Gilthas tuvo que dejar de preocuparse por los silvanestis y comenzó a preocuparse por los suyos. Los qualinestis habían empezado a dividirse en facciones. Una de ellas estaba encabezada, desafortunadamente, por su esposa. La Leona buscaba venganza, costara lo que costase. Ella y los que pensaban como ella querían combatir a los humanos de Silvanost, expulsarlos de la ciudad, tanto si Silvanesti se unía a ellos como si no. Le tocó a Gilthas argumentar una y otra vez que los qualinestis no podían, bajo ninguna circunstancia, lanzar un ataque contra la capital de sus parientes. Argüía que no podía salir nada bueno de ello, sino que conduciría a más años de enconada división entre ambas naciones. Lo veía tan claro que se preguntaba cómo podían estar tan ciegos los demás.

—Tú eres el que estás ciego —replicó La Leona, furiosa—. No es de extrañar. ¡Estás absorto en la contemplación de la oscuridad de tu propia mente!

Le dejó y se trasladó a vivir entre sus tropas de Elfos Salvajes. Gilthas lamentó la pelea —la primera desde que se casaron—, pero antes que amante esposo era rey. Por mucho que anhelara dar su brazo a torcer, no podía, en conciencia, permitirle que hiciese las cosas a su manera.

Otra facción de qualinestis se estaba dejando seducir por el estilo de vida silvanesti. Heridos y afligidos los corazones, se conformaban con vivir en un estado de ensoñación en los maravillosos bosques que les recordaban los de su patria. El senador Pakhainon, líder de esta facción, adulaba rastreramente a los silvanestis dejando caer en sus oídos que Gilthas, debido a su parte humana, no era el dirigente adecuado de los qualinestis y jamás lo sería. Que Gilthas era imprevisible y caprichoso, como todos los humanos, y no era digno de confianza. Que de no haber sido por la incondicional e inquebrantable entrega del senador Palthainon, los qualinestis jamás habrían salido vivos de la travesía por el desierto, etcétera, etcétera.

Algunos qualinestis sabían que tal cosa no era cierta, y muchos hablaban a favor de su rey, pero el resto, aunque aplaudían el valor de Gilthas, no habrían lamentado verlo partir. Él representaba el pasado, el dolor, la herida abierta. Querían empezar a sanarse. En cuanto a los silvanestis, para empezar no confiaban en Gilthas, y las patrañas de Palthainon no ayudaron precisamente.

Gilthas se sentía como si hubiese caído en arenas movedizas. Implacablemente, centímetro a centímetro, con angustiosa lentitud, se iba hundiendo hacia un indescriptible final. Sus esfuerzos por salir sólo lo hundían más, sus gritos eran desoídos. El final se acercaba tan lentamente que nadie más parecía darse cuenta. Sólo él lo veía.

La situación de estancamiento continuó. Los caballeros negros seguían refugiados en Silvanost, temerosos de salir. Los elfos permanecían escondidos en el bosque, sin querer moverse.

Gilthas había tomado por costumbre pasear solo por el bosque. No deseaba compañía para sus pensamientos pesimistas, e incluso alejó a Planchet. Al oír un grito bestial en el aire, alzó la vista, sobresaltado. Un grifo, que transportaba un jinete, voló en círculos sobre los árboles buscando un lugar seguro donde aterrizar. El cambio, para bien o para mal, había llegado.

El joven rey se dirigió presuroso por la fronda hacia el lugar donde Alhana tenía el campamento, a unos cincuenta kilómetros al sur de la frontera entre Silvanesti y Blode. La mayoría de la fuerza silvanesti se encontraba en esa ubicación, junto con los refugiados que habían huido o habían sido rescatados de la capital, y los refugiados qualinestis. Otras fuerzas elfas se hallaban a lo largo del río Thon-Thalas, y otra parte merodeando por el Bosque Atormentado que rodeaba Silvanost. Aunque dispersas, las fuerzas elfas se mantenían en continuo contacto, valiéndose del viento, de las criaturas de los bosques y del aire, y de corredores que llevaban mensajes de un grupo a otro.

Gilthas se había alejado bastante del campamento, y tardó un rato en volver sobre sus pasos. Cuando llegó, encontró a Alhana en compañía de un elfo al que no conocía. Iba vestido como un guerrero, y por el aspecto de su faz curtida y sus ropas sucias, llevaba largos meses de viaje. Gilthas comprendió por la calidez del tono de Alhana y su agitación que aquel elfo era una persona especial para ella. Alhana y el desconocido elfo desaparecieron en el interior del refugio antes de que Gilthas tuviese ocasión de dar a conocer su presencia. Al ver a Gilthas, Kiryn lo llamó con un ademán.

—Samar ha regresado.

—Samar… ¿El guerrero que fue en busca de Silvanoshei?

Kiryn asintió en silencio.

—¿Y dónde está Silvanoshei? —Gilthas miró hacia el refugio de Alhana.

—Samar ha regresado solo —informó Kiryn.

Un grito angustioso salió del refugio de la reina. Se ahogó enseguida y no se repitió. Los que aguardaban fuera, en tensión, intercambiaron una mirada y sacudieron la cabeza. Se había reunido un número de personas considerable en el pequeño claro. Los elfos esperaron en respetuoso silencio, decididos a escuchar las noticias de primera mano.

Alhana salió para hablar con ellos, acompañada por Samar, que permaneció a su lado protectoramente. El guerrero elfo le recordó a Gilthas al gobernador Medan, un parecido que no habría encontrado ninguna otra persona. Samar era un elfo mayor, probablemente de la misma edad que el marido de Alhana, Porthios. Años de exilio y penalidades habían cincelado la delicada estructura ósea de su rostro convirtiéndola en una talla de granito dura y angulosa. Había aprendido a sofocar el fuego de sus emociones, de manera que no dejaba entrever nada de lo que pensaba o sentía. Sólo cuando miró a Alhana, un brillo cálido asomó a sus oscuros ojos.

El semblante de la reina, enmarcado por la densa mata de cabello negro, tenía normalmente un tono pálido, un blanco puro como un lirio. Ahora su tez se había quedado sin color, parecía traslúcida. Empezó a hablar, pero le fue imposible. Se estremeció, sacudida por el dolor, como si éste la estuviera desmembrando poco a poco. Samar alargó la mano para sostenerla, pero Alhana lo apartó. Su rostro se endureció con una expresión de firme resolución. Recobró el control de sí misma y miró a los silenciosos elfos.

—Entrego mis palabras al viento y al agua que fluye. Que las lleven a mi pueblo —dijo—. Entrego mis palabras a las bestias de los bosques y a las aves del cielo. Que las lleven a mi pueblo. Todos los que estáis aquí, id y llevad mis palabras a mi pueblo y a nuestros primos, los qualinestis. —Su mirada se posó en Gilthas, pero sólo un instante.

»Conocéis a este hombre, Samar, mi comandante de mayor confianza y mi leal amigo. Hace muchas semanas, lo envié a una misión. Tenía que regresar de esa misión con noticias importantes. —Alhana hizo una pausa y se humedeció los labios—. Al comunicaros lo que Samar me ha dicho, he de haceros una confesión. Cuando os conté que Silvanoshei, vuestro rey, se encontraba enfermo en su tienda, mentí. Si queréis saber por qué os dije esa mentira, sólo tenéis que mirar a vuestro alrededor. Mentí a fin de mantener unido a nuestro pueblo, para mantener la unidad y para mantener a nuestros parientes junto a nosotros. En virtud de esa mentira, somos fuertes, cuando podríamos encontrarnos terriblemente debilitados. Necesitaremos ser fuertes para lo que nos aguarda. —Hizo otra pausa e inhaló aire con un estremecimiento.

»Lo que os digo ahora es verdad. Poco después de la batalla de Silvanost, Silvanoshei fue capturado por los caballeros negros. Intentamos rescatarlo, pero desapareció durante la noche. Envié a Samar para que intentara descubrir lo que había sido de él. Samar lo encontró. Silvanoshei, nuestro rey, está retenido en Sanction.

Los elfos emitieron quedos sonidos, como si una brisa soplara entre las ramas de un sauce, pero no dijeron nada.

—Dejaré que Samar cuente lo que sabe.

Aun cuando Samar se dirigió a la gente, no dejó de estar pendiente de Alhana. Se mantuvo cerca de ella, presto para ayudarla si le fallaban las fuerzas.

—Me encontré con un Caballero de Solamnia, un hombre valeroso y honorable. —Los ojos de Samar recorrieron la multitud—. Para quienes me conocen, saben que viniendo de mí es un gran elogio decir tal cosa. Ése caballero vio a Silvanoshei en prisión y habló con él, poniendo en peligro su propia vida. El caballero llevaba consigo la capa de Silvanoshei y este anillo.

Alhana lo sostuvo en alto para que todos los vieran.

—El anillo pertenece a mi hijo. Lo conozco. Su padre se lo dio cuando era un niño. Samar también lo reconoció.

Los elfos miraron el anillo y después a Alhana con expresión preocupada. Varios oficiales que se encontraban cerca de Kiryn le dieron con el codo instándole a que se adelantara. Kiryn avanzó.

—¿Tengo permiso para hablar, majestad?

—Lo tienes, primo —contestó Alhana, que lo miró con un aire desafiante, como diciendo: «Puedes hablar, pero no prometo hacer caso».

—Perdóname, Alhana Starbreeze, por poner en duda la palabra de un gran guerrero tan renombrado como Samar —empezó respetuosamente Kiryn—, pero ¿cómo sabemos que podemos confiar en ese caballero humano? Quizá sea una trampa.

Alhana se relajó. Al parecer ésa no era la pregunta que había previsto que le hiciera.

—Que Gilthas, dirigente de Qualinesti, hijo de la Casa Solostaran, se adelante.

Preguntándose qué tenía que ver este asunto con él, Gilthas salió de entre la multitud e hizo una reverencia a Alhana. La severa mirada de Samar se posó en Gilthas, que tuvo la impresión de que lo estaba calibrando. No habría sabido juzgar si salía o no bien parado en la valoración del otro elfo.

—Majestad —dijo Samar—, cuando estabais en Qualinesti, ¿conocisteis a un solámnico llamado Gerard Uth Mondor?

—Sí, en efecto —contestó Gilthas, sobresaltado.

—¿Lo consideráis un hombre de honor, un hombre valeroso?

—Sí. Es todo eso y más. ¿Es el caballero al que os referíais?

—Sir Gerard comentó que había oído que el rey de Qualinesti y los supervivientes de esa nación iban a intentar alcanzar un refugio seguro en nuestra patria. Manifestó un profundo pesar por vuestra pérdida, pero se alegró de que estuvieseis a salvo. Me pidió que os transmitiera sus saludos.

—Conozco a ese caballero. Sé de su valor y doy fe de su probidad. Hacéis bien en confiar en su palabra. Gerard Uth Mondor llegó a Qualinesti en extrañas circunstancias, pero partió de allí como un amigo, llevando la bendición de nuestra reina madre, Lauralanthalasa. Él fue una de las últimas personas a las que mi madre se la dio.

—Si los dos, Samar y Gilthas, dan fe del honor de este caballero, entonces no tengo nada más que decir en su contra —proclamó Kiryn, que tras hacer una reverencia volvió a su sitio en el círculo.

Se habían reunido más de cien elfos, y si bien todos se mantuvieron callados, sin decir nada, intercambiaron miradas entre ellos. Su silencio era elocuente. Alhana podía continuar, y así lo hizo la reina.

—Samar ha traído otra información. Ya podemos dar un nombre a ese dios Único, la deidad que supuestamente vino a nosotros por bien de la paz y del amor, pero que resultó ser parte de su plan para esclavizarnos y destruirnos. Y ahora sabemos el porqué. El suyo es un nombre antiguo: Takhisis.

Del mismo modo que ocurre al arrojar una piedra al agua, las ondas de aquella increíble noticia se fueron propagando entre los elfos.

—No puedo explicaros cómo ha ocurrido este terrible milagro —prosiguió Alhana, cuya voz cobraba fuerza y majestuosidad a medida que hablaba. Los elfos se le habían entregado, contaba con su apoyo. Cualquier duda sobre el caballero humano quedó olvidada, eclipsada por las negras alas de una antigua adversaria—. Tampoco es preciso que lo sepamos. Por fin podemos dar un nombre a nuestro enemigo, y es una adversaria a la que podemos derrotar, pues ya la vencimos en el pasado.

—El caballero solámnico, Gerard, lleva esta información a los caballeros del Consejo —añadió Samar—. Los solámnicos están reuniendo un ejército para atacar Sanction. Nos exhorta a los elfos a ser parte de esta fuerza para rescatar a nuestro rey. ¿Qué decís?

Los elfos lanzaron un vítor que hizo que temblaran las ramas de los árboles. Al oír todo aquel jaleo, acudieron más y más elfos al lugar, y unieron sus voces a las de sus compatriotas. También llegó La Leona seguida por los Elfos Salvajes. Tenía el rostro radiante y los ojos resplandecientes.

—¿Qué es eso que me han contado? —preguntó mientras bajaba del caballo y corría hacia Gilthas—. ¿Es verdad? ¿Por fin vamos a la guerra?

Él no le respondió, pero su mujer estaba tan excitada que ni siquiera se dio cuenta. Le dio la espalda y buscó a los soldados que había entre los silvanestis. Antes de ese momento, no se habrían dignado hablar con una Elfa Salvaje, pero ahora respondieron a sus anhelantes preguntas con júbilo.

Los oficiales de Alhana se agruparon alrededor de la reina y de Samar dando sugerencias, haciendo planes, discutiendo qué rutas se tomarían, cuánto tardarían en llegar a Sanction, a quién se permitiría ir y quién se quedaría atrás.

Gilthas se encontraba aparte, en silencio, escuchando el tumulto. Cuando habló finalmente, escuchó su propia voz y el timbre humano que había en ella, más profundo y áspero que los de las voces elfos.

—Hemos de atacar —opinó—, pero nuestro objetivo no debería ser Sanction, sino Silvanost. Cuando la ciudad esté liberada y asegurado su control, entonces podremos volver los ojos hacia el norte, no antes.

Los elfos lo miraron de hito en hito, con indignada desaprobación, como si fuera un invitado a una boda que hubiera roto los regalos en un momento de locura. El único que le hizo caso fue Samar.

—Escuchemos lo que tiene que decir el rey qualinesti —ordenó, alzando la voz para hacerse oír sobre los murmullos iracundos.

—Es cierto que vencimos a Takhisis en el pasado —explicó Gilthas a su ceñuda audiencia—, pero entonces contábamos con la ayuda de Paladine, Mishakal y otros dioses de la luz. Ahora Takhisis es el dios Único y supremo. Su derrota no será fácil.

»Tendremos que recorrer cientos de kilómetros desde nuestra tierra, dejándola en manos del enemigo. Nos uniremos con humanos para atacar e intentar tomar una ciudad humana. Haremos sacrificios por los que nunca obtendremos recompensa. No digo que no debamos sumarnos a esta batalla contra Takhisis —añadió Gilthas—. Mi madre, como todos sabéis, combatió al lado de humanos. Luchó para salvar ciudades humanas y vidas humanas. Hizo sacrificios por los que jamás nadie le dio las gracias. Ésta batalla contra Takhisis y sus fuerzas es una lucha que en mi opinión merece la pena disputar. Sólo aconsejo que nos aseguremos antes de tener una patria a la que regresar. Hemos perdido Qualinesti. No perdamos Silvanesti también.

Al escuchar sus palabras apasionadas, la expresión de La Leona se suavizó. La elfa se acercó para situarse junto a él.

—Mi esposo tiene razón —manifestó—. Deberíamos atacar Silvanost y asegurar su toma antes de enviar una fuerza a rescatar a vuestro rey.

Los silvanestis los miraron con ojos hostiles. Un mestizo cuarterón y una Elfa Salvaje. Extranjeros, extraños. ¿Quiénes eran ellos para decir a los silvanestis, e incluso a los qualinestis, lo que debían hacer? El prefecto Palthainon se encontraba al lado de Alhana, susurrándole al oído, sin duda exhortándola a no hacer caso al «rey marioneta». Gilthas encontró entre ellos a un aliado: Samar.

—El rey de nuestros parientes habla buen tino, majestad —dijo Samar—. Creo que deberíamos tener en cuenta sus palabras. Si marchamos a Sanction, dejamos detrás un enemigo que podría atacarnos y matarnos cuando le diéramos la espalda.

—Los caballeros negros están atrapados en Silvanost como abejas en un frasco —replicó Alhana—. Zumban de un lado a otro, sin poder escapar. Mina no tiene intención de enviar refuerzos a sus tropas en Silvanesti. En caso contrario, ya lo habría hecho a estas alturas. Dejaremos un pequeño contingente para mantener la impresión de que una fuerza más numerosa los tiene rodeados. Cuando regresemos triunfantes, mi hijo y yo nos encargaremos de esos caballeros negros —añadió con orgullo.

—Alhana —empezó Samar.

La mujer le lanzó una mirada; sus ojos de color violeta tenían el tono de un vino oscuro y una expresión gélida.

Samar no dijo nada más. Inclinó la cabeza y ocupó su puesto detrás de su reina. No miró a Gilthas, y tampoco lo hizo Alhana. La decisión se había tomado y el asunto estaba cerrado.

Silvanestis y qualinestis se reunieron anhelantes alrededor de la reina, esperando sus órdenes. Por fin las dos naciones se habían unido, hermanadas en su determinación de marchar contra Sanction. Tras dirigir una fugaz ojeada de preocupación a su marido, La Leona le apretó la mano en un gesto de consuelo y después también ella se aproximó presurosa a conferenciar con Alhana.

¿Por qué no lo veían? ¿Qué los cegaba hasta ese punto?

«Takhisis. Esto es obra suya —se dijo Gilthas—. Ahora, libre de gobernar el mundo sin oposición, ha tomado el dulce elixir del amor, lo ha mezclado con veneno, y se lo ha dado a tomar a la madre y al hijo. El amor de Silvanoshei por Mina se ha tornado obsesión. El amor de Alhana por su hijo confunde su razonamiento. ¿Cómo podemos combatir eso? ¿Cómo podemos luchar contra una diosa cuando hasta el amor, nuestra mejor arma contra ella, está contaminado?».