7

Un viaje inesperado

Inmediatamente después de que el ingenio para viajar en el tiempo se activara, Tasslehoff Burrfoot fue consciente de dos cosas: una oscuridad impenetrable y Acertijo chillando en su oído al tiempo que le aferraba la mano izquierda con tanta fuerza que los dedos se le quedaron dormidos. Tampoco el resto de su cuerpo sentía nada, ni debajo ni encima ni a los lados… excepto a Acertijo. No sabía si estaba cabeza abajo o de pie o en una postura combinada entre lo uno y lo otro.

Ésta entretenida situación se prolongó muchísimo tiempo, tanto que Tas empezó a aburrirse un poco de ella. Una persona puede quedarse mirando la oscuridad impenetrable sólo un cierto período de tiempo antes de ocurrírsele que le gustaría un cambio. Hasta dar volteretas en tiempo y espacio (si era eso lo que hacían, cosa de la que Tas no estaba seguro, ni mucho menos) acaba por oler a rancio tras estar haciéndolo durante un buen rato. Finalmente uno llega a la conclusión de que es preferible que te aplaste el pie de un gigante que tener a un gnomo chillando sin parar en tu oído (tremenda capacidad pulmonar la de los gnomos, por cierto) y casi arrancándote la mano de la muñeca.

La situación continuó otro buen rato hasta que Tasslehoff y Acertijo aterrizaron —chocaron— contra algo que era blando y fangoso y que olía intensamente a barro y agujas de abeto. No fue una caída suave, y acabó bruscamente con el aburrimiento del kender y los chillidos del gnomo.

Tasslehoff yacía de espaldas, abriendo y cerrando la boca en un intento desesperado de llevar a los pulmones lo que probablemente sería el último aire que inhalaría. Miró a lo alto, esperando ver el enorme pie de Caos suspendido sobre él. Sólo disponía de unos pocos segundos para explicarle la situación a Acertijo, que estaba a punto de ser espachurrado sin saberlo.

—Vamos a tener una muerte de héroes —dijo cuando logró aspirar la primera bocanada de aire.

—¿Qué? —chilló el gnomo, también con la primera bocanada de aire que aspiraba.

—Que vamos a tener una muerte de héroes —repitió Tasslehoff.

Entonces, de repente, se dio cuenta de que no.

Absorto en preparar tanto al gnomo como a sí mismo para el inminente deceso, no había mirado el entorno con atención, sino que había dado por sentado que lo que vería sería la fea planta del pie de Caos. Ahora que tuvo tiempo para observar, vio sobre él no un pie, sino las agujas de abeto que goteaban por la lluvia de una tormenta.

Tasslehoff se tanteó la cabeza para comprobar si se había dado un fuerte golpe, porque sabía por experiencia que los golpetazos en el cráneo le hacían ver a uno las cosas más extrañas, aunque por lo general esas cosas eran estrellas estallando, no agujas de abeto goteando lluvia. Sin embargo, no encontró rastro de golpes en su cabeza.

Al oír que Acertijo inhalaba hondo para, a buen seguro, lanzar otro de aquellos penetrantes chillidos, Tasslehoff levantó la mano en un gesto imperioso.

—Chist —instó en un susurro tenso—. Creo que he oído algo.

Bueno, a decir verdad, no había oído nada. Vale, sí. Había oído la lluvia cayendo de las agujas del abeto, pero no había oído nada ominoso, como implicaba su tono. Sólo había fingido para frenar los chillidos del gnomo. Por desgracia, como sucede frecuentemente con los pecadores, recibió el castigo inmediato a su falta, porque sí oyó algo ominoso: el chocar metálico de acero contra acero, seguido de un ensordecedor estallido.

Con su experiencia como héroe, Tas sólo sabía de dos cosas que sonaran así: el entrechocar de espadas y las bolas de fuego al explotar contra cualquier cosa.

Lo siguiente que escuchó fue otro chillido, sólo que esta vez, afortunadamente, no era Acertijo. El grito se había producido a cierta distancia y tenía el definido sonido de un goblin muriendo, una posibilidad que reafirmó el asqueroso tufo de pelo de goblin quemado. El chillido cesó bruscamente, y a continuación se oyó un ruido estrepitoso, como de cuerpos grandes corriendo por un bosque bajo agujas de abeto goteantes. Pensando que podrían ser más goblins y consciente de que el momento no era el más indicado para topar con ese tipo de criaturas, sobre todo con las que acaban de recibir la descarga de una bola de fuego, Tasslehoff reptó sobre el vientre hacia el cobijo de un abeto de ramas bajas arrastrando a Acertijo tras de sí.

—¿Dónde estamos? —demandó el gnomo mientras levantaba la cabeza del barro en el que se hallaban tirados—. ¿Cómo hemos llegado aquí? ¿Cuándo vamos a regresar?

Todas ellas preguntas sensatas y lógicas. «Típico de un gnomo ir directo al grano», pensó Tas.

—Lo siento, pero no lo sé —contestó mientras oteaba entre las agujas de abeto mojadas, intentando ver qué pasaba. El ruido estruendoso sonaba cada vez más fuerte, lo que significaba que se iban acercando—. Ninguna de las tres cosas.

Acertijo se quedó boquiabierto, tanto que cuando cerró la boca tenía la barbilla manchada de barro.

—¿Cómo que no lo sabes? —instó, indignado—. Tú nos has traído aquí.

—No —respondió muy digno Tas—. Yo no lo hice. Esto nos trajo aquí. —Señaló el ingenio para viajar en el tiempo que sostenía en la mano—. Donde se suponía que no debía.

Al advertir que Acertijo hacía otra inhalación profunda, Tas le asestó una mirada fulminante.

—Así que supongo que, después de todo, no lo arreglaste bien —sentenció.

El gnomo soltó el aire con un ruido de fuelle. Miró el ingenio de hito en hito, masculló algo sobre esquemas extraviados y falta de directivas internas, tras lo cual alargó la mano cubierta de barro.

—Pásamelo. Le echaré una ojeada.

—No, muchas gracias —dijo Tas, que metió el artilugio en uno de sus saquillos y cerró la solapa—. Creo que lo mejor es que lo guarde. ¡Y cállate de una vez! —Tasslehoff llevó el dedo a los labios y volvió a escudriñar por debajo de la rama del abeto—. No descubras que estamos aquí.

Al contrario que la mayoría de gnomos, que jamás ven nada aparte del interior del Monte Noimporta, Acertijo era un viajero veterano que había corrido muchas aventuras, de las cuales no había disfrutado lo más mínimo. Interrumpían el trabajo de uno. Pero había aprendido una lección importante: lo mejor para sobrevivir a una aventura era quedarse escondido en algún sitio oscuro y cómodo y mantener la boca cerrada. En eso era muy bueno.

Acertijo era tan bueno escondiéndose que cuando Tasslehoff, que no era en absoluto bueno en ese tipo de cosas, empezó a levantarse con una exclamación alegre para ir al encuentro de dos humanos que acababan de salir corriendo del bosque, el gnomo agarró al kender con una fuerza nacida del terror y lo obligó a agacharse de nuevo.

—En nombre de todo lo que es combustible, ¿qué demonios haces? —increpó.

—No son goblins quemados, como pensé al principio —argumentó Tas mientras señalaba—. Ése hombre es un Caballero de Solamnia. Lo sé por su armadura. Y el otro es un mago. Lo sé por la túnica. Sólo voy a saludarles y a presentarme.

—Si hay algo que he aprendido en mis viajes —dijo Acertijo en un ahogado susurro—, es que uno no se presenta nunca a alguien que blande una espada o que viste túnica de hechicero. Se deja que sigan su camino y uno sigue por el suyo.

—¿Has dicho algo? —preguntó el mago desconocido, volviéndose hacia su compañero.

—No —contestó el caballero al tiempo que levantaba la espada y escudriñaba atentamente a su alrededor.

—Bueno, pues alguien habló —insistió el mago con tono sombrío—. He oído claramente unas voces.

—Pues yo no oigo nada con los latidos de mi corazón. —El caballero hizo una pausa, escuchó, y después sacudió la cabeza—. No, no oigo nada. ¿Cómo sonaban? ¿A voces de goblins?

—No —repuso el mago que escrutaba las sombras.

Por su aspecto, el hombre era solámnico, ya que tenía el cabello rubio y largo, sujeto en una coleta para que no le estorbara. Sus ojos eran azules, penetrantes, intensos. Vestía una túnica que parecía roja, pero que ahora estaba tan manchada de barro, humo y sangre que no se distinguía bien el color a la luz grisácea del lluvioso día. Un atisbo de cordón dorado se apreciaba en los puños y en el dobladillo.

—¡Fíjate! —exclamó Tas, asombrado a más no poder—. ¡Lleva el bastón de Raistlin!

—Por extraño que parezca —decía el mago—, me sonó a voz de kender.

Tasslehoff se tapó la boca con la mano. Acertijo sacudió la cabeza con gesto sombrío.

—¿Qué iba a hacer un kender aquí, en medio de un campo de batalla? —comentó el caballero, sonriendo.

—¿Qué hace un kender en cualquier lugar? —repuso maliciosamente el mago—. Aparte de ocasionar problemas para los que tienen la desgracia de encontrarse con él.

—Qué gran verdad —suspiró tristemente Acertijo.

—Qué grosería —rezongó Tasslehoff—. Quizá no vaya a presentarme, después de todo.

—Mientras no fueran goblins lo que oíste —comentó el caballero, que echó una ojeada hacia atrás—. ¿Crees que los hemos frenado?

El hombre llevaba la armadura de un Caballero de la Corona. Al principio Tas lo había tomado por un hombre de más edad, ya que su cabello tenía bastantes canas, pero tras observarlo un rato, el kender se dio cuenta de que el caballero era mucho más joven de lo que aparentaba a primera vista. Eran sus ojos lo que le hacían parecer mayor; había en ellos una tristeza y un cansancio que no eran propios de alguien tan joven.

—Los hemos frenado de momento —contestó el mago, que se dejó caer pesadamente al pie de un árbol y sostuvo el bastón en sus brazos con gesto protector.

No cabía duda de que el bastón era de Raistlin. Tas conocía muy bien aquel bastón, con su bola de cristal asida por la garra dorada de un dragón. Recordaba la cantidad de veces que había alargado los dedos para tocarlo, con el resultado de recibir una palmada en la mano.

—Y muchas veces he visto a Raistlin sostener el bastón exactamente así —se dijo Tas entre dientes—. Sin embargo, el mago no es Raistlin, así que le ha robado el bastón. En tal caso, a Raistlin le gustará saber quién fue el ladrón.

Tas escuchó «poniendo todos sus oídos», como rezaba el dicho kender.

—Nuestros enemigos sienten ahora un miedo considerable a tu espada y a mi magia —decía el hechicero—. Por desgracia, los goblins les tienen un miedo aún más considerable a sus comandantes. El látigo no tardará en convencerles de que vengan tras nosotros.

—Tardarán tiempo en reagruparse. —El caballero se sentó en cuclillas debajo del árbol, cogió un puñado de agujas secas y se puso a limpiar la hoja de su espada—. Tiempo suficiente para que descansemos e intentemos encontrar el camino de vuelta a nuestra compañía. O tiempo suficiente para que nuestros compañeros nos encuentren. A buen seguro han salido a buscarnos.

—A buscarte a ti, Huma —dijo el mago con una sonrisa irónica. Se recostó en el tronco del árbol y cerró los ojos, cansado—. No se esforzarán mucho en encontrarme a mí.

Al caballero pareció inquietarle ese comentario. Su expresión se tornó más grave y se concentró en la tarea que realizaba, frotando con fuerza una mancha que se resistía.

—Tienes que comprenderlos, Magius… —empezó.

—Huma… —Repitió Tas—. Magius… —Miró de hito en hito a los dos y parpadeó, sin salir de su asombro. Después miró el ingenio para viajar en el tiempo—. ¿Crees que…?

—Los comprendo perfectamente, Huma —replicó Magius—. El Caballero de Solamnia medio es un necio ignorante y supersticioso que cree todas esas historias siniestras sobre hechiceros que le contó su niñera para asustarle y que guardará silencio por la noche, consecuencia de lo cual espera verme saltar por el campamento desnudo, farfullando, despotricando y transformándole en un tritón con un simple gesto de mi bastón. Y no es que no pudiera hacerlo, ojo —continuó el hechicero mientras enarcaba una ceja y torcía la comisura de los labios en una sonrisa contagiosa—. Y no creas que no me lo he planteado. Pasar cinco minutos como tritón seria un cambio interesante para la mayoría de ellos. Les ensancharía la mente, al menos.

—No creo que la vida como tritón sea mucho de mi gusto —dijo Huma.

—Ah, pero es que tú, amigo mío, eres diferente —adujo Magius, suavizando el tono. Alargó la mano y la posó en la muñeca del caballero—. A ti no te asustan las ideas nuevas. No te atemoriza lo que no entiendes. Ni siquiera de niño te dio miedo ser mi amigo.

—Tú les enseñarás a tener mejor opinión de los hechiceros, Magius —dijo Huma, poniendo la mano sobre la de su amigo—. Les enseñarás a considerar la magia y a quienes la practican con respeto.

—No lo haré —repuso fríamente Magius—, porque en realidad no me importa lo que piensen de mí. Si alguien es capaz de cambiar su punto de vista obsoleto y anticuado, esa persona eres tú, Huma. Y más vale que lo hagas cuanto antes —añadió, con un tono serio que había sustituido al burlón de antes—. El poder de la Reina Oscura crece día a día. Está reuniendo vastos ejércitos. Incontables miles de criaturas malignas acuden en masa a unirse a su estandarte. Ésos goblins no se habrían atrevido antes a atacar a una compañía de caballeros, pero ya viste la ferocidad con la que cayeron sobre nosotros esta mañana. Empiezo a pensar que no es al látigo a lo que temen, sino a la ira de la Reina Oscura si fracasan.

—Aun así, no tendrá éxito. No debe tenerlo, Magius —dijo Huma—. Ella y sus dragones malignos tienen que ser expulsados del mundo, de vuelta al Abismo. Porque si no se la derrota, viviremos como esos desdichados goblins, atemorizados el resto de nuestra vida. —Huma suspiró y sacudió la cabeza—. Sin embargo, he de admitir, querido amigo, que no veo cómo podremos hacerlo. El número de sus esbirros es incontable, su poder inmenso…

—¡Pero la derrotaste! —gritó Tas, incapaz de contenerse un segundo más. Se soltó de las manos de Acertijo, que lo asían frenéticamente, se puso de pie y salió corriendo de debajo del abeto.

Huma se incorporó de un brinco y desenvainó la espada en el mismo movimiento. Magius extendió el bastón con el cristal asido por la garra del dragón apuntado hacia el kender y empezó a pronunciar palabras que, por su sonido enrevesado, Tas reconoció como mágicas.

Consciente de que quizá no disponía de mucho tiempo antes de que se convirtiera en un tritón, Tasslehoff habló muy deprisa.

—Reúnes un ejército de héroes y luchas contra la propia Reina de la Oscuridad en persona y, aunque mueres, Huma, y tú también mueres, Magius… Eh… por cierto, lamento muchísimo eso. Como decía, aunque mueres, consigues que todos los dragones perversos regresen a… ¡Agg!

Ocurrieron simultáneamente varias cosas junto con aquel «Agg». Dos grandes, peludas y malolientes manos de goblin agarraron a Acertijo, mientras que otro goblin de piel amarillenta y boca babeante sujetó a Tasslehoff.

Antes de que el kender tuviera tiempo de coger su puñal, antes de que Acertijo tuviera tiempo de coger aire, un ardiente arco zigzagueante salió del bastón y alcanzó al goblin que agarraba al gnomo. Huma atravesó con su espada al goblin que intentaba llevarse a Tas.

—Vienen más goblins —dijo el caballero, sombrío—. Más vale que pongas pies en polvorosa, kender.

Se escuchaba el fuerte sonido de pisadas entre los árboles y las voces guturales de goblins lanzando aullidos espantosos que prometían muerte. Huma y Magius se colocaron espalda contra espalda, el caballero con la espada empuñada y Magius con el bastón enarbolado.

—¡No os preocupéis! —gritó Tasslehoff—. Tengo mi cuchillo. Se llama Mataconejos. —Abrió un saquillo y empezó a buscar entre las cosas que guardaba en él—. Caramon le puso ese nombre. No lo conocéis…

—¿Estás loco? —chilló Acertijo con un timbre que sonaba como el pitido de la sirena de Monte Noimporta a mediodía, un pitido que nunca, bajo ningún concepto, se para a mediodía.

Una mano tocó a Tasslehoff en el hombro, y una voz susurró a su oído:

—Ahora no. Aún no es el momento.

—¿Perdón? —Tas se giró para ver quién le hablaba.

Y siguió girando sobre sí mismo. Y girando.

De pronto se quedó parado, y el mundo era el que giraba, y todo era una gran mancha de colores arremolinados, y él no sabía si estaba cabeza abajo o cabeza arriba, y Acertijo sé encontraba a su lado, chillando. Entonces todo se puso oscuro, muy oscuro.

En medio de la oscuridad, de los giros y de los chillidos, Tasslehoff sólo estaba pendiente de una idea, un pensamiento importante. Tan importante que se aseguró de retenerlo con toda la fuerza de su mente y no dejarlo escapar.

«He encontrado el pasado…».