XXII
La primavera se preludió en The Shade. Yo, asustada, miraba cómo se abrían las yemas, y las hojas se desdoblaban verdes y gentiles en el aire gris. Con mi mano tocaba los cálices duros, prontos a romper y estallar en una floración espléndida, y me decía si no debía huir a no sé dónde. Entonces Cloud's Moor se me aparecía como un paraíso perdido.
De repente brotaron las violetas; el mismo día en que mi padre y el capitán Rusell regresaron de Londres. El primero seguía pareciéndome débil y agotado; en el segundo noté una satisfacción imperiosa y reprimida. Con pasos suaves, pero más firmes que nunca, me buscó en el rincón del parque, donde yo, abstraída y silenciosa, contemplaba los manojos malva de violetas y recordaba la noche de Dublín.
—¡Katherine! —exclamó sonriente. Era un hombre feliz y confiado.
—Te he traído algunos regalos de Londres —dijo mientras sus oscuros ojos brillaban—. Estás más delgada. ¿No te cuidas? Sin embargo, me pareces cada vez más bella y más interesante.
Arranqué el primer manojo de flores y él las miró.
—¿Me darías esas violetas?
Le miré sin impresionarme por su tono.
—No las he cogido pensando en ti.
Seguí adelante por la avenida y él acomodó su paso al mío. Me contemplaba de refilón.
—¡Qué alegres bienvenidas sabes dar, Katherine! —dijo con amable reproche. Yo callé.
Me quedé aterrada ante sus regalos. Uno era un traje magnífico, traído expresamente de Francia. Bajo el cuello de finísimo encaje refulgía el peto de tisú de oro, sobre falda de plata. Aquel traje realzaba mi silueta y la sobrefalda caía sobre enaguas riquísimas de raso. Recordé la antigua sobriedad de los puritanos que admiraban a Cromwell sus ropas manchadas de sangre y cortadas por un mal sastre de aldea. No obstante, cuando se elevó al rango de Lord Protector, adoptó vestidos preciosos de corte. El mío era un traje esplendoroso de fiesta, que debía valer una fortuna.
De repente amaneció el día. Mi padre nos anunció que sólo permanecería en la ceremonia religiosa de por la mañana. Se iría después, reclamado de improviso a Dublín. Mi tía se empeñó en anular la sencillez íntima que mi padre hubiese deseado, aireando The Shade como para una solemne alegría.
Todos se sentían felices y contentos. Yo contemplaba los preparativos como si no se relacionasen conmigo. El capitán Rusell, en estos últimos momentos, seguía todos mis pasos como una sombra.
Comprendí que ellos hubiesen querido reducir mi enlace a la fría ceremonia del rito protestante. Me encogí de hombros y les dije que no me sentiría casada. El capitán agregó entonces rápidamente que mandaría traer un sacerdote católico y que a la noche se convalidaría para mí la seriedad del matrimonio. Sonreí fríamente, pero no tuve valor para darle las gracias.
La noche antes del acontecimiento dispuse, como dueña y castellana de The Shade, algunas pequeñas cosas. Hice subir a mi cámara el Cristo y el sitial de William, y recorrí sola todo el parque, seguida de «Tristán». Habían estallado los lirios y abierto las rosas grandes y aterciopeladas. El mar estaba dormido como una lámina verde-gris y la luna de primavera estriaba en plata viva sus ondas inmóviles. Cada rompimiento dulce de marea sobre la playa vertía espumas de nieve por entre los escollos sombríos.
Regresé al castillo, solitario e indiferente, y me acosté en mi lecho oscuro y lujoso de infanzona. Me dormí cerca del amanecer.
Para mí, el rito mañanero no era ceremonia alguna y desdeñé el costoso traje francés. Vi cómo los demás se enfurecían al verme salir vestida con mis tocas de siempre. Mi tía quiso que retornase a mi alcoba, pero el capitán lo impidió. Me alegré de impedir que ocupase el sitial de William y estuve distraída y absorta durante el enlace.
Al retirarnos de la capilla tomó mi mano, apoyándola con dulce firmeza en su brazo varonil. Su rostro estaba iluminado por un gozo suave e intenso. De repente, al cruzar la galería, me dijo:
—¿Puedo suplicarte que estrenes ahora el traje que he traído para ti?
Me quedé silenciosa y fría, detenida en el umbral de mi cámara.
—¡Katherine! —agregó de pronto—. Deseo que no desprecies los regalos que te hago. Quiero verte con ese vestido, ¿me oyes?
Su tono era ya imperioso. Le miré con cansada indiferencia y asentí con un movimiento leve. Entré en mis habitaciones y, ayudada por Miss Morrison, efectué el cambio.
—¡Dios mío! —exclamó la pobre mujer—. ¡Dios mío!
Me acodé en el tocador contemplándome. Sí; estaba transformada. De repente el capitán Rusell llamó a mi puerta y luego entró. También se detuvo absorto un segundo y luego avanzó y me miró en el espejo con sus extraordinarios ojos oscuros.
—A este traje le falta algo —dijo.
Sus manos ciñeron a mi cuello una hermosa cadena con una cruz de brillantes; luego descansaron en mis hombros.
—¿Sabes lo que pienso? —murmuró lentamente—. Que soy dueño de la mujer más hermosa de toda Inglaterra.
De repente sus dedos morenos se apoyaron sobre mis labios.
—¡Por favor! ¡No respondas! ¡Sé que vas a contestarme que, en cambio, no soy dueño de tu cariño, y hoy no quiero oír palabras amargas!
De pronto, su mano tocó el cofrecillo que había ante mí.
—¿Guardas ahí tus secretos?
—No tengo secretos.
—¿Las cartas de William?
—Sí.
—Dame la llave. Deseo leerlas.
—¿Para qué? —repuse.
—Quiero saber, exactamente, contra aquello que tengo que luchar.
Le di la llavecita y él abrió su interior. Apoyado contra mi tocador de viejas maderas, yo le miré mientras leía atentamente mis cartas. Su interés se advertía tan ávido, que un leve color de excitación ascendía a su tostado rostro. De repente me miró y dobló cuidadoso los pliegos.
—¿Crees que yo no te sé querer así?
—Lo ignoro —repuse cansadamente—. Entre todos habéis matado mi vida y anulado mi felicidad. Prefiero no pensar en nada.
Palideció.
—Guárdalas —dijo.
Obedecí
—Ahora —agregó mirándome a los ojos—, ¡dame la llave!
La apreté en mi mano instintivamente.
—¿Para qué?
—Ya ves que no destruyo tus cartas —dijo con un oscuro acento de pasión—; pero no deseo que las leas a todas horas. Te ruego que me confíes esa llave.
Me puse en pie irritada.
—Tú me dijiste que nada en la vida se te concedía suavemente... y que por eso tenías que usar siempre de la violencia. Pues bien: continúa conmigo ese plan.
Le volví la espalda y salí a la galería. El me siguió. Su rostro parecía impenetrable. Tomó mi mano y la retuvo firmemente.
—Dejemos esto ahora —exclamó, apoyándola en su brazo—. Más tarde pondremos las cosas en su lugar
Mi tía había abierto The Shade a una distinguida concurrencia de ingleses transportados a Irlanda. Me sorprendí de un modo desagradable con las músicas y el ambiente gentil y bullicioso de fiesta. Los oficiales puritanos escoltaban a las damitas casaderas y llenaban el ambiente de bromas. El capitán Rusell era acogido con viva simpatía y grandes muestras de afecto. Sonreía y ceñía con su amplia mano militar la mía, menuda, sobre su brazo, como si temiese que me desvaneciera en el aire. Cuando yo no le zahería y escuchaba las felicitaciones de sus superiores y amigos, su curtido rostro irradiaba una alegría de simpático orgullo juvenil, que ahora al recordarla trae una sonrisa de comprensión amistosa a mis labios. Era dichoso y seguro de sí mismo.
El maestro de ceremonias, con una alegre mirada, nos indicó a nosotros, y mi pareja sonrió.
—¿Bailamos, Katherine?
Por primera vez después de muchos años, lo hacía. Entonces me había iniciado con un chispeante y viejo saltarello. Pensé que Marcos Rusell jamás haría revivir en mí la alegría de aquellos tiempos. El mismo no sabía ser ni expansivo ni alegre.
Me desenlazó suavemente del ritmo de la danza, y otra pareja ocupó nuestro lugar. Más tarde, con el minué se estableció el que danzasen varias a un tiempo. Por entonces era sólo una la que ocupaba el salón. Entre tanto, el capitán Rusell me obligó a sentarme en uno de los alféizares del salón, al abrigo de los viejos tapices. Sonreía.
—¡Katherine! —Le miré apoyándome en el muro, y él, tomando mi mano, abrió mis dedos sin esfuerzo aparente, quitándome la llave y hundiendo sus labios varoniles en mi palma robada y desnuda.
—¡Pobrecita mano! —dijo—. ¡Qué pronto ha tenido que rendirse! ¿Qué vas a hacer tú, tan débil y tan frágil, para oponerte a mi voluntad?
—¡Nada! —repuse—. Si no te importa conseguir mi cariño, mi estimación y mi respeto, nada.
Calló y se mordió los labios.
—Siempre aciertas con la frase justa, que me hiere —murmuró sin mirarme.
De repente, en el salón se truncó la música y sonaron algunos leves gritos femeninos.
—¿Qué ocurre? —preguntó el capitán Rusell. Alzó el cortinaje, yo me asomé y, al realizarlo, creí que había enloquecido o que me encontraba en el centro de un sueño. La concurrencia se había replegado sobre sí y los músicos temblaban con las manos sobre los instrumentos caídos. En el umbral había hasta una docena de irlandeses, curtidos como el bronce y los ojos encendidos y atentos a cualquier tentativa de defensa, vigorosamente plantados y bien provistos de armas; su fuerza sombría parecía una amenaza y un peligro intenso de muerte. Moira, con el semblante sonrojado de placer y las trenzas medio deshechas bajo la cofia, sonreía como la propia imagen de la venganza, al lado de un hombre sobriamente vestido de cuero, con los cabellos cortos y leves hebras grises sobre las sienes. Pero su rostro era el mismo de antes, quizá transformado por un gesto supremo de sarcasmo y desdén, mientras contemplaba la aterrada y sorprendida reunión.
Uno de los jóvenes invitados se volvió a nosotros y dijo:
—Oye, Rusell, ¿esto es una broma?
—Me temo que no —repuso el capitán.
Entonces me recobré de mi sorpresa. Atravesé enloquecida de gozo los grupos recelosos y atentos y me encontré de pronto abrazada al recién llegado, sollozando de alegría contra su pecho.
—¡William! —exclamé—. ¡William!
Su brazo me amparó con cierta frialdad extraña y contempló mi rostro con una atenta mirada, que no supe descifrar.
—¡Hola, Katherine! —dijo con acento sereno—. Precisamente te buscaba.
—¡William!
Enlacé mis manos alrededor de su cuello moreno y vigoroso y le besé, impulsiva y feliz. Pero de pronto algo se enfrió en mi interior. Había recibido con una irónica pasividad toda mi efusión desbordada y dijo fríamente, mirando a alguien, por encima de mi cabeza:
—¿Quieres presentarme al capitán Rusell?
Me volví de repente. El capitán se encontraba detrás de mí, con su curtido rostro más impenetrable que nunca.
—¡Es una sorpresa! —dijo con tono frío.
—¿Verdad? —repuso irónicamente William—. ¿Lleváis armas?
—Nadie lleva armas en una fiesta. Nos habéis cogido totalmente desprevenidos.
Me aparté, sintiendo dentro de mí el espanto de algo inevitable. Aquellos dos hombres se odiaban a muerte, y ninguno de los dos cedería en su odio.
—Lo había calculado —repuso—; pero aconsejad que nadie cometa una locura... No me gustaría derramar sangre antes de tiempo.
Se adelantó dos pasos.
—¡Señores! —dijo—. Me alegro de encontrar mi viejo The Shade tan animado y ver cómo la gente se divierte en mi ausencia. ¡No quiero estropear la diversión! ¡Dancen!
Llamó al viejo músico irlandés. Este contestó, tembloroso de miedo:
—¡Decid, Sir William!
—¡Demonio! ¡Continuad tocando! Porque el dueño aparezca, no tiene por qué interrumpirse el baile.
—¡Pero..., Sir William!
El rostro de mi marido se endureció.
—¡Vamos! ¡Toca! —dijo irritado.
Vi a mi tía desplomarse, lívida de miedo, en un asiento apartado de la sala; pero no le hice caso. La orquesta reanudó su ritmo de un modo brusco e irregular. William sonrió tranquilo y se volvió a la gente.
—¡Señores! ¡Continuad danzando! ¡En una noche de primavera como ésta, resulta muy agradable regresar al hogar y sorprenderlo lleno de música, de luces y de flores! Mi deseo es que nadie se altere y todo el mundo siga divirtiéndose como antes. Los Hasting han tenido siempre fama de hospitalarios y alegres, y no voy a deshacer yo esa fama.
—¡Lo que quiero saber...! —dijo un joven oficial, destacándose con desafío; pero el capitán Rusell gritó tajantemente:
—¡Bill! ¡Cállate y haz lo que te dicen! ¡Estoy yo aquí! William miró al capitán y observó, irónico:
—¡Gracias! —Se volvió al maestro de ceremonias—: ¡Que se reanude el baile! ¿No habéis oído?
De repente se deshizo el estupor, pero la sobria tropa de irlandeses guardaba cada salida, y tornó a sonar el ritmo de una espantada orquesta; tan espantada como la concurrencia que se encontraba allí. Mi esposo se volvió entonces a mí con una lenta y extraña sonrisa:
—¡Te encuentro preciosa, Katherine! A propósito... ¿Quieres decirme qué es lo que se está celebrando con esta fiesta?
Palidecí. Ahora comprendía su actitud. El capitán Rusell contestó, antes de que yo hablase.
—¡Os ruego que no culpéis a Katherine de nada! ¡El único responsable soy yo!
—¡Vaya! —observó William, irónico—. ¡Es una bonita postura!
—¡William! —dije yo entonces suavemente, dominando mis nervios—. ¡Quisiera hablar contigo... a solas!
—Podría molestarse el capitán Rusell..., ¿no crees?
Este enrojeció.
—¡Hasting! Os recuerdo que os está hablando una dama.
Se volvió a mí atentamente:
—¡Ah, sí! ¿Qué decías, Katherine?
Tuve que morderme los labios para no estallar en llanto.
—Que quiero hablar contigo..., ¡pero a solas!
—Más tarde, ¿no te parece? —repuso con suave ironía—. Hay tiempo para todo. Como dice el Eclesiastés.
«Hay tiempo de llorar y tiempo de reír; tiempo de abrazar y tiempo de alejarse de los brazos; tiempo de dar muerte y tiempo de dar vida...
Volví a palidecer.
— «Y tiempo de callar y tiempo de hablar» —repuse con cierta cólera. El me miró curiosamente.
—¿Tienes muchas cosas que decirme, Katherine?
—Puede que sí —murmuré.
—¡Hasting! —dijo de pronto el capitán Rusell—. Creo que deberíamos dejar salir del salón a las mujeres, ¿no creéis? ¡Esto se está poniendo violento!
William parecía suavemente abstraído. Volvió la cabeza.
—Más tarde, ¿no os parece? ¿No estabais bailando con Katherine? ¡Seguid con ello!
El capitán Rusell se volvió a mí.
—¡Vamos, Katherine! —dijo con firmeza.
Me dejé conducir, él apretó mi mano y murmuró tenuemente:
—Amor mío..., secúndame... A ver si logramos acercarnos a esa ventana... Entonces saltaré por ella y volveré con refuerzos.
Me estremecí.
—¡No, Marcos!... No deseo que le ocurra nada... a él.
Palideció.
—No le sucederá —murmuró mientras hacíamos mecánicamente todas nuestras figuras de danza—. En cuanto yo falte comprenderán lo que va a ocurrir y se retirarán de The Shade... ¡Ahí viene! —observó—. Si lo distraes..., me harás el favor más grande de tu vida...
William Hasting estaba a nuestro lado.
—¿Me permites, Katherine? —dijo con rostro sardónico—. Hace mil años que no bailo contigo...
El capitán Rusell me dirigió una mirada de aviso y se alejó. William tomó mi mano y danzó con la misma soltura de siempre. Estaba muy pálido y sus ojos brillaban.
—No mires al capitán... —murmuró—. Sé lo que te propones... Entretenerme y darle a él una probabilidad de huida... ¡Ya dejé de ser niño!... Todas las puertas y ventanas están guardadas celosamente... ¿No te acuerdas de que te prometí que un día vendría en un barco y arribaría a esta costa?... Es una lástima que te olvidases de esto... —Al inclinarme yo ante él en una figura del baile, observó sonriente—: ¡Danzas muy bien! ¿Recuerdas que te enseñé yo a danzar?
Exhalé un sollozo y me detuve en seco. Quedamos mirándonos frente a frente.
—¡Quiero hablar contigo! —dije exasperada, sofocando mis ganas de llorar, ante la desesperación y humillación que sufría.
Me aparté a uno de los rincones y me senté. El me siguió silencioso y ordenó a Moira:
—Tráeme una botella de buen vino, Moira... Estoy muerto de sed.
—Bien —dijo, sentándose a mi lado—. ¿Qué ibas a decirme?
—¡William! —dije con los dientes apretados—, ¿Qué es lo que has venido a hacer aquí?
Me miró enigmático.
—Muchas cosas. Esta noche va a ser la más intensa de toda mi vida. Y puede que también tú opines lo mismo.
Moira se acercó y escanció vino en uno de los viejos vasos de plata de The Shade.
—¿Qué te dice? ¿Vas a hacerle caso a ella? —preguntó con los ojos encendidos.
—¡Moira ha envejecido mucho! —dijo William con inflexible dureza, mirándome—. Ha vivido sólo para sufrir y esperar su venganza... ¡Es lástima que hayas cambiado tanto, Katherine...! Creías que no regresaría ya, ¿no es así?... En efecto, no sabes cuánto me costó sobrevivir y salvar a aquellos a los cuales quería... Creo que en esta desgraciada Irlanda, ha sido la fragua de los Foedsman el único rincón donde se me guardó lealtad.
Me puse en pie y me encaré con él enloquecida.
—¡Basta! —dije—. ¿Por qué me odias? ¡Creí que habías muerto! ¡Tú mismo me escribiste una carta de despedida ¿Y crees que he aceptado por mí misma al capitán Rusell? ¡Me obligaron a casarme..., y si hubiera supuesto que vivías, nadie ni nada me hubiese forzado a ello!
—Sabías perfectamente que vivía —replicó William mirándome—. ¡Moira te entregó una carta mía y otra de Billy, donde éste te contaba cómo yo había logrado huir!
—¿Una carta de Billy? —grité—. ¡Jamás la recibí!... ¡En mi vida!...
William se volvió, interrogador, a Moira. Esta me contemplaba sin pestañear. Su rostro rígido parecía de bronce.
—¡La recibiste! —repuso con voz sorda—. Te la entregué con mis propias manos, junto al lago de los cisnes..., en un momento en que estabas sola y en que el capitán Rusell no te hacía compañía.
—¡Moira! —exclamé espantada. Me volví y tropecé con el capitán, que estaba inmóvil detrás de mí.
—¡Agradeces muy bien los cuidados que tu ama te ha prodigado, hija mía! —dijo éste, con reprimida indignación—. Te tuve siempre por una muchacha rabiosa, pero no por una embustera.
Moira agitó su cabeza como la de una furia.
—¡Mírale, William! ¡El asesino de tu padre y del mío, y su pálida e hipócrita cómplice! ¿Qué es lo que esperas? ¡Toda mi vida he sufrido y padecido para este momento! ¡Para que tú vinieses y me vengases!
Estalló en violentos y amargos sollozos, desplomándose al lado de mi marido.
—¡Moira! —dijo con cierta aspereza—. ¡Retírate a tu casa! No quiero oír llantos.
—¡No! —musitó ésta—. No lloraré. No te enfades, William.
Este se volvió a mí.
—Esperadme las dos... en tu cámara —pronunció lentamente.
—¿Qué vas a hacer? —exclamé. Puse mi mano sobre su bazo—. ¡William! —resistí ardorosamente la fría dureza de su mirada—. ¡William! ¡No te pido nada para mí...; pero óyeme a solas antes de que hundas toda la dulce belleza de The Shade en un charco de sangre! ¡Por la memoria de tu padre, te lo ruego!
No separaba sus ojos de los míos.
—¿Te atreves a pedírmelo por la memoria de mi padre?
—¡Me atrevo! —insistí.
—Aparta tus manos —dijo con rudeza—; no me gustaría rechazarte y hacerte daño.
—¡William Hasting! —intervino el capitán Rusell—. Como os he dicho, acepto toda mi responsabilidad y no pido gracia para mí; pero recordad, al tratar a Katherine, que sois un caballero.
William se echó a reír.
—¡Un caballero! ¡Qué gracia tenéis los puritanos! Me habéis vendido como un esclavo en las plantaciones. He probado el látigo; me habéis degradado y envilecido, traicionado y burlado, y en el momento en que reacciono, según lo que vosotros habéis hecho de mí, tratáis de recordarme que no me comporto como un caballero.
Empujó bruscamente la botella, que se quebró contra el suelo, con otra breve risa, y ordenó:
—¡Basta de música! Ahora todos van a danzar al son que yo les tocaré... ¡Moira! —agregó con energía. La muchacha se volvió galvanizada.
—¡Primero de todo, señálame los que formaron el piquete de ejecución de tu padre y el mío!
Moira se irguió salvajemente.
—¡Lo mandaba el capitán Rusell!... ¡Y ese soldado fue el que me sujetó y dijo que por qué no me trataban como a un Tredagh!... ¡Y ese otro!... ¡Y ese!... ¡Y ese!
Desde el centro de la sala, William se volvió a nosotros.
—¡Capitán Rusell! ¿Sabía mi mujer que erais el asesino de mi padre?
—No; no lo sabía —repuso sobriamente—. Lo sospechaba; pero nunca se lo confesé...
—¿Confesáis ese crimen ahora?
El rostro del capitán parecía tallado en granito.
—Ya he dicho que cargo con mi responsabilidad. Sir George Mac Moore me hizo responsable de la custodia de su hija, por encubrir a los de la fragua de Foedsman. Para salvarla, no vacilé en descubrir a los verdaderos culpables... Me encontraba en un dilema de muerte y lo solucioné en favor de ella... La guerra es cruel y a veces no es posible sustraerse a las soluciones violentas.
Se volvió a mí:
—¡Perdóname, Katherine!... Creo que ha llegado mi hora y es mejor que te retires... ¡Toma tu llave!... Había imaginado una noche muy distinta a ésta... ¡Adiós!
Huí, sollozando ciegamente por los corredores del castillo. Entré en mi cámara y me dejé caer sobre el lecho. De pronto la puerta se abrió y entró Moira. Sin hacerme caso, encendió las luces de un candelabro. Me incorporé y nos miramos en silencio.
—¡Moira! —exclamé—. ¿Por qué mientes? ¡Tú me hiciste creer que William ya no vivía! ¡Tú me sumergiste en un mar de desesperación! ¡Tú fuiste la causa de que me obligaran a casarme con el capitán Rusell!
—¡Este es el día mío, Katherine Mac Moore! —dijo irguiendo su despeinada cabeza—. ¡Acuérdate de lo que te prometí en la fragua cuando fuiste a visitarme! ¡Acuérdate de cuando le arrojabas tu pedazo de pan a la alimaña del bosque! ¡He esperado durante años este momento, y ahora el momento es mío y nadie me lo arrebatará!
Me erguí, ardorosa.
—¡Pero si no es a mí sola a quien estás haciendo daño! ¿No comprendes que lo que estás hundiendo es el alma de William? ¡Le has arrancado la fe en mi cariño! ¡Y le impulsas a que destruya todos los recuerdos amables de The Shade, con esta sombría venganza! ¿Qué nueva ilusión..., qué nuevo apoyo le darás después? ¿Cómo le harás resistir, envenenado, traicionado, con las manos llenas de sangre y el corazón sumido en sombras de amargura? ¿No comprendes que no importo yo? ¡Es él! ¡Es él a quién estás destrozando, Moira! ¡Detente en ese camino! ¡Por ese camino jamás podrás hacerle feliz!
Me miró con ojos abstraídos.
—No te preocupes. ¡También yo he resistido! ¡Vivirá como yo! ¡En la realidad amarga de nuestra vida! ¡No entre sueños e ilusiones, que no conducen a nada!
—¡Vivir en la realidad! —exclamé amargamente—. ¡SI tú no vives, Moira!
—¡Cállate! —gritó.
En ese momento entró William.
Estaba muy pálido. Un rictus de dureza contraía su rostro.
—¿Queréis no gritar? —preguntó—. ¡Salte y quédate ahí fuera, Moira! —Esta obedeció en silencio, y en silencio nos contemplamos mutuamente.
—¡Bien! —repuso—. Ya estoy aquí.
Se acercó lentamente a la ventana y apoyó su frente en el marco.
—¿Qué querías decirme? —interrogó sin volverse.
—¿Te has manchado ya las manos de sangre? —interrogué, y se volvió, mirando sus manos morenas con cierta ingenua actitud.
—No —dijo—, todavía no. Aún quedan muchas horas hasta el amanecer.
—Siéntate, ¿quieres? —rogué. El obedeció haciéndolo ante mí. Yo miraba sus ojos despiadados con nerviosa tensión.
—¿Qué sabes de Billy y Peter?
—Están libres. Piensan en ti —rió secamente—; te identifican con su Brezal de las Nubes... Los que sufrimos alimentamos siempre creencias muy absurdas,
No le hice caso.
—¿Qué vas a hacer tú después?
—Olvidar.
—¿Crees que podrás olvidar? —interrogué con voz trémula.
—Según lo que sea... Las traiciones remueven siempre tantas cosas... Y el recuerdo tuyo sé que me proporcionará horas muy amargas. Pero, no obstante, procuraré olvidar.
Caí de rodillas ante él y, rodeándole con mis brazos, me eché a llorar.
—¡William! —murmuré—. ¡Quiero que me creas! Moira está enloquecida por los celos y los deseos de venganza. ¡No me entregó la carta de Billy! ¡Por amor de Dios..., no dejes que entre dentro de ti la terrible obsesión de desconfiar de todo y de todos!... De odiar..., de matar... No destruyas por ti mismo tu querido The Shade... La última vez que nos vimos aquí fue en esta misma habitación... Recuérdalo... Tú entonces ya habías conquistado mi cariño... ¿Por qué no piensas en esas cosas?
Estaba sentado, rígido e inmóvil. La cabeza recostada hacia atrás; sus ojos oscuros fijos en mí. Inclinada hacia él, pasé mis manos por las líneas duras y contraídas de su rostro; apoyé mis labios en las profundas arrugas de su frente y en sus sienes hundidas, surcadas de venas tensas y azules.
—¡Por favor, William! Me asustan estos rasgos tuyos de granito... —miré su semblante inmóvil—. ¡William! —dije asustada.
—¿Qué, Katherine? —interrogó sereno.
—¿Qué te ocurre? ¿No me quieres ya?
—¡Más que nunca! —replicó—. Estás maravillosa... ¿Tú sabes lo que es vivir día tras día en las plantaciones, soñando cada noche contigo y con que llegase un momento como éste?... Resistir tan sólo por el deseo de recobrarte..., defenderte desesperadamente de cuantos me aseguraban que te habías olvidado de mí... Y ahora, de repente, todos los sueños se cumplen... Katherine ha dejado de ser tímida y reservada conmigo... Y, al parecer, me adora.
—No es al parecer, William —repuse, sintiendo el corazón repentinamente helado—. ¡Es la realidad!
—¿De veras? —murmuró—. ¿Por qué te detienes entonces? Después de la existencia de infierno que he llevado, resulta muy cómodo encontrarme sentado aquí, confortablemente, y con una mujer tan linda como tú, regalándome todo su cariño... ¿Qué es lo que quieres pedirme, Katherine? ¡Vamos! ¡Dímelo sin temor!...
Retrocedí.
—Quiero pedirte que esta noche de The Shade —musité— no la conviertas en la noche de tu venganza.
—¿En qué la convierto entonces? ¿En una noche de amor?
—Podrías convertirla en una noche de piedad. Y entonces verías que el amor está unido también a eso.
—Piedad ¿para quién? ¿Para el capitán Rusell, acaso?
Se echó a reír.
—¡Lo has hecho muy bien, Katherine! ¡Sabes que tienes mi cariño entre tus manos y me apartas de todos para hacerme una escena tierna y conmovedora! ¡Es tan difícil que un hombre se te resista! Querías jugar conmigo, ¿no es eso?
Se puso en pie y se acercó a mí, contemplándome con gesto entristecido.
—¿Te acuerdas de mi abuelo? ¿Recuerdas su historia? ¿Adivinas para qué he llegado a The Shade? Para castigar. Tampoco te escaparás tú, pequeña traicionera Katherine... Para los que están prisioneros, esperando un amanecer que no llegará nunca, bastan y sobran mis irlandeses... Para ti bastaré y sobraré yo... Como dice Otelo:
«Mi ira es como la de Dios, que hiere donde más ama.»
Retrocedí, mirándole con horror. Sus ojos me estudiaban, sombríos y melancólicos.
—¿Qué? —me interrogó—. ¿Comprendes por qué no he querido responder a ningún beso tuyo, ni siquiera al llegar? Ahora me odias y me tienes miedo, ¿no es así?
Cerré con firmeza mis labios y, al fin, dije:
—No.
Me miró con sorpresa.
—¿No?
—No. Me inspiras lástima.
Nos contemplamos en silencio y sus ojos brillaron con una súbita luz.
—Existe algo que me hace sentirme orgulloso de ti, a pesar de todo —murmuró con calma—. ¡Eres valiente! Esa virtud no se te puede negar.
—Podrías enorgullecerte de muchas otras virtudes más-afirmé con rabia—; pero estás ciego y es inútil discutir contigo.
Me seguía mirando.
—¿No me pides vivir?
—¡No, porque estoy harta de mi vida! ¿Lo oyes? ¡Harta! —exclamé con brusca pasión—. ¡Cuando veas claro será demasiado tarde! ¡Pues tanto peor para ti! —Le volví la espalda para ocultarle mis lágrimas y sucedió una pausa de silencio.
William interrogó con voz suave:
—¿Quieres pedirme alguna cosa?
—Sí —repuse con un sollozo de ira—. Puedes acordarte de que soy una persona. Deseo confesar.
—¿Hay sacerdote en The Shade? —preguntó, fríamente cortés.
—Hay uno —repuse, acurrucándome en el sitial de terciopelo—. ¡El que nos iba a casar esta noche!
Había escondido el rostro entre mis brazos para ocultar mi desesperación y de pronto adiviné algo en él... como si vacilase. Al fin se rehízo con un suspiro y replicó:
—¡Está bien!
Salió por la puerta, apartando a un lado a Moira.
—¡No te muevas de ahí! —le ordenó con dureza.
Estuve aguardando durante unos largos y pesados minutos. Luego me enjugué los ojos. No sentía, en efecto, miedo. Eran superiores en mí el desencanto, la desesperación y la cólera. De repente entró con un sacerdote desconocido y anciano. Mi esposo iba a retirarse; pero me puse en pie.
—¡William!
Se detuvo atento en el umbral.
—¡Entra! —dije, y mi voz sonaba exaltada y entera—. ¡Quédate ahí!
—No es necesario.
—¡Quiero que te quedes! —grité—. ¡Moira!
La pálida muchacha se destacó en la puerta.
—¡Entra tú también! —ordené furiosa—. ¡Vais a oírme los dos!
Fui a mi tocador. Abrí mi cofrecillo y cogiendo las cartas de William las enseñé en mi mano.
—¡Ahí tienes tus cartas! ¡Encerradas en mi cofrecillo de joyas! ¡El único tesoro que poseía! —Las arrojé hechas una bola a sus pies—. ¡Mira a ver si entre ellas está la carta de Billy! ¡Y ahora quedaos ahí donde estáis! —dije, alzando la voz—. Tú puedes seguir ciego; pero Dios y Moira saben que no voy a mentir.
Me volví al sacerdote. Le rogué con un gesto silencioso que tomase asiento y yo caí a sus pies llorando. El apoyó su mano en mi cabeza.
—¡Pero, hija! —exclamó con voz caduca. Comprendí que sus ojos debían fijarse con censura en William. Comprendí que estaba dispuesto a creerme y eso me confortó.
—Es mi última confesión, padre —dije con lágrimas en la voz y levantando mi cabeza—. William Hasting cree que le he traicionado y va a matarme. Cree que yo sabía que vivía, cuando cedí a la fuerza a casarme con el capitán Rusell... Moira Foedsman quedó en entregarme una carta, que luego me ocultó... En esa carta decía que le esperase...; pero jamás llegó a mis manos... ¡Ella era la que debía estar confesándose en mi lugar!...
Exhalé un largo y amargo sollozo
—No le culpo a él, sino a ella... Yo vivía aquí tranquila en The Shade y mi única misión era esperar que volviese... Para mí había sido el hombre ideal..., el que simbolizaba todos los sueños de mi juventud... Cierta vez me dijo que era violento y vengativo, pero yo no lo creía... Estando separados, ya cuando le prendieron, creí enloquecer... Estuve muy enferma, y aún convaleciente, fui a Dublín... La noche en que nos vimos y él me pregunto qué me sucedía, me disculpé con la fatiga del viaje... Después que embarcó para Jamaica... ya no me importó morir; pero debía esperarle y seguí haciéndolo... Un día su padre, que vivía oculto, me dio una carta suya, pero me la arrebataron... Aún está ahí, arrugada y rota... Por culpa de esa carta mataron a su padre y al padre de esa mujer... Yo seguí viviendo sólo porque él vivía, hasta que me dieron la falsa noticia de su muerte. Entonces los míos comenzaron a presionar en mí para obligarme a casar con el capitán Rusell. Viví meses encerrada y aislada en una torrecilla... Yo no podía resistir sin aire puro ni libertad. —Me detuve y sollocé amargamente—. Al fin volvieron ellos; mi padre y ese otro hombre; mi padre mismo fijó la fecha de la boda... Yo lloré... Supliqué... Todo era inútil. El capitán Rusell me trataba dulcemente; pero habían acordado en que comportándose de ese modo me harían olvidar... No buscaban hacerme daño; creían sinceramente que, de esa forma, me arrancarían a mi amargura y desesperación... Y cuando de repente Dios lo arreglaba todo y me devolvía la dicha que había perdido... —me sentí ahogada por el llanto y añadí abatidamente—, ¿para qué continuar?
El sacerdote levantó suavemente mi cabeza y me miro con sus ojos firmes de viejo irlandés.
—¡Acúsate de algo, hija mía! —dijo con cierta emoción en la voz.
—¡No sé! —dije, devolviéndole la mirada—. Quizá no he sido buena hija. No he querido como debía a mi padre. ¿Quién era yo para juzgar sus extravíos?
—¿Qué más? —insistió.
—También he aborrecido al resto de mi familia. Sin ellos, mi padre y yo hubiésemos llegado a comprendernos.
—¿Qué más? —volvió a insistir—. Suponiendo que tu esposo desee seguir siendo tu verdugo, ¿le perdonarás?
Me quedé mirándole, sorprendida y dudosa.
—No lo había pensado.
—Pero tienes que pensarlo, ¿no comprendes? ¿Estás dispuesta a perdonarle?
Inconscientemente miré a William. Estaba de espaldas a mí, mirando por la ventana, al parecer abstraído. Sus dedos aferraban el marco de granito con cierta convulsa tensión.
—¡Sí! —repuse con esfuerzo—. Creo que puedo perdonarle, a pesar del daño que me ha hecho y del que piensa hacerme.
—¿Ya esa mujer?
—¡No! —repliqué con fiereza—. ¡A ella no!... Nunca la he odiado hasta ahora... Siempre me inspiraba cariño y piedad, a pesar de sus insultos y amenazas... ¡Nunca creí que mentiría para perderme!...
—¡Pero, hija! —El viejo irlandés apoyó su mano en mi hombro—. ¡No es en ella en quien tienes que pensar! ¡Es en ti! Ahora es cuando empieza tu confesión... ¿No vas a estrangular ese odio? ¿No sabes que debes perdonar?
Me levanté llorando y fui a arrodillarme en el sitial de William, ante el viejo Cristo. Ocultando mi rostro en mi brazo musité:
—¡Ya lo sé, padre! ¡La perdono!... Pero que se vaya... Los perdono a los dos...; pero que me dejen sola ahora..., siquiera unos instantes.
El sacerdote se acercó por detrás de mí y marcó sobre mi cabeza abatida la cruz de la absolución. Se volvió en silencio y se detuvo ante Moira.
—¿Quieres, en nombre de Cristo, decir la verdad?
Moira calló. El anciano cura se volvió a mi esposo y dijo con energía:
—¡Acompañadme! ¿Queréis?
—Sí, padre —repuso éste con voz estrangulada.
Se fueron. Todo cuanto pasó lo supe más tarde De repente me encontré sola, débil y abatida, deshecha en lágrimas. Oí los pasos de William que volvían, resonando por el corredor y acercándose a través de la cámara, y de repente sentí miedo; un miedo desesperado y absoluto. Y para reprimirme hundí mis uñas en el cojín grana y oro, donde reposaba mi frente y ocultaba mi rostro. Sentí su respiración entrecortada en mi nuca y sus manos se apoyaron en mis hombros con tierna suavidad.
—¡Katherine! —dijo con dulzura.
Exhalé un débil grito de terror y me desmayé entre sus brazos varoniles.