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Un día le llevé al viejo Walter, de la fragua, un tarro de miel y yemas de pino para su catarro. Era cuando los cuajarones de nieve se deshacían en los abetos.

Poco después llegó Moira a mi casa. Venía agitadísima. Sus ojos brillaban, y su voz parecía ligeramente ronca. Yo tejía ropitas para los niños de los colonos al lado de la chimenea. Mi tía bordaba en su alto bastidor de madera y marfil.

—¿Le sentaron bien a tu padre las yemas de pino? —le pregunté.

—¡Oh! ¡Muy bien, señora! —Se detuvo un momento como vacilando, y luego agregó—: ¡Traigo unas peras de invierno!

Me levanté a cogerlas, y de repente noté que introducía entre mis dedos un papel. Sin querer palidecí y lo oculté entre mis ropas. Luego coloqué la fruta en un canastillo. Sentía al mismo tiempo sobre mí los ojos de Moira cargados de recelo. Era indudable que acababa de hacer algo contra su voluntad.

Le devolví su cesta, poniendo en el fondo una moneda. La tomó con los labios apretados. La colocó encima de uno de los muebles y salió con una altivez digna de una princesa de sangre azul.

Yo me retiré a mi alcoba. Mis piernas me temblaban y sentía la boca seca. Cerré la puerta y desdoblé el mensaje. Era de mi esposo.

«Katherine —decía—, estoy muy cerca de ti. En la fragua de los Foedsman, Esta noche sal del castillo. No lleves más que lo preciso. Espérame en la cabaña de la playa. Iré a buscarte a las dos de la madrugada para huir por mar. Un barco nos espera para transportarnos a Francia. No volveremos a separarnos.

Tu esposo, que te adora,

William.

P. D.-Quema esta carta después de que la hayas leído.»

Temblaba de pies a cabeza cuando lo aproximé a la llama de una vela. Recogí las cenizas y las dispersé con un suave soplo sobre los cinamomos del jardín. Miré a The Shade con ojos velados por lágrimas de alegría. El crepúsculo había caído sobre el parque, y el lucero vespertino ascendía del horizonte, sobre un cielo de seda azul.

La campana de The Shade me llamó a cenar, sobresaltándome en mi retiro íntimo. Siempre recordaría este tañido rotundo de bronce, ahuecándose por las silenciosas galerías, enhebrándose de sala en sala para congregarnos a todos en el vasto comedor. Hice la señal de la cruz sobre mi corazón, que palpitaba alocado. Me parecía que ya no podría afrontar las miradas de mi padre y de mi tía, que se darían cuenta de lo que ocultaba.

Sin embargo, ocupé mi sitio en la larga mesa, sobre la que vacilaban las llamas de los candelabros. Después de una corta oración, comenzamos a cenar. Mi tía comía con digna circunspección, y mi padre, con frugalidad moderada. Ambos en silencio.

Yo miraba en torno. De repente, todo lo familiar cobraba un singular prestigio. MI mano sostenía con veneración un viejo salero de plata..., el vaso, decorado con las armas de The Shade. Mis dedos acariciaban el mantel de damasco, perfumado de espliego. Iba a dejar todas aquellas cosas que, año tras año, había usado como dueña y señora. The Shade era mío y me angustiaba abandonarlo.

Mi padre, al fin, rompió el silencio hacia el fin de la comida y como tenía por costumbre:

—Mañana he de irme con mis tropas —dijo—. Dios mediante, regresaré en la próxima primavera. Espero que no ocurra nada durante mi ausencia. Sin embargo...

Continuó hablando, pero sus primeras palabras seguían sonando en mis oídos. «Mañana parto con mis tropas». Ni él ni mi tía se fijaban en mí. Suponían que mi puesto era éste: el de hija de familia cuya vida transcurre al amparo de los suyos. Ninguno de los dos imaginaba que yo me iría antes. Aquella misma noche. Que esta cena silenciosa era mi despedida.

De repente sentí un súbito enternecimiento. Miré con cariño el rostro austero de mi padre y, sin rencor, el seco y apergaminado de mi tía. Dentro de unas horas desaparecería de su vida. De pronto pensé que yo no había hecho nada por conquistar su cariño y sentí una viva piedad por mi padre, que seguía su camino de equivocado sacrificio, completamente solo y sin el amor de los suyos. «Tristán», que desde la huida de Lord Hasting me buscaba con ferviente adhesión, vino por debajo de la mesa a apoyar su cabeza sobre mis rodillas y estuvo a punto de hacerme llorar.

Al recoger los manteles y después de la oración, me acerqué a mi padre.

—Deseaba despedirme de ti —dije con timidez. Él me miró.

—¿No piensas levantarte mañana para ello?

—No lo sé... —balbucí, cortada—; pero ahora podríamos hacerlo con más tranquilidad... Quisiera que antes de irte me bendijeses.

—Nunca me has pedido eso, Katherine.

Sin hablar, me arrodillé a sus pies. El colocó su mano sobre mi cabeza y recitó una corta plegaria. Me levanté con mayor alivio.

—¿No piensas terminar tu labor antes de retirarte a dormir? —me preguntó mi tía con severidad. Estuve por encogerme de hombros. ¡Terminar mi labor! ¡Qué cosa más fútil ahora! La terminé, no obstante, para disimular. Entre tanto, mi cerebro trabajaba.

Tenía que evitar que me viese ningún centinela. No podría salir por la puerta principal. Mecánicamente guardé mis útiles de costura y encendí un candelabro. Eran las once. Mi tía bostezaba calladamente. Mi padre se había recogido ya. Atravesé los desiertos salones, mirándolos con cariño. MI padre no había dicho nada de la huida de Lord Hasting. y creo que en su fuero interno lo celebraba; pero desde entonces, The Shade contaba con centinelas en todas las puertas.

Salí al corredor. Las luces temblaban. Por él, William me había llevado triunfalmente en brazos la noche en que nos conocimos. Me detuve ante el retrato de su abuelo y sentí que, contemplando sus rasgos familiares, me ascendía una ola de cálida emoción. La luz del candelabro que sostenía en mi mano, con el brazo en alto, igual que una antigua lucerna, caía sobre el lienzo, suavizando sus rasgos, dulcificando la altiva mirada de sus hermosos ojos. Un momento después eran los de William Hasting los que me contemplaban. La galería estaba sumergida en sombras y silencio, y por las ventanas abiertas llegaba el eco de la resaca marina. Y la voz del hombre que amaba parecía susurrar en mis oídos la despedida de nuestra última Navidad dichosa.

—¿Por qué no confías en mí cuando te digo que volveré...? Ahora estás nerviosa y deprimida.. Eso te hace ver el porvenir oscuro... Pero ya verás cómo nos esperan más Navidades alegres y risueñas... Tenemos que vivir tú y yo días maravillosos, llenos de cariño y de felicidad.

De repente, una alegría gigante me ascendía, atenazándome el corazón. Hasta entonces había sufrido terribles días de nostalgia, que habían terminado por madurecerme. Ahora sabía todo cuanto quería a aquel que me citaba en la vieja cabaña de la playa. Sería un encuentro maravilloso; una aventura única. «Iré a buscarte a las dos de la madrugada para huir por mar. Un barco nos espera para transportarnos a Francia. No volveremos a separarnos.»

Sonreí al retrato y seguí adelante. Al pasar ante un espejo me detuvo mi propia imagen. Llevaba las trenzas caídas y flojas sobre mis vestidos de blancos y sueltos pliegues. Con el candelabro en la mano, parecía la aparición de alguna dama arcaica de los Hasting. Examiné mi rostro y mi figura. Estaba más alta y más estilizada, pero los ojos me resplandecían de excitación, y el cabello había adquirido un tono más dorado y brillante. No; no había envejecido aguardando el amor. Reí apagadamente y me asaltó como un torbellino el recuerdo de cuanto había leído y soñado.

«Dime tú, amado de mi alma, dónde pastoreas; dónde sesteas al mediodía. No venga yo a extraviarme tras los rebaños de tus compañeros.»

«Me levanté y recorrí la ciudad y las calles y las plazas buscando al amado de mi alma.»

«Yo duermo, pero mi corazón vela. Es mi amado el que me llama.»

Entré en mi alcoba. Cerré la puerta y caí de rodillas.

Había sido yo educada en Cloud's Moor, dentro de la más pura y honrada tradición. Jamás hubiese yo seguido al hombre que amaba, si este hombre no se me hubiese dado a los pies de un altar. En mi querido Brezal de las Nubes se había formado mi corazón de un modo limpio y sincero. Más tarde pude ver, asombrada, cómo muchas mujeres seguían sus inclinaciones a espaldas de su deber. Pero mi deber se me aparecía ahora engarzado en felicidad. Sabía que si Cloud's Moor no hubiese desaparecido, mis abuelos hubiesen acogido con los brazos abiertos al hombre que era mi esposo. Por eso en aquella noche rogué a mis queridas víctimas del Brezal que protegiesen mi cariño y mi dicha: que en medio de aquella laguna de odios y de sangre, hubiese un sitio tranquilo para nuestro amor.

Me levanté. Escogí un traje de viaje y una capa negra con amplio capuchón. Luego pasé a la antigua habitación de William y me senté a esperar.

Empezaron a desgranarse lentísimas las horas de la noche. Apagué las luces y me acomodé cerca de la ventana en el cómodo sitial de mi escritorio. A la débil luz estelar que entraba del exterior, todas sus cosas familiares parecían protegerme. El alto lecho, forrado de brocado oscuro, adelantaba la quilla de su dosel carmesí en las sombras, en el fondo del dormitorio. Sillas con cojines del mismo color se esparcían por la estancia vasta y desnuda. Encima de la mesa, al alcance de mi mano, Prometeo seguía desgarrado por el buitre. Acaricié el viejo tintero con dedos sensitivos. Luego, a tientas, busqué sus deberes de niño y los guardé en mi saco. No deseaba dejar nada íntimo suyo detrás de mí. Sonreí en la penumbra al doblar las traducciones del Dante. Ahora no se me ocurría pensar que debía ser muy bello ser amada de esta forma. El me quería y yo me prometía a mí misma dejar a un lado mis últimos caprichos de niña, para entregarle, íntegro y profundo, todo mi amor de mujer. Oí dar las doce; las doce y media en el gran reloj alemán que William había traído como un gran tesoro de uno de sus viajes... Al sonar la una, la lenta y hueca campanada me arrojó de mi silla y quedé en pie, temblando, sobresaltada. Era la hora. Pasé por mi habitación y miré hacia mi lecho. Había dispuesto las ropas de modo que pareciese que existía un cuerpo humano bajo ellas. Apreté con decisión mi saco, y abriendo la puerta, me asomé, cautelosa.

The Shade dormía. Ni siquiera se oían los rítmicos pasos de mi padre por su cámara. Se habían acostado temprano en vista del madrugar de la marcha.

Avancé suavemente, tropecé en uno de los arcones de la galería y me detuve asustada. Pero The Shade seguía durmiendo. Bajé descalza y me encaminé a las cocinas.

Se había levantado viento y ello me animó. El frío arrojaría a los centinelas contra el fuego. En el amplio «hall» oí sus voces y cómo entraban en la gran sala inmediata, de la cual trascendía el resplandor rojizo de la chimenea.

Como una sombra me deslicé a la leñera. Mis pies desnudos se traspasaban del frío de las losas. Dejé el saco a un lado y avancé en la oscuridad. En la leñera había una ventana que daba al jardín posterior de la casa. No más que cruzar la vieja robleda y descender por los escalones de roca hasta el mar. Trepé al alféizar y tardé largo rato en abrir los postigos, cuyos pasadores enmohecidos se resistían. Cuando lo logré, estuvo a punto de exhalar un grito de terror: algo frío y húmedo se apoyó sobre mi tobillo desnudo y oí el jadeo de una respiración detrás.

Me volví helada aun de espanto y mi espía trepó también al alféizar. Entonces estallé en un sollozo de alivio. Era «Tristán». «Tristán», con su larga lengua húmeda y roja, colgante entre los dientes, y sus ojos fieles de ámbar. Rodeé su cuello con mis brazos. El miedo había huido de mí y decidí llevarlo conmigo. No tenía valor para defraudar su lealtad.

Los postigos se abrieron y un torbellino de viento nos inundó. Yo pasé a través de los hierros, y «Tristán» me siguió por el mismo camino. Bajo la ventana crecía un macizo alto. Me calcé de nuevo y me dejé caer en él.

Una vez libre de aquel matorral, trepamos corriendo por el declive de la robleda. El viento nos azotaba despiadadamente. Deshacía mis trenzas y enmarañaba mis cabellos sobre el rostro; pero «Tristán» y yo corríamos braceando contra su empuje. Al amparo de los robles sucedió un respiro y caminamos mejor; pero cuando encontramos la escalerilla de roca y dejamos el cobijo del bosque detrás, el viento marino nos asaltó con mayor violencia. A nuestros pies espumaba una resaca blanquecina, y mi capa negra se revolvía en cada ráfaga de tal modo, que debía detenerme en cada escalón para no rodar por el acantilado abajo. «Tristán» había descendido primero y corría por la playa sorteando las olas; luego trepaba alocadamente hasta mí, y yo, temerosa, le decía:

—¡Vete, «Tristán», vete!

Al fin, me posé como en sueños sobre la arena y eché a correr con el corazón palpitante, seguida del perro, que brincaba a mi lado gozoso. La mole oscura de la cabaña se irguió ante nosotros; busqué la puerta, y a tientas introduje la llave y abrí. El viento nos empujó al interior con un seco portazo y me obligó a bregar un poco hasta que pude cerrar por dentro. Me acerqué a la lámpara y encendí luz.

Mis dedos temblaban, la garganta me escocía y sentía ganas de llorar. Cerré asustada los postigos de la ventanita, temerosa de delatarme, y me arrodillé ante la estufa para hacer lumbre. De este modo sabía que consumiría mejor la breve espera. Además, me encontraba aterida, y «Tristán», cerca de mí, mostraba su pelaje erizado de gotitas de lluvia. Mi cabello debía estar igual. Cuando se alzó la llama, chisporroteando, me sentí mejor. El fuego nos hacía compañía.

Me despojé de mi capa y me senté en el sitio que William había ocupado cierta vez. Estaba pendiente y sobresaltada por los ruidos de fuera. «Tristán», sentado sobre sus cuartos traseros, contemplaba las llamas, agradeciendo el calor, y de vez en cuando se volvía a mí interrogadoramente, como preguntándome: «¿A quién esperamos?» Yo acariciaba entonces su cabeza y decía en voz baja: «¡Dentro de un poco estará aquí tu amo! ¡Escucha, "Tristán"!»

Ambos quedábamos aguzando el oído para los rumores del exterior, pero era difícil que oyésemos nada. El ruido bronco del oleaje parecía embestir contra la cabaña, y el viento soplaba por las rendijas. No sentiríamos a William hasta el mismo momento en que llamase a la puerta.

Con dedos trémulos rehíce mis trenzas, temerosa de no tener mi peinado a tiempo y que él entrase de repente apresurado. Un momento tuve una punzada interior: «¿Y si no hubiese podido acudir? ¿Y si hubiese fracasado su plan?» Comencé a luchar contra aquel mal pensamiento, y entonces «Tristán» se levantó y fue a olfatear bajo la puerta, Me quedé paralizada y contuve el aliento: «Está ahí —me dije—, «Tristán» lo ha sentido.» Por unos segundos aguardé el milagro. La puerta se abriría de golpe; entraría él sonriente. Me diría: «¡Pero mujer! ¿No te dije que vendría? Acaban de dar las dos.» Aguardé, tensa, en una rigidez nerviosa que me hacía daño. «Tristán» se apartó de la puerta y se tendió al lado de la estufa. Yo sentí que la esperanza volvía a abatir sus alas dentro de mí y me quedé extenuada, ya sin fuerzas, con la tensión relajada en una depresión súbita de desencanto.

Comencé a imaginar cosas. La fragua de los Foedsman estaba lejos. Era muy posible un retraso imprevisto. Un fugitivo no tiene el tiempo ni el lugar por suyos. Debe aguardar la oportunidad. Además, yo estaba segura de que William aparecería con su padre. Y su padre exigía mayor cuidado en la huida. The Shade resultaba un avispero. Claro es que William conocía el bosque y el parque al dedillo, pero quizá había tenido que esperar a que la luna se ocultase.

Apagué la luz y abrí la ventanita. Sí; el cielo estaba oscuro. Solamente en el mar brillaba un destello oscilante como el faro de un barco. Me estremecí. ¡Lo era! ¡Era el barco que nos transportaría a Francia! Me sentí confortada y lloré. ¡No era yo sola en esperar! ¡Dios mío, que llegase! ¡Que llegase pronto! ¡Que entrase de repente, me rodease con sus brazos y terminara toda mi angustia!

No me atreví a cerrar la ventanita. Me senté cerca de la estufa con los ojos fijos en la luz que centelleaba sobre el mar. «Tristán», en la oscuridad, vino y apoyó su cabeza sobre mis rodillas, como tenía por costumbre. Intuía que lloraba y deseaba consolarme a su modo. Yo, con los ojos arrasados en lágrimas, acariciaba su pelaje hirsuto. Y así permanecimos largo tiempo esperando.

Amainaba el viento. El roce de una hoja seca contra la puerta nos hizo levantar la cabeza a «Tristán» y a mí, sobresaltados. Pero no se repitió. Volví mis ojos al mar. El farol proseguía brillando, taladrando la bruma. Luego osciló de arriba abajo. Sin duda, era una señal. Pero yo allí sola resultaba como una débil barca sin marinero. Ignoraba lo que había que responder.

Abrí la puerta de golpe y salí a la playa. «Tristán» me siguió. Oteé desesperadamente la ancha faja de arena. El viento, cargado de sal, humedecía mi rostro y mis vestidos. ¡Nadie! ¡Ni una silueta salvadora avanzando por la costa solitaria! Sentí ganas de gritar su nombre; pero me mordí los labios. La marea me indicaba la hora. Debía estar próximo el amanecer. Avancé hasta el mar, contemplando la luz. Volvía a moverse de un modo brusco y visible. Allí estaba, llamando inútilmente. Una ola vino y envolvió mis pies. Di vuelta y eché a correr hacia la cabaña. Cerré por dentro y me dejé caer en el asiento, sollozando.

Y de repente, «Tristán» se enderezó. No le hice caso en el primer momento, pero de súbito agucé el oído. Alguien venía. Se oían pasos firmes de hombre. De varios hombres. Corrí como loca hacia la puerta y abrí de golpe.

—¡William! —exclamé, sofocada.

No era William. Mi padre estaba ante mí. Le seguían dos personas más. De repente pasó su brazo por mi talle y me sostuvo. Yo sollozaba alto como una criatura.

—¡William! ¡William! ¿Qué le habéis hecho? ¡William!

En la sombría piedad que respiraba el rostro de mi padre había leído una desgarradora respuesta. Le oí decir a alguien que le seguía, con voz tensa y preocupada:

—¡Ten! ¡Alumbra tú!

Liberó sus brazos y me alzó en ellos, como una niña enloquecida y trémula. En silencio, echó a andar. «Tristán» nos seguía con la cabeza gacha, por la arena húmeda, abatido también.