XVII
«Ahora pienso -solía decirme Billy— que Jamaica era hermosa. Había sido conocida por Santiago, hasta que su paisaje se impuso a la piadosa denominación. Jamaica, «Tierra de bosque y agua», como indicaba su nombre, era un pintoresco país de colinas, coronado por los Montes Azules, cumbres bellísimas que emergían de una espesura broncínea de helechos.
Para nuestros ojos, habituados a las llanuras de brezo negro o turberas rojizas bajo un palio de niebla; para los hijos de la verde, pero sombría Irlanda, las islas producían una embriaguez infinita de verdes: árboles de mirto casi negro y helechos grises al lado de plátanos claros y palmeras brillantes. De repente florecían los ananás y era todo una borrachera de aromas. Estallaban marejadas purpúreas de orquídeas en la hondura de la selva, y la yuca colgaba guirnaldas espesas de flores en todos los rincones. Pero había algo de efímero en todo este esplendor. Las flores de nieve de las plantaciones de café surgían do repente como una oleada y de repente caían, quedando los arbustos cuajados de un fruto gris. Las rosas del algodón duraban apenas dos días en las ramas. Un día nos sorprendía un océano de flores y al siguiente todo había desaparecido y se había borrado. Algo de eso ocurría en nosotros. Envejecíamos antes de tiempo y llegábamos a aborrecer toda aquella hermosura, como una deidad bella y deslumbrante, pero sanguinaria y cruel. Añorábamos los brezos solitarios y los horizontes grises, pero dulces; amábamos los largos atardeceres y no estas tierras sin crepúsculo, eternamente abrasadas de sol o cegadas por cortinas diluviadas de lluvia.
Cuál sería, pues, nuestra sorpresa y alegría cuando supimos que Sir Thomas regresaba a Irlanda y nos llevaría consigo. En realidad, esto no era ninguna gentileza de Sir Thomas, sino todo lo contrario. Tenía que dilucidar quién de los cuatro irlandeses era el agresor de Bakale, y lo dilucidaría incluso a bordo de un barco inglés; pero además había un gesto de fanfarronería en el asunto. Los esclavos políticos estaban de moda, y el pálido representante de los Mac Moore seguía todas las modas que se pusiesen en vigor, principalmente aquellas que destacasen su fervor puritano y alejasen la sospecha de a qué miembros realistas había acudido en los comienzos de su carrera y cuáles escalones dudosos había pisado para ascender hasta el lugar que ocupaba. Más tarde me ha servido de consigna observar que aquellos hombres que más blasonan de rígidos principios políticos y morales son los que mayores fluctuaciones de conducta tienen que esconder. Por regla general, son los enfermos contagiosos los que se creen obligados a hablar constantemente de su buen estado de salud y los que más escrúpulos fingen en contacto con los demás.
Sin embargo, antes de embarcar, Sir Thomas hizo un cruel tanteo de interrogatorio en el más joven y débil del grupo: en Peter. El muchacho fue llamado a la sala, donde el caballero entretenía sus ocios en jugar a las cartas con uno de sus amigos colonos, y el infeliz joven, con las mangas ceñidas a la espalda y los pies sujetos a los hierros del hogar, sufrió en los costados el rudo contacto de las botas de su amo, y más tarde la prueba del fuego con todas las de la ley. A gritos y retorciéndose de dolor, Peter aseguró haber sido el agresor de Bakale porque éste perseguía a Mildred, la muchachita que él amaba. El amigo colono de Sir Thomas denegaba, convencido, señalando con un gesto desdeñoso la delicada y juvenil anatomía del supuesto agresor. Las referencias de Bakale se circunscribían a un hombre hecho y derecho, de músculos de bronce y hábil manejo del cuchillo. El aristócrata dejó que Peter reposase sentado en el suelo, desgreñado y tembloroso, sin aflojar una sola de sus ligaduras, y mandó traer a Mildred. Ella juró y sollozó que no sabía nada y les convenció de su inocencia; pero entonces Sir Thomas, asiéndola por sus delicadas trenzas de oro, la hizo caer de espaldas sobre sus rodillas y arrancó del fuego el hierro enrojecido. Continuaba ajustándose a los cánones de crueldades que los revolucionarios habían seguido en los primeros momentos de salvaje riada, Peter lo comprendió así y no pudo resistir más. Denunció a William, y más tarde lo encontré sombrío y enloquecido, tendido entre los montones de caña segada, como un animal acorralado.
Sus manos, sus costados y sus tobillos sangraban; pero él no se daba cuenta. Me hizo sentar a su lado y me lo confesó todo a borbotones, trastornado por un sufrimiento y una tortura de conciencia, mayor que la que había sufrido en su carne.
—¡Me comprendes!, ¿verdad, Billy? Cuando vi a Mildred caída sobre las rodillas de Sir Thomas, sin saber —¡criatura!— el terrible tormento de la mordedura del fuego, pero pálida y dispuesta a sufrirlo todo sin resistirse ni gritar, con los ojos cerrados; cuando recordé los sadismos de Irlanda, vendí a William y os hubiera vendido a todos, si fuese necesario. Te lo digo para que vigiles a los guardianes. Pero espera, antes de contárselo a él.
—¿Qué vas a hacer? —pregunté. No podía reñirle ni acusarle. William mismo hubiese rodeado con sus brazos sus hombros y hubiese contestado: «¡Hiciste bien!»
—¡Te digo que esperes! —repuso con voz ronca—. ¡Este asunto es mío, y puesto que lo estropeé, debo arreglarlo! Torció la cabeza y escupió sangre, Yo palidecí.
—¡Peter! ¿Estás enfermo?
—No. He tenido hemorragia por nariz, garganta y creo que oídos. Pero eso me alivió. Salí de esa maldita casa con un martilleo espantoso desgarrándome el cerebro. No sentía las demás heridas, y no quiero que se me enfríen. He comprado a los negros aguardiente de palma, y eso me sostendrá. No te preocupes. Estoy bien.
Se puso en pie y me dirigió una extraña sonrisa.
—He llegado a ser el traidor del grupo. ¿Crees que podré rehabilitarme esta noche?
Me levanté de un salto y aferré su hombro.
—¡Peter! —dije—, Piensa esto: Sir Thomas te eligió a ti como víctima, y si yo hubiese sido puesto en el mismo dilema, aun sin amarla, hubiese sacrificado a William, en aras de Mildred. Era lo honrado y lo natural.
—¡Gracias, Billy! —apretó mi mano y sacudió su rubia cabeza—. Si no vuelvo a verte, recuerda que no olvidaré esas palabras. Me has aliviado el corazón de un peso horrible. —Me miró con sus húmedos ojos azules—. Dile a William que me perdone.
Procuré animarle.
—No sólo te perdonará, sino que comprenderá perfectamente tu actitud. No vayas ahora a empeorarla con una nueva locura.
—¡No, no! Intentaré rehabilitarme tan sólo —separó su mano de la mía, y entonces me di cuenta que ardía de fiebre—. Aun cuando debía comprender que desde los tiempos de Cloud's Moor jamás supe hacerlo. Cuando me encargabais una ardilla rojiza, os traía una lechuza tuerta. El cambio —como decía «Corazón de Piedra»— nunca resultaba provechoso.
Parecía delirar. Rió con una risa breve que sonaba a llanto y se alejó por entre la nevada floración de la plantación de café, que esparcía un perfume denso a jazmín. Al verle marchar pensé de pronto cómo aquel muchacho se despegaba de nuestra vida dura y salvaje. Era valiente; Dios sabía que sí; pero había nacido con el alma dulce, tierna y sensitiva. La crueldad empleada con él no le endurecía como a William forjándole asperezas y flexibilidades de acero; no le embotaría como a mí en una objetividad dura y fría de espectador. Y, sin embargo, ni Cloud's Moor hubiese existido sin Peter «el Chacal», ni en Jamaica, William y yo, hubiésemos conservado cierta suave comprensión humana sin él. El hizo una vida suya del infierno de las plantaciones y atrajo nuestro interés hacia ella. Y siempre que su actitud ingenua y pacífica ante el mundo tuvo que romperse para dar paso a la violencia y la acción, estuvo más cerca del desequilibrio que de la crueldad; más pronto a enloquecer y morir que a endurecer y matar.
Tardé muchos años en volver a verle, después de aquella amarga despedida. Y le recuerdo aún alejándose por entre las espesas y blancas guirnaldas de llores del bosquecillo de cafetos; con no sé qué sombría determinación clavada en el alma y los dos amores de William y Mildred, compartiendo y desgarrando su corazón juvenil.
Había nacido para el Brezal de las Nubes y no para los duros guijarros que tuvimos que pisar en aquella época todos los irlandeses.
Jamaica quedaba atrás. Iba alejándose con su múltiple luminosidad de esmeralda y el hervor blanco de los arrecifes, donde las olas jugaban a verdes remolinos de espuma. Sin querer decíamos adiós a las plantaciones de café cuajadas de flores caedizas; a los campos de caña de azúcar; a las llanuras plantadas de ananás, donde la piña brotaba pegajosa y dulce entre nuestros pies... William pensaba en Mildred y en Peter; habíamos visto partir a Mildred con otros esclavos, tachados de inútiles, para la feria. Iba sombría y sumisa. De Peter, nada. Yo se lo había contado todo a mi amigo y a Richard.
—¡No me atormentes más con tu silencio! —me dijo una vez—. Dime qué supones que iba a hacer ese loco.
—No lo sé. Puede que cayese enfermo antes de intentar nada. Se tambaleaba y ardía de fiebre.
—¿Cómo supone que yo le iba a censurar en lo más mínimo? ¿Cómo iba a permitir que torturasen a la pobre chiquilla?
—Ya lo sabía, William. Pero ha tenido mala suerte; es verdad. Y su conciencia le sirve de tormento.
Los dedos de William tecleaban sobre cubierta.
—¿Qué mala suerte? ¿Sabes lo que es? El destino del más indefenso. Le eligieron por más joven; por menos resistente... ¿Quién fue el primero de todos nosotros que probó el látigo? ¡El!... La brutalidad se ensañaba en la fragilidad... Herir refinadamente lo más débil; eso es el sadismo de todas las épocas.
Quedábamos callados, oyendo las órdenes marineras; el latido de la vela fustigada por las ráfagas de brisa. Una voz varonil cantaba contra el viento y despertaba añoranzas.
—¿Qué imagináis que hará Sir Thomas? —preguntó Richard—. Seguramente la próxima te tocará a ti, William. ¡Sé prudente!
Miramos la costa, cada vez más fundida al horizonte como una línea de verdor. ¡Regresábamos a Irlanda! Volveríamos a vivir bajo su cielo gris, cruzaríamos los largos brezales... Contemplaríamos las aéreas torrecillas del Carrantuahill... Richard empezó a hablar de Benmore. Allí había nacido de gentes marineras. Siempre había tenido ante sus ojos las cuarenta mil cabezas de pilares de basalto mojados por el mar que constituían la Calzada de los Gigantes. Sin respirar, cuando niño, escuchaba a su madre la gesta de Sinn. El fracaso del gigante que quiso unir Escocia e Irlanda por medio de su calzada.
—Yo conozco las costas irlandesas como la palma de la mano —dijo William—. Siempre me acredité como un magnífico piloto —hizo una pausa lenta y reprimida—. Supongo —agregó con voz alterada— que iremos a The Shade.
—¿Y qué harás? —pregunté yo.
—Ver a Katherine primero... y luego huir. Tengo un plan.
Bajo la toldilla, Sir Thomas charlaba con una rica y vacía damisela de las islas, dueña de una fortuna considerable y que visitaría por primera vez Irlanda e Inglaterra. Deseaba contemplar la explanada de la torre donde Ana Bolena había sido ajusticiada y cuya cabeza había abierto y cerrado los ojos en un último espasmo de agonía.
Anocheció bruscamente. Sir Thomas cruzó por delante de nosotros y llamó con un gesto imperioso a William, siguiendo hacia su cámara.
—¿Qué quiere? —musitó Richard.
—Que le sirva, supongo.
—¿Por qué no le tiras por la borda?
—No lo insinúes siquiera. Es demasiada tentación —repuse yo.
William, cuando quería, era flexible como el acero. Al entrar en la cámara de Sir Thomas encendió luces y eligió el traje que éste le indicó para la cena. El joven Mac Moore se había habituado a su gesto de fría austeridad, había perdido el respeto a la altivez de los Hasting y se sentía impune y atrevido. Gozaba del fanfarrón envalentonamiento de los vencedores cuando el vencido se encuentra completamente desarmado bajo su pie.
—Tengo que hablar contigo, William —dijo alisando la fina chorrera sobre su pecho varonil y mirando a su interlocutor en el espejo.
—Tú dirás —repuso éste serenamente.
—¿No podrías dejar de tutearme?
—Somos parientes.
Se encolerizó y giró en su asiento para ver al otro de cara.
—¡Eso se terminó, William! ¡Ya te lo dije!
—Antes de que te enfades..., ¡dime!... ¿Cómo no vimos a Peter antes de marchar?
Sir Thomas sonrió con ironía.
—¿Qué supones?
—No sé. ¿Estaba enfermo?
—¿De qué?
William sintió que la ira ascendía a su cabeza. Pero se dominó prudentemente.
—Posiblemente... de la paliza que le diste.
Sir Thomas se echó a reír.
—¿Sabes que te delató a ti como el agresor de Bakale?
—Sí; lo sé. Y no me extraña.
—¿Te gustaba Mildred?
—En el sentido que tú insinúas, no.
—Descorcha una botella. Tomaré un vaso antes de ir a cenar.
William obedeció en silencio. Su serenidad le acorazaba y su primo político le miraba con una delgada sonrisa.
—Entonces... ¿por qué diablos heriste a Bakale?
—Era un individuo asqueroso.
Sir Thomas replicó con voz fuerte:
—¡Era uno de mis mejores capataces! ¿Crees que voy a tolerar tus arrogancias? ¿Crees que voy a dejar impune este crimen? ¡Tengo el deber moral de castigar los delitos de sangre! ¡Te habrás fijado que ninguno de mis hombres te tocaba ni con la punta del dedo! ¡Eran órdenes mías! ¡Al fin y al cabo recordaba lo que eres..., pero tú has traspasado el límite que te podía permitir! ¡Has malherido a uno de mis servidores que cumplía con su deber y nada más!
Los rasgos del rostro de William se endurecieron.
—Mira, Thomas, Deja de lado esa cólera virtuosa... ¡Vamos a hablar claro! ¡Tú estabas buscando cazarme! ¡Os estorbo...! Pues ahora obra y no gastes saliva en discursos.
Su interlocutor levantó la mano y la descargó en el rostro del joven. Este retrocedió, pálido como un muerto.
—¡Siento tener que cerrarte la boca de este modo' —gritó su primo—. Pero debí corregir tus insolencias desde el primer instante. ¡Vamos! ¡Sal de aquí!
Su interlocutor tardó en encontrar el picaporte de la puerta. Su mano temblaba y tenía los ojos oscurecidos por una niebla de furor.
—¡Espera! —ordenó Sir Thomas.
Se volvió en silencio.
—El asunto de tu agresión a Bakale no se termina aquí, ¿comprendes? Pero estoy dudando qué hacer. Probablemente te entregaré a las autoridades irlandesas.
—¿Por qué no al capitán Rusell? —interrogó William con voz aún temblorosa de ira—; acabaría el incidente más pronto.
Los ojos incoloros de Sir Thomas lo estudiaban.
—¡Ah! ¿Sabes la muerte de tu padre?
—Sí.
—Al parecer, andas muy enterado de todo.
—No; de todo, no —tragó algo invisible y recuperó parte del control de sus nervios—. Te he preguntado por Peter y no me contestaste.
—¿Aprecias mucho a ese joven?
William calló.
—¡Bien! Peter depende de Bakale... Anduvo haciendo muchas tonterías... Cortejaba a Mildred... Odiaba a mi capataz... En cuanto Bakale esté mejor, me parece que voy a quedarme sin Peter..., pero no puedo negarle esa revancha... Además, conviene un escarmiento público; si no, los «marrones» van a envalentonarse demasiado... ¿Tú sabes lo que cuesta mantener la disciplina en una plantación?
—Oye, Thomas —la voz de William apenas salía de su garganta—. Si precisabas hacer un escarmiento como dices..., ¿por qué no lo has hecho en mí? ¡Yo era el culpable!
—¡Pues porque no digan! —tomó la botella y se sirvió una nueva copa mirándola al trasluz; se encogió de hombros—. Y Peter no es muy inocente que digamos... Tú fuiste su correveidile..., pero el instigador era él, con su pasión por Mildred... En cuanto agarré a la chica por las trenzas y saqué el hierro de la lumbre, se puso como el mármol y te vendió más de prisa que se persigna un cura loco.
William se humedeció los labios resecos.
—¿Me dejas que me sirva una copa? Deseo hacerte una proposición que te va a gustar.
—¡Sírvete! —empujó la botella y tomó asiento de nuevo—. ¿Qué es?
—Si te firmo, confieso y declaro como sea y en la forma que sea «mi crimen», como tú dices, ¿podrías salvar a Peter de algún modo?
Los ojos de Sir Thomas cobraron interés.
—Pues mira..., puede que sí... Y podrías declarar incluso ante el capitán de la nave... Todo lo concerniente a ti nos está reventando a los Mac Moore... y nos gustaría lavarnos las manos en este asunto.
William le contemplaba penetrantemente.
—Por Katherine, ¿no? ¡Tenéis que ofrecerle una buena excusa!
—¡Pero hombre..., por Dios! —Sir Thomas le miró y se echó a reír con cínica sorpresa—. ¿Pero en qué mundo vives? ¿Imaginas a estas fechas que la pobre muchacha te sigue esperando?
Su interlocutor se inclinó con los nervios en tensión.
—¡Oye, Thomas! ¡No bromees con eso...! En primer lugar, es de tu sangre...; en segundo lugar, es mi mujer..., y en tercer lugar, la honestidad y la fidelidad de Katherine son dos cosas tan sagradas, que no vacilaría en estrangular a quien la ofendiese.
—¡Pero pedazo de ingenuo! —Su contrario se mordió los labios para reprimir su hilaridad—. ¿Qué honestidad ni qué fidelidad ni qué monsergas? ¡Con la nueva religión del Estado, vete a hacer valer un matrimonio católico, con un irlandés vendido en las plantaciones! Tú has mantenido una ilusión muy natural en tu actual condición. He conocido a más prisioneros, imaginando esperanzas todavía más absurdas: que Cromwell había muerto. Que toda Europa se había alzado en armas contra Inglaterra y en favor de los irlandeses oprimidos... Tú...
—¡Yo —gritó William— opino algo mucho más razonable! ¡Opino que la mujer que atravesó huida media Irlanda y compró a mis carceleros y agotada y extenuada por la emoción y la fatiga se durmió entre mis brazos, jurándome que no me olvidaría, en aquella maldita celda de Dublín..., yo opino que esa misma criatura sigue esperándome y recordándome...! ¡Yo no confío en ningún gesto romántico de ninguna nación europea! ¡Cuando un país arde en guerra, el mundo, si puede, se calienta los pies en esa lumbre; pero no mete las manos en ella para poner paz entre hermanos! ¡Pero es que yo no confío en el mundo —agregó con redoblada energía—, sino en el corazón de mi mujer! ¡Y confiesa que eres tan rastrero y tan cobarde, que incluso en el último momento de mi vida quisieras arrancarme esa ilusión y esa fe! ¡Sois los malditos vencedores de ahora! ¡No os basta con la ambición y la soberbia..., tenéis que echar encima el odio y la mezquindad! ¡Aun con el enemigo bajo el pie, tenéis miedo y despecho de que sea más hombre que vosotros!
—¡Cállate! —gritó Sir Thomas enfurecido, tratando de mantener su posición—. ¡Sé lo que digo y por qué lo aseguro! ¿Por qué crees que apresaron a tu padre? ¡Por la carta que mandaste a tu mujer! ¡Y ahora cocea contra esa noticia!
—¿Intentas insinuar... —preguntó William, con voz intensa y calmosa— que Katherine vendió a mi padre, ciego y desvalido?
—¡Yo no digo que lo vendiese! —el pálido e incoloro heredero de los Mac Moore estaba inflamado de rabia y buscaba herir en lo más sensible—. Pero sí te contaré que ella y el capitán Rusell tienen amores y lo pasan divinamente en The Shade a espaldas tuyas. ¡Te diré que en cuanto tú dejes de estorbar en el mundo se casarán! ¡Eso lo saben ellos y todos! ¡Yo...!
Se cortó de súbito. William fue rápidamente hacía la puerta: echó la llave y la arrancó de la cerradura, tirándola a un rincón de la cámara.
—¿Qué haces? —gritó Sir Thomas.
—¡Nada! —repuso su interlocutor con voz fría—; ¡que se acabó! ¡Uno de los dos va a salir vivo de aquí!
Su contrario quiso tomar la pistola del cajón de la mesa, pero William apresó rapidísimo su muñeca y se la arrancó arrojándola al mar, con gran estrépito de cristales rotos. Alzó la mano y cruzó vigorosamente aquel pálido rostro.
—¡Armas, no! ¡Vamos! ¡Defiéndete con las manos desnudas igual que yo hago! ¡Lo malo es que me he endurecido demasiado los músculos trabajando en tu plantación!, ¿no es eso?
Su contrincante retrocedió, gritando, lívido de furor.
—¡Abre esa puerta!
—¡Ve por la llave! —William avanzó, poderoso e inflexible, hacia él con lentos y suaves pasos—. ¡Está al otro lado de la habitación! ¿Qué te ocurre? ¿Por qué no discurres ahora otro cuento sobre Katherine? ¡Pareces inquieto!, ¿eh?
—¡Abre la puerta o te pesará!
—¡No seas ingenuo! —Asió de pronto la camisa de Sir Thomas atrayéndole hacia sí; éste reaccionó en una desesperada defensa, entablando un violento cuerpo a cuerpo. La ira del atildado caballerete era hirviente y furiosa; la de William, fría y segura, pero no por eso menos ciega. Lo dominó, jadeante, contra la mesa medio vencida, con cierta cruel satisfacción. Su mano buscó la pálida garganta desnuda.
—¡Socorro! —gritó Sir Thomas. Pero su segundo grito fue sofocado.
—¿Te acuerdas de Mildred y de Peter? —interrogó William con voz fría, inclinando su rostro sobre aquel otro congestionado de miedo—. ¿Te acuerdas del pobre muchacho golpeado brutalmente por tus capataces? ¿Te acuerdas de tu maldito látigo de verdugo? —Con un rápido movimiento arrancó con su mano izquierda la fusta del clavo en que su primo la tenía colgada—. ¡Matarte es hacerte demasiado favor! —Su mano de acero ascendió a taparle la boca, hundiendo sus uñas en sus mejillas y clavando su cabeza inmovilizada sobre el grueso tablero de roble—. No te haré ni la mitad de lo que tú has hecho —aseguró—; pero por lo menos vas a probar uno de tus tormentos favoritos.
Manejó la fusta con la doble fuerza de sus músculos y su cólera, y bajo la mordaza de su mano, Sir Thomas gritó, aulló, mordió y se retorció fieramente. Se desprendió por fin, cayendo al suelo, desmoralizado y tembloroso, exclamando con voz sollozante:
—¡Basta!, ¡basta!, ¡basta!
William se detuvo y reaccionó con un lento suspiro. Ninguno de los dos se había dado cuenta de que golpeaban la puerta del camarote y que gritaban detrás. Con la fusta señaló el objeto caído.
—¡Recoge la llave! —ordenó de pronto; Sir Thomas se arrastró con un sollozo final y la tomó con manos trémulas. Miró a William con humillante sumisión servil. Este tiró la fusta a un rincón.
—¡Vamos! —dijo impaciente—. ¡Abre la puerta! ¡Aunque seas un gusano, eres pariente de mi mujer! ¡Ahora te toca a ti el dulce placer de la venganza...! ¿Qué esperas? —gritó—. ¡Abre!
Sir Thomas obedeció con dedos convulsos y se encaró con el grupo de gente asustada que irrumpió en el camarote.
—¡Enciérrenle! ¡Ha querido matarme! —indicó señalando a William, que, en pie, contemplaba la escena, indiferente y desdeñoso—. ¡Es... es un asesino! —dio dos pasos más y cayó desmayado en los brazos de un oficia! que se apresuró a sostenerle. Yo, aterrado, me abrí paso hasta mi amigo.
—¡William! —exclamé.
Deseaba ponerme a su lado y que cayésemos en aquel mismo momento defendiéndonos, antes de soportar lo que sobrevendría después; pero me di cuenta de que no me oía. Habían recogido a Sir Thomas, y el oficial se nos aproximó; me hizo a un lado con rudeza y alzando la mano abofeteó el rostro impasible de William.
—¡Vamos! —ordenó—. ¡Camina adelante!
Obedeció sin replicar. Parecía ausente y distraído y tuve la sensación de que no me había visto siquiera.
Sir Thomas necesitó bastante tiempo para restablecerse. Entre tanto, William había sido encerrado en la sentina, y ni Richard ni yo sabíamos de él. De repente la travesía se nos hizo difícil y tediosa. Nos sentábamos en un rincón de cubierta y apenas cambiábamos dos palabras seguidas. William, con su espléndida vitalidad, había sido para nosotros nuestro invisible apoyo. Al mediodía, uno de los marineros bajaba el rancho y el agua a la sentina. Estaba unos minutos abajo y volvía a subir; tratábamos de interrogarle, pero nos esquivaba. A bordo de aquel barco había su disciplina y era inútil tratar de romperla.
Una noche, Richard, que hacía por dormir, inútilmente, me preguntó, contemplando el cielo:
—¿Por qué crees que se cegó?
—No lo sé —repuse—; por Mildred, por Peter, por Katherine... ¡Sabe Dios! ¡Por tantas cosas acumuladas!
—Esto derrumba nuestro grupo —musitó mi compañero—; ¡pero el castigo de Sir Thomas fue fantástico! ¡Cada vez que lo pienso!
—No creo que William se alegre de lo que hizo. Aunque es cierto que resistió hasta que no pudo más.
Callamos.
Yo descansaba mi cabeza en un rollo de cuerda y sobre nosotros palpitaba todo el velamen, blanquecino, bajo las estrellas, como un bosque de mástiles, jarcias y lona gentilmente desplegado.
—¡Qué buena travesía estamos haciendo —dijo Richard, pensativo—. ¿Conoces las estrellas?
—No.
—¿No notas siquiera que van variando su posición?
—Sí; eso sí.
—Como continuemos de este modo, dentro de poco navegaremos por aguas inglesas. Parece mentira pensar esto, y sin embargo, ha dejado de emocionarme. —Quedó en silencio unos minutos y luego murmuró—: ¡Qué mala suerte!
No le pregunté a qué se refería. No era necesario.
Días después, y cuando no esperábamos nada parecido, fuimos llamados a la cámara del capitán. Estaban con él sus oficiales. Sir Thomas, con gesto frío, se sentaba al lado de la gentil señorita a quien cortejaba, y que parecía muy solícita con él.
—¡Colocaos ahí! —dijo el capitán—. Vais a ser interrogados.
Richard me miró y yo le devolví su mirada; y de repente de un modo impensado, entró William custodiado por dos marineros.
Llevaba las manos libres, lo que me extrañó, y a un gesto del capitán se sentó en uno de los lugares desocupados, pero de forma que quedaba bien visible. Nos dirigió una de sus oscuras miradas, y luego apartó los ojos y los fijó en el capitán, que cuchicheaba con su segundo de a bordo. Este se volvió a él.
—Vamos a ver: ¡tu nombre! —dijo, sin aspereza.
—Sir William Hasting —repuso nuestro amigo, indiferente.
—¿Edad? ¿Casado?
Las preguntas brotaban, minuciosas y atentas, y noté que causaban sensación, y al mismo tiempo un vivo malestar en Sir Thomas.
—¿Cómo? ¿Eres pariente de Sir Thomas Mac Moore?
—Por parte de mi mujer, primo político.
—¡Por Dios, no! —dijo Sir Thomas, enojado—; ¡ese parentesco ya no existe! ¡Fue un matrimonio católico!
—Mi abuela era católica —repuso el capitán—. Y, por cierto, que considero que estaba bien casada con mi abuelo. Tuvieron diez hijos y ninguno se malogró.
El segundo de a bordo volvió la cabeza para ocultar una sonrisa.
—¡Bien! —siguió el capitán sin interrumpirse—. Sir Thomas nos ha rogado que oigamos además tu confesión sobre un crimen cometido en las plantaciones. Desea que este asunto quede totalmente esclarecido y que puedas firmar la declaración que prestes.
—¡Ah, sí! —repuso William, indiferente—. Se trata de un capataz suyo. Es un tal Bakale.
—¿Confiesas haberle malherido?
—Sí.
Me adelanté vivamente:
—¡Por favor, capitán! ¡Quisiéramos decir algo interesante sobre eso!
—¡Callad la boca! —chilló Sir Thomas—. ¡Nadie os preguntó nada!
—¡Bueno! —repuso el capitán—; puede que sí. ¿Qué queréis decirnos?
—¡Esto! —Miré desafiador a Sir Thomas—. Uno de nuestros compañeros, Peter, se había casado con una muchachita irlandesa de quince años, vendida en las plantaciones, igual que nosotros. Bakale la amenazó con comprarla y hacerla su mujer. Y este muchacho se encontraba tan desesperado, que confesó a William que había decidido matarla y matarse. Entonces William, para salvarlos, desafió de noche al capataz; lucharon frente a frente y le hirió...
—¡No luchó frente a frente! —gritó Sir Thomas—. ¡Le agredió de un modo traicionero!
—¡Mentira! —grité a mi vez—. La prueba es que Bakale hirió también con su cuchillo a su contrario, y Sir Thomas nos hizo desnudar para identificar al culpable por la herida. Pero todos nos habíamos hecho un rasguño idéntico y le despistamos. Entonces atacó el problema de otro modo. Cogió al más joven y más débil: a Peter, y le quemó los costados a fin de hacerle declarar, y como el muchacho se resistiese a ello, tomó a su mujer y trató de destruir su frágil torso con un hierro candente. Entonces Peter, espantado, vendió a William y ninguno de nosotros extrañamos su delación.
—¿Qué más? —preguntó el capitán. Sus ojos brillaban endurecidos.
—No sé más. —Me enjugué el sudor de la frente con el dorso de la mano—. ¡Es decir, sí! Mildred, me refiero a la muchacha irlandesa, probó una vez el látigo porque oyó decir a Sir Thomas que su fin era exasperar a su primo político para que éste...
—¡Billy! —gritó de repente William, poniéndose en pie y arrojándome una mirada imperiosa—. ¿Quieres callarte?
—¡No! —grité.
Mi amigo me atravesó con sus ojos llenos de ira.
—¡Sabes que no me vas a salvar! —repuso temblorosamente—. No entiendes un bledo de las leyes del mar y además nadie desarmará la rabia de mi primo. ¡Cállate y no sigas!
—Haré lo que me dé la gana —repliqué sin intimidarme—. Es posible que mueras; pero no dejaré que aceptes las culpas sin despegar los labios. Si en esta cámara hay hombres honrados y sinceros, deseo que te conozcan tal y como eres. Puedes morir, pero tu fama queda detrás y no deseo verla manchada por la boca de ningún embustero.
—¡Mucho me importa mi fama! —rezongó; y se sentó enfadado—. ¡Me importáis vosotros!
—¡Gracias! —repuse secamente—. ¡Te pagamos en la misma moneda!
Sir Thomas se puso violentamente en pie.
—¡Esto no es una inquisitoria! —«exclamó furioso—: ¡me retiro y retiro a mis esclavos!
El capitán dio un fuerte puñetazo en su mesa.
—¡Silencio! —vociferó—. ¡Sir Thomas, aquí no somos pandero de brujas, para ser traídos y llevados a vuestro antojo! Nos habéis pedido que esclareciéramos este asunto, para que luego no os echasen en cara no sé qué. Y el asunto está claro; y si queda demasiado claro para vuestro deseo, lo sentimos mucho, pero la cosa comenzó y todavía no ha concluido.
Se volvió a mí.
—Prosigue.
Conté los esfuerzos de Sir Thomas para sacar de quicio a William. Hice notar la alcurnia y la altivez propia de los Hasting y los eternos sacrificios de éste para no perderse y cuidar de nosotros.
—En cuanto a lo que ocurrió en la cámara de Sir Thomas —agregué—, ignoro lo sucedido, pero algo debió pasar referente a lo que mi amigo quiere. Algo muy sagrado le han debido insultar.
—Insultaron a mi esposa —dijo William de pronto, en voz baja y abstraída, pero que fue oída de todos
—¿Qué te dijo? —interrogué.
Levantó sus ojos con una mirada abatida, casi infantil. De repente pareció olvidar a cuantos le rodeaban; era como si se confiase a mí, como si necesitase este desahogo.
—Me dijo que Katherine había entregado a mi padre al piquete de ejecución. Me dijo que sostenía relaciones con el capitán Rusell y que ambos esperaban que yo muriese...
Calló y escondió el rostro entre sus manos. Hubo un silencio tan profundo, que incluso sentí por un momento los latidos de mi propia sangre martilleando en mis sienes. Al fin, el capitán de la nave carraspeó y se volvió lentamente a Sir Thomas.
—Sir Thomas —dijo con voz áspera y desdeñosa—; el prisionero es vuestro y por desgracia os pertenece. Pero os voy a aconsejar una solución. Creo que estos hombres han pagado con creces sus errores políticos y supongo que más os vale dejar este asunto sumido en la oscuridad. Yo no entiendo de comprar ni de vender hombres; pero necesito tres buenos marineros en mi barco y apuesto cualquier cosa a que estos tres individuos lo son. Os ofrezco su paga de dos años. Dos años trabajando en mi nave es suficiente condena. ¿Os resulta?
Sir Thomas se puso en pie.
—Esto no es conforme a las leyes —dijo lívido de rabia—. En vuestro barco viajan tropas y me entenderé con ellas.
—¡Demonio! ¿Qué pensáis hacer entonces? —repuso el capitán con un destello de ironía—; ¿quitarme el puesto?
—¡Eso, jamás! Pero la ley me protege. Puedo castigar a mis hombres como se me antoje. He sido agredido por un esclavo, que quiso asesinarme. Este es el caso, expuesto concisamente.
—Yo diría mejor que os quiso zurrar y que lo hizo a conciencia —repuso el capitán, sardónico—. ¿Qué más?
—Nada más. Recabaré la protección de las leyes para que mis derechos sean amparados.
—Muy bien. —El capitán se levantó—; pero si queréis ahorcar a vuestro hombre, os ruego que lo hagáis vos mismo. Mis marineros andan demasiado sobrecargados de trabajo.
Se levantó y salió de su cámara. Al cruzar ante mí, se detuvo y me dirigió la directa mirada de sus ojos honrados.
—Siento no poder hacer más; pero lo cierto es que la ley ampara a Sir Thomas. Yo tengo el deber de castigar esta agresión y conservaré al prisionero en la sentina. Veré si puedo salvarle de este modo.
—Podéis salvarle de otro —murmuré audazmente y de forma que sólo él pudiese oírlo. Me dirigió una severa mirada.
—¡Estos irlandeses! —rezongó irritadamente—. ¡No tienen respeto a Dios ni al diablo! ¿Por quién me tomáis?
Me aparté con Richard y ambos nos miramos intensamente, con una misma esperanza desvanecida.
De noche el carcelero de William nos vino a buscar y nos indicó que le siguiéramos. Bajamos a la sentina donde ardía un farol ante la figura de nuestro amigo, que, en cadenado en la barra, escribía febrilmente contra el suelo.
—Aguardad un poco —dijo—; es mi carta de despedida a Katherine. Le ruego que me olvide; que se case; que sea feliz... ¡Pobre criatura!... ¡Creo que lo merece!... Ya bastante ha sufrido y esperado. No obstante... —dejó la pluma y nos miró—. ¿Por qué me contempláis como unos papanatas?
—¿Por qué te despides de Katherine? —interrogué.
Alisó sus cabellos desgreñados hacia atrás.
—¡Ah, ya! —dijo, pensativamente—. Andáis atrasados de noticias. Sir Thomas ha recabado el apoyo de las tropas. El capitán que las manda hace causa común con él. Quedaba sólo por conseguir el permiso del capitán de la nave y se lo he arrancado yo.
—¿Tú? —interrogó Richard.
—Sí —movió su oscura cabeza—. ¿No comprendéis? Mañana estaremos a la vista de las costas de Irlanda. Desembarcaré encadenado, custodiado, vigilado por todas partes. Me matarán de todas formas en mi país, y entre los cuatro muros espesos de una prisión. ¡Estoy ya harto! ¡Si me han de matar, que lo hagan de una vez! Puede que si a Sir Thomas se le permite desfogarse en mí, no acumule su ira reconcentrada en Peter ni en vosotros... Tú estuviste completamente estúpido, Billy, en la cámara del capitán. Perdona que te lo diga... ¡Bueno! Le dije todo esto a ese honrado marino. Le dije, además, que si me matan en Irlanda, los detalles llegarán clarísimos a oídos de mi mujer y no quiero amargarla más contra los suyos... En fin; creo que me comprendió. Me dijo que me fuese al diablo y le contesté que era una excelente recomendación para un moribundo.
Apoyó su cabeza en sus manos cruzadas sobre sus rodillas y exhaló una breve risa parecida a un sollozo.
—¡Dejad de mirarme con esos ojos de lástima Billy! No os he hecho más que daño; en vez de controlar mis nervios, os he perdido a vosotros y a Peter. Incluso, y por un momento, casi me he creído lo del capitán Rusell y sufrí una llamarada horrible de celos... Convenceos de que no le tengo miedo a la muerte... Me resulta un sitio muy apacible para descansar.
—¿Te ahorcarán? —preguntó Richard con voz sorda.
Cerró los ojos con una serenidad infantil y dulce, que embellecía sus facciones viriles de un modo ingenuo y extraño.
—¡Ahorcarme! —repitió—. ¡Eso sería un lujo!... Dejadme ahora —rogó suavemente—; me estáis robando mis mejores momentos de la carta de Katherine... Volved dos horas antes de amanecer... Así me despertaréis, incluso con tiempo para rezar.
Parecía como si se estuviese durmiendo. Abandonamos la sentina y nos acomodamos sobre cubierta. Una frase martilleaba mi cerebro: «¡Ahorcarme! ¡Eso sería un lujo!» Aferré el hombro de mi compañero.
—¡Richard!
—¿Qué?
—¿Cómo crees que matarán a William?
—¿Cómo te supones?
—Me supongo... —murmuré lentamente— que como Sir Thomas ha sido azotado por él..., no discurrirá una muerte muy suave.
—Pues si lo adivinas..., ¿para qué preguntas?
Hubo una pausa dura e intensa.
—Debemos decirle al capitán que impida esto en su barco... —comencé con ardor; pero mi amigo me cortó le frase.
—¡Déjalo! —repuso ásperamente—. William no quiere morir en Irlanda. Está resignado y tranquilo. ¿No te fijaste en la serenidad tan extraña que tenía ahora en el rostro? ¡A cada uno se le debe respetar su manera de morir! ¡No lo atormentes cuando no hay esperanza de nada!
Callamos. El viento azotó con fuerza la vela sobre nuestras cabezas. Hacía frío. Richard miraba al cielo y observó de pronto:
—En efecto, mañana estaremos bordeando la costa irlandesa. Es mejor marino que yo.
Yo apoyé la frente en mis manos, cruzadas sobre mis rodillas; recordé la actitud de William de hacía unos momentos y estallé en sollozos, igual que un niño. Richard se levantó y fue a apoyarse en la borda, atento a cada balanceo de la nave a través del océano en sombras. Las únicas claridades eran la fronda blanquecina del velamen desplegado y el chorro de espumas de la estela. Cuando alcé la cabeza presentí la cercanía de Irlanda, que se aproximaba a nosotros en la noche...