VII
«Tristán», al día siguiente, estaba hecho un loco. Y yo también. Era muy temprano cuando andábamos persiguiéndonos por la avenida de los tilos. The Shade y sus dueños habían dejado de preocuparme. Tanta algarabía causábamos, que no debía de ser muy difícil dar con nosotros, y de repente, Sir William Hasting hizo su aparición en el claro. Venía en mangas de camisa, una camisa de finísimas randas con alba chorrera de encajes, remangada en los morenos brazos, y el cabello negro anudado con cierto desaliño varonil. Al verle, «Tristán» corrió hacia él como un torbellino, y le hizo tales fiestas, que sólo su amo pudo resistirlas sin ser derribado a tierra.
—¡Quieto, quieto, «Tristán»! —tuvo que gritar al fin repetidas veces antes de que el animal se calmase. Yo me había detenido a distancia, apoyada contra uno de los tilos, y sonreía ante la escena. Entonces mi esposo volvió su mirada hacia mí y también sonrió.
—¡Katherine! —llamó; y abrió sus brazos, incitándome a que, imitando a «Tristán», corriese hacia ellos. Pero — ¡oh, gran misterio!— yo, que el día antes había chillado, hablado e incluso me había enojado con mi excesivamente risueño Sir William, sentía hoy una cadena de timidez enroscada a mi cuerpo y como si de mis pequeños pies hubiesen brotado raíces.
—¡Vamos, Katherine! —volvió a animarme él con cariñoso imperio. «Tristán», a su lado, sentado sobre sus cuartos traseros y con la roja lengua colgante de la boca, nos miraba sorprendido. Cuando volvió sus ojos color de ámbar hacia mí, parecía decirme con cierto asombro cortés: «Pero ¿qué es lo que haces ahí quieta como una estatua cuando él te llama?» Era indudable que ni yo misma lo sabía, pero Sir William no daba un paso adelante. Paciente y risueño, parecía tan decidido a educarme como a «Tristán».
—¡Katherine! ¿Tendré que contentarme con que sea «Tristán» el único que me dé los buenos días? —Su tono era mitad súplica y mitad orden, y de nuevo me tendió los brazos con una incitadora sonrisa. Mi espalda se despegó un milímetro del tronco y mi pie derecho, que en aquel momento pesaba ochocientas libras, dio un ligero avance. La sonrisa afectuosa del que esperaba no me ayudaba en lo más mínimo. Yo era un niño torpe cuando arranca a andar por primera vez. Y de pronto pensé: «Si no me decido, es seguro que nunca tendré valor.» Me aparté con violencia del árbol y eché a correr por la avenida y caí en sus brazos como un torbellino, escondiéndome en él, de él mismo. Sir William Hasting reía a carcajadas; pero ya su risa había dejado de ofenderme.
—¡Santo Dios. Katherine! —dijo sin cesar en su regocijo—. No se puede decir que hayas venido a mí de un modo natural, pero sí ha resultado deliciosamente impetuoso. «Tristán» está lívido de envidia.
Este ladraba como un loco. Yo me solté bruscamente.
—¡Me has comparado con «Tristán»!
—¡No! ¡Nooo! No te enfades, Katherine. Recuerda que ya éramos muy amigos.
Esta vez no le hacía caso. Corría como una loca, esquivándole por entre la robleda. De repente me resultaba muy agradable hacerle rabiar. Cuando le hube despistado, me quité mis chapines, los metí en el bolsillo y trepé «plebeyamente», como decía mi tía, a mi roble favorito; me senté en su mejor rama y escuché sonriente los «¡Katherine!, Katherine!» de mi perseguidor. Pero no contaba con «Tristán». Vino hacia el árbol como un traidor de tragedia antigua, resopló a su base y luego me ladró. A! minuto, Sir William Hasting estaba al pie del roble.
—¡Querida y señora hada del muérdago! —dijo con una gentil reverencia—. Siento deciros que estáis en mis dominios de The Shade, y todo aquel que penetra en mis dominios, de grado o por fuerza, me pertenece. He de confesaros, señora, que habiendo convivido entre bucaneros y pescadores de perlas, no reconozco más ley que mi capricho, ni más norte que mi ambición. Así, que decidid si os sometéis a mis órdenes de un modo voluntarlo o tendré que apoderarme de vos, usando del privilegio de mi fuerza.
—¡Atrevido mortal! —repuse estirando mis faldas para ocultar en ellas mis pies desnudos—. A las hadas no se las puede tratar con esa rudeza. Son seres delicados, pero poderosos. Puedo transformaros en oruga de col o rebajaros a la condición de un pesado abejorro. He venido a The Shade a honrarlo con mi presencia, no a caer en las manos atrevidas de los hombres.
Sir William Hasting me contemplaba sonriente y, al parecer, encantado. Las manos, apoyadas en sus caderas, y los ojos, presos en mí, parecía enormemente divertido.
—¿Y un hombre, señora, no puede ser amado por un hada? ¿Le importaría mucho a una de ellas deslizarse de esa rama y caer en mis brazos? Hace algún tiempo que la campana de The Shade ha llamado al desayuno. ¿Las señoras hadas no necesitan desayunar?
¡La campana de The Shade! De improviso me asusté. Aún no me había desprendido del temor de mi tía y de mi sometimiento a la rigidez de las horas. Me deslicé, en efecto, y cerrando los ojos caí en los morenos brazos de mi compañero.
—¿De qué te has asustado, Katherine? —dijo echando a andar conmigo—. He ordenado que nos sirvan un refrigerio en la cabaña de la playa. Parece ser que no comprendes que tú eres la dueña de The Shade, en vez de una chiquilla amedrentada por unos familiares que han dejado de tener el más mínimo dominio sobre ti. Esta noche creo que indicaré suavemente a tu tía que su estancia aquí sólo puede ser prolongada por unos días, a lo sumo por un mes.
—No lo hagas, William —supliqué—. Sé que está arruinada. No tendrá adonde ir.
—¡Oh, sí que tendrá! —afirmó él, y me asustó la fría dureza de su rostro cuando me puso sobre la arena de la playa y empujó la puerta de la cabaña marinera—.¡ Entra!
Entré y quedé en pie ante la mesa, cubierta de finos utensilios de plata. La tetera humeaba sobre la estufa. El tomó asiento y, cogiéndome de una mano, me obligó a acomodarme a su lado.
—Sé perfectamente que tu familia está arruinada —dijo tomando con su otra mano la tetera y sirviendo té para los dos— ¿Por qué crees, si rió, que te han entregado a mí? Entre los Hasting y los Mac Moore median hoy día divergencias políticas y religiosas. En un tiempo, tu padre y el mío fueron muy amigos, y entonces se juraron que casarían a sus respectivos hijos. ¿Por qué, cuando las simpatías y la amistad estaban muertas, resucitaron el viejo y carcomido juramento? ¡Porque los Hasting son poderosos en influencias y riquezas, y porque mi padre, con su hábito de proverbial bondad, les ayudaría y protegería! No acuso a tu padre, Katherine, ya que más o menos posee cierta austeridad; pero sí a tu tía, y sobre todo a los hijos de tu tía. Ellos me aborrecen; sé que han llegado a decir —de mí que a fuerza de cazar bucaneros he llegado a ser un bucanero más. ¡Magnífico! Y entregan la tierna heredera de los Mac Moore a los brazos de un bucanero.
Miró mi rostro atento y me besó.
—No te asustes, Katherine —agregó con más dulzura—; no lo soy, naturalmente. Soy católico y un poco áspero y tozudo como buen irlandés. Ellos sabían que yo había protestado fuertemente contra un enlace con los Mac Moore; pero apareciste tú, chiquilla inocente, y el irlandés se fue al agua. Creo que me tiraste al río para eso. No entiendes lo que te estoy diciendo... ¿verdad?
—Sí, William —musité.
—No has probado apenas bocado.
—No tengo ganas.
—Mira, pequeña mía —dijo atrayendo mi cabeza a su hombro—: quizá no he debido decirte esas cosas. Pero es que has dejado de pertenecer a los Mac Moore para ser la propiedad de un Hasting. Eres una cosita deliciosa, como un brote tierno de hiedra, que cuando uno se da cuenta te has enroscado en el corazón. ¿Tienes muy mal juicio de mí?
—¡No. William!
—¿Qué juicio te merezco?
—No lo sé.
—¿No lo sabes? —Dejó su asiento y se acomodó sobre la arena, a mis pies, apoyando su brazo sobre mis rodillas—. ¡Vamos! ¡Mírame! ¿Te desagrado mucho?
Negué con la cabeza.
—¿Te parezco un hombre muy malo?
—No —dije con calor—; me pareces muy bueno.
—¡Bendito sea Dios! —Apoyó su cabeza en mí, estrechándome con uno de sus brazos, al mismo tiempo que reía con ternura—. ¡Katherine' Eso no es verdad. Soy bueno con los que me quieren; pero a ratos olvido las buenas enseñanzas cristianas y me hierve fuego en el corazón. Soy demasiado ardiente para saber perdonar. ¿Serás capaz de querer siempre a este hombre tan malo, Katherine?
—¡Claro que sí! —repuse sorprendida.
—¿Puedes demostrármelo?
Quedé dudosa un momento. El sonreía, mirándome. Entonces hice la señal de la cruz sobre su frente y apoyé luego en ella mis labios.
—¿Qué significa eso? —preguntó sin moverse
—Me he jurado a mí misma quererte siempre tanto como hoy.
Sonrió con ternura.
—¿Me quieres hoy mucho?
Asentí.
—¿Más que a nadie?
—Sí —repuse—; más que a nadie.
—Vuélvemelo a jurar.
Estuvo completamente inmóvil mientras yo repetía el juramento. Tornó a sonreír; pero había una extraña emoción en sus ojos. Alzó su mano y acarició con suavidad mis mejillas.
—¡Katherine! —rogó—. ¡Cuéntame tu vida!
Me sorprendí.
—¿Mi vida?
—¡Claro! Tú sabes la mía. Yo ignoro la tuya.
—No tengo nada que contar.
—¿Eres católica? Me dijo mi padre que sí.
—Sí, lo soy. Igual que mi madre y mis abuelos.
—¿Te querían mucho?
—Ellos, sí.
—¿Se te murió tu madre muy pronto?
—Sí, muy pronto.
De repente me encontré contándoselo todo. El terrible cambio de la casa de mis abuelos a la tutela de mi tía, y la austera rigidez de mi padre. Mi tía me hacía sufrir, y mi padre me asustaba. Ingenuamente confesé mi miedo o la severidad de aquel Sir William Hasting que, según mi tía, no podría nunca hallar el menor atractivo en su esposa.
—¿Qué dices?-interrogó asombrado.
Se quedó pensativo.
—¿Esperabas encontrar en mí un tirano, Katherine?
—Sí —confesé.
—¿Y lo sigues pensando?
Negué con la cabeza. El me miraba atentamente y sonrió.
—¡Oh, pobrecita! —dijo—. ¡Cuánto siento haberte asustado en el pabellón! ¡Vamos! ¡Pídeme algo! ¿Qué es lo que desearías tener por tuyo? Ya te he dicho que los Hasting son inmensamente ricos. Pídeme algo. Te prometo no negarte nada.
—Que no quieras mal a los Mac Moore —murmuré.
Se puso en pie de un salto.
—¡Pídeme otra cosa, Katherine! —exclamó con ímpetu.
Yo negué.
—¡Pero si no puedo mandar en mi corazón! ¡El que me es antipático, me lo es para siempre, y nada más! ¿No comprendes?
—Pero puedes hacerles bien.
—¿A quiénes? ¿A esos parásitos? ¡No te enfades, Katherine! ¿Y después de cuanto me has contado?
Volví a asentir.
—¡Ven aquí!
Me acerqué a él, y él colocó su mano sobre mi cabeza.
—Conque tú quieres cambiar el corazón de Sir William Hasting, ¿eh? —dijo y sonrió de pronto—. Está bien. No me mires con esa carita suplicante e inocente de Santa Inés. No soy el verdugo. Temo que vas a mandar demasiado en mí.
A la hora de la cena, William estuvo muy deferente con tía Carlota, e incluso le prometió velar por que se despachase cierta solicitud que su hijo mayor había dirigido al rey, pidiendo un alto cargo en las Indias. Pero acto seguido, y con un desenfado que casi escandalizó a mi tía, manifestó a ésta lo encantado que se encontraba de Katherine Mac Moore.
—Confieso, querida Carlota —le dijo, más o menos—, que ella ha sido la que me ha reconciliado con todos vosotros. Es alegre, traviesa y deliciosa como un duende familiar. Me encanta su atractivo un poco silvestre, pero inocente y diáfano, que tú le reprochas y que es la mejor de sus cualidades. No desearé nunca que se convierta en una Lady silenciosa y circunspecta, porque no sabría qué hacerme con esa perfección. Me deleita verla correr por las viejas avenidas y oír sus risas juveniles. Una sola cosa desearía: que le entregases las llaves de The Shade que tú llevas a la cintura, y que sea ella la que gobierne la casa y realice cada día su santísima voluntad Si un día quiere que comamos en el tejado y otro que durmamos en las caballerizas, estoy dispuesto a acostarme satisfechísimo en un pesebre, con tal de seguir escuchando sus risas y sentirla a mi lado. Los Hasting amamos a las personas de imaginación y aborrecemos todo lo seco, lo rígido y lo vulgar.
Mi tía se puso en pie como por resorte y arrojó las llaves ante mí.
—Si te entregas a la administración de tu mujer —dijo con tono incisivo—, los Hasting no tardaréis en pedir limosna. Pero sea como tú dices.
Sir William se desperezó de un modo horriblemente descortés, y estirándose sobre el escaño en que nos encontrábamos los dos, apoyó su cabeza en mi regazo.
—Mientras Katherine y yo nos amemos, seremos extraordinariamente ricos. ¿Verdad, Katherine? —dijo risueño.
Mi tía salió altivamente de la estancia. El espectáculo era superior a sus fuerzas. Sir William, riendo, se puso en pie y me llevó hasta la ventana que daba al parque.
—No permitiré que nadie te arranque tu espontaneidad infantil —dijo con ternura—; la única persona que puede convertir a la pequeña Katherine Mac Moore en una mujercita es el honorable Sir William Hasting, y ese derecho no le será arrebatado por ninguna persona del mundo.