VI
Toda la casa se ajetreó desde el tejado hasta los cimientos. Randolph, el viejo mayordomo, pareció cobrar nuevas energías, y se abrieron los salones, se pulieron los candelabros macizos de plata y se aumentó el número de criados. Al bajar las escaleras me encontré con Moira, que había venirlo a echar una mano en las cocinas.
Al verme, sus ojos tuvieron un fugaz destello de ironía.
—Milady se sentirá muy feliz con el regreso de Sir William —dijo con el tono protector con que se habla a un niño pequeño—. ¡La felicito!
—Gracias, Moira —repliqué secamente.
Me fui, consciente de mis apretadas y vulgares trenzas de lino y de la escasa gracia de mi silueta cubierta con aquel pesado traje de tela brochada, que mi tía consideraba el más adecuado para recibir al viajero.
Me senté en mi alcoba frente a la ventana, y de pronto le vi llegar a caballo y seguido de la escolta. Entró en el patio con el ímpetu de un huracán y saltó a tierra de un brinco. De otro salvó los escalones de la entrada gritando: «¡Padre! ¡Aquí llega el hijo pródigo!» Cuando salí a lo alto de las escaleras vi a los dos Hasting —el viejo y el joven— estrechamente abrazados.
De una ojeada abarqué la bellísima estampa del recién llegado y su extraordinario parecido con su abuelo. Pero me agradó la brusca ternura que demostraba a su anciano padre.
—Conque... ¿qué es eso? —estaba diciendo con cariño, pero con evidente falta de respeto—; ¿qué truco es ése que has inventado, viejo pirata? ¿Conque te has dedicado a perder vista sin haberme dicho ni una palabra? No querías que viniese a cuidarte y dejase a mis malditos bucaneros hacer de las suyas... ¿eh?
El viejo Hasting ocultaba a duras penas su emoción. Y de repente su hijo se dio cuenta de la existencia de los Mac Moore en su reina particular de The Shade. Al volverse hacia mi tía, todo su alegre y cordial aspecto se desvaneció como quien se despoja de una máscara, y en su fino y altivo semblante se marcó de un modo clarísimo la Incomodidad y el fastidio que toda mi familia le producía. Al fin, sus oscuros ojos se fijaron en mí con apagada y aburrida expresión, y tomando mi mano la rozó apenas con sus labios, al mismo tiempo que se inclinaba con irreprochable cortesía.
—Supongo que no se habrán aburrido mucho en The Shade durante mi ausencia —dijo abarcándonos a mi tía y a mí en un mismo gesto. Ella le aseguró que The Shade era delicioso, y llenó con sus preguntas y su charla todo el silencio que había por mi parte. Yo notaba al joven forzadamente atento, deseoso de sentirse a solas entre los suyos y encontrándonos como intrusas molestas. Al fin se excusó y fue a mudarse de ropa. Al cruzar una de las galerías oí desde lejos su alegre exclamación:
—¡Moira! ¡Muchacha! ¿Qué te has hecho? ¡Estás convertida en toda una mujer!
¡Bien venido, Sir William! También os habéis convertido en todo un caballero.
—Di mejor en un pirata. A fuerza de cazarlos, debo haberme contagiado de ellos.
Al retirarme a mis habitaciones tropecé con la hija del herrero. Estaba radiante y su sombría belleza parecía iluminada por un fuego interior. Y sentí entonces que el último criado de The Shade se sentía más dueño de aquella mansión que su propia castellana.
A la hora de la cena tuve que soportar el peor de los tragos. Mi tía creyó oportuno darle a Sir William un retrato detallado de su mujer.
—Creo, querido William —le dijo—, que tendrás que ocuparte esmeradamente de la educación de tu esposa. Katherine es una joven fierecilla sin domar. Su única ilusión es cabalgar como una loca y discutir con el jardinero la mejor manera de podar un árbol o realizar un injerto provechoso. Le queda mucho que aprender para adquirir verdadera feminidad, y si he de decirte, necesita ser dominada. Desde muy pequeña vivió en compañía de sus abuelos, que protegían todos sus alardes de independencia y libertad. Cuando su padre me hizo responsable de su educación, puedo decirte que tuve que sobrellevar una verdadera carga. Katherine no me ha respetado nunca. Pero contigo sé que todo ocurrirá de muy distinta manera. Te digo todo esto para que no me culpes a mí de las excentricidades que Katherine pueda exhibir desde ahora. Quisiera poder lavarme las manos en este asunto.
—¡Oh, no te preocupes, Carlota! Estoy seguro de que no es para tanto —dijo Sir William Hasting, mientras escogía una hermosa manzana, tan bella y deliciosa de color, que parecía artificial—. Estas manzanas son del huerto de Moira —agregó sonriente—. No hay en todo The Shade manzanas como las de esa muchacha. Sabe perfectamente cuánto me gustan; por eso las ha traído.
Tuve la intuición de que había oído la mitad de cuanto hablaba mi tía. Aun cuando nos dedicaba amables y corteses frases, su interés estaba vertido hacia su padre y los amigos de su niñez. Al finalizar la cena anunció que daría un largo paseo por el parque. Necesitaba recorrer los sitios de antaño. Y de repente, Lord Hasting, que había ya ocupado su asiento habitual al lado de la chimenea, habló con la entonación quieta y suave que le distinguía:
—Quizá Katherine disfrute también con ese paseo.
Sentí que algo se paralizaba dentro de mí. Lord Hasting había notado el despego de su hijo para con su esposa, y su sugerencia tuvo el valor de un dulce reproche. El indómito Sir William captó inmediatamente cuanto encerraba de acusación, y sus negros ojos brillaron.
—¡Sin duda! —replicó presuroso—. No me había dado cuenta de ello. Échate algo o tendrás frío.
Obedecí, y él entonces se puso en pie y me ofreció su brazo. Yo me sentí más torpe y desvalida que nunca y lo seguí con el mismo entusiasmo que el demostrado por él. Al tomar por una de las avenidas, toda la magia nocturna de The Shade nos envolvió. A hurtadillas dirigí una mirada al rostro moreno y concentrado de mi esposo, y comprendí que estaba procurando aislarse dentro de sí mismo para gozar con los recuerdos; sin embargo, en los lugares difíciles él se adelantaba para apartar las ramas que pudieran estorbar mi paso o para sostenerme en los declives bruscos del camino.
—¿Has cruzado alguna vez las pasarelas para ir al pabellón? —me preguntó de repente.
—Muchísimas veces.
—¿No resbalarás en ellas?
—Creo que no.
Seguimos andando. Se levantó viento y toda la fronda se estremeció.
—Muy bien —dijo mi acompañante volviendo su mirada al mar—. A ver si nos cae un chubasco encima. Aligera el paso si puedes.Normalmente yo solía correr, pero no llevando encima la pesada e incómoda carga de mi vestido. Llegamos a las pasarelas con el primer trueno sordo proveniente del mar. The Shade estaba expuesto siempre a aquellas tormentas, que solían pasar tan rápidamente como empezaban.
Al ir a pasar las lajas me detuve, dudosa. Lo prudente en mí era descalzarme, dejar a un lado mis frágiles y peligrosos zapatitos de raso y poner el pie desnudo sobre las piedras; pero mi compañero tenía prisa y no quería dar a sus ojos apariencias de inutilidad. «Malo será que resbale y me rompa la cabeza», pensé. El ya estaba en las pasarelas y me tendía la mano.
—¡Vamos! ¡Salta! —me dijo.
Salté el primer tramo con pasmosa agilidad, pero de repente — ¡horror!— vi que la cola de mi traje de corte, cola que había olvidado por completo, se había sumergido con brochados y todo en las frescas aguas. Di un impaciente y aterrado tirón a sus pliegues, y la violencia del gesto me hizo perder el equilibrio y echar mis manos por delante para asirme a mi compañero, con tan mala fortuna, que le encontré distraído y dispuesto a pasar a otra piedra. Cuando nos dimos cuenta había sobrevenido el chapuzón y estábamos los dos en el centro del río.
—¡Eres una aturdida! —gritó él-¿Por qué no avisaste?
—No me dio tiempo.
Nos miramos, yo avergonzada y al mismo tiempo enfurecida por mi torpeza, y de pronto él rompió a reír. Tanto rió, que yo acabé haciéndole coro con mis risas. Salimos del arroyo completamente mojados, pero sintiéndonos mucho más unidos.
—Llueve ya —dijo mi esposo—, pero maldito lo que nos importa ahora. ¿Qué fue lo que te hizo resbalar?
—Mis zapatos de raso y la cola del traje.
—¿Por qué no te descalzaste?
Callé. El me miró de repente con ojos maliciosos.
—¿Te dio vergüenza hacerlo delante de mí?
Callé de nuevo. Habíamos llegado al pabellón. Llovían ya gruesas gotas de tormenta. Empujó la puerta, que chirrió sobre sus goznes, y avanzando a tientas encendió la lámpara que colgaba del techo.
—Antes había aquí un viejo armario donde se guardaban trajes de caza. Veremos si continúa.
Fue a él y hurgó en su interior. Sacó un antiguo vestido suyo y me miro con ojos interrogadores.
—¡Katherine! Aquí no voy a encontrar el traje de ninguna dama. Me temo que tendré que darte el de un hombre.
—Me secaré a la lumbre.
—¡De ninguna manera! ¡Mira! Aquí hay unas ropas mías de cuando yo tenia unos quince años. Están un poco apolilladas, pero no te irán mal.
Me arrojó un envoltorio azul zafiro a los pies.
—Puedes cambiarte en la otra habitación. No conserves ninguna prenda mojada, ¿me oyes?
—Sí.
Tomé el traje, y en el cuarto vecino enfundé mi delgado cuerpo en aquellas ropas, que parecían las de un paje del Renacimiento, «Bonita figura debo estar haciendo con semejante vestido», pensé; pero lo prefería a aquel pesado brocado que parecía haberme bloqueado como una coraza. Me arrodillé delante de la chimenea. Apilé combustible y prendí fuego con la lámpara, derramando sobre las astillas un poco de aceite. Sentí tras de mí la puerta y los pasos de William Hasting.
—¡Katherine! —exclamó de repente con acento de diversión—. ¡Estás..., estás terriblemente cambiada! ¡Pareces la doncella de Orleáns!
Rió un poco y cogiéndome la lámpara la apagó de un soplo.
—Puesto que has encendido el fuego, reservaremos el aceite —dijo, y la colgó de un garfio. Yo me había sentado sobre la piel que alfombraba el suelo, y él tomó asiento a mi lado en un viejo sitial. Quedamos unos minutos en silencio; yo contemplaba las llamas, pero sintiendo la atenta observación de sus ojos oscuros presos en mí y mientras la tormenta descargaba sobre nuestro refugio.
—Tienes el cabello húmedo —dijo de pronto—. ¿Por qué no te lo sueltas?
Acepté la sugerencia sin mirarle y deshice mis largas y apretadas trenzas. Ahuequé las dos crenchas con mis dedos y volví a acurrucarme ante la lumbre. De repente se inclinó sobre mí.
—¡Katherine!
Le miré; sus ojos y sus labios sonreían.
—¡Perdona! —dijo con acento de humor—. Parece como si estuviéramos enfadados. Creo que debemos tratar de no aburrirnos mientras no cesa esta maldita tormenta —sonrió de nuevo—. ¿Sabes una cosa? Cuando llegué a The Shade venía de malísimo talante. Nunca he simpatizado con tu familia y te juzgué una Mac Moore más; pero desde que has prescindido de tu tieso vestido de brocado y tus trenzas apretadas, me pareces algo así como un duende travieso: la misma estampa de la juventud. ¿Qué años tienes?
—Dentro de poco cumpliré quince.
—A la luz de la lumbre hacen preciosos tus cabellos.
—Creí que no te agradaban por ser rubios —dije, con digna reserva.
—¡Santo Dios! ¿Y por qué? —Se echó a reír—. Los tuyos me gustan. —Su mano se hundió entre ellos—. ¿No te había enviado un collar para que los adornases?
—Sí; me dijiste que las perlas irían muy bien entre mis rizos negros; y por eso las he guardado. Puede que algún día deje de ser rubia.
El altivo Sir William exhaló un silbido, y de súbito se echó a reír.
—¡Dios mío! ¡Qué equivocación más espantosa! ¿Es por eso por lo que pareces enojada?
Un trueno formidable estalló sobre el pabellón; el agua tecleaba sobre las cerradas ventanas. Recogí mis cabellos con cierta impaciencia y mi compañero volvió a sonreír.
—¿Te da miedo la tormenta?
—No —repuse con sequedad.
Su mano volvió a apoyarse en mi cabeza, tratando de atraerla sobre su rodilla.
—¿Te doy miedo yo? —preguntó con maliciosa sonrisa.
Me puse en pie de un salto y corrí hacia la puerta; pero él fue más vivo que yo y llegó antes; dio vuelta a la llave y la guardó en su bolsillo. Volvió a reír con franca diversión. Sus ojos brillaron en la penumbra de la estancia.
—¡Vamos! —dijo—. Tú quieres hacerme responsable de un resfriado tuyo. ¡Sé razonable, Katherine! No te dejaré correr por el bosque y bajo el aguacero que está cayendo. Ahora eres mi prisionera y yo el terrible carcelero... No me mires así. A Dios gracias, no eres una incolora e insípida Mac Moore... Estás deliciosa con ese vestido, el cabello suelto y los ojos echando chispas. Si probase a darte un beso, ¿qué harías tú? ¿Me asesinarías?
—¡Déjame salir! —exclamé furiosa y asustada—. No me importa la lluvia.
—No puedo darte la llave gratis. Cuesta un beso tuyo.
Sentí que me sofocaba.
—¡No te lo daré! ¡Déjame salir!
Se fue al centro de la estancia y se sentó, indolente, en el brazo del sillón. Sus ojos radiaban.
—La inefable Carlota ha debido decirte que una mujer debe obedecer a su legítimo dueño y señor. Pero tú, efectivamente, te pareces a una joven fierecilla sin domar. Veamos —agregó con una sonrisa—; ¿no has prometido amar a tu esposo el día que te casaste?
—Sí —repliqué desde la puerta.
—Entonces, ¿me amas?
—No.
Rió un poco.
—Me agrada tu sinceridad. ¿No piensas amarme nunca?
Callé. Me acerqué al fuego y volví a sentarme de espaldas a él, enojada y reconcentrada. Pero Sir William no parecía deprimido en lo más mínimo por mi silencioso desprecio.
—¡Katherine! —dijo en tono de amable reproche—, te he hecho una pregunta. ¿No piensas quererme jamás?
—¡Jamás!
—¡Qué respuesta más desoladora! —Su humor me ponía frenética—. Permíteme un nuevo interrogante: ¿Me odias?
—No lo sé.
—Eso ya es más esperanzador Sin embargo, aclárame un enigma, ¿Por qué no te soy simpático?
—Pago en la misma moneda. Tampoco te son simpáticos los Mac Moore —repliqué amargamente.
—Pero tú ya eres una Hasting, ¡Katherine! —suplicó; pero en su voz vibraba un leve temblor de risa, que levantaba una ola de enfado en mi juvenil sensibilidad—. ¡Katherine!, ¿no podemos hacer las paces?
Callé.
—Te estoy preguntando si no podemos hacer las paces —insistió con un suave tonillo de impaciencia.
—Por mí..., me es igual —repuse, encogiéndome de hombros y sin volver la cabeza para no tener que tropezarme con sus ojos burlones.
—Por amor de Dios, dímelo de una manera más afectuosa. Dicho así, hiela el corazón del más templado.
Me mordí los labios, poniéndome en pie con gesto impaciente, y apliqué un taconazo al tronco que ardía en la chimenea, arrancándole una lluvia de chispas.
—No sé otro modo de hacer las paces —repliqué con desdén. Y de pronto experimenté lo temerario que es dar la espalda al enemigo. Dos brazos de suave acero me rodearon, y antes de que hubiese podido reaccionar, Sir William Hasting. había consumado su alevosía.
—¡Suéltame! ¡Suéltame! —grité furiosa.
—¡Santo Dios, Katherine! No chilles así. ¡Van a creer que se está cometiendo un crimen en este pabellón!
Yo luchaba enfurecida por desasirme.
—¡Te digo que me sueltes!
—Pídemelo con cariño, Katherine. No estoy acostumbrado a obedecer las órdenes de ninguna mujer; pero si te vales de la dulzura, harás de mí lo que quieras.
—¡Te odio!
—¡Qué desgracia! ¡Como conquistador, estoy teniendo un éxito!
—¡Suéltame, te digo!
Estaba a punto de romper en lágrimas. El se dio cuenta y me dejó. Me fui al otro extremo de la sala, y sentándome en un taburete, escondí el rostro entre mis manos. El guardó silencio, azotando también pensativamente la lumbre con el pie.
—¡Katherine! —dijo con suave tono—. ¡Ven! ¡No seas tonta! ¡No creo que haberte dado un beso sea un crimen tan imperdonable...! ¡Vamos, ven aquí! ¡No volveré a repetir la jugada!
Negué con la cabeza sin moverme.
—¡No quiero! ¡No has hecho más que burlarte de mí!
—¡De veras que no! —repuso seriamente—. El hombre que se burla de su propia mujer, no es más que un miserable.
—Pero te has reído.
—¡Bien! Eso es distinto... —Se interrumpió con risueña perplejidad—. Comprendo que no lo vas a entender; pero es completamente distinto... Se basa en que..., en que a mí me parece extraordinariamente natural lo que a ti te resulta naturalmente extraordinario... ¡Bien! ¿Cómo te lo explicaría? Dentro de un mes o dos serás tú la que me abraces y beses como la cosa más corriente del mundo.
—Sé que nunca haré tal cosa —repuse con ofendida dignidad.
—¡Hum! —masculló Sir William para su capote, y presentí que volvía a ser presa de su aborrecible buen humor.
—Ninguna mujer hace eso con un hombre al cual no ama —agregué con fría superioridad.
—¡Diantre! ¡Es cierto!
Hubo una pausa abrumadora, pero que me llenó de irritantes sospechas.
—Sir William Hasting —dije con voz acusadora—; me parece que estás conteniendo de nuevo las ganas de reír.
—¡No! ¡No! ¡No! —protestó asustado—. ¡De veras que no! Estaba meditando solamente en la terrible urgencia de conquistar tu cariño. —Dio unos pasos hacia la ventana—. Y a todo esto —agregó— ha cesado de llover. Regresaremos al hogar, si no dispones otra cosa.
Abrió la puerta y salimos en silencio. Olía a tierra mojada, y la luna asomaba entre las últimas nubes de tormenta. Mi compañero se empeñó en darme la mano por todos aquellos vericuetos, y al llegar al arroyo decidió sobre la cuestión.
—¡Bien, Katherine! Si no lo tomas a ofensa personal, te pasaré en volandas. No me fío de que no volvamos a tomar otro baño.
—Ahora no me estorba la cola del traje.
—Si te es posible obedecer una vez siquiera, cállate y déjame actuar a mí.
Me levantó como a una pluma y me pasó rápidamente al otro lado del río. Me colocó delicadamente en el suelo y volvió a coger mi mano. Avanzamos como dos chiquillos, sin que él soltase mis dedos. Yo sentí que mi enfado se iba desvaneciendo. La noche estaba demasiado hermosa para estropearla con un rencor prolongado.
—¡Katherine! —dijo de pronto con voz suave.
—¿Qué?
—¿Me has perdonado ya?
Reflexioné y me sentí generosa.
—Sí; creo que sí.
—Gracias —repuso con tono dulce-Y... ¿me has cogido-ya un poquito de cariño?
—Es demasiado pronto para eso.
—¡Cierto! ¡Cierto! ¡Cierto! —asintió, deseoso de no comenzar otra discusión.
—Además, tú amas a otra mujer —agregué yo pensativa; y por primera vez le noté sorprendido.
—¡A otra mujer! ¿A quién?
—A Lady Anna.
Su mano apretó la mía con un estremecimiento.
—¡Katherine! —rogó de pronto con voz dura—. No me hables de esa mujer. La he amado... ¡Dios sabe cuánto la he amado! Ella me juró que me sería fiel y a los dos meses se había casado con otro... ¡La aborrezco con toda mi alma! Y creo que tú me puedes curar de esa amarga experiencia. Desde nuestra pelea en el pabellón... tengo esa consoladora certidumbre.
Me detuve y le miré cara a cara.
—Eso sí que jamás lo haría yo —dije gravemente—. Yo jamás te hubiese sido infiel, William.
Sir William sonrió y su enfado pareció desvanecerse.
—Es muy consolador oírte decir eso, Katherine —repuso también con gravedad—; pero añade un poco más de generosidad al asunto. ¿Podrás quererme pronto?
Reflexioné.
—Necesito algún tiempo para ello.
—¿Cuando terminemos de cruzar la robleda?
—Cruzar la robleda nos llevará tan sólo unos minutos.
—Podemos atravesarla despacio.
Callé, dudosa. Me apenaba desilusionarle después de su franca confesión. Como dos tranquilos paseantes, cruzamos bajo los viejos robles. Sir William se permitió el lujo de acariciar mi mano e incluso de besarla. Al salir al claro, de nuevo preguntó:
—¿Y ahora... qué?
—Todavía es muy pronto, William. Ya te lo dije.
—¿Después de la avenida de los tilos? ¡Es una avenida bastante larga!
Empecé a sentirme nerviosa.
—El cariño es algo muy difícil; no se consigue con sólo cruzar avenidas.
—Entonces, ¿después de la rosaleda? ¡Imagínate qué bonito sería que empezases a quererme al cruzar por entre las rosas!
—Sí —dije, ya nerviosa del todo—; sería muy bonito. Pero ¿y si no me viene, William? ¿Y si no me viene?
—Si no te viene, no te preocupes; tú inténtalo, nada más.
La rosaleda bajo la luna estaba tocada de una belleza sorprendente. La avenida de los tilos pareció recortar nuestra senda de oscuras cúpulas de catedral. Mi compañero se detuvo ante mí. Yo agité mi cabeza, decepcionada.
—¡William! —dije procurando no herirle—. Siento por ti una gran simpatía; te lo aseguro. Pero en cuanto a amor...
—¡Oh, no te atormentes! —repuso—. Lady Hasting comenzó a sentir por su esposo una gran simpatía al cruzar la rosaleda. Es un bonito comienzo. Lo demás vendrá más adelante.
Al cruzar el umbral de la casa, yo ya no pensaba en tal asunto, sino en el pavoroso peligro de que alguien me viese vestida de aquella forma. Eché a correr escaleras arriba, y al desembocar en la galería, me di de manos a boca con la persona a quien más deseaba esquivar: con mi tía.
—¡Katherine!! —gritó escandalizada—. ¿Qué haces con ese traje? ¿Has perdido el juicio?
Un torrente de improperios, de reproches y amenazas iba a surgir detrás. Yo conocía, por desgracia, la inagotable fecundidad de sus regañinas; pero lo impidió todo Sir William Hasting, cayendo de repente entre nosotras y rodeando con naturalidad mis hombros con su brazo; inconscientemente, me refugié en él.
—Querida Carlota —dijo con su tono inimitable de humor—. Desde hoy te agradeceré que me dejes a mí el privilegio de alabar o censurar a mi esposa. Está vistiendo de esa forma con entero beneplácito mío. Al cruzar el arroyo se nos ocurrió bañarnos con nuestros hermosos trajes de brocado puestos, y no íbamos a venir chorreando agua.
Mi tía se encontraba sofocadísima.
—Pero... ¿qué dirán los criados que la hayan visto? ¡Vestida de hombre y con el cabello suelto!
Mi compañero me alzó de repente en sus brazos y marchó conmigo galería adelante, cantando a voz en grito:
«Vedla, señores —dijo el justicia—:
¿quién ama a esta mujer?»
«Yo, señores —dijo Sir Walter—,
yo ¡la amo!..., ¡laa amooo!»
Empujó con el pie la puerta de la alcoba y se detuvo conmigo en brazos en el centro de la estancia.
—¿Qué hay, ratoncito? —me preguntó alegremente—. ¿Te salvé de las garras del gato?
—William —dije—; tía Carlota estará enfurecidísima.
—Tía Carlota ha dejado de contar para ti. —Me dejó en el suelo y se dirigió a la puerta. Ya allí se volvió—. ¡Buenas noches, Katherine! ¿No despides al desgraciado de Sir William?
—¿Por qué desgraciado? —pregunté.
—¡Imagina! —dijo de pronto con brusca sinceridad—. Llego a The Shade para encontrarme con mi padre ciego... —Hizo una pausa y sonrió de nuevo—; me gusta cierta personita y ella se me ofende cuando le hago demostraciones de amor.
Eché a correr y le detuve en el umbral.
—¡William! —dije alterada—, quiero decirte algo.
Se inclinó hacia mí, sonriendo.
—¿Qué, Katherine?
—Quiero decirte que ahora ya sé que te quiero un poco y que ya has dejado de ofenderme...
—¿De veras, Katherine?
Me rodeó con sus brazos y me besó con suave dulzura.
—¡Katherine! —murmuró con acento tierno—; sé sincera. ¿Me amas ya?
—Sí —musité. Y escondí mi cabeza en su pecho varonil, mientras él reía dulcemente.