XIII
A partir de mi regreso a The Shade, en todos mis sueños palpitaba la imagen de una vieja galera por un mar sombrío estriado de espuma. «La travesía —me contaría más tarde Billy, mi antiguo Billy «Tormentas»— se anunció fatigosa. Yacíamos en la sentina en un hacinamiento sucio y miserable y en una atmósfera imposible de describir. Nuestro principal tormento era la sed. Hacía un calor áspero y sofocante. Arrancábamos los últimos jirones de— nuestras camisas, y el sudor resbalaba libremente a lo largo de nuestros torsos desnudos. El momento esperado con suprema ansiedad era siempre el del rancho. Nos agolpábamos a los barrotes que nos separaban de un corredor estrecho, creado artificialmente para comodidad de nuestros guardianes, y recibíamos el agua y el alimento. William reservaba siempre parte de su ración para Peter. Peter, desde el primer día del viaje, empezó a preocuparnos seriamente. El ambiente irrespirable le asfixiaba, y en la permanente oscuridad que sufríamos, a veces experimentaba crisis de terror, en las cuales parecía próximo a enloquecer. El remedio que William empleó con él la primera vez fue muy simple. Le arrojó contra la pared y lo abofeteó, hasta que estalló en sollozos como un niño.
Cuando los guardianes aparecían con luz para el rancho, surgíamos como espectros del reino de las sombras, y nos espantaban nuestros propios rostros, sucios y lívidos. Entonces Peter respiraba y parecía cobrar nueva vida. William era el único que llegó a dominarle, y el pobre muchacho se aferraba sólo a él como a su tabla de salvación. Cuando le daba uno de sus ataques de disnea, William se desprendía de su misteriosa cantimplora y le hacía beber menudos sorbos o le humedecía las sienes, obligándole a reaccionar. Sin embargo, no era el único enfermo, y durante aquella espantosa travesía, el gemido de «¡Agua! ¡Agua!», nos persiguió como una maldición.
Entre nuestros guardianes existían distintos grados. Uno de ellos realizaba su deber con indiferencia casi impersonal. No existía en él piedad, pero tampoco cabía esperar que se comportase cruelmente. En cambio, soportábamos a duras penas a un recio inglés de Nottingham, antiguo tejedor, cuyo odio hacia los irlandeses se manifestaba a cada momento. Su placer favorito era sacudirnos fuertes puntapiés cuando nos agolpábamos a los barrotes para recibir la comida, o bien nos colocaba la ración a distancia, a fin de que tuviésemos que sacar nuestros brazos al ras del suelo para cogerla y pisoteaba nuestras manos. Una de las veces en que se encontraba solo, confiado en la impunidad que le proporcionaban los barrotes de nuestra jaula, uno de nuestros compañeros apresó su tobillo y, tirando violentamente de él, lo derribó de bruces. Sus piernas fueron sujetas como por torniquetes, y sus atormentadores estuvieron a punto de romper sus tobillos.
A sus gritos de socorro acudieron los demás guardias y lo arrancaron de allí, teniéndolo que transportar en brazos. Nosotros callábamos, en un terrible y expectante silencio. El capitán de la nave bajó y nos pasó una silenciosa y amenazadora revista.
—¿Quién de vosotros ha sido?
Callamos.
—¡Os advierto —insistió— que tengo órdenes severísimas respecto a vosotros! Nos importa muy poco que el número de irlandeses que van a ser vendidos en América llegue allá o no llegue. Por vuestro bien, os invito a que me entreguéis al principal culpable, para que sea él solo el que pague su pena.
Nadie abrió los labios. Aguardábamos lo que pudiese suceder, en un silencio obstinado y sombrío. El capitán mandó traer la lista de embarque.
—¡Está bien, muchachos! —dijo—, Podéis seguir callando; pero de todos modos no os libraréis de un escarmiento. Voy a quintar vuestro grupo. Si pagan justos por pecadores, caiga sobre la conciencia del que dio origen al suceso.
De repente, de uno de los ángulos se destacó el fornido irlandés que en el puerto de Dublín había dado el viva a su patria, y, aferrando calmosamente los barrotes, dijo:
—¡Callaos la boca y dejad en paz a mis compañeros! ¡He sido yo!
—¡Sacadle de ahí!
Mientras uno de los soldados hacía girar la llave y descorría los cerrojos, el irlandés se volvió a nosotros y nos dijo:
—¡Muchachos! Soy del condado de Donegal. Me llamo Larry Dams. Tengo allí a mi madre y a mi novia. Si tenéis ocasión, decidle a mi madre que nunca he dejado de ser buen católico, y a mi chica, que se case con un hombre como cualquiera de vosotros. Os lo digo por si no vuelvo. ¡Adiós!
Se lo llevaron, y, contra lo que él esperaba, nos fue devuelto. Había partido tranquilo, sonriente y poderoso como un gigante. Cuando volvió era un cuerpo agonizante y roto, que tardó solamente unas horas en dejar de existir.
Desde entonces se apoderó de nosotros una desesperación más sombría.
En estos momentos William se reveló como el caudillo de todo el grupo y reunió nuestros dispersos restos de valor, logrando de esta manera que pudiésemos afrontar todos los percances de la travesía. Creo que debía ser el que más privaciones sufría de todos, pero su admirable naturaleza resistía el hambre y la sed mejor que cualquiera de nosotros. Como solía gemir nuestro Peter «el Chacal»: «Tanta agua fuera y no dan un sorbo para un moribundo.»
—Creo —le dije una vez a Sir William Hasting— que aceptaría mil muertes, antes que el infierno en que vivimos y el que nos espera.
—Lo comprendo, Billy —repuso éste gravemente—; pero debemos de procurar vivir. No por nosotros, sino por aquellos que necesitan de nosotros. Algún día se nos presentará una oportunidad de huida y volveremos a Irlanda. Esa hora de nuestra justicia llegará. De momento habrá que tener paciencia, ¡mucha paciencia! Y astucia. Y, sobre todo, no proporcionar al enemigo la alegría de saber que ha conseguido acabar con nuestra raza.
—¿Cuándo llegaremos a América? —preguntó Peter.
—¿Tienes ganas de llegar? —interrogó, sardónico, otro de nuestros compañeros.
En efecto. Ningún porvenir más miserable que el que nos aguardaba; pero, por lo menos, esperábamos poseer aire y luz. El ambiente de tinieblas y miseria que nos rodeaba había llevado al límite nuestra resistencia.
Al fin, un día los soldados que nos custodiaban bajaron a la sentina y fuimos extraídos de nuestra cárcel, siendo encadenados de dos en dos. Yo quedé al lado de Sir William Hasting, y delante de nosotros, Peter «el Chacal» iba unido a otro compañero. Ascendimos por las escotillas, y al salir a cubierta quedamos ciegos y embriagados de aire y sol. Muchos de nosotros tuvimos que permanecer un rato con los ojos cerrados hasta habituarnos al resplandor del día. Sir William parecía haberse acostumbrado desde el primer momento. La costa verde venía a nuestro encuentro, riente y luminosa, con un trémulo verdor de esmeralda. Las aguas, verde-doradas, de clara transparencia, levantaban crestas blanquísimas de espuma en los arrecifes de la isla. En algunos lugares el agua parecía hervir con bandadas de peces que huían ante nuestra nave. Port-Royal se ofrecía en toda su magnificencia bajo aquella luz de los trópicos, sorprendente y deslumbrante para nosotros, los hijos de la brumosa Erín.
A pesar de nuestra condición, nos sentíamos casi felices y mirábamos con envidia aquellas aguas, cuya claridad de cristal parecía permitir contar las piedras del fondo. Los marineros lanzaban voces de bienvenida a las gentes del puerto, y el chirrido del ancla sonó persistente y pacífico hasta que el hierro se hundió en la arena dorada y submarina, y la galera quedó anclada y quieta como en un merecido reposo.
Nos desembarcaron fuertemente custodiados, y al pisar el muelle tuvimos que sufrir la curiosidad de la multitud y el menosprecio de los ingleses, que se paseaban con aire de dueños y señores por las calles de la isla. Algunos comentarlos estallaban a nuestro paso. Unos preguntaban quiénes éramos. Otros aludían a la reciente venta de muchachos irlandeses, y se discutía si el rendimiento producido por un blanco podía igualarse el prestado por los negros, que constantemente llegaban a las islas para el trabajo de las plantaciones. Por el hecho de ser irlandeses y presos políticos, se nos achacaba una terrible y sanguinaria personalidad. En el criterio cerrado de las gentes de la isla, no podíamos ser otra cosa que asesinos, incendiarios y ladrones, enemigos de la patria y de la religión, para los cuales no cabía ni el más mínimo sentimiento de piedad. Éramos aún más de otra raza, que los negros que eran conducidos allí desde las verdes selvas africanas. Quizá dábamos pábulo a esta creencia con nuestro aspecto macilento y feroz; los rostros poblados de barbas, los cabellos desgreñados y nuestros ojos febriles de bestias acorraladas, en donde se revelaba el recuerdo brutal de aquella espantosa travesía.
Aquella noche dormimos en la cárcel de la isla. Se nos dio un rancho mucho más abundante para que restaurásemos nuestras fuerzas, y antes del amanecer fuimos conducidos a uno de los cobertizos del mercado de esclavos, haciéndose cargo de nosotros los vendedores de oficio. Su primer examen fue humillante y penoso para todos. Estábamos mezclados con fornidos sudaneses y otros indígenas, a los cuales, por primera vez en mi vida, contemplé con piedad, comprendiendo que también eran seres humanos. Separadas por un tabique de delgados bambúes estaban las mujeres, y también nos sorprendió y nos indignó ver alguna muchacha blanca entre negras de aspecto miserable y embrutecido, varias de las cuales llevaban a sus hijos sujetos con un jirón de tela sobre las oscuras espaldas. Una pobre jovencilla irlandesa hizo hueco por entre las cañas para vernos y hablarnos e inquirir si éramos irlandeses como ella. Sir William, que estaba al otro lado, se lo aclaró con voz llena de lástima.
—¿Y de dónde eres tú, criatura? —le preguntó.
—Soy de la región del Ulster —contestó con un sollozo—. De Londonderry ¿Qué creéis que nos harán, señor?
—No lo sé, muchacha —repuso William—; pero es necesario que confíes en la Providencia. Eres demasiado niña para que se porte nadie mal contigo.
—No soy tan niña —respondió—. Tengo quince años.
En el gesto de Sir William Hasting noté que recordaba a su joven esposa. Su rostro se endureció, y por un momento pareció que iba a perder su habitual serenidad.
—Vayas donde vayas —le dijo—, procura ponerte en contacto conmigo. No puedo gran cosa porque me veo como tú, pero velaré por ti en todo cuanto me sea posible.
—¡Gracias, señor! —replicó ella llorando—. Ya me parecía que erais un caballero principal.
Se apartó temerosa del tabique, para no atraer la atención de los guardianes.
—Creo que esto clama al cielo y que semejantes injusticias no podrán durar mucho —dije, sin poder contener mi indignación.
—No lo sé —repuso un tal Richard Brown, de la región del Munster—. Lo que sí sé es que al primero que trate de comprarme le romperé las narices de un puñetazo.
—No harás tal cosa —replicó Sir William—. De momento, ellos son los que tienen poder sobre ti y sobre todos, y te desharían los huesos de una paliza. Lo que debemos hacer es esperar el momento oportuno para huir y demostrar que somos hombres. Además, el que nos compra no tiene tanta culpa como el que nos ha mandado aquí.
—Eso es cierto —dije yo.
—Por tanto, reservemos nuestras fuerzas hasta que llegue el día en que nos libremos de las garras de estos malvados; de toda esa estúpida muchedumbre de ahí fuera, que no hace distinción entre un hombre y un animal. Y cuando seamos libres, Irlanda también será libre. Nuestra raza nació independiente, y todos los castigos y todas las opresiones no servirán más que para afirmar nuestra independencia.
—Erin go bragh! —clamó uno de ellos, lanzando así el grito nacional en nuestro puro idioma irlandés.
Habíamos reaccionado; de repente deseábamos que nuestros enemigos no viesen en nosotros la más mínima muestra de temor o de desolación. Fue por eso por lo que, mientras no comenzaba el mercado de esclavos, nos encontramos cantando una de nuestras viejas canciones irlandesas, para demostrar a nuestros verdugos que el espíritu de raza era lo último que ellos podrían destruir. Ello atrajo a nuestro cobertizo a uno de los guardianes que nos custodiaban.
—¡Eh, malditos condenados! —gritó—. ¿Qué es ese alboroto?
Cesamos en nuestra canción, pero se oyó alguna tos y algún carraspeo burlón.
—Al que carraspee con burla le va a pesar —nos dijo broncamente—. ¡Vamos! Os ha llegado el turno a vosotros, ¡bestias! Os voy a ir nombrando por pequeños grupos... ¡imbéciles! ¡Richard Brown! —llamó—. ¿Quién es ese estúpido?
—Yo me llamo Richard —repuso el aludido—; pero no me apellido «estúpido».
Hubo risas comprimidas.
—Al que se insolente lo deshago —nos advirtió amenazador—. Tú, ve saliendo —dijo a nuestro compañero—. ¡William Hasting! ¿Dónde está ese animal?
Sir William se puso en pie con una sonrisa y replicó obsequioso:
—Te pareces al mayordomo que anunciaba las visitas en mi casa —dijo.
Volvió a haber un conato de hilaridad en nuestro grupo.
—¡Como alguien se ría, prendo fuego a esta barraca!
Sin importarnos grandemente la furia de nuestro guardián, salimos de aquel cobertizo, donde nos encontrábamos hacinados, para pisar las tablas de aquella plataforma en donde los presos políticos de nuestro Lord Protector eran vendidos en contacto con indígenas congoleses y negros del Sudán. Al salir nos enfrentamos con las gentes de la isla, para quienes el espectáculo de nuestra venta constituía una de las mayores novedades del año Había caballeros ricamente vestidos alrededor del tablado, e incluso alguna dama exquisita, desde lo alto de su carretela, nos contemplaba curiosamente.
—Sir William —dije yo por lo bajo para atraer la atención de mi compañero. Pero éste, volviéndose rápido e imitando el acento bronco de nuestro guardián, me contestó:
—¡Apea el tratamiento, idiota! ¡Llámame William estúpido! ¿Aún no has aprendido mejores modales, majadero?
Nos echamos a reír.
Bajo aquella apariencia de ligereza y de broma, había, no obstante, un destello peligroso. La excitación nos sostenía. Peter, a nuestro lado, paseaba sus ojos ingenuos por toda aquella concurrencia que cercaba nuestro tablado. Tras ellos se erguía el panorama luminosamente verde de la isla: plátanos de grandes hojas charoladas: cocoteros empenachados y la infinita gama de verdes de la manigua densa y palpitante de aromas. Entre ella, los tejados de palma y las gráciles construcciones coloniales ofrecían un aspecto riente; pero para nosotros todo aquello no significaba más que el infierno agotador y cruel de las plantaciones. De repente, William se desplazó discretamente y llamó la atención de un importante personaje que se había acercado a nuestro grupo.
—¿Quién es? —pregunté.
—Un primo de mi mujer —repuso con ojos brillantes.
Se trataba de un individuo vestido con una elegancia extremada. Sus cabellos y sus cejas eran tan incoloros, que los rasgos de su semblante parecían casi desvaídos, si no lo desmintiese el brillo acerado y duro de los ojos.
—¿Eres tú? —preguntó a nuestro amigo, sin demostrar excesiva sorpresa.
—Sí —replicó éste—. ¿No podrías adquirirnos?
—Cierra la boca. Ya veremos —repuso.
William Hasting pareció algo más tranquilizado; pero, sin saber por qué, aquel pálido individuo despertó mi desconfianza. Sin embargo, cumplió su promesa. Peter, Richard Brown, William y yo fuimos comprados y conducidos directamente a su plantación. No obstante, y contra lo que William esperaba, se nos encerró con los demás esclavos en un cobertizo, en el cual no gozábamos apenas ni de sitio ni de comodidad.
—Creo que me he equivocado —dijo el joven, pesaroso—, Debí desconfiar de la familia de mi esposa.
Al día siguiente tampoco vimos a dicho caballero Se nos llevó a la plantación y se nos explicó lo que teníamos que hacer. Trabajábamos medio desnudos bajo un sol ardoroso que quemaba y enrojecía nuestra piel, custodiados por capataces brutales que mantenían una disciplina férrea y despiadada. Peter, extenuado como se encontraba por la travesía y el cambio radical de existencia, sufrió un desvanecimiento. Se le volvió en sí por el sencillo procedimiento de un cubo de agua arrojado sobre él, y como se retardase en su faena, fue el primero de todos nosotros que probó uno de los golpes de látigo de nuestro vigilante. Por fortuna, estaba yo al lado de William y contuve su súbito impulso de arrojarse sobro nuestro capataz, cosa que hubiese tenido fatales consecuencias. A la noche se nos reunió y se nos hizo presenciar el suplicio de un negro que se había aventurado a huir de las plantaciones, y al cual habían capturado de nuevo. A este castigo acudió el incoloro hijo de los Mac Moore, y dirigiéndose a todos nos advirtió fríamente que ello podría servir de ejemplo para nosotros.
—Tengo una traílla de perros —explicó— convenientemente amaestrada para la caza del hombre, y no creo que os fuese agradable a ninguno de vosotros ser objeto de una cacería de esta índole.
William me miró y se puso en pie, yendo hacia su pariente con el aspecto tranquilo y dominador de los Hasting.
—Thomas —dijo—, deseaba hablarte.
El otro vaciló y sus ojos se achicaron. Al fin, se apartó a un lado con él.
—¿Qué quieres? —preguntó fríamente.
—Únicamente saber cómo te propones comportarte conmigo y con mis amigos. Te veo muy bien situado —agregó William, lanzando una mirada en torno—. Y creo que parte de ello me lo debes a mí. No me gusta recordar los favores que hago, pero a veces no me queda más recurso que ése.
Las mejillas de su interlocutor enrojecieron.
—Te equivocas —repuso—. Lo que soy ahora me lo debo a mí mismo. Entre tú y nosotros no existe ya el más mínimo lazo...
—¿Mi esposa no es un lazo? —interrumpió William, sereno.
El otro pareció aún más violento por la interrupción.
—Lo era quizá. Antes —dijo con acento desdeñoso—. Y puedes creer que sin la menor aprobación mía. Pero supongo que habrá dejado de serlo.
—Supones ¿qué? —interrogó William, amenazador.
—Has dejado de poseer la más mínima personalidad civil —repuso Sir Thomas con tono frío—. Considera, además, la ideología de mi familia y pregúntate si consentirán que Katherine permanezca ligada a un individuo rebajado a la más denigrante de las condiciones sociales. Prácticamente, los irlandeses vendidos en las islas habéis dejado de existir.
—Lo malo es que existo —repuso mi amigo—, y no existo sólo para ti, sino para ella. Aun después de saber mi condena se las ingenió para pasar una noche conmigo en la prisión —agregó con cierta emoción dulce y varonil, como si se hubiese olvidado de quien le escuchaba—. Puedo decirte que el amor de este individuo de tan denigrante condición social, según tú, no la ofendió en lo más mínimo. Yo era para ella el hombre a quien amaba y al cual pertenecía, y ella me pertenece y me seguirá perteneciendo por encima de todo. Mucho más noble sería para ti y para tu familia que me dejaseis libre y que Katherine y yo pudiésemos ser felices fuera de Irlanda. Aún queda más mundo por ahí en el cual un hombre blanco jamás es considerado como un esclavo, no siendo en este divertido país, que vosotros os habéis propuesto arreglar.
—¿Dices que Katherine y tú habéis pasado una noche juntos después de tu condena? —interrogó Sir Thomas con ojos sombríos.
—Sí; así fue. Esa bendita criatura ennobleció con su presencia la miserable celda donde aguardaba la luz del día y reposó entre estos brazos míos, que ya tenían entonces las huellas de las cadenas. Aún hay algo más fuerte y más grande que vuestros mezquinos rencores. Podéis degradarme y envilecerme; pero a menos que te rebajes hasta el papel de asesino y me hagas arrancar la vida en estas malditas plantaciones, Katherine me pertenecerá y me esperará. Y, ¡la verdad!, nunca te tuve en un concepto elevado; pero asignarte el papel de verdugo, me parece demasiado fuerte.
Le dio la espalda con la misma altiva indiferencia que si estuviese en su castillo de The Shade. Thomas Mac Moore quedó mordiéndose los labios, humillado y sombrío. Comprendí que William le había dominado momentáneamente, pero que se había granjeado un odio tres veces mayor.
Seguimos nuestro penoso trabajo en las plantaciones. Pronto me di cuenta de que los capataces aislaban a William en labores cada día más intensas y agotadoras. Comprendí que se trataba de consumir su resistencia. Un esclavo negro no dura mucho tiempo en una plantación, y cada año es bastante elevado el número de los que mueren en la recolección de la caña. Cuando nos recogíamos para dormir, apreciaba sus ojos enrojecidos de fatiga y el gesto de extenuación con que se dejaba caer en cualquier rincón del cobertizo para dormir. Aparte de eso se le respetaba, y no vi a ningún capataz que emplease en él el látigo.
El fin concreto que Sir Thomas perseguía se vio claramente una mañana en que cortábamos caña cerca de una pequeña presa de la plantación. Nos ayudaban mujeres, y el rostro de William cobró interés cuando vio entre ellas a la muchacha irlandesa del mercado. En un momento de distracción se escurrió hasta él y le dijo con ingenua alegría:
—¡Señor! Estoy aquí.
—¡Ya te veo! —dijo William, lanzando una ojeada de recelo al vigilante—. ¡Corta caña cerca de mí o te llamarán la atención! ¿Cómo soportas esto?
—¡Mal!
—Lo suponía.
—Pero vos lo soportáis peor. ¿Qué os han hecho? ¿Estáis enfermo quizá?
—Cansado tan sólo. No es nada.
En aquel momento llegó Sir Thomas a caballo y ordenó que se cortasen las cañas que crecían en el agua. Se fijó en la muchacha irlandesa y dijo:
—¡Tú..., chica! ¡Vamos! ¡Corta esos tallos que salen de la laguna al lado tuyo! ¿No los ves?
Ella obedeció adentrándose en el agua valientemente. Sus ropas se hinchaban; estorbaban sus movimientos, y de repente se echó atrás con terror.
—Aquí se pierde pie.
—¡Vamos! ¿Qué hacen los hombres entonces?
Sus ojos se fijaban en William. Este sacó a la muchacha, asiéndola de un brazo con súbito arranque, y se adentró en el agua, que le llegaba hasta el pecho, cortando caña y arrojándonos los manojos. De repente se detuvo.
—¿Qué te pasa? —preguntó irritado Sir Thomas.
—Que ya no hago pie.
—¡Tonterías!
—No son tonterías. Hay una hoya.
—¡No vayáis más adelante! —gritó la muchacha irlandesa—. Ahora recuerdo que me han dicho que ahí hay un fangal movedizo.
Sir Thomas se volvió de repente, y con la mano abierta dio tal bofetada en el rostro de la jovencilla, que la derribó. Estaba lívido y sus ojos despedían chispas. William saltó de repente a la orilla y levantó a la muchacha, que, previendo la escena, se abrazó a él.
—¡Dejadle!, ¡dejadle! —dijo, reteniendo sus lágrimas— No me ha hecho daño.
—¿Qué haces ahí? —gritó Sir Thomas—. Vuelve a la laguna y corta lo que falta.
Por fortuna, William ya se había reprimido.
—He dicho que no hago pie, y además, creo en la existencia de ese fangal. ¿Qué es lo que pretendes?
—Lo único que voy a pretender —gritó su interlocutor— es castigar a esa estúpida inventora de fantasías. ¡Vamos! —ordenó a la joven—. ¡Camina hacia casa!
Richard Brown y yo estábamos al lado de William. Richard le cogió de un brazo.
—¡Contente! —dijo en voz baja—, o vas a perdernos a todos.
—¡No puedo dejar que maltrate a esa criatura! ¡Me ha salvado la vida!
—Te opongas o no, la maltratarán. Lo que harás es agravar tu suerte.
Sir Thomas había ya tomado el camino de regreso. William se desasió de nosotros y echó a andar por los campos detrás. Al llegar a la casa buscó a su primo político y le dijo con acento sereno:
—¡Oye, Thomas! ¿Te importaría aplicarme a mí el castigo de esa pobre e infeliz muchacha?
—¡No! —renegó éste en tono seco—. Aquí cada uno lleva su merecido y nada más. ¿Es que te interesas por la chica?
—Sí —repuso William, enfadado—. Da la casualidad de que tiene la misma edad que tenía mi mujer. Sí alguien pusiese sus manos en Katherine, lo estrangularía. Es su recuerdo el que me hace decirte que no toques a esta muchacha o te arrepentirás.
—Está bien —replicó su interlocutor con un encogimiento de hombros—. ¡Vuélvete a tu trabajo y no hagas de caballero andante; aquí no resulta!
William, sin tenerlas todas consigo, se volvió con nosotros. A la noche, al regresar, vimos numerosos carruajes detenidos ante la magnífica casa de Sir Thomas. Del interior brotaban alegres músicas, y su dueño, vestido con mayor atildamiento que nunca, recibía a los invitados. Bellas y delicadas damas, resplandecientes de joyas y con los blancos hombros descubiertos, cruzaban ante las ventanas del gran salón y se esparcían en unión de alegres caballeros por la explanada del jardín, iluminada con farolillos. Me quedé contemplando todo desde lejos como un mundo perdido al cual habíamos dejado de pertenecer. William se acercó y, sin reparar en el espectáculo, me preguntó gravemente:
—¿Ves por ahí a Mildred?
—¿A quién?
—A la chica irlandesa.
—No —repliqué—; estaba absorto en toda esta diversión. Parece mentira que existan seres tan felices al lado de gentes tan miserables.
William se encogió de hombros.
—¡Bah! Eso es algo a lo que deberemos acostumbrarnos desde ahora.
Una dama venía sola por una de las avenidas hacia nosotros. Era una mujer morena, intensamente hermosa. Noté a William sorprendido, y de repente se adelantó a ella.
—¡Anna!
—¡William! —exclamó con verdadera sorpresa y emoción—. ¡William!
Le tendió sus dos manos blanquísimas y él las besó correctamente. Ella volvió la vista atrás, temerosa.
—¡Espera! Aquí pueden vernos. ¡Ven!
Dieron vuelta a la casa, y ella le entró por la parte de atrás, subiéndole a un pequeño gabinete y cerrando las puertas. De abajo venían los alegres sones de la música y el bullicio de la fiesta. William miró a su alrededor, preocupado.
—¿No te comprometeré aquí, Anna?
—No. Mi esposo está jugando con los demás caballeros. A nadie se le ocurrirá subir. Toda la diversión está concentrada abajo.
Se le quedó mirando con ojos profundos.
—¡William! ¡Te encuentro muy cambiado!
—Es natural. Nuestro querido Sir Thomas, con cuya amistad te honras, creo que tenía el propósito de que el trabajo de las plantaciones pudiese acabar con la vida de un Hasting; pero debe comenzar a sentirse defraudado. He nacido duro como el acero y puedo resistirlo todo. Sin embargo, debes encontrarme algo envejecido.
—¡No... envejecido no! Más delgado..., moreno como un bronce... y —tocó con una sonrisa sus brazos desnudos— creo que tus músculos han adquirido la dureza del bronce también... Y tu gesto no es muy blando que digamos.
—Puedes completar tu pensamiento. Empiezo a volverme salvaje.
—Sí —Anna se sentó y le contempló con seriedad—. Tienes un poco la expresión de la fiera acorralada por sus enemigos.
—¡Y tan acorralada! —Fue a la mesita y tomó la jarra de cristal que había en ella—. Permíteme que beba un sorbo de agua. Estoy abrasado de sed. Es un tormento muy típico de todas nuestras horas de trabajo. —Bebió y, sin volverse, interrogó reflexivo—: ¿Sabes algo de mi mujer?
—¿Cómo crees que puedo saber de tu mujer, William?
—Porque te conozco. Tú, a pesar de tu marido inglés y de lo bien que debes pasarlo en Jamaica, eres irlandesa, y tu interés y tu atención están puestos en tu lejano país. Y aún más en mi viejo The Shade. Te morirías de curiosidad si no supieses lo que ocurre en mi señorío.
—Tu mujer está bien —replicó Lady Anna con tono seco.
William se volvió:
—¿Quién te da noticias de ella?
—Moira Foedsman.
—¿Sabes algo de mi padre?
—Continúa escondido.
William se sirvió otro vaso de agua.
—Cuéntame más cosas de Katherine, Anna —rogó—. Piensa que la sed que experimento de ella es muy superior a la que acabo de apagar ahora con esta jarra de agua. Se buena samaritana y dímelo todo.
La mujer le contempló con frialdad.
—Sentiría disgustarte, William.
—¿Por qué?
—Moira no cuenta buenas cosas de The Shade. Constantemente paran allí fuerzas. Y tu mujer cose las ropas de los soldados y borda las banderas del enemigo.
—¡No es cierto! —repuso William con calma. Su prima, ofendida, le miró.
—¿Qué dices?
—Que no es cierto. Desde niña, cuando alguien no te era simpático, no te importaba discurrir cualquier mentira con que acusarle. Es un defecto' muy desagradable, pero peculiar en ti. ¿Ha conseguido Moira hablar con Katherine?
—Moira aborrece el ambiente actual de The Shade y apenas pone los pies en él.
—Moira me es leal —repuso William—; pero su apasionamiento por mí también le hace ser injusta a veces con los demás.
Lady Anna comenzaba a enojarse.
—¡No creas que es tan injusta! Te diré todo cuanto sé. Los peores enemigos en cuyas manos has podido ir a parar son los Mac Moore. Su único deseo es ver libre a Katherine para casarla de nuevo. Comprendo que tengas un delicioso recuerdo de ella. Era una muchacha un poco silvestre, pero atractiva. Dócil e ingenua, como te gustan a ti. Si hubieses continuado a su lado, no dudo de que sería siempre una esposa ejemplar. Permíteme que te diga que había logrado hacer una buena boda y tú eres un hombre de los que, cuando se proponen ser agradables, saben despertar amor. Pero la has dejado siendo niña, con el sabor apenas indeciso del primer beso entre los labios y en medio de unos familiares que te aborrecen y que harán todo lo posible para que te olvide. En The Shade están parando constantemente gallardos capitanes del ejército de Cromwell. Tú estás al otro lado del mar. Y el tiempo pasa y el amor de una chiquilla es algo muy difícil de retener... —se interrumpió algo temerosa—. Siento haberte dicho todo esto, William, pero es la verdad.
—No lo sientas —replicó William, sombrío—.Afortunadamente, te conozco y eres una mujer. Si eso me lo hubiese dicho un hombre, ya le había hecho tragar todas sus palabras.
Anna palideció.
—Perdona si te he herido.
—No; no te preocupes. Las mujeres siempre sois crueles y mordaces para las de vuestro mismo sexo. Es muy raro encontrar a una mujer que defienda a otra mujer. Sin embargo, voy a decirte una cosa: dejé a Katherine siendo una niña; pero la Katherine que me visitó en la cárcel de Dublín era ya muy distinta de la que me había despedido en The Shade. Esta otra era ya una mujer enamorada, apasionada, loca de dolor y desesperación. Era realmente tal y como yo había soñado en transformarla un día... Y por encima de cuanto me digas, sé que no existirá en su vida otro hombre sino yo... Se pueden olvidar muchas cosas, Anna... Tú y yo hemos podido olvidar nuestros alegres devaneos por entre las rosas de The Shade; pero los besos y las lágrimas cambiados en una noche de prisión..., no lo creas; eso no se olvida.
Se rehízo de pronto.
—¡Bueno! Voy a dejarte. Estoy sobre ascuas temiendo comprometerte; pero antes voy a rogarte una cosa: si escribo una carta a mi mujer, ¿tú harás que llegue a sus manos?
—No me gustan esas cosas, William; pero lo intentaré.
—¿Dónde vives?
—Muy cerca. Al otro lado de las plantaciones de azúcar. Si vienes a verme, ven de noche y avísame desde el jardín con la llamada que usábamos de niños en The Shade: el grito del búho, ¿recuerdas?
—No es fácil que se me olvide.
—Sin embargo, estos días acudiré aquí. Habrá fiesta toda la semana.
—Sois gentes felices. ¡En fin! Adiós... y gracias por todo.
Abrió la puerta con precaución. Ganó las escaleras y se deslizó al parque. Luego nos buscó hasta encontrarnos en el cobertizo. Los negros de la plantación cantaban una de sus melopeas. Bajo la luna que bruñía las copas charoladas de los plátanos, sus voces ascendían como una honda y desgarrada nostalgia de su selva. William se sentó a nuestro lado silencioso. Yo refunfuñé:
—¿Crees que va a ser posible dormir con este alboroto?
—¡Déjalos! —repuso con dulzura—. No son tan salvajes como la gente cree. También recuerdan su país y sus hogares.
Se tendió sobre el suelo y cruzó sus manos bajo su nuca. Yo le interrogué por su entrevista y él me la contó; cuando quise, indignado, defender a Katherine, me cortó con un gesto elocuente:
—No te preocupes. Conozco a mi mujer. Me esperará en The Shade, mientras yo logre sobrevivir en esta maldita isla. Es una convicción que si un día me abandonase me obligaría a enloquecer. Pero sé lo que digo... Y cállate ahora; me agrada escuchar a los negros y soñar despierto con Katherine... Es mi antídoto de todas las noches... ¡Katherine y The Shade!...