IX

¡Cloud's Moor! ¡Mis abuelos, muertos, y Cloud's Moor, incendiado! ¡Sentía que habían destruido mi infancia! Estábamos solos en mi gabinete, decorado de muérdago. William apoyado en la chimenea, miraba sombrío las llamas. Aún me parece estar contemplando su perfil duro sobre el temblor rojizo del fuego. Yo me encontraba sentada en un sitial con todos mis amigos en torno. Peter, extenuado, descansaba en un escañuelo con las manos cruzadas sobre las rodillas y la cabeza rubia y adolescente apoyada sobre ellas, infantilmente dormido. Billy paseaba al fondo de la habitación, y Jim, «Corazón de Piedra», estaba en pie ante mí, contemplando mi angustia con una mirada extraña, larga y envolvente.

—¿Cómo murieron mis abuelos, Jim?

—Abandonaron Cloud's Moor antes de ser incendiado. Huyeron, como muchos, a las montañas. Pero, al fin, regresaron al Brezal. Tu abuela venía enferma. Murió de frío. El abuelo cayó defendiendo Cloud's Moor.

William se apartó de la chimenea, y acercándose, se sentó en el brazo de mi sitial y me rodeó con su brazo con dulce protección. Yo interrogué:

—¿Sufrieron mucho?

Cada pregunta mía endurecía de un modo intensamente amargo el rostro de mi amigo. Su voz se enronquecía, un temblor sensitivo cruzaba por sus facciones juveniles.

—¿Para qué quieres saberlo, Katherine? Ahora son felices.

—¿Tuvisteis desgracias en vuestras familias, Jim?

—Tan sólo Peter; quedó sin padres. No le juzgues mal, aunque le veas dormir. Hemos venido a uña de caballo sin descansar y se encuentra agotado. Es el más joven de todos.

—¿Y Doris?

—No le ocurrió nada.

—¿Y nuestro árbol de las ardillas?

Era una pregunta pueril; pero «Corazón de Piedra» me comprendía perfectamente. Se arrodilló ante mí y cogió mis manos entre las suyas.

—No me preguntes más, Katherine, por favor. No pienses más en el Brezal.

—¿Quemaron también nuestro árbol, Jim? —insistí con los ojos arrasados.

—El fuego se propagó al bosque vecino. Entonces nos juramentamos como en otros tiempos, ¿recuerdas? Pero éste ya no era un juramento de niños. ¡Cloud's Moor tendrá su venganza!

William se levantó de pronto y Jim se puso de pie. De repente noté una tensión extraña. Los dos quedaron frente— a frente, mirándose a los ojos.

—Os agradezco vuestro juramento en nombre de Katherine, Jim; pero a mí me corresponde esa venganza de que hablas.

—A nosotros también —repuso Jim sombrío. Las miradas de ambos volvieron a cruzarse con un frío destello. Al fin, mi marido se dulcificó.

—Está bien. Podemos unirnos para ella.

Billy se acercó.

—¿Nos incorporaríais a las tropas de Dublín? —preguntó con ansiedad.

—¡Muchachos! —dijo mi esposo con cierta severa dulzura—. Lo que hay que dilucidar aquí es si lo que vais a hacer es una venganza meramente personal o a tomar posición en la revolución de Inglaterra.

—¡Yo soy realista! —dijo Billy—. ¡Y católico! ¡Deseo servir a estas ideas, si me es posible!

Peter, espabilado de súbito, murmuró:

—Yo iré donde vayáis los demás.

—Eso no es una actitud lógica, Peter —dijo William, y su tono era sumamente dulce. La infantilidad de mi antiguo «Chacal» le conmovía. Mirándole con ojos húmedos, a mí me parecía ver aún sobre su hombro a la lechuza tuerta y oír su habitual queja de siempre: «¿Y después me rehabilitaré y volveré a ser caballero pirata?» ¡Oh, sí!, ¡Donde los demás fuesen, iría él! William dio unos pasos pensativo.

—Yo tengo ya mi camino trazado, muchachos. Soy soldado de su majestad y he jurado su bandera. Forzosamente tendré que ir a Dublín. El que quiera acompañarme podrá hacerlo. Pero pensadlo antes.

«Corazón de Piedra» contestó sin volverse, deshaciendo con el pie el tronco que ardía.

—Lo traemos pensado desde Cloud's Moor.

—¡Jim! —dije yo de repente. El se volvió y de súbito, a pesar de mi poca experiencia, comprendí que había celos entre él y William—. ¡Jim! —me puse en pie y coloqué mi mano sobre su brazo—. ¡Me agradaría tanto que no os arriesgaseis por mí! ¿No crees que el Brezal de las Nubes está por encima de todo y no necesita venganza alguna? En Cloud's Moor estamos acostumbrados a mirar a lo alto. Esas fueron las últimas palabras del abuelo.

Mi voz tembló.

—¡Pero es que hemos quedado sin casa, Katherine! —dijo el muchacho sombrío—, Somos ya hijos de la revolución.

—Pues entonces no os separéis. Caminad unidos todos. Como siempre.

Mi antiguo «Corazón de Piedra» me devolvió en una de sus dulces miradas, y tomando la mano que yo aún apoyaba en su brazo, respetuosamente, la besó. Luego se volvió a William y le tendió su diestra en un gesto abierto y leal. William la estrechó de un modo franco y vigoroso. Yo sentí entonces mi corazón aliviado. Ignoraba que era yo misma la que los acababa de condenar a todos.

De repente me encontré sola. William acompañó a mis amigos al comedor para que cenasen y ordenó que les dispusiesen habitaciones. Volví a mirar mi cámara decorada de Navidad, y con gesto cansado deshice mis trenzas. Mi esposo tecleó en la puerta y luego entró.

—¿Vas a acostarte, Katherine? —interrogó con protectora ternura. Yo moví, dudosa, mi cabeza.

—No; creo que no; sé que no dormiré.

—Entonces no te dejaré sola. ¡Ven aquí!

Me arrojé sollozando en sus brazos.

—¡Ahora te irás tú, William! ¡También te irás tú! ¡Esto es el principio!

—¡Vamos... no llores! —repuso, acariciándome—. ¿El principio de qué?

—No lo sé —repuse bañada en lágrimas, escondiendo mi rostro en su pecho—. De algo terrible. Todo lo bello y lo hermoso de mi infancia ha desaparecido. ¡Y ahora te vas tú! ¡Tengo miedo, William! ¡No me dejes sola!

—¡Tranquilízate! ¡No quedarás sola! Tú y mi padre me esperaréis. Yo voy ahora a Dublín a tomar órdenes... Estudiaré la situación, y si es necesario os transportaré a otra comarca de Irlanda... Estaré fuera, a lo sumo, unos cuantos días...

Yo le miré, agitada y convulsa.

—¡William! ¿Es que no te das cuenta? ¡No te tengo más que a ti! ¡Antes poseía Cloud's Moor! ¡Sabía que si algo no me sucedía bien, podría volver al Brezal! Pero ahora, todo cuanto poseo en el mundo eres tú.

—¡Y The Shade! —respondió.

—¡The Shade sin ti no es nada! ¡Es lo que dice su nombre! ¡una sombra! ¿Por qué me enseñaste a quererte, si ahora me dejas y te vas?

Me acariciaba sonriendo.

—¿De veras te enseñé a quererme, Katherine?

—¡Bien lo sabes tú! —repliqué, llorando a mares—. ¿Por qué has sido tan bueno conmigo? ¡Ahora sé que me moriré de pena!

Se echó a reír y me enjugó los ojos con su mano.

—¡No! ¡No te morirás de pena! Entonces, ¿quién me va a esperar en The Shade? ¿Tu tía Carlota? ¡Horror! ¿Por qué no confías en mí, cuando te digo que volveré; Ahora estás nerviosa y deprimida por todo cuanto ha ocurrido en Cloud's Moor. Eso te hace ver el porvenir oscuro. Pero ¡ya verás! Aún nos esperan más Navidades alegres y risueñas. Tenemos que vivir tú y yo días maravillosos, llenos de cariño y felicidad... Ahora vas a acostarte, mientras yo dispongo unas cuantas cosas antes de irme. Deseo dejar The Shade al corriente... Deja entornada la puerta de comunicación. Entraré a despedirme de ti.

Obedecí, y tan extenuada me sentía, que no tardé en dormirme.

Cerca del amanecer me desperté con la sensación de un beso en la boca. Una sombra se cernía sobre mí y sentí las manos de William, que me acariciaban.

—Sigue durmiendo, vida mía —dijo en voz, muy baja—. Todavía voy yo a descansar un poco antes de partir.

Le sentí alejarse; el crujido de su lecho, y poco después, su respiración uniforme. Estuve desvelada durante algún tiempo, y, al fin, volví a conciliar el sueño. Me desperté con un sobresalto, cuando mi habitación estaba ya esclarecida por la luz gris del alba. Corrí a la alcoba de mi esposo; se encontraba vacía. Abrí las ventanas que daban al parque y escuché el galope de los caballos, que se alejaban camino de Dublín.

Al bajar a desayunar, mi tía Carlota me llamó aparte. Sus ojos centelleaban.

—¡Katherine! He recibido carta de tu padre. Cromwell le ha llamado a su lado. Dice que no olvides que eres una Mac Moore.

La escuché atenta, sin acabar de comprender. Cuando una revolución estalla, los primeros momentos encierran una terrible confusión. Luego, el odio y la sangre delimitan los campos con trágica claridad. Durante muchos años recordé las palabras del conde de Strafford, primera víctima de la guerra, momentos antes de que su cabeza rodase bajo el hacha del verdugo. «Ruego a cada uno de los que me escuchan que examinen seriamente y puesta la mano sobre su corazón, si el principio de una reforma saludable debe escribirse con caracteres de sangre.»

William no volvió al cabo de unos cuantos días, como él había prometido. Pasaría mucho tiempo antes de que le volviese a ver. Inglaterra e Irlanda se habían dividido, y lo que era aún peor: mi propia familia. Con verdadero terror comprobaba que mi padre y mi esposo se encontraban frente a frente.

Por otro lado, William había abrazado una causa condenada al fracaso más irremisible al servir a su rey. Según una vieja poesía de la época, éste «Combatía por combatir y para mantener su derecho, remando sin tener puerto.»

El día en que la cabeza del soberano de Inglaterra rodaba por el cadalso adosado a su regio palacio de Withe Hall, Lord Hasting me animó con unas cariñosas palabras.

—Es indudable que William no puede dar señales de vida —me dijo con dulzura—. Tú muévete con prudencia, hija mía. Estás al amparo de los tuyos y no te ocurrirá nada. En cuanto a mí, la ancianidad y mis achaques... me protegen. Esperemos que The Shade sea una isla en este mar de sangre que ha invadido Irlanda.

Sin embargo, se equivocaba. Después de esta conversación, no nos volvimos a ver. El hacía su vida completamente apartada de la nuestra, encerrado en su vieja torre. Creo que de ese modo intentaba no perjudicarme a mí.

The Shade se vistió de tragedia. Se alojaron en él tropas puritanas. Cantaban salmos mientras limpiaban sus viejos mosquetones. Vestían de todos los colores y a menudo de harapos, pero eran gentes sombrías y fanatizadas, cuyos oficiales leían la Biblia en voz alta y dirigían los cantos religiosos, y cuyos capitanes solían gritar: «¡Fuego en nombre del Señor!»

Mi tía asimiló pronto el espíritu puritano. Vestía de negro, trajes austeros, cerrados y rígidos; caminaba con la Biblia entre sus manos, afiladas y blancas, y hablaba constantemente de la ira divina y de la destrucción de los que creía sus enemigos.

—Doy gracias al Señor porque la guerra haya apartado de ti a tu esposo, Katherine —solía decirme—. Espero que pronto se rompa toda última ligadura. Ya has visto lo que le ha ocurrido a Lord Cavendish, la flor de la Corte y del ejercito del Rey, cuyo caballo se sumergió en un pantano. Ese será el destino de todos aquellos que desafían la cólera del Señor.

Para no oírla me entretenía tocando el arpa, recordando en ella la vieja balada irlandesa, que tanto agradaba a William; el «Adiós a Emer», o «Londonderry Air», cosa que ponía frenética a mi tía.

—¡Calla ya con esas canciones profanas! —exclamaba, imitando el estilo de los predicadores que nos visitaban—. ¡Hay que purificar The Shade, morada de pecado, con oraciones y salmos!. The Shade, lugar de fiestas y de bailes, que solo ha sido regocijo de los poderes del mundo y de las vanidades de la vida...

—¡The Shade no es morada de pecado! —replicaba yo con exasperación.

Entre tanto, las tropas de Cromwell habían invadido el país; pero, además, en cada sitio surgía una revolución nueva, e Irlanda se desangraba, siguiendo a numerosos y distintos partidos.

Mi padre se detuvo unos días en The Shade al mando de las tropas. El puritanismo había encontrado en él un adepto más. Llevaba una vida terriblemente austera y lamentaba secretamente haber cedido a las instancias de mi tía para desposar a su hija con un miembro del partido realista, y católico por añadidura. En cuanto a mis creencias religiosas, nadie se preocupaba de interrogarme. Se me ordenaba, y no se esperaba de mí nada más que la obediencia pasiva de una hija de familia. Yo había tenido que volver a ceder las llaves de The Shade, que era ahora lugar de concentraciones militares, y mi tía nuevamente corría con todo. Me hacía pasar la vida cosiendo las destrozadas ropas de los soldados y bordando banderas. Mi mente era un caos. Era indudable que yo trabajaba para los enemigos de los Hasting, y un día me negué en rotundo a seguir con aquella labor. Mi tía se levantó de su asiento como loca.

—¿Tratas de insinuar que tú compartes las ideas políticas de tu marido?

—No insinúo nada, tía —repuse firmemente—, sino que mi deber es ser leal a los míos.

—¿Y quiénes son «los tuyos»?

—No puede existir nadie más mío que el hombre que vosotros mismos me disteis por esposo.

Mi tía se puso del color de la púrpura.

—¡Eso es algo que nunca lamentaremos bastante! —explotó al fin.

—No deberíais lamentarlo. Al fin y al cabo, estáis haciendo uso de The Shade, a pesar de todo cuanto digas contra él. Antes, bien hermoso te parecía. ¡Y en realidad lo era! —agregué nostálgica—. Cuando William estaba aquí, todo parecía tocado de alegría y claridad. Fue el único hombre que me quiso tal y como yo era. El único que me hizo saber cuánta belleza existe en el amor.

Al volverme me estremecí. Mi padre me escuchaba grave y pensativo, parado en el umbral. Mi tía se dio también cuenta de su presencia y exclamó:

—¿Oyes lo que dice, George?

Aún le estoy viendo, con su cabello cortado y su poblada barba, ante mí. Su mano jugaba distraída con la cadena de plata de su cuello. Era un hombre callado y majestuoso; ardiente y sincero para su causa, pero que siempre me inspiraba temor.

—¿Amas a tu esposo, Katherine? —preguntó gravemente.

—Cuando me casasteis con él, ¿es que no esperabais que le quisiera?

Alzó su mano en son de muda protesta.

—¡Cuidado, Katherine! ¡No te estoy acusando! ¡Respóndeme sin comentarios! ¿Le amas por encima de todo?

—Por encima de todo —musité.

—¿Estás entonces a su lado? ¿Serás incluso leal a la causa que él defiende?

—Yo no entiendo de política —murmuré en voz baja, aunque firme—; pero le seré leal a él... ¡Eso es lo único que sé de verdad!

—¡Está bien, hija! —repuso sin que se alterase un solo rasgo de su rostro—. Eres todavía muy joven; pero me parece que has decidido cuál es tu deber. No te censuraré por ello; pero como sin querer te has transformado en una aliada de nuestros enemigos, tendré que vigilar tus paseos por The Shade. Podrías convertirte en un contrario más.

—¡Antes de que eso ocurra, enciérrala, George! —exclamó mi tía.

—No ha cometido ningún delito, Carlota —repuso mi padre ya desde el umbral; y agregó antes de desaparecer—: ¡Ah!, y no le hagas bordar las banderas de sus enemigos. Ni la riñas tampoco. Por ahora no ha realizado nada malo..., nada de que se tenga que arrepentir...

—¡Gracias, padre! —murmuré agradecida.

Se trataba de un hombre severo e inflexible, pero justo. Siempre le recordaré con sus pobladas barbas y sus ojos grises de acero. Jamás autorizó ninguna tropelía, y mientras permaneció en el castillo, el viejo Lord Hasting no sufrió la más mínima molestia. Seguía en su torre al amparo —como él decía— de su ceguera y su ancianidad.

The Shade y su hermosura consolaban mi corazón. Las oropéndolas amarillas colgaron sus alcázares de los verdes macizos, Nacieron desafiantes los lirios blancos, y el verano maduró el fruto rojo de los alisos y se abrió la pompa imperial de las rosas de otoño. El tiempo pasaba por The Shade, entregándole la eterna belleza de sus estaciones. En cambio, las noches en la vetusta morada eran sombrías y agobiantes, preñadas de melancolía. La tristeza comenzaba a arrastrar su manto gris por los salones huecos y vacíos y nos hacía compañía en las largas veladas de invierno.

Una noche me despertaron ruidos y cuchicheos. Salté de la cama y, echándome una bata por encima, salí al rellano de las escaleras. Allí me quedé muda y fría. Un hombre desconocido ayudaba al viejo Lord Hasting a bajar al «hall», débilmente iluminado. Moira les ayudaba.

—¡Moira! —exclamé sin poder contenerme—. ¿Dónde vais?

—¡Continuad vosotros! —ordenó ella, y subió hasta mí. Sus ojos ardían como una hoguera. Sus manos, nerviosas se apoyaron en mi brazo.

—¡Callad! —murmuró—. ¡Callad! ¡No penséis en delatarnos!

—¡Pero Moira! —dije angustiada—. ¿Dónde lleváis a Lord Hasting? ¿Por qué le hacéis abandonar la casa?

—¡The Shade ya no es su casa! —repuso la muchacha con voz incisiva—. ¡Es vuestra! ¡De los enemigos de los Hasting! ¡Aquí peligra su vida! ¡Estamos cumpliendo órdenes de Sir William!

—¿Está bien? —pregunté llena de alegre ansiedad—. ¡Moira! ¿Sabes tú dónde se encuentra?

—Aunque lo supiera, no os lo diría, ¿Para qué queréis saberlo? ¿Para entregarle a aquellos que le odian?

—¡Moira, por favor, no, no! —Me sentía aliviada y anhelante, deseosa de convencer como fuese a aquella altiva muchacha—. ¡Sabes muy bien que yo no comparto las ideas de los míos! ¡Llévale una carta! ¡Haz que podamos establecer contacto de alguna manera!

—¡No confío en nadie, y menos en una Mac Moore!. —replicó la joven con voz sorda—, ¡Tenéis la rivalidad con los Hasting clavada en las entrañas! ¡Les habéis arrebatado The Shade y les arrancaríais la sangre de las venas para bebérosla, si os fuera posible!

—¡Moira! ¡Cállate!

La voz varonil me hizo volverme, alucinada. De la oscuridad del rellano surgió una silueta de sobra conocida. Casi exhalé un grito.

—¡William!

Tapó mi boca con brusca ternura, al cogerme en sus brazos.

—¡Silencio! —musitó en voz baja—, ¡Pueden oírnos!

—¡William!. ¡Tú aquí, William! —me sentía compartida por la dicha y el terror—. ¡William, por amor de Dios! ¡Debes irte! ¡Aquí peligra tu vida! ¡Pero... qué feliz soy por haberte visto! ¿Por qué no querías dejarte ver?

—¡Katherine querida! ¡Es que puedo comprometeros a todos! —Me besó repetidas veces de un modo precipitado—. ¡Debo irme! ¡No me olvides!

Pero yo me aferraba con dedos nerviosos a él.

—¡No me dejes, William! ¡Llévame contigo! ¡No quiero permanecer aquí!

Me sentía temblar como la hoja de un árbol. El me sonrió, tranquilizador.

—Ahora no puedo, Katherine. Nos perderíamos todos. No protestes, vida mía... ¡Espérame!... ¡Vendré un día por ti! ¿Me oyes?

—¿Cuándo?

—No lo sé, pero vendré... Júrame que me aguardarás..., que me serás fiel toda tu vida.

—¡William!

Me miró con soñadora ternura. Acarició mis cabellos dulcemente, como si quisiera calmarme.

—Crecerás más... Te harás una mujer muy hermosa... Querrán casarte con cualquier maldito puritano... Anularán de alguna manera nuestro matrimonio..., o por lo menos, te dirán que se ha disuelto... Eres aún una niña, pero sabes discernir... Júrame que no te doblegarás a nada..., que no te cambiarán... Volveré por ti, si no muero..., y si muero, recibirás noticias mías... Solamente entonces podrás sentirte libre.

—¡William! ¡Por favor!

—¡Bien! —Secó con su mano mis mejillas, por las que resbalaban las lagrimas—. ¡No llores! Ya te he dicho que volveré. Por la Santa Virgen, júrame que me esperarás.

—Te lo juro por la Santa Virgen... —repetí sollozando—, pero no tardes mucho en venir... ¡Puedo volverme vieja y entonces ya no gustarte!

Se echó a reír silenciosamente, volviéndome a parecer el Sir William de días pasados. Me besó con dulce ternura.

—Aun cuando te volvieses vieja, me gustarías..., pero procuraré venir mucho antes de que eso suceda. ¡Te lo juro también!

Se desprendió de mí, bajando con silenciosa rapidez. La voz de mi tía sonó en el piso alto.

—¡Katherine!

Desde el final de las escaleras, William se volvió y me saludó con la mano y una sonrisa, antes de desaparecer. Aguardé a oír el débil ruido del portón. Entonces torné a subir con cansancio, oyendo de nuevo la llamada de mi tía

—¡Ya voy! —repuse fatigadamente. Ella me esperaba en el umbral de mi alcoba, llevando una luz, y me dirigió una mirada inquisitiva.

—¿Dónde has ido?

—A beber agua. No podía dormir.

Crucé adelante y me arrojé sobre el lecho, sin hacerle caso. Ella me miró, reprobadora. Cerró la puerta y se fue. Entonces yo apagué la luz, y yendo a la ventana, la abrí de par en par. The Shade resplandecía bajo la luna. Me arrodillé cerca del alféizar y oré contemplando el cielo nocturno.

—¡Oh. Señor! ¡Protégele! ¡Que no le ocurra nada malo y que vuelva un día por mí!