XVIII
«Katherine querida: En este momento en que te escribo oigo el chapoteo de las olas y me rodea el latido interno de la nave, sobre cuyas jarcias ayer tarde sonaba el chillido de las gaviotas, que me decían que Irlanda estaba cerca. ¡Mi amada Irlanda...! Y sé que ya no volveré a escuchar estos ruidos, ni a contemplar este mar... No debes entristecerte por esto, sin embargo... Hay veces en que el destino se estrella contra nuestro deseo de vivir, y yo quiero que continúes recorriendo las gentiles veredas de The Shade sin sombras en el alma, ni amargura en el corazón... Me cuesta un poco darte este consejo; pero si encuentras en tu camino un hombre cuyo amor se parezca en algo al mío, no le digas que no... Todos los irlandeses somos tan locos e independientes, que, como Sinn, nos pasamos la vida luchando con gigantes... y no siempre vencemos... Ahora te dejo a ti ese destino; debes vencer dentro de ti el propio gigante de tu desolación... Te encomiendo la noble y grande tarea de vivir y de esperar que la alegría vuelva a abrir sus rosas entre tus manos blancas y queridas...»
William me entregó su carta y colocó alrededor de mi cuerpo su viejo cinturón, que guardaba una fortuna. Richard y yo, si un día conseguíamos huir, debíamos comprar un barco, tripularlo de irlandeses y proseguir la lucha.
—Puede que rompáis la calzada de los gigantes —dijo con una breve risa—, puede que no. No soy adivino. Pero continuad andando hasta que cierre la noche...
Se levantó de donde estaba. Se dejó llevar a un rincón de la sentina; con las manos atadas apartó los mechones lacios del cabello, que caían sobre su rostro; miró indiferentes los látigos de cuerdas; los soldados de gesto endurecido y torso desnudo que elegían los más apropiados, cuchicheando en voz baja. Sir Thomas bajó un momento y ordenó con semblante frío y orgulloso:
—¡Bueno! ¡Cuando queráis!
El mismo fijó más cerca el farol que vacilaba y despedía humo y olor a aceite. El oficial que mandaba el grupo se acercó a él y le hizo presente que era muy probable que sus hombres terminasen agotados antes de acabar con el reo.
—Cuando todos nos cansemos le ahorcáis, y nada más —dijo el caballero, displicente. William, entre tanto, se dejaba maniatar y desnudar con una docilidad suprema. De repente volvió sus ojos oscuros y nos dijo con serenidad suave y dulce:
—¡Subíos a cubierta! ¿Queréis? ¡Me quedaré más tranquilo!
Richard me cogió firmemente de un brazo y me dejé conducir. Salimos al aire y al sol; pero el amanecer glorioso sobre el mar y el súbito romper de la niebla sobre la costa de Irlanda nos encontró aturdidos e insensibles. Sobre la arboladura resonaba la vocinglera chillería de un bando de gaviotas rasgando el aire azul, pero yo tenía ante mis ojos el lento oscilar de un farol despidiendo humo y aceite y la dulce mirada de despedida de los ojos de William Hasting...