XII

Al día siguiente me encontraba ensillando a «Gemma» cuando mi padre me preguntó adónde iba.

—A la fragua de los Foedsman —repliqué.

Una sombra oscureció su rostro y comprendí que creía que yo iba a ella a saber detalles del apresamiento de William. Me encogí de hombros. Ahora ya no me interesaba aquello, sino llegar a Dublín.

—Es posible que regrese tarde —dije—. Sé que los Foedsman me invitarán a comer. Y acaso a dormir, si se levantase lluvia.

Me arrojó una mirada sombría.

—¿Crees que te hará bien esa visita?

—Enfermaría si no la hiciese.

Piqué espuelas y salí al galope. Con mi padre gozaba de mayor libertad que con mi tía.

No llegué a la fragua. Jim me esperaba con un ligero carruaje en el camino y me obligó a subir.

—¿Confías tú en los Foedsman? —me preguntó.

—Son muy adictos a William.

—A tu esposo ya lo sé. Pero esa muchacha te odia... ¡Acomódate bien!... —colocó unos almohadones en mi espalda—. Por eso he preferido no esperarte allí... Esa Moira no me gusta, ¿comprendes?

—A mí me da pena.

El cochero enganchó a «Gemma» al carruaje. Jim subió y se sentó a mi lado, bajando las cortinillas. Parecía radiante como un niño.

—Cuando queráis, señor —dijo el cochero.

—¡Arranca! ¡Y de prisa! —ordenó mi amigo.

Todo el camino hasta Dublín mi fraternal «Corazón de Piedra» demostró cuánta ternura y solicitud podía inspirarle su antigua compañerita de juegos. La noche del día en que abandoné The Shade no quise descansar en ninguna hostería. Fue una noche de lluvia fría e inhospitalaria. Una debilísima luz de aceite brillaba sobre nuestras cabezas, y el áspero traqueteo nos impedía dormir. En esa noche le conté todos mis amores con William. Jim me escuchaba con la cabeza baja y reconcentrado interés. Cuando las lágrimas brotaban de mis ojos, él tomaba una de mis manos entre las suyas y la acariciaba en silencio. Me sentía entonces confortada y le sonreía.

—¡Jim! Ha sido para mí una bendición del cielo que aparecieses.

—Cuando algo me salga mal, pensaré en esas palabras.

—Cuéntame ahora tu vida, Jim. ¿Qué has hecho en este intervalo de tiempo?

Su rostro cobraba un rubor oscuro. Bajaba la cabeza como un niño avergonzado.

—No me preguntes, Katherine. No puedo contártelo a ti. Vivimos en una laguna de sangre. Tú, recluida en The Shade, protegida por tu familia inglesa y apartada del mundo, ignoras los horrores del resto del país. En Tredag y Westford y en numerosas poblaciones, Cromwell y sus malditos partidarios aniquilaron la población, y existen comarcas desiertas cuyos habitantes yacen bajo los humildes terrones que ese canalla se ha repartido como botín. Se ha querido exterminar la raza irlandesa y sustituirla por ingleses. ¿Qué quieres que hiciese yo en este océano revuelto? Manchar mis manos y endurecer mi corazón. Muchos me conocen por el sobrenombre que tú me pusiste en Cloud's Moor.

—¡Oh no, Jim! —dije con dulzura—. Mi sobrenombre ocultaba un corazón de oro. ¿Y acaso no estás demostrando tenerlo ahora?

Me miró sorprendido.

—¿Para quién?

—Para mí.

—¡Para ti! —una luz de ternura resbaló por su rostro—. ¿Cómo no voy a tenerlo para ti, Katherine? ¡Por favor, no digas tonterías!

—¿No estás enamorado de alguna chica buena, Jim? ¡No me digas que no has hecho más que odiar!

—Lejos de ti, es lo único que he hecho.

—Pero no volverás a esa vida, Jim. ¿Verdad que no volverás?

—¡No me preguntes, Katherine! ¡Te lo suplico!

Yo insistía, con la confianza de otros tiempos. Apoyaba mi mano en su hombro. Usaba mi antiguo imperio de niña.

—¡Jim! Si no has sido incluido en las listas negras, debes volver al Brezal y crear un nuevo Cloud's Moor.

—¿Para quién?

—Para ti. Para la mujer con quien te cases. Para tus hijos.

—No hablemos de eso, ¿quieres?

Yo me enfadaba ante su testarudez. Fingía dormir, y corrían millas de camino fangoso y abrupto, donde las ruedas levantaban salpicaduras de barro y los caballos pisaban pacientemente, azotados por la lluvia de primavera. Al fin quedaba traspuesta. En sueños sentía que Jim me cubría con la ligera manta de viaje o pasaba su brazo bajo mi cabeza para librar mis sienes doloridas del crujiente retemblar del vehículo. Con la luz gris del alba, yo abría mis ojos y le veía apartar los suyos reconcentrados.

—Estás muy pálida y cansada. ¿Pararemos en la próxima hostería?

—No. Jim. Tengo miedo de que nos alcancen.

—¿Resistirás?

—Sé que resistiré.

El movía la cabeza dudoso.

—Me temo que no. Voy a imponerme.

Trató de hacerlo en uno de los relevos; pero mis ojos se llenaron de lágrimas y flaqueó.

—¡Bien está! —Subió malhumorado y se acomodó en su sitio—. ¡Arranca! —gritó de nuevo al cochero que nos servía, cerrando la portezuela de golpe.

Cerca de la madrugada siguiente, sin embargo, tuve que descender del coche tambaleándome de sueño y de fatiga. Apenas tengo el recuerdo de un amplio portalón, de una cena servida sobre una mesa de pino. Me quedé dormida con la cabeza apoyada en la pared. Jim me ayudó a levantar.

—¡Espera! ¡No protestes!

Me alzó en sus brazos, y subiendo ágilmente las escaleras hasta mi habitación me depositó sobre mi lecho. Yo ya me había despertado.

—¡Pero Jim! ¿Qué dirán?

—¡Que digan lo que quieran! ¡Buenas noches! Salió cerrando las puertas tras de sí.

El día siguiente me despertó vestida, pero arropada con las mantas de mi cama. Un sol radiante bañaba un dormitorio desconocido. Jim llamó desde fuera.

—¿Te levantas, Katherine?

—Sí.

—¿Necesitas algo?

—No.

—¡Bien! Te espero.

Salté al suelo e intenté calzarme. Me era imposible. Estuve a punto de llorar.

—¡Jim! ¡No puedo calzarme!

—¿Puedo pasar?

—Sí.

Entró y con entera sencillez se arrodilló, y tomando mis pies los sometió a un suave e inteligente masaje. Yo le contemplaba con ternura. Al fin pude deslizarlos dentro de sus correspondientes zapatos. Suspiré y él alzó su cabeza rubia, sonriendo.

—Ponte en pie sobre ellos, ¿quieres?

Obedecí y anduve unos pasos envarada, hasta que cobré calor. El pareció satisfechísimo de su obra.

—Salte, por favor, Jim —rogué—. No quiero levantar comentarios.

—¿Y por qué ha de haberlos? —protestó suavemente.

—Te lo suplico.

Se fue, y cuando salí ya arreglada estaba acodado en el balaustre de la escalera. Me ofreció su brazo y bajamos.

Aquélla fue nuestra última jornada. Dublín nos acogió al amanecer del siguiente día y cuando mi cuerpo, aún convaleciente, no hubiese podido resistir ni una milla más. El carruaje rodaba por calles viejas y oscuras. Al pasar ante un edificio sombrío, Jim lo señaló:

—¡Ahí están ellos!

Me estremecí y contemplé la mole siniestra. El cochero nos condujo a una hostería principal, desde la cual se oía el grito nocturno de los centinelas de palacio. Dublín dormía. Los caballos resoplaban en la niebla y sacudían los cascos contra el empedrado. «Corazón de Piedra» golpeó el regio portalón hasta que se abrió éste y las luces corrieron presurosas. Al ayudarme a bajar observé su rostro, preocupado y sombrío.

—Tienes fiebre —dijo.

—Estoy bien.

—No estás bien. Has resistido más allá de tus fuerzas, ¡Vamos!

Una mujer con una cofia de blandas alas soleadas de blancura nos acogió y dijo:

—Milady, ¿viene enferma?

—Sí —repuso Jim—; posiblemente sí.

Aquella noche dormí un sueño febril y agitado. De vez en cuando, con el transcurso de las horas, oía, lejano y brumoso, el grito de los centinelas: «¡Palacio de Dublín!» Sí. Me encontraba en Dublín. Había conseguido llegar.

Bajé al mediodía al comedor y me senté a una de las mesas. El hostelero me informó que Milord había salido muy temprano y aún no estaba de regreso. Pedí un vaso de leche. En una mesa inmediata comía un rico hombre, sin duda extranjero. Su casaca desbordaba de pedrería, y al posar en él mis ojos distraídos, levantó su copa en un saludo silencioso y galante. De repente vi a Jim avanzando por entre las mesas. Se detuvo con gesto tormentoso ante el que me había saludado y apoyó sus manos morenas sobre el mantel, dominando con su alta y colérica figura al hombre sentado.

—¿Conocéis a esa dama, Milord?

—¡Oh, no! —repuso el otro confuso—. ¡Como la vi sola...! ¡Perdonad! ¡No quise molestar a nadie!

—Otra vez, cuando veáis a una mujer sola, obrad con más prudencia. Puede haber detrás de ella un hombre que llegue, como yo, en el momento oportuno. ¿Os acordaréis del consejo, Milord? Os evitará muchos sinsabores.

El hostelero intervino y yo llamé a Jim. Se sentó con el rostro alterado. La mujer de la cofia blanca vino sonriente a servirnos.

—¿Qué tomará vuestra esposa, Milord?

Hubo un largo silencio... Al fin «Corazón de Piedra» alzó los ojos y repuso con un suspiro:

—No es mi esposa..., es mi hermana.

Su mirada azul estaba ya fija en mí. Había logrado sonreírme. Me tendió una de sus manos.

—¿Qué me darás si logro que tú y William podáis tener una entrevista en la prisión?

—¡Jim!

Cambió de silla para colocarse más cerca. Cogió mis manos entre las suyas.

—¿Qué me darás?

—¡Todo cuanto me pidas! —dije con entusiasmo. El rió y sacudió su cabeza.

—¿La lechuza tuerta o la ardilla del rabo rojizo? —interrogó con dulzura.

—¡Todo mi cariño y mi gratitud, Jim!

Apoyó su morena mejilla en mi mano, con el tierno gesto que le era popular. Se rehízo.

—Lograré esa entrevista... Mañana es el juicio; pero es mejor que no asistas a él.

Retiré mi mano con sorpresa.

—¡Pero Jim! ¡Quiero asistir!

—¡Estás muy débil, Katherine! Será algo desagradable y penoso para ti... ¡Hazme caso!

—No importa. Asistiré.

—¿Te das cuenta de que tienes fiebre?

—Es lo de menos.

—¡Para mí no!

Posé mi mano sobre la suya, a fin de suavizarle.

—¡Jim querido! ¡Deseo acompañar a William en todos los pasos de su calvario! ¿No comprendes que esto es el amor? Y lo que el amor pide es entregarse, darse por entero... Nunca se piensa en uno mismo, sino en aquel a quien se ama... ¡Esto es lo único que me hace vivir! ¡Lo único que me sostendrá en pie, hasta que William deje de necesitarme! Me comprendes, ¿verdad?

Me escuchaba con los ojos bajos, y al terminar yo, me arrojó una mirada sombría.

—Sí: te comprendo... ¡Ojalá no pudiese comprenderte!

Al día siguiente, «Corazón de Piedra» me llevó a presenciar el juicio de uno de los tribunales que en aquellos tiempos llegaron a ser llamados «Slaughter-house» o «De las Matanzas». Cromwell era duro con Irlanda y Escocia, y los jueces respiraban el fanatismo propio del vencedor en su trato para con los vencidos. Jim temía por mi emotividad, y, en efecto, no pude por menos de estremecerme al ver ocupar el banquillo de los acusados a Billy, Peter y William, destacándose serenos de un pelotón de presos desconocidos. Estaban maniatados, con aspecto triste y harapiento; pero mi esposo parecía tranquilo e indiferente, y un momento deslizó unas palabras al oído de Billy. Peter, desgreñado y dulce, con su melena rubia cayendo en mechones sobre sus ojos, se acodó en la balaustrada y paseó su mirada ingenua por la concurrencia. Pero no nos vio.

—¿Te sientes enferma, Katherine? —me preguntó Jim.

—No.

—Estás muy pálida. Y esto será muy desagradable; ¿nos vamos?

Empezaron los lentos, desesperantes interrogatorios. El desfile de testigos. Los jueces cuchicheaban entre sí. Por más que yo los miraba no descubría ni un rayo de piedad. Estaban abroquelados, herméticos en su fría soberbia, como estatuas de granito. Cuando le tocó el turno a William, no fui yo sola la que me conmoví. Era una de las primeras fortunas de Irlanda la que se colocaba ante el tribunal. Era un noble típico y famoso y contaba con numerosas simpatías entre el pobre y desgraciado pueblo irlandés.

—¿Es cierto que en los primeros momentos de nuestra guerra fuisteis a Dublín a incorporaros a las tropas realistas? —se le preguntó.

—En efecto. Yo era un soldado de Su Majestad y tengo por norma no faltar a los juramentos que hago —repuso con indiferencia.

—¡La Patria y la Justicia están por encima de los juramentos! ¡Vuestra culpa es mayor porque sois un hombre culto y sabíais perfectamente que la causa del Rey era una mala causa!

—Si queréis decir con eso que era una causa perdida, en efecto tenéis razón. Ya me lo barruntaba yo al dirigirme a Dublín. Pero nunca supe aprovechar las oportunidades. Si lo subiese hecho, en vez de ocupar este asiento, puede que ocupase el de vuestra gracia.

Se levantó entre el público una ola de murmullos y risas contenidas. Los presos reían sin halagos. El presidente se irritó.

—Ruego al condenado se comporte con más respeto. No le beneficiará en nada esa actitud.

Prosiguió el interrogatorio.

—¿Pusisteis a disposición del Rey vuestra fortuna?

—Todo cuanto pude, que fue muy poco. La mayor parte de mis tesoros habían sido incautados por los puritanos.

—¿Permanecisteis fiel a la causa realista hasta el último momento?

—En efecto. Nunca supe volverme la capa de la forma tan magistral que hicieron algunos.

Volvieron a estallar risas. Yo sentí ganas de llorar y reír al mismo tiempo. El William que ocupaba el banquillo de los acusados era el mismo de siempre. Pero su humorismo —acabaría perdiéndole, y esto me hacía desesperar.

—¿Quiere el condenado contestar en serio a las preguntas que le dirige este tribunal? —preguntó el presidente.

—Estoy contestando en serio, Milord —repuso el joven—. Lo triste es que la verdad, a veces, parece humorística. Sé que resulta patente mi culpabilidad y que sufriré un castigo. Si el Rey hubiese ganado, dirían que merecería un premio. Cuando tomé parte en esta guerra no esperaba ni una cosa ni otra. Obré tan sólo por honradez y lealtad, y esas dos cosas no son méritos para alegar ante un tribunal de este mundo.

El presidente intervino, colérico.

—Sir William Hasting: he de deciros que los Caballeros del Rey no podéis hablar fuerte ni de lealtad ni de nobleza. Habéis traicionado a la Patria. Habéis desangrado Irlanda y Escocia. ¡Sois una infame raza de católicos cuyos pecados han acarreado la ruina del Gobierno que os empeñabais en sostener! Si ha caído el castigo sobre vosotros es que Dios lo ha querido así. Este tribunal representa su justicia divina. Y aquellos que lo componemos nos encontramos en su lugar.

—Perdonad, Milord, pero espero que Dios no tendrá una voz tan fuerte ni tan desagradable como la vuestra. Confieso que me defraudaría mucho.

Otra vez se levantó una ola apagada de risas y murmullos. Y yo recordé que cuando Cromwell ordenaba una ejecución o castigo solía decir:

«Lo siento. Pero Dios lo ha querido.»

El presidente amenazó demoler con su mazo la mesa a la cual se sentaba.

—¡He aquí un ejemplo típico del descreimiento del irlandés realista! —gritó su acusador—. Cerca de la muerte o de la prisión, no vacila en llegar hasta la burla y la blasfemia. No sabe aceptar el castigo de su rebeldía. Por e! contrario, levanta su cabeza irrespetuosa para reírse de toda justicia divina y humana.

William, ya serio, se puso en pie.

—¡Protesto, Milord! —dijo con voz enérgica y sonora—. Si me río es de la parodia que vosotros, hombres pecadores como nosotros, hacéis de Dios y de la religión. Si yo estando en guerra mato a mi contrario, arraso su casa y extermino a los suyos, no me disculparé diciendo que Dios lo ha querido. Por el contrario, me arrodillaré ante Dios para rogarle que perdone la violencia de mis pasiones humanas, por muy justa que sea la causa que yo defienda. La verdadera justicia, Milord, empieza en uno mismo, y el juez que se sienta en un estrado, para condenar al vencido, no debe olvidar a su vez que es un pobre hombre que será juzgado el día de mañana por un Juez mucho más poderoso, y que se volverá contra él, si él ha tenido la osadía de querer tomarle por disculpa y biombo de sus mezquinos rencores humanos.

—¡Hacedle callar! —gritó el presidente. Uno de los soldados que custodiaba a los detenidos levantó su puño y lo descargó sobre el rostro de William, quien cayó hacia atrás con los labios cubiertos de sangre. Yo exhalé un grito y oculté la cara entre mis manos. Jim me acogió contra él.

—¡No ha pasado nada, Katherine! ¡No te asustes! —murmuró a mi oído—. ¡Cálmate! ¡William te está mirando!

Levanté bruscamente la cabeza y mis ojos se cruzaron con los de mi esposo. Se había recuperado ya y se humedecía los labios, cortando así la débil hemorragia. Su mirada intensa se clavaba en mí con sorpresa, ternura y disgusto. Los jueces se habían retirado para deliberar.

—¡Katherine! ¡Vamos! —rogó mi compañero—. ¡Sé que William desea que te saque de aquí!

—¡No. no! —negué temblorosa.

Volvían los jueces.

Sus rostros sombríos respiraban cierta dureza impersonal. William hizo un gesto a Jim que equivalía a «¡Llévatela!» Jim respondió con otro que significaba: «¡No quiere!» Los reos se pusieron en pie para escuchar la sentencia.

El Lord protector —según manifestaba el juez— había extendido su indulgencia sobre Irlanda, cesando en los derramamientos de sangre. Por ello la condena de estos presos políticos sería reducida a que fuesen vendidos como esclavos en las plantaciones de las islas.

Yo miré atónita el rostro endurecido de Jim. Temía haber oído mal. El juez preguntó a los acusados si tenían algo que alegar.

—¡Oh no, Milord! —repuso William—. ¡Si mil pobres muchachas irlandesas han sido vendidas en Jamaica, creo que los hombres bien podemos aceptar este destino!

William parecía haber perdido todo su interés hacia el tribunal para concentrarlo en mí. Me saludó con la cabeza antes de desaparecer. De repente me encontré en la calle y a pleno sol. Jim rodeaba con su brazo mi talle y parecía muy pálido y ansioso.

—¿Te encuentras mejor, Katherine?

Miré en derredor. Me parecía algo irreal aquel cielo azul y la luz primaveral que anegaba Dublín; los gritos de los vendedores y las risas de unas muchachas que pasaban. Mi amigo me llevó lentamente hasta una fuente pública y me senté en su reborde. Me hizo beber un sorbo de agua y mojando su mano humedeció mis sienes.

—¿Te sientes mejor?

—Sí, Jim —le sonreí—, ¡Cuántas molestias te estoy causando!

—Calla; no hables.

Me sentía mortalmente fatigada, pero tranquila.

—Fue aquel momento de terrible ansiedad. Aguardaba una sentencia de muerte —dije—. Sin embargo, o mi cabeza vacila o entendí mal. ¿Por qué condenan a los presos políticos a la esclavitud?

—Porque son distintas maneras de despoblar Irlanda, y porque humillando al vencido se manifiesta la soberbia del vencedor. ¿Te sientes con fuerzas para volver a la hostelería?

Le miré con ternura.

—¿Y mi entrevista con William?

—Voy a intentarla. Ya sabes que te lo prometí.

Al anochecer vino a buscarme. Me había obligado a descansar, y entrando en mi alcoba tomó asiento en el borde de mi lecho. Se encontraba sonriente y feliz. El azar había guiado sus pasos. El jefe de la prisión era intimo amigo de su familia y, además, deudor de algo más importante.

—Ya sabes que, a Dios gracias, parte de mis parientes eran ingleses. Me ocurre en eso algo de lo que te ocurre a ti. Pero aún hay más. Cruzando un día este individuo una región de Irlanda con su esposa y su hijo, el carruaje fue asaltado por una partida de vengativos irlandeses. Aparecí yo entonces, y de un modo inexplicable sentí lástima y me puse al lado de ellos, salvándoles la vida. Luego supimos que nuestra amistad venía de antiguo, y Sir Oliver se me ofreció fervorosamente. Lo que hoy le he pedido le ha parecido muy sencillo de conceder.

—¿Cuándo son trasladados a América?

—Mañana. Al romper el día abandonarán Dublín en uno de los barcos que se dirigen a las Indias y que está anclado en el Liffey.

Me incorporé llena de ansiedad y sobresalto.

—¡Jim! Entonces, ¿ésta es nuestra última noche?

—Sí, Katherine —dijo cogiendo mis manos con dulce piedad—. Pero ten en cuenta que hasta de América se vuelve.

—Ni pienso en eso. Es que no quiero tener una entrevista de cortos minutos. Si ese hombre te debe la vida haz que podamos pasar juntos estas horas que restan.

—¡Está bien! ¡No te excites! ¡Lo intentaré! Cogió su capa y volvió a salir.

Tendida sobre el lecho, quedé quieta y anonadada. Abajo, en la hostería, alguien comenzó a cantar «La alondra del aire puro», la canción predilecta de William, y todos la corearon. Me hizo llorar y al mismo tiempo me confortó. Al cabo de una hora regresó Jim.

—¡Listo! —dijo—. Puso algunos reparos, pero al fin accedió. Estarás con William hasta una hora antes de que los presos sean sacados de sus celdas. Deberemos no ser vistos. No es que William esté incomunicado, pero naturalmente la cosa resulta irregular.

Me levanté y me vestí cuidadosamente. Elegí un traje de los más bellos que poseía y por encima me eché mi cepa negra con capuchón. En la hostería adquirí alimentos nutritivos, poniéndolos en el fondo de una cesta. Al colocarlo todo, Jim se fijó en mi brazo cubierto de alhajas.

—¿Piensas darle a William esas joyas? —preguntó en voz baja.

—Sí —repuse.

—Espera entonces. Voy a hacer saltar las piedras preciosas con la punta de mi cuchillo. Yo llevo un cinturón hueco para esconder monedas. Te lo daré.

Rellenamos el cinturón con las gemas de los Hasting y con las últimas monedas que yo poseía. Jim ciñó mi cintura con él.

—¡Vamos!

Sir Oliver nos aguardaba en su despacho. Era un hombre afable y digno y pareció conmoverse ante mi presencia. Pero me dijo que debería hacer que me registrasen, ya que podría pasar armas al prisionero. Jim le miró fijamente.

—Si os doy mi palabra de honor de que no transporta sobre sí ninguna, ¿me haréis caso?

—Indudablemente.

Eran las diez. Dublín se recogía. No era ya un «Agua Negra» como significa su nombre, sino una bruma oscura que ascendía de las corrientes del Liffey y borraba los contornos de los edificios y algodonaba los ruidos del puerto. Sir Oliver encendió dos faroles y nos precedió por los corredores sombríos de la cárcel. El manojo de llaves tintineaba en sus manos. Parecíamos movernos en el silencio hueco y resonante de una gran campana. Cada paso nuestro levantaba ecos en mil bóvedas distintas. Nuestro guía, acompañado de uno de los guardias de la prisión, iba abriendo y cerrando puertas detrás de nosotros, y al fin se detuvo a la puerta de una celda.

—Tendré que encerraros con el prisionero, Milady.

—No importa.

Metió la llave en la cerradura y descorrió los cerrojos. Abrió suavemente.

Al fondo, William se puso en pie deslumbrado per la linterna, y nos miró protegiendo con su mano los ojos, para habituarse al resplandor.

—¡Katherine! ¡Jim! —exclamó asombrado.

«Corazón de Piedra» se adelantó y tendió su mano a mi esposo.

—¡Adiós, William! ¡Ella se queda aquí contigo esta noche! ¡Cuídala! No se encuentra bien.

Pero William no acababa de comprenderlo. Sir Oliver dejó una de las luces colgada de la cruz de los hierros de la ventana y los dos hombres salieron. A mi espalda oí pasar los cerrojos de la puerta. William me seguía mirando intensamente, y de repente me abrió los brazos. Yo me arrojé en ellos con un sollozo.

—¡Katherine querida! Pero ¿qué es este milagro?

No pude explicarle nada. Me cubrió de besos mis cabellos, mis mejillas, mis sienes. Me estrechaba contra sí como si dudase de la realidad de mi aparición. Por largo rato permanecimos así unidos en medio del silencio pesado y sombrío de la prisión, quebrado sólo por los pasos uniformes de los centinelas y el grito lejano de la guardia: «¡Palacio de Dublín! ¡Son las once de la noche!»

—¿No sueño, Katherine?

—No.

Suavemente me apartó de sí para contemplarme. Sonreía, tratando de disimular su emoción.

—Dame un beso a ver si despierto.

Me puse de puntillas y obedecí. El lanzó una breve exclamación de alegría y sorpresa, abrazándome, ya con su buen humor recuperado.

—¡Ahora sí sé que estoy dormido! —exclamó—. ¡Katherine besándome por sí misma! ¡Esto no puede darse más que en un sueño!

Yo sentía ganas de reír y llorar.

—¡William! ¡No bromees!

—¡No, querida! —se volvió dulcemente atento—. ¿Cuánto tiempo dura esta visita? ¿Cuántos minutos nos concede ese puritano increíble?

—Toda la noche.

—¿Qué?

Me miró, creyendo haber oído mal.

—Toda la noche, William —afirmé con dulzura—; ¿no me oyes?

Sacudió su cabeza, maravillado e incrédulo.

—Me cuesta asimilarlo. ¿Cómo has venido? ¿En el caballo de Elmer o en la carroza de la reina Mab?

—¡Pero William! —protesté, riendo, a pesar mío.

Volvió a arrepentirse de su broma.

—¡Perdóname, vida mía! ¡Es que después de esto ya no me cuesta creer en los cuentos de hadas! Te lo aseguro —volvió a abrazarme y besarme. De repente me dejó, echando una mirada en torno.

—¡Veamos! ¿Dónde te vas a sentar? ¡Tengo que hacerte los honores de mi celda! —Acercó un taburete a la mesa de pino—. ¡Aquí! Yo ya estoy habituado a la paja de mi camastro. Y eso que hoy me pusieron paja limpia. Sin duda sabían que venías a verme.

Yo, sonriendo, coloqué la cesta en lugar visible y me despojé de mi capa. El me contempló de pies a cabeza con ojos soñadores.

—¡Qué linda estás, Katherine! ¡Déjame que te vea bien! ¡Pareces una princesa visitando a un mendigo! —Miró avergonzado los jirones de su camisa, sobre su pecho moreno y semidesnudo—. ¡Y yo estoy tan sucio, tan harapiento...! ¡No sé cómo tengo el valor de tocarte!

Fui hacia él. Rodeé con mis brazos su cintura y apoyé mi cabeza en su pecho. El acarició mis cabellos tiernamente.

—Es un crimen que pases la noche conmigo aquí. Si me doy cuenta antes, le hubiese dicho a Jim que te viniese a buscar.

—Antes cenaremos juntos y charlaremos un poco —repuse—. Cuando te des cuenta nos dará la hora.

—Sí; es posible que sí.

Corrimos la mesa y yo saqué mis provisiones. William empleó el agua que yo llevaba en asearse. De reojo noté la descarnadura sangrienta de sus muñecas, que él trataba de ocultar con un jirón de su camisa.

—¿Te han tenido encadenado? —pregunté.

—Encadenado, maniatado... De todo ha habido. Tenían verdadero terror de que huyese.

—¿Y no puedes huir?

—No conoces el espesor de estos muros.

—¿Y al ir al barco?

—Apuesto cualquier cosa a que nos encadenan.

—¿Y dentro del barco?

—Son buques acoplados para el transporte de la mercancía humana. Iremos entre fuertes barrotes y algunos no nos libraremos de los grillos. Cualquier intento de rebelión será juzgado con doble severidad por el capitán de la nave.

Yo sentía que la desesperanza se iba apoderando de mí. El sonrió:

—Bien; no te desanimes. Queda América como recurso:

—¿Podrás huir de las plantaciones?

—¿Crees que me resignaré a trabajar en ellas como esclavo?

Dejé todo y corrí hacia él con angustia. Me acogió en sus brazos y nos sentamos juntos ante una cena que apenas teníamos ganas de probar.

—William... ¿Ha sido un golpe muy grande para ti?

—Muy grande, Katherine. —Besó mi cabello—. Hubiese preferido la muerte; pero apareciste tú y se ha borrado todo. No sabes el bien que me has hecho. —Acarició mi rostro con una sonrisa—. Tengo mis planes, Katherine. Donde vamos se encuentra Sir Thomas, el hijo de tu seráfica tía. Por muy poca simpatía que me tenga, creo que recordará que me debe el cargo a mí. También Anna está en las Indias con su marido... ¡Chist! —me besó de nuevo—; no vayas a sentirte celosa; pero espero que Anna me ayude. Con que cualquier alma caritativa me compre, y me devuelva la libertad, seré dueño de mí mismo y se terminará esta estúpida farsa. ¡Si tuviese dinero, compraría un barco y huiría con unos cuantos amigos! No abandones The Shade. Está cerca del mar y yo soy un piloto formidable por esa costa.

—¡William! Yo te traigo dinero.

—¿Tú? —Le enseñé el cinturón y sus ojos tuvieron un súbito destello de luz—. ¡Eres mi providencia! No sabes le que esto significa en mi actual situación. —Le colocó en su cintura y me sonrió, animado—. ¡Vamos a cenar!, ¿quieres?

Tenía hambre. Lo noté en sus ojos hundidos. En el gesto ávido de sus manos al tomar los alimentos. El charlaba para disimular; pero aquella mirada larga y ansiosa con que contemplaba, reprimiéndose, el plato mientras yo le servía, se clavó en mi corazón. Al fin se sintió satisfecho y me sonrió alegremente.

—¡Qué banquete maravilloso! —dijo—. Creo que los disgustos que se empeñan en darme no me privan del apetito. Pero tú apenas has comido nada.

—Ya había cenado.

—Ven aquí.

Me estrechó contra él, mirándome largamente. —Estás volviéndote muy linda; pero te encuentro pálida.

—Ha sido el viaje —disculpé—. Apenas pude descansar.

—¡Dios mío! Y yo pretendo que te estés así charlando. Me parece espantoso decir que te recuestes sobre esta paja —la tocó con su mano—, pero está seca. ¡Espera!

De mi capa hizo un almohadón y sonrió, inclinado sobre mí, al verme más cómodamente instalada. Sus dedos jugaban con mis cabellos, deshaciendo mis trenzas. De pronto hundía su rostro entre sus ramales.

—Huelen a las violetas de The Shade. A las primeras violetas.

—Ya han nacido —sonreía yo—, y los lirios también. Por cierto, he dejado uno entre tus traducciones de niño.

—¿Qué traducciones? —preguntó extrañado.

—Las del Dante. ¿Ya no recuerdas? Hay una que me gusta mucho.

—¡Ah, sí! ¡Déjame recordar! —sonrió, mirándome.

— Dice de ella el Amor: «Siendo mortal,

¿cómo tan bella ser puede y tan pura?

Tiene un vago color de perla, cual

conviene a una tal suerte de hermosura»

—Te van muy bien esos versos, Katherine. Parecen escritos para ti.

—¡William! —dije sonriendo.

—¿Qué, vida mía?

—Quiero contarte una cosa que te va a hacer reír. Es de cuando yo acababa de llegar a The Shade. Antes de conocerte y cuando el retrato de tu abuelo me amedrentaba...

—¡Ah, sí! Cuando suponías que yo iba a ser un tirano para ti. Algo así como aquel Borgia que envenenó a su mujer.

—¡Pero escúchame!

Volvía a esconder su rostro entre mis cabellos.

—Ya te escucho. Habla.

—¡Bueno! Pues cuando antes de conocerte, yo soñaba con el amor...

Levantó la cabeza, brusco.

—¿Con el amor de quién?

—¡Con el tuyo! ¿Con qué amor iba a ser si no? ¡Pero déjame contarte!

Volvía a esconder la cara, igual que un niño travieso.

—¡Es que me urgía aclararlo! ¡Cuenta!

—¡Pues bien! Cuando yo era una niña asustada y temerosa de todo, para consolarme soñaba con que un día pudieses recitarme esos mismos versos. Pero lo soñaba como un fruto de mi imaginación. No creía que eso pudiese ocurrirme jamás. ¡Y, sin embargo, ahora lo has hecho:

—¿Y lo hice bien?

—Sí: muy bien.

—De niño los recitaba con un tonillo estúpido. Pero es que no los sentía como ahora. ¡Mira! ¡A la luz del farol tienes de verdad un color suave de perla!

—¡William!

—¿Qué? —me miraba ingenuamente atento.

—¡Escúchame! Te contaré otra cosa.

—¡Pero si ya te oigo! ¿Es otro sueño?

—Sí.

—¿Conmigo?

Volvía a jugar con mis cabellos. Luego dibujaba mis facciones, acariciando con sus dedos el contorno mis cejas y de mis ojos y terminaba besándolos suavemente. Yo me impacientaba ante su desatención infantil.

—No; con la tía Carlota.

—No me vale.

Me hacía reír.

—Es contigo. Verás. Cuando aún no te había conocido y en The Shade entraba la primavera, me agradaba tenderme sobre el césped, y cerrando los ojos, imaginaba que te acercabas suavemente a mí; me tomabas entre tus brazos y me decías que me adorabas. Que me habías adorado siempre y que ya no existiría para ti otra mujer en el mundo más que yo.

—¿Sólo eso?

—¿Y te parece poco? Te advierto que estos sueños eran para mí cosas tan elevadas, que creía firmemente que no sucederían jamás.

—¡Cierra los ojos]

—¡Pero William!

—¡Ciérralos!

Su aliento me daba en la cara. Me atrajo suavemente hacia sí y juntó su mejilla con la mía.

—¡Te adoro, Katherine! —dijo con dulce y apagada ternura—. Te he adorado siempre; desde aquella noche en el pabellón, en que eras un duende travieso y arisco..., ¿recuerdas? Y en la cabaña de la playa, cuando te hice jurar que no me dejarías de querer... Y en las Navidades, cuando llené la casa de muérdago, para tener un buen pretexto y que no te enfadases conmigo... Luego te he echado de menos desesperadamente... He soñado contigo cada noche, durmiendo al raso, padeciendo de hambre y de frío... Y después en esta maldita prisión... Y sé que no podré olvidarte jamás... Te he adorado siendo un caballero, poseyendo riquezas y títulos, y sé que te adoraré infinitamente más siendo un esclavo... Tú seguirás siendo para mí como una claridad..., la ilusión de algo muy puro y muy bello, que no podrán arrebatarme nunca... —Calló un momento, emocionado, y al fin, apartándome, me miró con gesto casi infantil—. No sé si he hablado como tú soñabas, Katherine; pero te he dicho la verdad.

—¡Ya lo sé! —repuse. El sonrió.

—Entonces, ¿no te he defraudado?

—Al contrario, William.

Le miré y sentí que de repente toda la angustia adormecida que había en mí me asaltaba de pronto, enloqueciéndome, haciendo insufribles todas sus muestras de cariño.

—¡Oh, déjame, William; déjame! Me incorporé, rechazando sus manos. El se sorprendió.

—¡Pero Katherine!

—¿No lo comprendes? Estoy haciendo que se cumplan todos mis sueños... ¡Y soy capaz de olvidarme que ésta es la última noche que pasamos juntos! ¡Se cumplen todos nuestros sueños porque ya no nos volveremos a ver más! ¡Y estamos jugando y queriéndonos como dos niños ignorantes de todo! ¡Oh, William! ¡No lo puedo resistir! ¡Sé que ya no puedo resistir más de lo que he resistido!

Me cogió entre sus brazos bruscamente.

—¡Cállate, Katherine!

Sentía de repente ganas de gritar. De rebelarme contra el Destino. Yo sollozaba. El dolor me ascendía como una violenta marejada de desesperación.

—¡Sé que no puedo, William! ¡Sé que no podré!

—¿Quieres arrancarme el último resto de valor que me queda? —interrogó violentamente. Reaccioné de pronto; me mordí los labios, amedrentada. Toqué con mi mano su rostro endurecido.

—¡No, no; eso no! ¡Eso no, William!

—También yo puedo enloquecer, ¿me oyes? ¿Sabes cuál es el infierno que me aguarda? ¡Verme conducido y tratado como una bestia, sin inteligencia ni corazón! ¡Y estoy dispuesto a resistirlo por ti y por mi padre! ¡Pero sobre todo, por ti! Estaba casi a punto de suicidarme, cuando apareciste tú y..., ¡bendito sea Dios!, al sentirme en contacto con tu amor he vuelto a desear vivir, aunque sea maltratado, encadenado y envilecido. Tú me has hecho sentirme hombre de nuevo, aunque mis verdugos traten de arrancarme el último jirón de mi dignidad humana. ¿Quieres quitarme el valor que me has dado?

—¡Oh, no, no! —repetí, llorando como una niña asustada, acariciando con mis manos su rostro, alterado en una ráfaga de extravío, para obligarle a reaccionar—. ¡No quiero hacerte eso! ¡Perdóname, William! ¡Perdóname!

Se dulcificó de repente, y cambiando de semblante, me acogió entre sus brazos con una mirada nueva de cariño.

—¡Vida mía! ¿Qué es lo que te he de perdonar? —Su acento rebosaba contrición y ternura—. ¡No llores! ¡Perdóname tú a mí! No sé tratar nada frágil y delicado. —Volvió a acostarme contra su lecho. Arrepentido, besaba mis manos, mis cabellos, mis ojos—. ¡Perdóname! ¡Disculpa a este hombre malo y loco! ¡No volveré a afligirte; te lo juro!

Yo lloraba empequeñecida, anonadada.

—¿No te he quitado entonces tu valor?

—No, no. Todo lo contrario. Sé que me merezco cuanto me suceda por haberte hecho llorar... ¡Anda! ¡Descansa un poco! No vas a estarte toda la noche oyendo tonterías... ¡Cierra los ojos! ¡Duerme tranquila siquiera dos horas! ¡Obedéceme! Si no, mañana estarás extenuada.

—No me importa.

—A mí sí... Y te ordeno que duermas... Me debes obediencia y respeto.

Enlacé mis brazos en torno a su cuello.

—¡Pero no te apartes de mí, William!

—No. —Apoyó su cabeza contra la mía—. ¿Te olvidarás de mí, Katherine?

—Jamás —murmuré.

—Yo tampoco. —Volvió a enredar sus dedos entre mis rizos—. ¿Qué me contabas de las violetas de The Shade?

—Nada. Que ya han salido las primeras.

—¿Muchas? —inquirió suavemente.

—Muchas.

—¿Cuántas?

—No las he contado.

—Cuéntalas ahora.

—¿Qué?

—Mi madre, cuando yo era pequeño, me hacía dormir contando corderillos. Tú y yo contaremos violetas... ¡Una violeta!... ¡Dos violetas!... ¡Tres violetas!...

Me dormí sin sentir, oyendo su acento forzadamente monótono y suave, Me encontraba agotada.

Cuando desperté lo hice con un estremecimiento tan violento, que él se Inclinó sobre mí.

—No te asustes, Katherine.

—¿Qué hora es?

—No sé. Pero debe estar a punto de romper el día.

Sentí un acceso de súbito terror.

—¿Por qué me dejaste dormir tanto?

—¡El último beso! —murmuró William en voz baja.

Nos desenlazamos cuando la puerta se abría. Entró Jim, seguido del Jefe de Prisiones. El rostro de mi amigo estaba pálido y macilento y comprendí que tampoco había dormido.

—¡Vamos, Katherine! ¡Adiós, William!

—¡Llévatela! ¡Cuida de ella! —ordenó el prisionero con voz sorda; y me empujó hacia sus brazos. «Corazón de Piedra» me amparó contra sí mientras yo sollozaba.

Con la luz de la aurora me empeñé en acudir al puerto. La niebla se desgarraba sobre el Liffey en jirones aéreos de gasa color gris. Y aparecía el bosque negro de mástiles y jarcias, los mascarones despintados por la humedad de las olas y alguna vela enhiesta curvándose grácilmente como un ala con la brisa del amanecer.

La gente corría, atraída por la novedad de los prisioneros que embarcaban. Al abrirme paso nerviosamente por entre la multitud, veía rostros endurecidos de irlandeses que mascullaban maldiciones. Rostros apagados de campesinos atemorizados, cuyos ojos expresaban recelo. Irlanda yacía bajo una losa de terror. Su ruido no eran ya las risas y canciones, sino los pasos militares y chasquidos de cadenas. Por entre el gentío, que se abría sombríamente en dos, circulaba la fila de cautivos encadenados, sucios y miserables. Pero muchos pasaban con las cabezas erguidas, y en la multitud estallaban sordos los comentarios.

—Ese muchacho rubio... es casi un niño... ¿Creéis que resistirá la travesía?

—Mirad: aquel fuerte le ayuda... ¡Pobre muchacho!... Trata de ser valiente...

«Aquel fuerte» era William, y el rubio y delicado, nuestro Peter «el Chacal». Había tropezado en la pasarela, y al sostenerle William, levantó la cabeza avergonzado y casi me pareció adivinar cómo se disculpaba. La expresión de sus ojos era la misma que poseía cuando en Cloud's Moor preguntaba esperanzado: «¿Y entonces me rehabilitaré y volveré a ser caballero pirata?». Al terminar de subir, uno de los presos se volvió hacia la multitud que llenaba el muelle y gritó con voz vibrante: «¡Viva Irlanda!» El soldado que le custodiaba levantó su arma, derribándole de un culatazo. De repente y con innecesaria violencia, obligaron a la fila de cautivos que acelerase su bajada al interior de la nave. Se oían cierres rotundos y ruidos de hierros, tragados por el vientre oscuro de la sentina.

Me retiré con los ojos arrasados. Y al mirar a «Corazón de Piedra» vi también lágrimas de furor en su rostro macilento.

Abandonamos Dublín. La primavera volvía a extender un palio de llovizna densa y gris sobre la campiña. Los caballos pisaban el fango de los caminos y cruzábamos turberas rojizas y desoladas. De los lagos venía el grito de los patos silvestres.

Yo regresaba a The Shade sin ánimo ni ilusión. Todo mi cuerpo sentía una extrema laxitud, y Jim, sentado ante mí, a veces cogía mis manos y trataba de reanimarme.

—¡Katherine! ¡Debes tener valor y esperar en el porvenir! ¡William es un hombre fuerte y duro! ¡Sabe lo que se propone y lo conseguirá! ¡Es un auténtico irlandés!

Yo le abandonaba mis manos, demasiado débil y agotada para reaccionar. Los ojos de mi antiguo «Corazón de Piedra» se ensombrecían.

—¡Katherine querida! ¡No me hagas que me arrepienta de haberte llevado a Dublín!

—¡Oh no, Jim, no! —Le sonreía y acariciaba sus manos, ásperas y fuertes—. ¡Me has hecho un bien muy grande! ¡Aun cuando William no volviese, esta despedida me ha llenado por entero!

Palidecía, y bajando la cabeza besaba mis manos cogidas a las suyas. Luego me arropaba tiernamente.

—Procura dormir, Katherine. Aun cuando lo niegues, esta noche en la prisión, fue demasiado para ti. ¿Quieres que me coloque a tu lado y que te recuestes en mi hombro?

—Es lo mismo, Jim. Voy bien así. No te molestes.

Cerraba los ojos para no disgustarle. Oí el machaqueo monótono del carruaje por los caminos de la vieja Irlanda. Cruzábamos caseríos incendiados; monasterios en ruinas; y al atardecer terminaba cayendo como un velo de oro sobre el paisaje. El sol se hundía entre pinceladas arrebatadas de púrpura.

Una de las veces rompí mi indiferencia para aconsejar a mi amigo:

—No debes llegar a The Shade, Jim. Al fin y al cabo, son contrarios tuyos. No debes exponerte.

—No te preocupes. Abandonaré el carruaje unas millas antes de llegar. —Me contemplaba con una mirada intensa, febril...—. Dejarte de nuevo es como abandonar mi vida, Katherine.

Sentí piedad.

—¡Jim! Eso te ocurre porque desde niño has pisado sobre sangre, rencores y odios. Debías crear un hogar para ti.

—¿Con quién?

—Es que estás viviendo al margen del amor. ¿No comprendes? Es una vida demasiado árida la que llevas. Vives de recuerdos, nada más. Y vivir de recuerdos es anticipar la vejez.

—Sé que viviré de recuerdos desde ahora —replicó sordamente—. No te enfades conmigo; quisiera hacerme digno de tu solicitud, pero ya es demasiado tarde para empezar.

De repente callamos. Se oían caballos que venían en sentido opuesto. Me estremecí sin saber por qué. Jim me miró y se asomó a la ventanilla. Gritó al cochero:

—¡Para!

Se volvió.

—Es tu padre con gentes de The Shade. Descendió del carruaje cuando una docena de jinetes nos rodeaban. El que iba al frente descabalgó y miró a Jim.

—Si busca a su hija —dijo éste, sereno—, aquí está. Regresábamos a The Shade. Ha estado en Dublín despidiendo a su esposo.

Yo me apeé.

—¡Katherine!

El rostro de mi padre estaba sombrío. Y una vena azul palpitaba en su frente. Le miré con la calma tranquila de quien sabe que no tiene nada que perder.

—¿Quién es el hombre que te acompaña?

—En Cloud's Moor le conocían muy bien —repuse indiferente—. Éramos como hermanos.

—Está bien. Vuelve a subir. Sustituiré mi compañía por la suya.

Jim rió fríamente. Y cuando yo iba a obedecer, me retuvo.

—Permíteme que me despida, Katherine.

Asió con sus dedos morenos mis hombros y me besó en ambas mejillas. Me arrojó una oscura mirada, que no supe descifrar, y separó sus manos lentamente con un suspiro. Yo subí al carruaje y éste arrancó. Jim quedaba en pie y custodiado en un ángulo de la carretera, y sus ojos me siguieron hasta que desaparecimos. Luego se volvió con el rostro endurecido y una helada sonrisa a los jinetes, que también se habían apeado y aguardaban.

—¡Bueno, muchachos! ¿Para qué andarnos con farsas? ¿No es así? —Hizo un gesto de amarga altivez—. ¡Cuando queráis!

—¡Tira adelante! —ordenó, sombrío, el capitán de la pequeña tropa.

Todo esto lo supe mucho después. Echaron a andar por el bosque de primavera. A su paso despertaban rumores de vida. Unas grullas levantaron el triángulo de su vuelo sobre el dorado ambiente del atardecer. Un picamadero construía su nido entre unos viejos abetos. Jim, fascinado, se detuvo viendo una ardilla rojiza que trepaba por la áspera corteza de un pino. Se acercó suavemente para no espantarla.

—¡Alto!

Había olvidado casi a los que iban detrás de él y sonrió a la vieja copa, con el gesto infantil con que sonreiría a nuestro viejo árbol de las ardillas. El tiempo parecía volver atrás. A su espalda se desplegó el breve y siniestro pelotón y se volvió lentamente con ojos soñadores. Cayó traspasado de balazos, al pie del viejo pino que le recordaba Cloud's Moor.