III
¡Con qué indiferencia el joven Sir William Hasting debió saber que a sus veintitrés años le habían dado por esposa una infantil lady de trece! Por entonces sus mayores amores eran Irlanda y el mar. The Shade, invadido por extraños, debía atraerle mucho menos que antes.
Mis habitaciones estaban al lado de las suyas. Eran las ricas y bellísimas cámaras que habían ocupado todas las castellanas de The Shade. Al salir de la capilla subí un momento, y de repente tuve deseos de conocer las habitaciones del que al otro lado de los mares era ya mi esposo. Empujé la puerta, y, al notar que el picaporte cedía, entré.
Era una estancia espaciosa y austera cuyas ventanas daban al mar. Un magnífico mueble escritorio estaba colocado junto al mirador, de forma que con sólo alzar la cabeza se veían las olas azotar los flancos roquizos del castillo. Sobre el escritorio había un viejo tintero de bronce cuya pesada tapa ostentaba a Prometeo encadenado devorado por el buitre; las alas de éste se habían desgastado por el uso. Imaginé la mano morena de Sir William posándose en aquel remate, mientras su mente juvenil luchaba con la difícil traducción latina impuesta por su profesor. Por los cajones de aquel escritorio había aún deberes escritos por él. Ahora mismo rodaba en una bella muestra una traducción del Dante.
«Dice de ella el Amor: Siendo mortal,
¿cómo tan bella ser puede y tan pura?
Tiene un vago color de perla, cual
conviene a una tal suerte de hermosura.»
Me quedé mirando la traducción; la alisé con delicadeza y la guardé de nuevo. ¡Qué hermoso debía resultar el ser amada de esta forma!
Entre otros papeles encontré el comienzo de una carta.
«Anna querida: Cuando tú me miras y me sonríes de la forma en que sólo tú sabes mirar y sonreír, no existe un hombre más dichoso en el mundo que este loco que te adora. Estoy trastornado de alegría al saber que esta noche nos veremos, en el lugar de siempre. Sé que aborreceré la luz del día porque para mí no existe la luz más que cuando me encuentro a tu lado...»
La carta estaba sin terminar y la guardé precipitadamente. Me parecía que estaba introduciéndome en un terreno vedado. Yo era la legítima dueña del cariño de Sir William Hasting, y, sin embargo, me sentía como una intrusa. En mis habitaciones oí cómo las doncellas del castillo entraban riendo al colocar flores en los jarrones le plata. Sus bromas se oían claras y risueñas al otro lado de la puerta de comunicación.
—¡Vamos!, ¡terminad pronto! —apremiaba la voz suave y discreta del ama de llaves—. Puede venir la novia de un momento a otro para cambiarse de vestido.
¿Qué os parece la novia, Miss Morrison? ¿Creéis que Sir William regresará apresuradamente a The Shade por ella?
Hubo un alegre remolino de risas.
—Milady es muy niña aún —repuso la voz prudente de la mujer—; y cada persona tiene su atractivo particular. Lo que ocurre es que Milady parece muy tímida y reservada. Pero ya cambiará con el tiempo.
Dejé de oír ruido en la habitación contigua y entonces me decidí a entrar. El ama de llaves, que había quedado plegando las ropas del lecho, se volvió, sobresaltada.
—¡Ah, perdón, milady! —dijo—. No os había sentido.
Era una mujer de cabellos grises y rostro bondadoso.
Yo la miré con simpatía.
—¡Mis Morrison! —dije mientras me despojaba de mi tocado de novia y ella me ayudaba, diligente—. Quisiera haceros una pregunta: ¿Quién es una tal Anna?
Se detuvo suspensa.
—Lady Anna es una prima de Sir William. Vive muy cerca de aquí, y antes venía con frecuencia a The Shade.
—¿Es muy hermosa?
—Mucho.
—¿Eran muy amigos ella y... y Sir William?
—Desde niños. Siempre andaban juntos; hasta que terminaron riñendo. Lady Anna y su primo tenían el mismo carácter altivo e independiente de los Hasting. Ella estaba acostumbrada a ser la reina y a encadenar a cuantos la conocían... y Sir William... —sonrió de repente—. ¡Bueno! Ya sabe, Milady, que en cada irlandés se oculta un rey sin corona.
—Miss Morrison —pregunté con timidez—, voy a haceros una pregunta seguramente extraña... ¿Cómo es Sir William? ¿Qué aspecto tiene?
—Igual que su abuelo. Se parece portentosamente a él. Si contempláis su retrato en la galería os parecerá estar viéndole en persona.
—Gracias, Miss Morrison. ¿Cuál es?
—El quinto cuadro, a la derecha.
Me abroché rápidamente mi nuevo vestido y eché a correr a la galería de retratos. Mis ojos resbalaron indiferentes por lienzos que me traían imágenes de la época arcaica de los Hasting y se detuvieron temerosos en el que buscaba. De repente me quedé cohibida ante su arrogante belleza, el gesto fiero y altivo de sus ojos y el pliegue sensitivo e irónico de sus labios. Siendo como era una niña, me sentí desvalida y temerosa ante aquella orgullosa vitalidad.
—No creo que pueda conseguir nunca el cariño de este hombre —pensé, oprimida.
El viejo Lord Hasting me llamó a sus habitaciones.
Ocupaban éstas una de las torres del edificio, donde vivía completamente solo y aislado, rodeado de libros y objetos de arte. Tenía un secretario a sus órdenes, el cual le leía o bien escribía cuanto el anciano le dictaba. Era uno de esos hombres refugiados en el estudio como en una elevada ciudadela, desde cuya altura otease cuanto ocurría por el mundo. Al entrar yo se encontraba hablando con el administrador de los Hasting y volvió hacia mí sus ojos apagados.
—¡Pasa! —dijo—. Debo hacerte entrega de las joyas que han pertenecido a todas las castellanas de The Shade.
De repente me fijé en el cofrecillo que había sobre la mesa. El administrador lo abrió y vi centellear tal riqueza de pedrería que contuve el aliento.
—Lord Hasting —dije ingenuamente—. Os rogaría que no me las dieseis. No estoy acostumbrada a llevar joyas de tanto valor.
El anciano pareció sorprenderse de mi objeción.
—¿No te gustan las piedras preciosas?
—Pues., sí —repuse con la sencillez con que antes solía hablar a mis abuelos—. Me gusta ver cómo lucen en mujeres bellas y distinguidas. Pero yo aún soy demasiado joven para ello, y, además, no estoy acostumbrada a usarlas. En Cloud's Moor éramos pobres y vivíamos con mucha sencillez.
Mis palabras parecieron agradarle.
—¡Cloud's Moor! —repitió—. ¡El Brezal de las Nubes! Qué nombre tan original! ¿Qué es ese sitio?
—La casa de mis abuelos.
—¿Por qué le habéis dado ese nombre?
—¡No sé. La casa está en medio de una llanura de brezos y, naturalmente, no se ve más que la Naturaleza y el cielo. También a mí —dije animada— me gustaría saber por qué este señorío se llama «La Sombra».
Lord Hasting se echó a reír.
—The Shade tiene su leyenda y a ella se debe el que se llame así. Se dice que nuestros antepasados proceden del héroe irlandés Emer. El que tanto luchó por nuestra independencia. Existe una tradición según la cual Emer mandó levantar la primera torre de nuestro castillo. Al parecer, desde el más allá, sigue velando por sus descendientes. Y cuando en The Shade se avecina una desgracia, escoge una noche oscura de agua y viento para aproximarse jinete en su negro corcel y rondar alrededor de los viejos muros. —Rió un poco—. En fin, la gente dio en llamar a este el castillo de «La Sombra», y, por último, se aplicó el nombre de The Shade a todo el señorío.
La explicación me encantó.
—¿Y quién era «La Sombra»?
—Exactamente parece ser la de Emer convertido en algo así como un mensajero de malas nuevas. Viene siempre procedente del mar, y los cascos de su caballo suelen oírse mucho tiempo antes de que la aparición se deje ver. ¿Tendrás ahora miedo de pasear por el parque?
Me eché a reír.
—¡Oh, no! En Cloud's Moor contábamos leyendas mucho más temerosas y luego íbamos a pasear de noche por los lugares en cuestión, y el que demostraba miedo...
Me mordí los labios para no confesar «...dejaba de ser caballero pirata»; pero Lord Hasting sonreía.
—¡Bien está! ¡Llévate las joyas y guárdalas! Algún día quizá decidas utilizar alguna. ¡Ah! Y toma esto. Cada año recibirás una bolsita. Es la cantidad que William te asigna para tus alfileres.
Cogí el bolsillo de terciopelo negro, y al abrirlo vi que estaba lleno de monedas de oro. Quedé asombrada.
—Pero... ¿tanto? —interrogué dudosa—. ¿Y en qué voy a gastar tanto dinero?
—Eso ninguna mujer lo pregunta. Puede que algún día opines que es demasiado poco.
—En Cloud's Moor tendría bastante con una cantidad así para toda mi vida.
El anciano volvió a sonreír:
—El Brezal de las Nubes debe ser un lugar tal y como indica su nombre. Confieso que siento envidia por la existencia tradicional y pura que debíais llevar allí.
Se puso en pie y comprendí que deseaba quedarse solo Me acompañó hasta la puerta, y cuando yo me despedí puso una de sus manos en mi hombro y me volvió hacia él.
—¿Te gusta The Shade? —me preguntó bruscamente.
—Me parece maravilloso —repuse.
Sonrió y me dejó ir.
Todos los días, al pasar por la galería, daba un vistazo al hermoso y sombrío retrato al cual se parecía Sir William, tratando de familiarizarme con él. En manos de parientes poco afables y comprensivos, mi corazón sediento de cariño se estremecía de secreto terror ante la idea de que el ardiente despotismo que sellaba el rostro del abuelo fuese también característica del nieto. Temblaba aún más porque ahora ya sabía que no era bonita. Delgada, zanquilarga, con un rostro pálido y desvaído, decorado tan sólo por dos pesadas trenzas de lino... ¡Oh! Muy caballeresco tenía que ser Sir William Hasting para no demostrar muy a las claras su desencanto de esposo y saber comprender mi timidez y sensibilidad.
A juicio de mi tía, además, yo era la más torpe de todas las criaturas.
—¡No sé a quién has podido salir, Katherine! —decía irritada—. ¡Tu madre poseía dedos de ángel para la costura! ¡Mira qué bordado! ¡Si tu esposo, Sir William Hasting, piensa calzarse esos chapines necesitará ser un valiente o un hombre de gusto detestable! ¡Una joven de trece años que no sabe manejar una aguja!
—¡No seguiré bordando esos chapines! —replicaba yo huraña, abandonándolo todo—. Aborrezco los bordados que me obligas a hacer, las piezas que me mandas tocar y las canciones dulzonas y almibaradas de mi profesor de música. Espero que los demás me quieran por otras cosas.
—¿Por qué otras cosas, querida? —replicaba mi tía imperturbable, deshaciendo mi maraña de labor—. No tienes el más mínimo encanto.
—¡Pero amo a The Shade y me preocupo por él! —replicaba yo; y huía con los ojos húmedos fuera del salón.
¡Oh, sí! Amaba a The Shade con sus largos atardeceres grises. El verano había pasado y estábamos en el dorado ambiente del otoño. Aún me parece ver los viejos robles de bronce, el rojo vivo de las copas de los cerezos y los alisos rubios sobre las aguas trémulas. Una muchacha de trenzas de lino corre alocadamente entre todo aquel bello esplendor. Se arroja de bruces sobre el césped y sueña. Sueña que es bonita y querida de todos hasta fundir el frío egoísmo de sus familias. Sueña que el retrato de ojos altaneros se humaniza y que aquellos labios son susceptibles de pronunciar palabras de amor. Luego espanta estos pensamientos y se abraza más estrechamente contra tierra. ¡Querido y viejo The Shade! Al levantar la vista a lo alto me sentía abrumada por la cúpula del cielo. Luego oía los pasos de «Tristán», el enorme mastín. «Tristán» también me quería. Me buscaba en lo más oscuro de mis escondrijos y se echaba silenciosamente a mis pies; «Tristán» me amaba por mí misma, y a él le eran indiferentes mis escasos atractivos físicos. Yo acariciaba su pelaje con mi mano pequeña, sintiéndome agradecida. Y así, en esta comunidad de soledad y silencio, permanecíamos las horas largas, como si bebiésemos en un maravilloso asombro el alma clara y muda del paisaje.