Entre Diana y Zizi
Entre Diana y Zizi
Hasta ahora, es la mejor fiesta a la que he asistido. El presidente Miterrand había invitado al príncipe Carlos a participar con él en las ceremonias del 11 de noviembre de 1988. El 9 de noviembre, el ministro de Cultura, Jack Lang, recibía a la pareja principesca en el castillo de Chambord.
La famosa fachada, iluminada, parece una aparición nocturna en medio de bosques brumosos y dorados por el otoño. Una compañía de monteros saluda a los invitados con una fanfarria. Un curioso azar me ha colocado entre la princesa Diana y Zizi Jeanmaire, delante del príncipe Carlos. Este resulta un hombre brillante y divertido, que habla un francés excelente. Acaba de levantar un escándalo al declarar que los arquitectos ingleses han hecho más daño a Londres que la Luftwaffe. «¿Le parece prudente invitarme a semejante edificio? ¡Cuando vuelva tendré que mantener la boca cerrada!» le dice a Jack Lang.
No cabe imaginar oposición más tajante que la que forman Diana y Zizi, la rubia sombría y la morena chispeante. Diana es de una belleza extraordinaria, de una elegancia suprema, pero está triste, alargada y silenciosa como un cirio. ¿Qué se le puede decir a esa reina en el exilio? Por fin, le traduzco la frase de Germaine de Staël: «La gloria es el luto resplandeciente de la felicidad». «No sé —me responde ella—, yo nunca he conocido la gloria». Repito la frase a Zizi. Ella me responde: «No sé, yo nunca he conocido el luto». Y en efecto, al cabo de dos horas aparecerá bajo la bóveda de la sala de honor vestida con sus famosas plumas, frenéticamente agitadas.
Mi primera imagen de Zizi se remonta a 1949, en los pasillos del Théâtre des Champs-Élysées. Entonces se llamaba Renée y la melena le llegaba hasta la cintura. Llevaba un tutú clásico. Todavía me parece verla cuando se levantaba de puntillas para darme dos besos. Yo tenía veinte años. ¿Y ella?
Después llegó la increíble metamorfosis que la cristalizó en su forma definitiva. Alhambra 1955. Ahora lleva, y para siempre, el pelo corto y pegado a la cabeza, tiene la boca de chico, la voz zumbona y las piernas duras y torneadas. Levanta un escándalo con Les Tatouages, una canción bailada de Dréjac. Aparece en escena arrastrando a un hombre gordo, con bigote y sombrero hongo. Gira a su alrededor, le empuja y le va quitando la ropa, prenda a prenda, mientras canta: «¡Tatú, mi tatú, lo tienes todo para gustar, tatuado mío!» Y él, ya sin ropa, aparece con una malla rosa decorada con inmensos tatuajes. Este striptease tan especial hizo levantar las cejas a más de un censor.
Acabo de verla una vez más, evolucionando bajo los focos, libélula maravillosa coronada de plumas, antenas y lentejuelas, resucitando con su voz de Gavroche el alma de Serge Gainsburg. Una pareja tan extraña como la que formaban ella y Diana. Gainsburg, el enclenque, el enfermizo, el amargo, empeñado en convertirse en ruina humana antes de conseguir destruirse por fin. Y ella indestructible, inoxidable, con su voz metálica y sus piernas de acero, resplandeciente de fuerza y de amor a la vida.
Primero fue Mistinguette, después vino Joséphine Baker y luego Zizi. ¿Será posible que sea la última de esa raza de mujeres que cantan con sus piernas?