Anatomía y fisiología de un puente

Anatomía y fisiología de un puente

Lo diré tal como lo pienso, aun a riesgo de ser tachado de chauvinista. Cada vez que viajo al extranjero, me sorprende la fealdad de los puentes. Los encuentro pesadamente utilitarios, ultraseguros y, para colmo, malqueridos. Por el contrario, en Francia, los puentes son casi siempre agraciados, audaces, inspirados. Se nota que su constructor quiso hacer algo más que una construcción utilitaria. Sí, Francia es el país de los puentes y las catedrales, y existe una indudable afinidad entre estos dos edificios, pues la catedral es un puente vertical entre la tierra y el cielo. ¿Será por eso que al papa se le suele denominar sumo pontífice —pontifex maximus—, es decir el mayor constructor de puentes?

La historia de los puentes va en el sentido de un aligeramiento progresivo. Antiguamente, los puentes se limitaban a prolongar las calles, con su parafernalia de casas, comercios y monumentos. Las ventanas «al patio» daban entonces a las aguas del río, hacia el monte o hacia el mar. Sería interesante determinar por qué al cabo de los años hemos despojado los puentes de esas superestructuras habitables, para otorgarles la desnudez de una simple vía de paso. Se prohíbe incluso el estacionamiento de coches en sus aceras, como si se tuviera miedo de sobrecargar sus arcos.

Sin embargo, por su hermosura y su nobleza emocionantes, no podemos dejar de mencionar uno de los últimos puentes «habitados» que nos quedan. Me estoy refiriendo al castillo de Chenonceaux. El cuerpo principal del edificio está en la orilla derecha sobre los dos pilares de un antiguo molino. Una galería de dos pisos —llamada de Catalina de Médicis— cubre el puente propiamente dicho, que cruza el Cher.

Al otro extremo de la historia de la arquitectura, el gran puente de Normandía alcanza el grado máximo de desnudez, mayor incluso, en cuanto a puentes con obenques, que los clásicos puentes colgantes. Esta desnudez impone la palabra «pasarela», una pasarela gigante pero también muy aérea, que recuerda un inmenso coleóptero con sus alas, sus antenas y sus élitros. La escala ha dejado de ser humana, pero tampoco le cuadra el nombre de «sobrehumana», pues aquí nadie se esperaría encontrar un pueblo de colosos o de titanes, como en los santuarios del Alto Egipto. No, sólo hay una palabra que exprese a la perfección la esencia de estas estructuras gigantes erguidas contra el cielo: elementales. Ya no se trata de calle ni de casa, ni de carretera ni de río. Esta arquitectura enorme sólo admite un único interlocutor, el elemento, llámese este viento, roca, sol u océano. Quienes lo construyeron trabajaron contra tempestades y mareas.

La vida de un puente viene definida por los hombres, los animales y los vehículos que circulan por su tablero, pero también por la naturaleza del espacio que salva. Así, hay puentes de tierra —que franquean precipicios, por ejemplo—, puentes de río o de torrente, puentes de mar, generalmente de altos vuelos. El puente de Normandía pertenece a la rarísima especie de los puentes de estuario. De ello resulta que bajo su pasarela circulan aguas mezcladas. Según la voluntad lunar de las mareas, verá afluir olas marinas que lucharán contra las aguas dulces para subir cauce arriba —el empuje del temible macareo—; pero después del tiempo de la alta mar, las aguas saladas ceden y refluyen hacia el mar, y en pocas horas el puente recupera su vocación fluvial. Es fácil imaginar a un niño curioso corriendo de una barandilla a otra para observar el juego confuso y glauco del flujo y el reflujo bajo la égida del gran reloj astronómico.

Todos los puentes tienen la vocación de unir una orilla derecha con una orilla izquierda —y viceversa—, y su solidaridad con esos dos puntos de apoyo es total. Pero esas orillas, separadas por la anchura del río desde tiempos inmemoriales, crecieron y maduraron independientemente una de otra y poseen personalidades opuestas. Incluso es frecuente que las poblaciones que las habitan hablen lenguas distintas y pertenezcan a naciones diversas. La construcción de un puente las acerca sin confundirlas y provoca una toma de conciencia.

Así, en París. El Sena define una orilla derecha y una orilla izquierda con espíritus muy distintos. La orilla derecha pertenece a la gran burguesía. La Bolsa, los grandes almacenes y las sedes del poder político que reina, el Louvre y el Elíseo, están de este lado. Posee su teatro —el llamado «teatro de bulevar»—, que encarnara Sacha Guitry.

La orilla izquierda pertenece al pueblo llano, a la multitud alborotadora de los estudiantes y los artistas. En Mayo del 68 celebró su gran fiesta primaveral. Su teatro —encarnado por Jacques Copeau— es de investigación y vanguardia. Es la orilla del poder político que gobierna, cuyas sedes se llaman Matignon, la Asamblea Nacional, y los grandes ministerios.

Pero lo más admirable es que esta oposición de orillas se produce a lo largo de todo el Sena, y reaparece más fuerte que nunca en su estuario.

En la orilla derecha está el país de Caux con sus altos acantilados blancos, su costa del Albatros y, detrás —en el plano inmediatamente posterior—, las instalaciones portuarias de Le Havre, con su refinería de petróleo, su ciudad burguesa, su irradiación internacional.

En la orilla izquierda, todo empieza con las praderas bajas, a menudo inundadas, de los fangales llenos de cañas donde viven las aves marinas y los caballos importados de la Camarga. La capital de esa zona es Honfleur, con su maravillosa iglesia de Santa Catalina, toda de madera, construida por los carpinteros de los astilleros, que se limitaron a unir dos cascos de barco invertidos. En Honfleur nacieron, con pocos años de diferencia, Alphonse Aliáis y Erik Satie, que dieron carta de nobleza a la extravagancia, uno en las letras y el otro en la música. A estos dos nombres, hay que añadir el del poeta Henri de Régnier y el de la novelista Lucie Delarue-Mardrus. En ninguna otra parte del mundo hay más galerías de pintura por metro cuadrado. «En verano —decía Aliáis—, realmente hace demasiado calor para una ciudad tan pequeña». La frase debería transportarse al ámbito de lo espiritual.

Vuelvo a la vocación constructora de puentes de la arquitectura francesa, tal como la evocaba al principio de estas reflexiones. Si Francia es el país de los puentes, ¿no será porque ante todo es el país de los ríos? Me refiero a los grandes ríos, que marcan fronteras entre dos regiones, dos poblaciones, dos mentalidades. Esto es muy evidente en el caso del Rin, pero también el Loira, por su parte, traza con precisión el límite entre una Francia del Norte y una Francia del Sur, y sería fácil asignar al Garona y al Ródano semejantes funciones fronterizas. La prueba inversa la proporciona el infeliz Couesnon, un río demasiado chico para separar dignamente Normandía de Bretaña, y atribuir sin discusión posible el Mont-Saint-Michel a una u otra de esas provincias.

Vistas así las cosas, la significación del puente está clara, y resulta primordial. El puente une al tiempo que distingue. Marca la entrada solemne y triunfal en una región nueva, donde el viajero es recibido con benevolencia, pero no sin reserva. Como cantaba Georges Brassens:

Basta con cruzar el puente

¡En seguida llega la aventura!

Celebraciones
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