Fleury

Fleury

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El «fetichista» en la cárcel

Los expertos en prisiones estarán de acuerdo conmigo: la Santé es una jaula para conejos, sin alma ni espíritu. Fresnes está inspirado en un grabado de Piranese, con sus bóvedas, sus galerías, sus escaleras. Lo que el veneciano no había previsto son las grandes redes extendidas como enormes telarañas en los huecos de las escaleras, de una pasarela a otra, en las altas bóvedas, en cualquier parte donde el cuerpo de un desesperado pueda ensuciar, al estrellarse, las limpísimas baldosas. Esas redes que tamizan la luz hacen que reine un ambiente de solicitud dulzona y bastante siniestra. Alphonse Boudard definió la cárcel como un gran paquebote varado que huele a orines. Aquí percibimos, además, un toque «pescador de Islandia…»[20]

Fleury es otra cosa muy distinta. Nunca he entrado en el edificio de las mujeres, con sus formas redondeadas y suaves que se ven a pocos centenares de metros del de los hombres. Aquí uno se creería en el aeropuerto de Roissy, con una nota de casa de fieras o de circo romano, propiciado por las enormes rejas y los altísimos barrotes, presentes en todas partes. A través de una mirilla me enseñan el patio D4, famoso desde aquel 27 de febrero de 1981, cuando un helicóptero fue a posarse en él para llevarse a dos prisioneros, como el ángel de Andrea del Sarto bajando a la prisión donde está san Pablo para liberarlo. Sin duda, el milagro no se repetirá, porque ahora hay torres de vigilancia en todos los ángulos del recinto, y cables electrificados entre las torres.

Cruzamos una serie de esclusas. En la primera taquilla me quitan el carnet de identidad. En Fresnes también, pero allí te dan a cambio una gran ficha que parece una llave mágica que permite entrar y salir. En Fleury, nada de nada, hasta el punto que uno se pregunta cómo saldrá de allí. Las puertas se abren y cierran eléctricamente, a las órdenes de un guardián protegido por una jaula de cristal. Subimos las escaleras, primero asaltados por los olores rancios de la cocina, después por los efluvios de la enfermería. Cinco mil trescientos presos, casi tantos como guardias, cocineros, contables, enfermeros, etc. El equivalente de una ciudad como Rambouillet. Veo pasar a algunos detenidos camino de los talleres, vestidos con un mono de trabajo. En los patios, bronceados y vestidos con pantalón corto, juegan al fútbol. En el cuarto piso, un pasillo nos lleva a la capilla que es también el teatro. Hay un centenar de muchachos jóvenes, todos vestidos de droguete. Y viene el choque: uno de ellos me salta al cuello, y yo reconozco a un chico de un pueblo vecino del mío, conozco bien a su familia. Efectivamente, había desaparecido misteriosamente unos meses atrás. Yo no le pregunto nada, y cuando vea a sus padres, no haré la menor alusión a este encuentro. Y siempre la misma pregunta: ¿por qué ellos y no yo? Pues un escritor, ya se sabe, es siempre un ser marginal, un alborotador. Bastaría con un régimen un poco brutal para que…

Cierran los postigos, porque son las diez de la mañana, y se encienden las candilejas. Un hombre bajo, de rasgos muy magrebís, con una bolsa de deporte en la mano pasa entre las hileras. El programa —¡pues hay incluso programa! —me informa de que se llama Hamid Hamel. Sube al escenario. Enfoca al público con una linterna. Y empieza el monólogo, un túnel de ochenta minutos:

¡Aquí vive gente bien! ¡Vaya aseos! Eso me gusta. Me da tranquilidad. Qué bien cuidado, qué elegante, qué bonito…

En semejante situación, las frases toman tal cariz de locura que la gente empieza a reírse. Las carcajadas no cesarán hasta el fin de mi «acto para un hombre solo», ese Fetichista que tuvo gran éxito en Nueva York gracias al club de fetichistas de la ciudad. Porque, claro está, Nueva York tiene incluso ese club…

El club que me rodea hoy es de otro tipo. El director de la prisión ha querido que yo asista al estreno ante este público tan particular. Una confrontación apasionante en los confines de la sociedad. Puesto que —y quede bien claro— un fetichista no es un ser asocial, todo lo contrario. El vestido simboliza el orden social, sobre todo si es «uniforme», y va adornado con condecoraciones, etc. La revuelta contra este orden suele venir acompañada de ataques al vestido, si puede decirse así. El anarquista va forzosamente «descamisado», o incluso totalmente desnudo, como algunos manifestantes hippies o «verdes». El erotismo antisocial desemboca en la violación, y empieza arrancando la ropa de la víctima. Todo eso va directamente contra la sensibilidad del fetichista. Él no es asocial, él es hipersocial. Profesa el culto hacia la ropa, y más aún, hacia la ropa interior. La desnudez le da asco.

Todo eso, mis jóvenes delincuentes lo percibieron muy bien en un primer momento. Hubo algunas risitas de desprecio. «¡Pobre marica!», murmuró mi vecino. ¡Tanta sumisión al orden social y a sus signos exteriores! Pero el pobre fetichista debía alcanzar la revancha. Cuando, al final, el actor sacó de la bolsa todo un cargamento de sujetadores, bragas con encaje, ligueros y otras lindezas, los espectadores rugieron de alegría. Aquella parafernalia les llegaba directamente al corazón, o incluso más abajo de la cintura. El fetichista sólo conoce un erotismo de segundo grado: el del vestido. Su particularidad es ignorar el erotismo de primer grado, el de la carne desnuda. Y precisamente aquellos muchachos privados de mujeres reales, limitados a las mujeres imaginarias, estaban reducidos, por su detención, a un erotismo que también era de segundo grado. Por tanto, no tenía nada de sorprendente que entre mi personaje y aquellos espectadores tan particulares pasara la corriente, y de una manera fulminante. Incluso me enteré de que en el interior de la prisión existía un tráfico de prendas íntimas femeninas sumamente activo.

Muchas veces he oído decir a la gente de teatro que, para que una obra triunfe, es necesario que también el público tenga talento, y no sólo el autor, el director y los actores. Mi público de Fleury tenía algo más que talento, tenía un destino, la condición carcelaria, con la psicología del encierro que la acompaña necesariamente.

Celebraciones
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