Un sueño
Un sueño
Mis sueños tienen una cosa en particular: pase lo que pase en ellos, yo siempre estoy totalmente desnudo. ¿Por qué? Simplemente, creo yo, porque tengo la costumbre de dormir desnudo. Y me dirán ustedes: ¿por qué duerme desnudo? Responderé que por la idea que tengo yo del sueño y de la cama. Es muy sencilla: la cama es el vientre de mamá. Acostarse es nacer al revés, es, en cierto modo, desnacer. Dormir es recuperar la vida fetal cruelmente interrumpida por el nacimiento, ese nacimiento que volvemos a representar con dolor cada mañana, y del que nos consolamos con desayuno de leche y confitura, como la primera mamada de nuestra infancia.
Así que mis sueños siempre tienen como tema las desdichas de un hombre totalmente desnudo y abandonado en una ciudad o en medio del campo. Por supuesto, las variaciones sobre este tema son infinitas. Una, bastante antigua por cierto, es esta:
Creo recordar que era cuando se hablaba de los primeros hombres solos en el desierto de la Luna. Yo también estaba solo y desnudo en un gran circo blanco y muy accidentado. En el centro de dicho circo había una inmensa fuente, que me atraía por la nieve inmaculada y blanda que la llenaba. Me acercaba a la fuente. ¡Qué admirable materia, suave, aterciopelada, resplandeciente! Me inclinaba entonces por encima de aquel cuenco virginal. ¿Me metería entero en él? Hundía las manos, los puños, los brazos. Estaba caliente, era acogedor y voluptuoso. Dejaba de sentir los brazos. Tenía ganas de adormecerme. De repente, vi aparecer en la superficie blanca dos manchas rojas. Empezaron a crecer y se complicaron como si fueran flores púrpura, dibujando pétalos cada vez más oscuros y más abundantes. Me asusté y retrocedí bruscamente, apartando los brazos de la hermosa trampa. Se terminaban en dos muñones sangrientos: ¡mis manos habían desaparecido!
Poco después escribí esta exhortación en mi primera novela Viernes o los limbos del Pacífico: «¡Mucho cuidado con la pureza, es el vitriolo del alma!»